El anillo mágico - H.L.

 Se reunieron a medianoche, bajo una luna menguante que no se atrevieron a mirar mientras formulaban el hechizo. Desde la musgosa orilla, la luz trémula de las luciérnagas bailaba en la superficie del agua. De pie bajo la humedad de los alisos pronunciaron las temibles palabras. Él puso el misterioso anillo en la mano de ella y observó la hora señalada. Habían robado la tierra de la tumba de un maníaco, esparcieron el polvo en el riachuelo, miraron la estrella polar. La estrella retiró sus brillantes rayos, y se ocultó tras una nube oscura, y con miedo dijeron el horrible hechizo. Los espíritus malignos se regocijaron, el viento gimió con tristeza a su alrededor, las luciérnagas apagaron su llama, y ellos, que habían tentado a la suerte, que habían esparcido el polvo del maníaco, leyeron su sino en los suspiros del viento, y desearon no haber pronunciado las terribles palabras.

El guarda forestal se marchó, deambuló por otros climas, el pasado se le antojaba un sueño, no pensó en sus juramentos, ni recordaba el poder del hechizo. Ella vivió en los claros del bosque, junto a la límpida corriente, alejada de los sitios frecuentados por los hombres, en la más profunda soledad. Habían pasado ya días y meses, pero el guarda no volvió; el quinto día de la semana, cuando las nubes envolvían la estrella polar, el viento soplaba entre los robles, y la niebla y la lluvia formaban remolinos en el valle, la muchacha dirigió sus pasos a aquel temido lugar, junto a la humedad de los alisos. Miró fijamente la reluciente gema azul, recuerdo del hechizo; su color no había cambiado, pues para quien lo llevaba seguía siendo auténtico. Deseaba demostrar el amor de su amante, y contempló el cielo con temor; pronunció las palabras que despiertan a los muertos y miró el anillo; la piedra azul se volvió de color blanco mortal, y supo entonces que el amor de él era falso. Los espíritus que habían oído el hechizo se regocijaron en los ecos a su alrededor, la niebla de medianoche cayó espesa y húmeda, pero el frío estaba en su alma; la tisis avanzó entre la niebla y trepó hasta su pecho.

Sus ojos eran claros y sus mejillas bonitas, pero el hechizo había escrito el fin de sus días. Cayó como una flor en el campo y desapareció de la faz de la tierra. Duerme junto a la tumba del maníaco, bajo la estrella polar. El guarda regresó. La morada de aquella a quien había amado estaba abandonada. El recuerdo de días pasados cobró fuerza, el hechizo secreto seguía teniendo poder en su cabeza; lo acosaba por la noche, lo acosaba por el día, lo rodeaba, invisible, pero omnipresente, y marcó sus facciones con la expresión funesta del mentiroso; los ojos que lo veían lo evitaban, todos los corazones le daban la espalda, buscó afecto, pero no lo encontró: nadie lo quería, y nadie lloró su muerte; ninguna oración bendijo nunca su tumba, ni ofreció descanso a su espíritu atormentado; sus cenizas se las llevó el viento; el peregrino evita el lugar, pues allí los espíritus malignos celebran sus ritos sobrenaturales, y formulan los hechizos de muerte.

Comentarios

Entradas populares de este blog

El deseo - Roald Dahl

El ojo en el dedo - Raúl Avila

Se solicita sirvienta - Patricia Laurent Kullic