Maniático - Fredric Brown


    He oído el rumor —dijo Sangstrom— de que usted… —Volvió la cabeza y miró a su alrededor para asegurarse de que el farmacéutico y él estaban solos en la pequeña botica. El farmacéutico era un hombrecito de aspecto retorcido cuya edad podía situarse entre los cincuenta y los cien años. Estaban solos, pero Sangstrom bajó todavía más la voz—… de que usted tiene un veneno que no deja el menor rastro.

El farmacéutico asintió. Dio la vuelta al mostrador y cerró la puerta de la botica. Luego se dirigió hacia una puerta situada detrás del mostrador.

—Precisamente iba a cerrar para tomar una taza de café —dijo—. Venga conmigo y lo tomaremos juntos.

Sangstrom aceptó la invitación y entró en una trastienda, en la cual había hileras de estanterías llenas de botellas y de frascos, desde el suelo hasta el techo. El farmacéutico enchufó una cafetera eléctrica, sacó dos tazas y las colocó encima de una mesa que tenía una silla a cada lado. Hizo una seña a Sangstrom para que ocupara una de las sillas, y se sentó en la otra.

—Ahora, dígame —inquirió—: ¿a quién desea matar, y por qué?

—¿Es necesario? —dijo Sangstrom—. ¿No basta con que le pague…?

El farmacéutico le interrumpió levantando una de sus manos.

—Sí, es necesario. Tengo que convencerme de que merece usted lo que puedo darle. De no ser así…

Se encogió de hombros.

—De acuerdo —dijo Sangstrom—. El quién es mi esposa. El porqué

Empezó una larga historia. Antes de que hubiera terminado, la cafetera había realizado su tarea y el farmacéutico le interrumpió brevemente para ir en busca del café. Sangstrom terminó su historia.

El farmacéutico asintió.

—Sí, ocasionalmente proporciono un veneno que no deja rastro. Lo hago completamente gratis; no cobro nada por él, si creo que el caso lo merece. He ayudado a muchos asesinos.

—Muy bien —dijo Sangstrom—. Siendo así, le ruego que me lo proporcione.

El farmacéutico sonrió.

—Ya lo he hecho. Cuando el café estuvo preparado, había decidido ya que usted merecía el veneno. Tal como le he dicho, no voy a cobrarle nada por él. No tiene que abonarme nada. Pero el antídoto tiene un precio.

Sangstrom había palidecido intensamente. Pero ya había previsto… no precisamente esto, sino la posibilidad de un doble juego o de alguna forma de chantaje. Sacó un revólver de su bolsillo.

El farmacéutico soltó una risita.

—Yo no me atrevería a utilizar eso. ¿Puede usted encontrar el antídoto entre esos millares de botellas y frascos? ¿Quiere exponerse a ingerir un veneno todavía más virulento? —Hizo una breve pausa—. Bien, si cree usted que le engaño, dispare. Dentro de tres horas, cuando el veneno empiece a producir sus efectos, conocerá la respuesta.

—¿Cuánto vale el antídoto? —gruñó Sangstrom.

—Un precio razonable. Mil dólares. Después de todo, un hombre tiene que vivir. Aunque su manía sea la de impedir los asesinatos, no existe ningún motivo por el que deba renunciar a ganar un poco de dinero, ¿no le parece?

Maldiciendo en voz baja, Sangstrom dejó el revólver sobre la mesa, al alcance de su mano, y sacó su cartera. Tal vez cuando tuviera el antídoto podría utilizar el revólver. Contó mil dólares en billetes de cien y los empujó hacia el farmacéutico. Éste no hizo el menor movimiento para cogerlos. Dijo:

—Y otra cosa… para seguridad de su esposa y mía. Escribirá usted una confesión de sus intenciones —de sus antiguas intenciones, confío— de asesinar a su esposa. Luego esperará hasta que la envíe por correo a un amigo mío de la Brigada de Homicidios. Él la conservará como prueba, por si a última hora decidiera usted asesinar a su esposa utilizando cualquier otro medio. O a mí, que también podría ser.

»Cuando haya echado la confesión al correo volveré aquí y le entregaré el antídoto. Aquí tiene papel y pluma…

»¡Oh! Otra cosa…, aunque ésta la dejo a su voluntad. Haga correr la voz acerca de mi veneno que no deja rastro, ¿quiere? Nunca se sabe lo que puede ocurrir, Mr. Sangstrom. La vida que usted salve, si tiene algún enemigo, puede ser la suya…

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