Adiós, Mr. Bliss - Joseph Payne Brennan

    

El 30 de junio, un día antes de que la Biblioteca Lockridge cerrara sus puertas durante los meses de verano, Mr. Bliss, bibliotecario jefe, hizo acudir a su despacho a Miss Quinby para informarla de que sus servicios no serían ya necesarios al terminar el año.

Miss Quinby se sentó en silencio, con los fatigados ojos llenos de lágrimas. Había servido fielmente a la Biblioteca Lockridge por espacio de treinta y cinco años. Al cabo de otros cinco años hubiera podido jubilarse con una pensión.

Mr. Bliss jugueteó con su pisapapeles.

—No hay por qué tomárselo así, Miss Quinby. Tiene usted seis meses para encontrar otro empleo. Con su experiencia, estoy convencido de que no será problema.

Miss Quinby no dijo nada.

Mr. Bliss carraspeó. Su voz sonó ligeramente irritada.

—En realidad, creo que me estoy portando de un modo muy generoso con usted. Tendrá sus dos meses de vacaciones pagadas, y luego otros cuatro meses para buscar empleo. Seguramente…

—Preferiría quedarme aquí —dijo Miss Quinby.

Mr. Bliss sacudió la cabeza con cierta vehemencia.

—La cosa está decidida, Miss Quinby. Como ya le he dicho, carece usted de los conocimientos indispensables en estos días. No tiene usted ningún título universitario…, ni siquiera académico. Sus servicios han sido siempre muy… limitados. La Biblioteca Lockridge va a experimentar una profunda transformación. Contrataremos únicamente personal especializado. Su trabajo será realizado mucho más eficazmente por una joven bibliotecaria profesional, con los indispensables estudios.

«Una joven bibliotecaria profesional —pensó Miss Quinby amargamente— con las indispensables curvas».

Las sonrosadas mejillas de Mr. Bliss se tiñeron de rojo, como si hubiera leído los pensamientos de Miss Quinby.

—Creo que esto es todo —dijo.

—Si escribo al Comité de la Biblioteca —insistió Miss Quinby—, tal vez…

—Será inútil —la interrumpió Mr. Bliss—. El Comité no es más que un organismo asesor. Ni siquiera les he informado de esta decisión, pero si usted quiere hacerlo le aseguro que perderá el tiempo.

Miss Quinby sabía que era cierto. Desde su llegada, hacía poco más de un año, Mr. Bliss había manejado a su antojo al Comité. Ni uno solo de sus miembros se atrevió a enfrentarse con él.

Aunque sabía que no había ninguna esperanza, Miss Quinby continuó sentada, tratando desesperadamente de encontrar algo más que decir. Era todo tan injusto, tan cruel…, tan innecesario… A su edad no le sería fácil encontrar otro empleo, ni siquiera con su experiencia. Y si lo encontraba, se vería obligada a aceptar un sueldo mucho más bajo. Y echaría de menos a sus amigos, a sus…

Mr. Bliss se puso en pie, con el ceño fruncido.

—Desde luego —advirtió en tono severo—, si trata usted de complicar las cosas la pondré de patitas en la calle inmediatamente.

Miss Quinby se apresuró a levantarse. Sabía que Mr. Bliss cumpliría su amenaza. La aborrecía. Le había amargado la vida desde su llegada. Miss Quinby había hecho lo imposible por cumplir sus más caprichosas e irrazonables órdenes. Pero no le sirvió de nada. Y ahora no se atrevía a discutir con él. Necesitaría los seis meses.

Se dirigió hacia la puerta.

—Gracias —dijo, e inmediatamente se odió a sí misma por haberlo dicho.

Mr. Bliss inclinó la cabeza de un modo casi imperceptible.

De regreso en su oficina, Miss Quinby se sentó ante su escritorio y se quitó las empañadas gafas. Estaba demasiado aturdida para llorar. La entrevista con Mr. Bliss tenía un aire de irrealidad. Una pequeña parte de su mente trataba de convencerla de que no había sucedido nada, en realidad, de que todo el asunto era una especie de error que podía ser enmendado.

Las empleadas más jóvenes se marchaban temprano, como era costumbre el día anterior al comienzo de las vacaciones, y Miss Quinby pudo oír su alegre cháchara mientras sus tacones repiqueteaban en el pasillo.

Pasaron junto al despacho de Mr. Bliss.

«¡Adiós, Mr. Bliss!». «¡Feliz verano, Mr. Bliss!». «¡Felices vacaciones, Mr. Bliss!». «¡Adiós, Mr. Bliss!». «Adiós…».

Miss Quinby se puso bruscamente en pie y cerró la puerta de su oficina. Maquinalmente, empezó a arreglar los papeles esparcidos sobre su mesa. Trabajaba siempre hasta las cinco, incluso el día anterior al comienzo de las vacaciones. Hoy no sería una excepción. A pesar de lo que había sucedido, no podía inducirse a sí misma a marcharse más temprano.

Unos instantes después recordó que tenía que arreglar su taquilla. Siempre lo había hecho antes de marcharse de vacaciones. Abriendo la puerta, salió al pasillo y se dirigió a los vestuarios.

Al pasar por delante del despacho de Mr. Bliss le oyó hablar. Al parecer, estaba conversando por teléfono.

«Exacto —estaba diciendo—. He planeado unas verdaderas vacaciones. No le he dicho absolutamente a nadie adonde voy a ir. No voy a darle la dirección a nadie. Ni siquiera he hecho ninguna reserva. Emprenderé el viaje esta misma tarde, a las cinco, cuando salga de aquí, y no regresaré hasta septiembre».

Mientras ordenaba su taquilla, Miss Quinby consultó su reloj. Eran las cuatro.

Cuando regresó a su oficina, todo el edificio parecía silencioso y desierto. Mr. Bliss estaba aún en su despacho; permanecería en él hasta las cinco en punto. Aparte de ellos dos, en el edificio sólo había otra persona: Jacobson, el encargado de la limpieza.

Miss Quinby se sentó, apoyó la barbilla entre sus manos y se sumió en profundos pensamientos. Durante más de diez minutos permaneció inmóvil. Con su almidonada blusa blanca de cuello alto, su severa falda negra y sus zapatos de tacones bajos, podía haber sido un maniquí de cera vestido para responder al tradicional concepto de «bibliotecaria» en la mente del público vulgar.

Finalmente, Miss Quinby se puso en pie con una expresión cautelosa y decidida al mismo tiempo. Después de sacar una llave de un cajón de su escritorio que siempre estaba cerrado, salió al pasillo. La luz del despacho de Mr. Bliss continuaba encendida. Dirigiéndose hacia el lado opuesto, Miss Quinby descendió la escalera que conducía al sótano. Jacobson, el encargado de la limpieza, no se veía por ninguna parte.

Una vez en el sótano, Miss Quinby recorrió un largo pasillo, cruzó una especie de arco, se adentró en otro pasillo, más corto, y se detuvo ante una maciza puerta de acero.

Al otro lado de aquella puerta se encontraba el departamento de seguridad de la Biblioteca, una pequeña habitación subterránea donde se guardaban los incunables y otros libros raros y valiosos que no circulaban entre el público ordinario.

Abriendo la puerta de acero con la llave que había sacado del cajón de su escritorio, Miss Quinby pulsó el interruptor de la luz y miró hacia el interior. Las estanterías estaban llenas de libros encuadernados en pergamino.

Vaciló unos instantes, consultando su reloj. Eran las cuatro y media. Volviéndose rápidamente, se dirigió al pasillo principal y entró en el lavabo del sótano. Un momento después volvió a salir llevando un vaso de papel lleno de agua.

Entró en el departamento de seguridad, dejó caer el agua en un rincón, arrugó el vaso de papel, se lo metió en un bolsillo de su falda y salió apresuradamente.

En el pasillo, en una abertura practicada en la pared, había un teléfono interior.

Miss Quinby lo descolgó y marcó el número del despacho de Mr. Bliss.

—Aquí Mr. Bliss, de la Biblioteca Lockridge —dijo la voz del bibliotecario jefe.

—Soy Miss Quinby, Mr. Bliss. Estoy en el sótano. He bajado a guardar un ejemplar en el departamento de seguridad. —Tomó aliento—. En el departamento de seguridad hay agua, Mr. Bliss. En el suelo. Una filtración, seguramente. Alguna cañería, o…

Mr. Bliss gruñó con desesperación.

—¡Precisamente ahora! Bajo en seguida. Trate de localizar a Jacobson.

Un par de minutos después Mr. Bliss se encontraba en el sótano. Estaba furioso.

—¿Dónde está el agua? —preguntó en tono desabrido—. ¿Ha localizado ya a Jacobson?

Miss Quinby señaló el rincón donde había dejado caer el agua.

—Allí. En el suelo.

Cuando vio el pequeño charco, Mr. Bliss frunció el ceño.

—¡Vaya un fastidio! —exclamó, inclinándose para examinarlo más de cerca.

Miss Quinby se agarró con las dos manos al pomo de la puerta de acero y tiró hacia sí. La puerta se cerró con un enorme estrépito. Se oyó el chasquido de la cerradura automática.

Durante unos segundos hubo un silencio absoluto. Luego, Miss Quinby oyó la voz de Mr. Bliss, ahogada y lejana.

—¡Miss Quinby! ¡Abra inmediatamente la puerta!

Miss Quinby esperó. Era posible que Mr. Bliss se hubiera traído la otra llave del departamento de seguridad. Pero la guardaba en un cajón de su escritorio que siempre estaba cerrado y lo más probable era que no se hubiese entretenido en sacarla. Debió pensar que si Miss Quinby había abierto la puerta, forzosamente debía de tener una llave.

Al cabo de unos instantes, Miss Quinby se convenció de que sus previsiones habían sido correctas. Si Mr. Bliss tuviera la llave, ya la hubiera utilizado. En vez de eso, empezó a aporrear la puerta.

—¡Miss Quinby! ¡Miss Quinby! ¡Abra inmediatamente la puerta! ¡Inmediatamente! ¿Se ha vuelto loca?

En su voz había ya un acento de pánico.

Dejando la llave en la cerradura, Miss Quinby recorrió el pasillo interior. Al llegar al arco, se detuvo a escuchar.

Incluso a aquella corta distancia, la voz de Mr. Bliss era apenas audible. Miss Quinby no pudo oír lo que estaba gritando. No estaba segura de que dijera nada. Parecía como si se limitara a gritar.

Miss Quinby subió apresuradamente la escalera, entró en el despacho de Mr. Bliss, encendió la lámpara del escritorio y cerró la puerta.

Cuando apareció Jacobson, Miss Quinby estaba en su propia oficina.

Jacobson asomó la cabeza.

—¿Se ha marchado ya Mr. Bliss, Miss Quinby?

Miss Quinby levantó la cabeza.

—Supongo que sí. ¿Va usted a cerrar pronto?

Jacobson consultó su reloj.

—Dentro de diez minutos, Miss Quinby, si ha terminado usted su trabajo.

Miss Quinby permaneció en su oficina hasta las cinco en punto. Lo más probable era que Jacobson hubiera terminado ya su ronda final por todo el edificio. Pero quería estar segura.

En cuanto Jacobson y ella se hubieran marchado, la Biblioteca permanecería cerrada hasta después de la Fiesta del Trabajo. Dado que Mr. Bliss, soltero, había planeado unas vacaciones «íntimas», sin dejar la dirección a nadie, sin hacer ninguna reserva, nadie se preocuparía por su desaparición hasta que la Biblioteca volviera a abrir sus puertas.

Desde luego, podía ocurrírsele escribir una nota contando lo que había sucedido. Bueno, ya se ocuparía de eso. Resultaría muy desagradable, pero arreglaría las cosas de modo que fuera ella la primera persona que bajara al sótano. Entraría en el departamento de seguridad para comprobar que no había nada que pudiera comprometerla.

Nadie podría demostrar que Mr. Bliss no había quedado encerrado por puro accidente. Supondrían que, después de cerrar su despacho, Mr. Bliss había bajado al sótano para efectuar una inspección de última hora, o quizá para guardar algún libro valioso. Había dejado la llave en la cerradura y, Dios sabe cómo, la puerta se había cerrado…

Nadie, aparte de Mr. Bliss, sabía que Miss Quinby tenía un duplicado de la llave del departamento de seguridad. De acuerdo con las normas de la Biblioteca, la llave tenía que guardarse, encerrada, en el despacho del bibliotecario jefe. Mr. Bliss había permitido que Miss Quinby tuviera un duplicado para evitarse molestias.

Jacobson asomó de nuevo su cabeza.

—¿Ha terminado usted, miss Quinby?

—Sí, Jacobson. Voy a salir con usted.

Se detuvo en la gran escalinata de mármol, mientras Jacobson cerraba la puerta principal.

—Y ahora, hasta que pase la Fiesta del Trabajo —comentó Jacobson, sonriendo.

Miss Quinby sonrió. La Fiesta del Trabajo. El final de las vacaciones. Entonces regresaría a su oficina, pero no para cuatro meses, sino para otros cinco años. Desaparecido Mister Bliss, estaría a salvo. Al Comité de la Biblioteca no se le ocurriría nunca despedirla.

Mientras avanzaba con Jacobson por el enarenado sendero, se volvió a mirar por encima de su hombro.

Con sus grandes persianas echadas y todas las luces apagadas, la Biblioteca Lockridge tenía un aspecto oscuro, frío y repulsivo.

Parecía un mausoleo.

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