El pararrayos - Melanie Tem

Su cuerpo se convulsionó. El diario voló de sus manos y la lámpara se tambaleó. Chocó contra la pared; entre el otro dolor que la invadía, apenas sintió el impacto.

El calor crepitaba deprisa a través de los caminos de su sistema nervioso. Los ojos le lloraban y le picaba la nariz con aquel olor familiar y amargo de su propia carne y su propio cabello chamuscándose.

 —¿Mamá?

Kevin se encontraba de pie junto a la cama. Instintivamente, Emma tendió su brazo para cogerle. Después, horrorizada ante su descuido y su necesidad egoísta de curar, retiró las manos hacia atrás deprisa. Justo a tiempo: vio cómo la electricidad echaba chispas entre ellos pero no alcanzó a Kevin.

 —Estoy bien —logró decir Emma.

 —¿Qué pasa?

A medida que el espasmo disminuía, Emma descubrió que se estremecía ofendida. Por más que fuera un adolescente ensimismado o no, ¿cómo podía Kevin preguntar algo así? Se acordó de que los sacrificios maternos por lo general pasan inadvertidos (que, en realidad, deben pasar inadvertidos para que funcionen) y sólo respondió:

 —Recordaba a tu padre —lo cual había llegado a comprender que no era verdad precisamente.

 —¿Todavía?

Emma se incorporó temblorosa y se recostó contra las almohadas calientes y luego apretó los nudillos contra las sienes para detener el zumbido. A veces le parecía que, si pudiera producir un circuito completo, la corriente viajaría con mayor suavidad y con un arco voltaico menos doloroso. Sabía que era peligroso hacer las cosas más fáciles para ella, aunque por el momento Kevin parecía a salvo.

 —¿Tienes otro dolor de cabeza?

 Emma asintió con la cabeza.

 —Pero no es muy grave —en realidad, había sido mucho peor, y volvería a suceder antes de que Kevin creciera.

 Kevin titubeó, luego se acercó a su madre.

 —¿Quieres que te masajee el cuello?

 —¡No! —gritó Emma asustada, y después agregó con un tono más suave— ya está mejor.

 Para que su hijo no adivinara que la cabeza aún le dolía de manera atroz, hizo un esfuerzo por abrir las manos y posarlas sobre el regazo.

 Kevin se acomodó cariñosamente entre las sábanas arrugadas mas no intentó tocarla otra vez. Emma lo estudiaba desde lejos: muslos vellosos, ningún indicio de barba en las mejillas ni en el pecho, la nuez de Adán visible sólo al tacto, ojos grises iridiscentes tan parecidos a los de Mitchell antes de que el cáncer los invadiera. Al parecer, Emma llegó a la conclusión, hasta ahora estaba haciendo su trabajo muy bien; a los trece años Kevin no había sufrido ningún dolor verdadero en su vida.

 Pensar que Mitchell no estaría allí para ver crecer a su hijito le produjo a Emma una tristeza ardiente, y pensaba en ello con frecuencia deliberada, lo único que podía hacer por su esposo. El dolor de la orfandad de Kevin era realmente desgarrador. Holly ya era grande y vivía con su abuelo del otro lado de la ciudad cuando murió Mitchell, pero Emma aún tenía la obligación de proteger a su hijo para que nunca comprendiera cuánto había perdido.

—Yo también pensaba en él —decía Kevin, sin lágrimas en los ojos y con una leve sonrisa incluso—. Pero cuando comenzaba a ponerme triste de veras te oí gritar y tuve que venir aquí y cerciorarme de que te encontrabas bien.

 Emma cerró los ojos aliviada. El desastre se apartaba una vez más. Al menos esto podía hacer.

 —Sin embargo, no pienso en él como lo haces tú. Nunca lo hice.

 Kevin la observaba con cautela. Con los oídos aún zumbando, la vista nublada y sin aliento, Emma logró mover la cabeza en señal de aprobación.

 —La mayor parte del tiempo estoy bastante contento, ¿sabes? Incluso inmediatamente después de que murió, unos días después, me sentía bien.

 Esos primeros días tormentosos, antes de que Emma consiguiera orientarse, no había podido evitar que Kevin llorara, vomitara y llamara a su padre.

 —Eso es bueno, cariño —le dijo Emma—. Eso es lo que quiero para ti.

 —Me preocupan otras cosas. Cosas normales, como las notas por ejemplo.

 —Mas no demasiado —protestó Emma—. No te preocupas demasiado, ¿no es así?

 —O las chicas —se ruborizó. Emma contuvo su aliento; cuan guapo era, cuan perfecto, inocente y absolutamente vulnerable sin el amparo de una madre.

 —Eres demasiado joven para preocuparte por las chicas.

 —¿Está bien ser feliz aun después de la muerte de tu padre?

 —Así es como debe ser.

 —Pero mi vida no cambió en realidad. ¿No crees que es extraño? Parece que nunca hubiera muerto; ni vivido.

 Su rostro se contrajo apenas; Kevin estaba triste. Emma sintió un escozor en la garganta, pero pudo decir:

 —Continuar con tu vida. Eso es lo que debes hacer.

 —¿Qué hay de ti? ¿Qué hay de tu vida?

 —Esta es mi vida —Emma juzgó aceptable el riesgo de abrazar a su hijo. El hundió el rostro de manera infantil contra ella y frotó las nuevas heridas en su pecho, mas Emma ni siquiera pestañeó.

 —¡No le extraño! ¡No sé cómo, y quiero! —Kevin rompió a llorar.

 Confundida, Emma lo abrazó hasta que cesaron los sollozos, lo cual no llevó mucho tiempo. Casi de inmediato se volvió inquieto, se sentó, limpió su nariz con el dorso de la mano y preguntó:

 —¿Holly y el abuelo vienen a cenar esta noche?

 —Desde luego.

 —Caramba, vienen aquí todos los días. Qué bueno que vivan cerca.

 —Holly sólo tiene veintiún años. No es posible que ella haga todo para él. Es suficiente con que viva allí.

 —Cuando crezca no voy a cuidar de nadie.

 Emma le sonrió con cariño a su hijo y no dijo nada.

 —¿A qué hora deberían venir?

 —Alrededor de las seis —Emma sintió la breve oleada de terror que siempre la invadía cuando se daba cuenta de que no estaba preparada para recibir a su padre—. ¿Qué hora es?

 Kevin se encogió de hombros.

 —Ay, Kevin, ¿qué le pasó al reloj nuevo que hace poco te compré?

 —Creo que lo perdí. ¿Cómo es posible que tú no uses un reloj?

 —No puedo. Se detienen.

 —Solías usar relojes. Tenías ése muy bonito con diamantes que Papá te obsequió para vuestro aniversario ese año —de pronto, esa carita suave tembló un poco, y los ojos grises brillaron con lágrimas—. Desearía que Papá...

 Emma apretó los dientes. Los vellos de su brazo se erizaron y estaba caliente y luego se enfrió. No duró mucho y cuando se relajó, la preocupación por ella misma había borrado todo rastro de la tristeza de Kevin.

 —Será mejor que preparemos la cena —le dijo a Kevin.

 —Spaghetti, ¿no es cierto? Sacaré las cacerolas.

 Bajó las escaleras ruidosamente. Emma le gritó:

 —¡No enciendas el horno hasta que yo no esté allí! —aunque sabía que no lo haría; le temía a los quemadores, tal como ella deseaba.

 Emma dejó colgar sus piernas desde el borde de la cama con cautela. Desde que tenía memoria su cuerpo le había dolido, y este dolor se había acrecentado desde la muerte de Mitchell, las articulaciones se endurecían y los músculos se desgarraban poco a poco. Atravesó la habitación, enrollando su camisa con cuidado de modo que, antes de estar de pie frente al espejo de cuerpo entero en la puerta, podía ver todo su torso.

 Tres cicatrices nuevas se retorcían entre los bordes endurecidos y elevados de las anteriores, un color rosa brillante se mezclaba con un rojo más oscuro, el marrón y el blanco. Una de ellas descendía una pulgada o dos a lo largo del esternón; otra desaparecía en el vello del pubis; la más grande se ramificaba hacia el lado inferior pálido y vulnerable de su brazo izquierdo. La piel absorbente alrededor del corazón tenía tantas cicatrices que no podía ver ni encontrar tanteando con los dedos donde comenzaban las nuevas marcas.

Debajo de todas las otras cicatrices (la mayoría de ellas se anidaban en su pecho como esas fotografías horribles de las espaldas de los esclavos después de la Guerra Civil) estaba la marca de nacimiento que se enroscaba como una cola roja amarronada fuera de su ombligo. Emma la tocó; no le dolía. Le pareció recordar que alguna vez le había dolido, pero eso no podía ser verdad; sabía que las marcas de nacimiento no dolían. Siempre le había avergonzado hasta conocer a Mitchell, quien solía besarla con respeto cariñoso.

Durante un instante nada más, Emma echó de menos a Mitchell. Pero desechó este sentimiento; no había lugar para su propia tristeza entre la de los demás.

No había salvado a Mitchell del cáncer. En ese momento pensó que debería haberlo adivinado, debería haber sabido que él estaba en peligro antes de que él mismo lo supiera, antes de que los médicos le hubieran puesto un nombre a ese peligro. Si hubiera sido más valiente o más hábil podría haber transportado la enfermedad a su propio cuerpo.

La consoló un poco saber que había sido capaz de absorber mucho de su dolor y de su temor a la muerte. Gracias a ella, Mitchell había estado en paz al final, mientras que el temor de Emma de que él la dejara se había dispersado y endurecido como el tejido de una cicatriz.

Emma había permanecido en la cama junto a él durante esos últimos días y noches largas. Kevin les llevaba sus tareas y el diario de la mañana; Holly les había llevado sopa. «¿Por qué no descansas, mamá? Yo me quedaré con él». Pero Emma sabía muy bien que no debía abandonarle. Si le dejaba, Mitchell sentiría dolor y estaría asustado. Ella podía sentir las heridas y las cicatrices en sus órganos interiores y en las cavidades de su mente y cuerpo. Finalmente el circuito se había hecho continuo, un circuito cerrado que se perpetuaba por sí mismo, y se había sentido más cerca de Mitchell que antes.

Justo antes de morir Mitchell le había susurrado:

—Algo pasa. Siento como si fuera otro el que se está muriendo —Emma había tomado ese comentario como una medida de lo bien que había hecho su trabajo.

El padre de Emma había ido al funeral. Nunca había prestado demasiada atención a Mitchell, y tampoco parecía hacerlo entonces. Esta vez estaba a salvo; no había perdido a nadie que había amado.

El padre de Emma no tenía nombre. Ella sabía que le habían dado un nombre, desde luego, y un apellido que lo emparentaba con generaciones de personas además de ella, pero nunca se consideró la hija de aquel hombre con nombre. Se esforzó por no llamarle nada, por retenerle donde pudiera observarle en relación directa con ella; «mi padre» y nada más. En las pocas ocasiones que habían requerido alguna forma de dirigirse a él, «Pa» y «Papá» le habían asustado, y a continuación había sufrido un ataque terrible y heridas profundas. Durante un largo tiempo Emma no había sabido cuál era el dolor que amenazaba a su padre en aquellos momentos, pero siempre podía sentir cuando se acumulaba.

—No podemos dejar que tu padre se lastime más.

Mamá le había dicho eso desde que tenía memoria, en canciones de cuna, cuentos de hadas y canciones de feliz cumpleaños. Emma no recordaba cómo era su madre ni nada de lo que habían hecho juntas, sólo ellas dos, mas recordaba el sonido de su voz al pronunciar aquellas palabras, y las cicatrices en el pecho y el estómago de la mujer mayor que parecía un árbol de espinas en flor. Mamá nunca se había avergonzado de dejar que Emma viera su cuerpo, y siempre parecía haber una nueva rama en el árbol de cicatrices, una nueva flor rosada. «Eso es lo que haces cuando amas a alguien como él. Le proteges; no puede sufrir más.»

Su abuelo había muerto cuando Emma tenía seis años. Nunca le había conocido y Mamá dijo que ella tampoco; su abuelo vivía a cientos de millas de distancia y se había apartado de su hijo durante años. En el coche que las llevaba al funeral, Emma y su madre habían llorado todo el viaje, y Emma, sentada en el asiento de atrás, había observado los espasmos ocasionales de la cabeza de Mamá, la tensión de sus hombros. Su padre no había dicho nada, excepto que debían detenerse para cargar gasolina y si acaso no era ese el empalme de la carretera 36 donde debía girar. Había mirado el cuerpo de su padre en el ataúd sin expresión, mientras Mamá lloraba. Sin hacer ningún comentario ni sacar nada, su padre había limpiado la casa en la que había crecido; Mamá había estado tan acongojada entonces que no pudo ayudar, y el pecho de Emma le había dolido durante varios días.

—Ha sufrido demasiado.

Emma conocía la historia, aunque no por boca de su padre. Le hubiera asustado que él se la contara. Antes de que ella existiera siquiera, antes de que hubiera necesidad de ella, su padre había tenido otra familia, una esposa llamada Mary-Ellen y dos niños llamados Joseph y John. Todos habían muerto al incendiarse la casa en que vivían mientras su padre se encontraba en el trabajo. Sólo pensar en sus nombres le hacía contener el aliento a Emma con dolor; intentaba recordar sus nombres todos los días, y se aseguraría de enseñárselos a Holly.

«Nuestro trabajo es proporcionarle felicidad y apartar el dolor de él.» Mamá aún decía eso el día que murió; Emma tenía trece años, ya no era una niña.

El llanto de su padre la había despertado la noche anterior, seguido de un relámpago que iluminó su dormitorio de color violeta, un trueno furioso, el olor punzante del ozono, y una sacudida de electricidad que la sujetó a la cama durante largos instantes. Había sentido el avance de la quemadura, que en segundos viajó desde la base de su garganta hacia el abdomen; había gritado, aunque débilmente, y su padre no había oído. La quemadura le había lastimado mucho, y había formado el tronco y las raíces para todas las demás cicatrices.

El dolor amenazaba en forma constante a su padre durante aquel primer año, y a Emma le aterraba pensar que quizá no fuera lo suficientemente buena, que parte de aquel dolor le atravesara y su padre explotara. Sin embargo, aprendió. «Estoy aprendiendo, Mamá.» Al poco tiempo podía percibir cuándo su padre se encontraba en peligro de estar triste aun cuando estuviera lejos de él. La enfermera de la escuela pensó que Emma padecía ataques; el doctor estuvo de acuerdo con ella y le recetó un remedio que Emma fingió tomar, pues temía que hasta la autoprotección fingida detuviera los ataques.

Una vez, sin mirar, había cruzado la calle demasiado cerca de un coche que iba a toda velocidad. Había oído el sonido desesperado del claxon y a su padre que gritaba su nombre al mismo tiempo, y para cuando su padre la alcanzó al otro lado de la calle Emma temblaba con violencia, asida a un poste indicador y jadeaba «¡Lo siento! ¡Lo siento!» Sin embargo, su padre había estado absolutamente tranquilo; más tarde, Emma se había preguntado si se habría dado cuenta siquiera de que ella había estado en peligro.

Durante el otoño de su último año en la escuela secundaria, su padre había sido trasladado a California. Emma apenas había comenzado a pensar en todo lo que dejaba cuando se encontró con su padre que estaba de pie desolado en el patio de atrás. «Yo construí esta casa» le había dicho; Emma no lo sabía. «Viví aquí veintitrés años. Tu madre...» Emma se había desplomado en el césped. Su padre la había ayudado a ponerse de pie. Cuando su mente se hubo despejado, terminaron de empaquetar sus pertenencias, y ambos dejaron la casa vacía sin echar una mirada hacia atrás. En ese momento Emma no podía recordar cómo una habitación se comunicaba con otra en aquella casa, ni cómo la luz del sol llegaba al patio de atrás.

Su padre le recordaba a una marioneta hecha con calcetines sin cara, a un pedazo de arcilla modeladora alisada con el dedo. Cercano a los ochenta, su padre prácticamente no tenía rasgos. Ya no tenía el cabello ni restos de barba o bigotes. Sus cejas ralas tenían casi el mismo color que su piel. No tenía arrugas. Hacía muchísimo tiempo que Emma no le veía reir, fruncir el ceño o bostezar siquiera, y desde la noche en que Mamá había muerto y Emma había comprendido cuál sería su trabajo, nunca le había visto llorar.

—Nosotras le quitamos el dolor. Es por eso que se casó conmigo; ésa es la razón por la que naciste tú.

De pronto, Emma se acercó al espejo y contempló la marca de nacimiento que se prolongaba desde el ombligo como si fuera un delgado alambre rojo. La tocó; no le dolió, pero una vez si le había dolido. De repente se dio cuenta de que era esto lo que la unía a su padre; ésta era su primera cicatriz.

Emma se bajó la camisa e intentó fijar su imagen en el espejo. Desde la muerte de Mitchell apenas podía verse, sin embargo no creía que se notaran ninguna de las cicatrices.

La camisa, no obstante, estaba muy arrugada y en el frente una tenue quemadura pardusca se extendía como ramitas chamuscadas. Su padre y Kevin no lo advertirían, mas Holly sí. Emma se cambió de camisa de prisa y se peinó sin mirar realmente, sólo procuraba atenuar la electricidad estática con las palmas de sus manos. Su padre pronto estaría aquí y aunque Holly cuidaba de él ahora, Emma tendría que bajar.

Emma no cesaba de mirar a su alrededor. Estudiaba una y otra vez cada una de las personas sentadas a la mesa que ella amaba, e intentaba adivinar sus estados mentales cambiantes. Sus nervios tirantes como alambres en un viento cálido y creciente. Apenas comió; no tenía hambre, y no se animó a distraer su atención de su padre, su hijo, su hija, su padre, su hijo. Una y otra vez fijó la vista en cada uno de ellos; los amaba, y por lo tanto tenía la obligación de resguardarles del dolor.

Mitchell debería estar sentado en la cabecera de la mesa. Su lugar parecía destruido por el fuego; Emma debería haber sido capaz de evitarlo.

Del otro lado de la mesa Holly también observaba, y Emma advirtió que había comido muy poco. De vez en cuando, las miradas de madre e hija se cruzaban como antenas; una vez, sus miradas se trabaron durante un instante, y Emma sintió un mínimo reflejo de pérdida, algo se vació, antes de que apartara la vista.

—Muy bueno, ¿no es cierto, abuelo?

Emma se concentró nuevamente en su hijo pues temía llegar demasiado tarde y que la falta de expresión de su padre hubiera lastimado ya a Kevin. Kevin estaba inclinado en su asiento y agachaba la cabeza de manera infantil para poder ver el rostro distraído de su abuelo.

—Mmm —dijo el padre de Emma, todo lo que parecía decir estos días. Cuando cogió un poco más de ensalada agachó más la cabeza y Kevin casi se cayó de la silla.

El dolor se acumulaba alrededor de su hijo. Emma se preparó. Desde muy chica había dejado de atraer la atención de su padre al notar lo incómodo que se sentía; había dejado de decirle que le quería pues le ponía en peligro. Holly había hecho lo mismo, mas Kevin, inconsciente o tozudo, no se rendía.

—Te quiero, abuelo —insistía aún, y su abuelo, si decía algo, era—: Mmm.

Todavía no había cesado de cuestionarle:

—¿Acaso el abuelo nos quiere?

—Desde luego que sí.

—¿Por qué no lo dice? ¿O lo demuestra?

—No puede, cariño. Al principio estaba demasiado asustado, y ahora ha olvidado cómo hacerlo.

Kevin había contado una broma. Emma se había perdido la mayor parte, mas sonrió alentadora ante las palabras esenciales del chiste. Holly soltó una risilla. Kevin parecía ilusionado y satisfecho consigo mismo. El padre de Emma sorbía impasible su café.

—¿Sabes algún chiste bueno, abuelo?

El viejo le miró sin expresión y luego negó con un mínimo movimiento de cabeza. Su rostro atrapaba la luz como la superficie de un huevo.

—¿Quieres ver mi tortuga?

Kevin se estaba arriesgando demasiado, de modo que Emma intervino.

—Kevin, deja que el abuelo termine su comida.

—¡Ha terminado! ¡Sólo está allí sentado!

—Kevin, basta.

Su hijo se levantó de la mesa frunciendo el ceño, al borde de las lágrimas, mas antes de que estuviera fuera de la sala, Emma sintió un hormigueo en el punto débil debajo de su esternón, y vio que Holly se encogía de miedo. Un instante más tarde, Kevin salía silbando por la puerta trasera.

—Kevin está bien —se encontró Emma diciéndole a Holly, y luego vio por primera vez la tenue línea roja que asomaba desde el cuello abierto de su hija. Un rasguño, se dijo para sí, o el borde de una quemadura de sol. Mas sabía qué era.

De pronto, Emma se puso de pie y llevó los platos a la cocina. Kevin se encontraba a salvo afuera; le oyó jugar con el perro, dando gritos como si fuera un niñito. Los demás estaban fuera de su vista pero podía oír a su hija hablando con dulzura a su padre, podía oír los silencios de él.

Emma se recostó pesadamente contra el fregadero y sollozó. Apretó la boca con los dedos para acallar el ruido, pero éste explotó como un código Morse desesperado. Extraño a Mitchell. Quiero a mi madre. Inesperadamente, este dolor era sólo suyo.

El dolor era enorme e intenso. Emma lo abrazó, lo reclamó, se arrodilló con él.

Luego desapareció. Como si hubieran encendido un interruptor, como si hubieran desviado una corriente.

—¡No! —susurró—. ¡Es mío!

Levantó la cabeza y vio a Holly en la puerta, desplomada contra la jamba. Su cuerpo joven y robusto se sacudía y su cabello rizado parecía salvaje alrededor de su cabeza. Emma creyó que olía algo que se quemaba, y sus oídos zumbaron como si hubiera oído un ruido fuerte cerca. Quemaduras largas y rojas atravesaban la parte inferior de los brazos tendidos de su hija.

—¡Holly, no lo hagas!

—Mamá, déjame. Siempre cuidas de todos los demás; deja que cuide de ti. Sé cómo hacerlo.

—Devuélvemelo.

Holly negó con la cabeza con violencia, y su cabello voló.

—Te quiero y no quiero que estés triste.

—¡Es mío! —gritó Emma—. ¡Me pertenece!

Arremetió contra su hija e intentó tomarla en sus brazos, mas Holly era más fuerte. Llevó a Emma a su regazo con fuerza y la meció como si fuera un bebé. La acarició y Emma sintió sus músculos faciales relajarse mientras los dedos de Holly se torcían y se extendían.

—Les extraño —dijo lloriqueando, pero ya no sabía a quién se refería. Holly se había llevado todo.


Comentarios

Entradas populares de este blog

El deseo - Roald Dahl

El ojo en el dedo - Raúl Avila

Se solicita sirvienta - Patricia Laurent Kullic