Desaparición - Joseph Payne Brennan


    En la época de la desaparición de Dan Mellmer se daba el caso de que me habían nombrado comisario, y el sheriff Kellington me pidió que le acompañara cuando se dirigió a la casa de los Mellmer para investigar.

Los dos pensábamos que lo más probable era que se tratara de un asesinato. Los dos hermanos Mellmer, Dan y Russell, se habían peleado continuamente durante muchos años. No era un secreto para nadie que se odiaban mutuamente. Permanecían juntos en la gran hacienda porque la habían heredado conjuntamente y porque cada uno de ellos era demasiado testarudo para vender su parte al otro y marcharse. Dan amenazó con irse en más de una ocasión —después de haber quemado todos los edificios de la hacienda—, pero nadie creía que se hubiera decidido a hacerlo.

Pero quizá se había marchado sin cumplir su amenaza de prenderle fuego a todo. O esto, o Russell le había asesinado.

Por el camino, el sheriff Kellington admitió que más de una vez había pensado que la situación en la hacienda de los Mellmer era potencialmente explosiva. Los dos hermanos eran de mediana edad, introvertidos y excéntricos. Cada uno de ellos acusaba al otro de vago y de descuidar los asuntos de la hacienda capaces de producir un beneficio común. Viviendo bajo el mismo techo, mes tras mes y año tras año, con los nervios siempre en tensión, podía haber sucedido cualquier cosa.

Aquella mañana, Russell Mellmer había telefoneado al sheriff para informarle de la desaparición de su hermano. Su voz tenía un tono normal y despreocupado, según el sheriff, y había subrayado que no informaba de la desaparición porque estuviera preocupado o por solicitud fraternal, sino únicamente para librarse de cualquier posible sospecha.

El hecho ocurrió a finales de diciembre y el frío era muy intenso. No había nevado mucho, pero el suelo estaba helado y tenía la dureza del granito. Las rodadas en el sucio camino que conducía a la hacienda de los Mellmer parecían labradas en hierro.

Cabalgando a través de unos campos desolados que ni siquiera los cuervos visitaban, no tardamos en llegar a la casa de labor de los Mellmer. La proximidad de un lugar habitado no contribuía a animar el paisaje. La casa sin pintar, con sus tablas sueltas y el descuidado patio, lleno de hierbajos, empeoraban si cabe la atmósfera de desolación.

Russell Mellmer nos recibió en la puerta. Era un hombre alto, huesudo y anguloso, y su rostro alargado tenía una expresión burlona, casi sardónica. Si hubiera cambiado sus zahones y su chaqueta de pana por un traje de alpaca, podría haber pasado por un maestro de escuela rural o por el encargado de la estafeta de correos del pueblo.

Pasamos al interior de la casa y nos sentamos. Russell Mellmer nos contó su historia. La noche anterior, su hermano Dan se había acostado a eso de las diez, como de costumbre. Aquella mañana había desaparecido. No dejó ninguna nota, ni se había llevado nada.

Cuando Russell Mellmer terminó su breve y conciso relato, se puso en pie, abrió la enorme estufa, que estaba ya al rojo, y la cargó de leña.

El sheriff Kellington enarcó las cejas.

—Pero ¿por qué iba a marcharse con un tiempo como éste…, en plena noche, y adonde hubiera ido?

Mellmer se encogió de hombros.

—¿Quién sabe? En estos últimos tiempos he pensado a menudo que su cerebro no funcionaba demasiado bien. Con frecuencia amenazaba con marcharse. Todo el mundo lo sabe. Supongo que se le ocurrió la idea de repente, y la puso en práctica.

El sheriff Kellington no estaba satisfecho, ni yo tampoco. Previa la autorización que Mellmer nos concedió de buena gana, al parecer, registramos cuidadosamente la casa y los graneros y cobertizos contiguos; sin embargo, no encontramos nada.

El sheriff golpeó distraídamente con el pie la rueda de un carro mientras salíamos del granero.

—Tal vez Dan se haya marchado, pero me sentiré mejor cuando tengamos alguna prueba de ello.

Nos quedamos en pie contemplando los campos que se extendían más allá de la casa de labor de los Mellmer. La parte trasera de la casa daba a un terreno de pastos, pasado el cual veíanse los restos helados de un maizal. Un solitario espantapájaros se agitaba inútilmente al viento en el extremo más apartado del campo.

Nos adentramos en el terreno de pastos pisando la hierba que la escarcha había convertido en una alfombra sólida de color parduzco. Un arroyuelo que discurría por el centro del terreno estaba completamente helado. Dimos una vuelta por el maizal, mientras el viento susurraba y gemía entre los resecos tallos.

El sheriff Kellington golpeó el duro suelo con la punta de su bota.

—Aquí no pueden haber enterrado a nadie, desde luego —dijo—. Se necesitaría una carga de dinamita para cavar una tumba.

Era cierto. La tierra era como piedra. Un hombre tardaría varios días en abrir una zanja. Ni siquiera con dinamita sería una tarea fácil. Y no descubrimos ningún lugar donde la tierra mostrara señales de haber sido arañada.

Dimos por terminada la visita y regresamos al pueblo. El sheriff presentó su informe oficial y se inició una investigación en regla.

Transcurrieron varios días sin que se tuviera ninguna noticia de Dan Mellmer. Nadie le había visto, nadie conocía su paradero. Russell Mellmer se limitó a repetir lo que ya nos había dicho, sin añadir ningún detalle.

El sheriff Kellington me confió su preocupación por el caso. Los Mellmer eran muy conocidos en toda la comarca, y parecía increíble que Dan pudiera haberse marchado sin que nadie le viera.

Finalmente, el sheriff Kellington, cuatro comisarios provisionales y yo nos dirigimos a la hacienda de los Mellmer para realizar otra inspección.

Esta vez lo revisamos todo a conciencia. Registramos la casa desde el tejado hasta la bodega. Incluso sacamos parte del heno almacenado en el granero. Uno de los comisarios recorrió todos los campos de punta a punta. No encontramos absolutamente nada.

Russell Mellmer nos miraba hacer en silencio, y su expresión era más sardónica que nunca.

Regresamos al pueblo decepcionados y medio entumecidos por el frío. Cuando llegamos a la oficina del sheriff, éste admitió que, por su parte, daba por terminada la investigación. A menos que surgiera algún hecho inesperado, podía suponerse sin menoscabo de la justicia que Dan Mellmer había decidido marcharse voluntariamente a un lugar desconocido.

Pero yo me di cuenta de que aquella conclusión no le satisfacía. Producía la impresión de un hombre que trata de apartar de su mente un problema que se consideraba incapaz de resolver.

Durante varios meses, la desaparición de Dan Mellmer fue el principal tema de conversación en el pueblo. Se hicieron conjeturas de todas clases. Las opiniones estaban divididas: algunos creían que Russell había tenido una intervención decisiva en la desaparición de su hermano; otros, recordando las frecuentes amenazas de Dan, se negaban a admitirlo.

Con el paso del tiempo, el asunto quedó olvidado. Otros temas acapararon el interés general. La casa de Jed Heller se incendió; Frank Massing perdió un ojo en un accidente de caza; Miss Brett, la cuarentona maestra de escuela, se fugó con un marinero veinte años más joven que ella. Y así por el estilo.

Mis relaciones con los hermanos Mellmer habían sido bastante amistosas antes de la desaparición de Dan, y aunque rara vez les visitaba a causa de la atmósfera explosiva generada por su mutuo antagonismo, solía detenerme en su casa un par de veces al año para charlar un rato con ellos. De modo que un día del mes de octubre, diez meses después de que Dan hubiera desaparecido, decidí hacerle una visita a Russell Mellmer.

No tenía la menor idea de cómo me recibiría, ya que apenas bajaba al pueblo y yo no le había visto más que en un par de ocasiones, y a distancia, desde que acompañé al sheriff Kellington a la hacienda. Pero no quería que creyera que albergaba alguna duda en lo que a él respecta. Después de todo, no existía el menor indicio de que hubiera molestado físicamente a su hermano Dan. Y yo deseaba que supiera que le consideraba inocente.

Russell Mellmer no pudo disimular su sorpresa al verme. Sus ojos se entrecerraron ligeramente y capté una nota de recelo en su voz.

—¿Negocios? —inquirió.

Sacudí la cabeza.

—No. Pasaba por aquí por casualidad —mentí— y decidí pararme unos momentos. Si está usted ocupado…

—Nada de eso. Pase, pase. Hace un tiempo espléndido, ¿verdad?

Entramos en la casa, nos sentamos y seguimos hablando del tiempo, de las cosechas del verano anterior y de la clase de invierno que podíamos esperar. Russell se mostró cortés, e incluso amistoso, y sin embargo noté que en la habitación había una especie de tensión. Lo que no pude definir fue si procedía de Russell Mellmer o de mí mismo.

Russell parecía más viejo y más delgado que la última vez que le vi. De cuando en cuando creía captar una extraña expresión de cautela en su rostro, a pesar de que no dejó de sonreír con su habitual socarronería y en un par de ocasiones soltó la carcajada, francamente divertido.

Cuando llevaba unos diez minutos en la casa, Mellmer sugirió que podíamos tomar un whisky, y aunque en aquel momento no me apetecía, acepté su invitación para no desairarle.

Apuró el contenido de su vaso con cierta avidez e inmediatamente volvió a llenarlo. Yo no había terminado aún el mío.

A pesar del whisky, nuestra conversación fue languideciendo y empecé a sentirme incómodo. Quizá por contraste con el fresco aire otoñal del exterior, la atmósfera de la habitación me resultaba cada vez más opresiva.

Desde el lugar donde estaba sentado podía tender la vista hacia el terreno de pastos y el maizal. Una bandada de cuervos voló en diagonal sobre este último, rompió filas y varias manchas negras tiñeron el suelo. Uno de los pajarracos se posó sobre el brazo extendido del espantapájaros, que continuaba agitándose al viento en el extremo más apartado del campo.

Era una típica escena otoñal que no podía impresionarme, acostumbrado como estaba a ellas, pero por algún motivo ignorado me invadió un sentimiento de profunda desolación. No se trataba de la suave melancolía que traen consigo las tardes de octubre. Era una sensación de tristeza, de soledad.

Me puse en pie, temo que con cierta precipitación, y por un instante creí observar una expresión de alarma en el rostro de mi anfitrión.

Tal vez fue pura imaginación. Me despidió cordialmente, y es posible que el alivio que me pareció demostrar ante mi marcha no fuera más que el reflejo de mi propio alivio al abandonar aquel lugar.

No volví a visitar a Russell Mellmer. Fueron transcurriendo los años, y tengo que admitir que en más de una ocasión me reproché a mí mismo el haber interrumpido mis relaciones con él de un modo que parecía definitivo. Pero el desagradable recuerdo de mi última visita permanecía vivido en mi mente. Y, de todos modos, estaba convencido de que a Russell Mellmer le tenía sin cuidado que le visitara o no.

Con el paso de los años, Russell se encerró más y más dentro de su corteza de insociabilidad. Vivía como un eremita, y rara vez bajaba al pueblo. Se hizo más taciturno que nunca. Rehuía el trabar una conversación, aunque no se negaba a desempeñar el papel de oyente pasivo. Durante sus infrecuentes viajes al pueblo, se sentaba a veces un rato en la tienda-almacén a escuchar la charla de los otros ociosos. De cuando en cuando, una frase graciosa devolvía a su rostro aquella extraña sonrisa sardónica.

En cierta ocasión disparó una andanada de perdigones contra unos chiquillos, diciendo que les había visto robar mazorcas en su maizal. El sheriff Kellington le advirtió seriamente que no volviera a hacerlo, pero los chiquillos no se acercaron más a la hacienda de los Mellmer y el asunto quedó zanjado.

De Dan Mellmer no se supo ni palabra. Russell no mencionaba nunca a su hermano, y su recuerdo fue borrándose de las gentes del pueblo.

Diez años y diez meses después de la desaparición de Dan, Russell Mellmer telefoneó al pueblo pidiendo que fuera un médico a su casa, pero antes de que llegara a ella el doctor Luder, Russell había muerto de un ataque cardíaco.

Las ceremonias finales fueron breves y sencillas. La mayoría de los habitantes del pueblo asistieron al entierro, y el tema de la desaparición de Dan volvió a cobrar una pasajera actualidad. Alguien sugirió que Russell podía haber dejado algún mensaje explicando la extraña ausencia de su hermano desde hacía casi once años.

Pero no se encontró ningún mensaje escrito. En realidad, Russell ni siquiera se había molestado en redactar un testamento. Se publicaron los correspondientes edictos por si existía algún pariente lejano con derecho a heredar la hacienda, aunque todo el mundo opinaba que era una pérdida de tiempo.

Una tarde de principios de noviembre, casi dos meses después del entierro, el sheriff Kellington se presentó en mi casa.

Su visita me sorprendió un poco, ya que, apremiado por otras tareas, había renunciado al cargo de comisario hacía unos años. Aunque el sheriff y yo manteníamos cordiales relaciones, su visita constituía un acontecimiento inesperado.

Se mostró muy amable, pero noté que tenía un aspecto preocupado. Permaneció unos instantes de pie junto a la puerta, dándole vueltas al sombrero entre sus manos.

—Sólo he venido a preguntarle —dijo finalmente— si no está demasiado ocupado para acompañarme a dar un pequeño paseo a caballo… No se trata de nada oficial, desde luego —se apresuró a añadir.

Ignoraba lo que el sheriff Kellington se proponía, pero accedí inmediatamente, sin hacer ninguna pregunta, y poco después cabalgábamos hacia las afueras del pueblo.

La mayor parte de las hojas habían caído ya, y la tierra estaba adquiriendo rápidamente el desolado aspecto invernal. Soplaba un viento frío y el cielo tenía un color plomizo.

Al cabo de un rato, el sheriff Kellington se volvió hacia mí.

—El nuestro puede resultar un paseo inútil —dijo—. En cierto sentido, es un paseo inútil.

—¿Adonde vamos? —pregunté.

—A la hacienda de los Mellmer. —Me dirigió una mirada enigmática—. Usted me acompañó allí cuando desapareció Dan, hace más de diez años…, y por eso he querido que me acompañara también hoy.

—Entonces, ¿dejó Russell Mellmer alguna prueba?

El sheriff se encogió de hombros.

—No lo sé todavía. Ha ocurrido lo siguiente: desde que Russell murió, los chiquillos del pueblo han estado merodeando por la hacienda. En vida de Russell no se atrevían a acercarse por allí, recordando el recibimiento que les hizo en cierta ocasión. Pero, desde que él falta, han tomado el lugar por asalto. Ya sabe cómo son los chiquillos. Pues bien, esta mañana, un par de muchachos se han presentado en el pueblo mortalmente asustados…

—¿Habrán visto un fantasma por casualidad? —pregunté, sonriendo.

Pero el sheriff Kellington no sonrió.

—Algo peor, quizá —dijo.

No añadió nada más, y al cabo de unos instantes nos encontrábamos delante del que fue hogar de los Mellmer. A la tristona luz de la tarde otoñal, parecía una casa encantada. Varias de las ventanas estaban rotas y, a juzgar por el sonido, la mitad de las tablas del tejado se movían al viento.

Nos apeamos de nuestros caballos y el sheriff Kellington echó a andar hacia la parte trasera del edificio.

—Lo que asustó a los muchachos —dijo— se encuentra en el antiguo maizal.

Le seguí a través del terreno de pastos y nos adentramos en lo que había sido maizal y que ahora era un campo literalmente inundado por las malas hierbas y la maleza. Cuando llegamos al extremo del campo, estaba empezando a perder el aliento.

El sheriff se detuvo y vi que estaba mirando fijamente la andrajosa forma de un espantapájaros que se erguía delante de nosotros, a unos metros de distancia.

Miré al espantapájaros y luego al sheriff.

—¿Eso es lo que asustó a los chiquillos?

Asintió.

—Vamos a echarle un vistazo.

Nos acercamos al espantapájaros. Parecía completamente inofensivo: un montón de andrajos cubriendo una armazón, con un gran sombrero hundido en lo que ocupaba el lugar de la cabeza. El sombrero estaba ligeramente ladeado, como si alguien lo hubiese tocado recientemente.

El sheriff Kellington alargó el brazo y, tras una breve vacilación, levantó el sombrero.

Debajo no había ninguna escoba, sino un inconfundible cráneo humano, maltratado por el tiempo.

—Dan Mellmer —dijo el sheriff.

No sé cuánto tiempo permanecimos allí mirándolo. Creo que en aquellos momentos los dos recordábamos el día que habíamos estado allí, hacía más de diez años, en busca de alguna señal de Dan. En aquel mismo lugar había un espantapájaros.

El sheriff fue el primero en romper el silencio.

—Ha estado aquí todo el tiempo. Estaba aquí la primera vez que vinimos. Estaba aquí el día que volvimos con los cuatro comisarios. Y ha continuado aquí durante más de diez años.

Recordé mi visita a Russell Mellmer un año después de la desaparición de Dan, y me estremecí.

Una minuciosa inspección del macabro espantapájaros nos permitió descubrir un esqueleto humano, oculto bajo montones de harapos y atado con alambre a una armazón de madera en forma de cruz. Algunos de los huesos habían sido asegurados también con alambre, y el trabajo fue tan cuidadoso que no se había desprendido ni siquiera la falange de un dedo. Era evidente que las ataduras fueron repasadas y reforzadas año tras año.

Cuando todo el esqueleto quedó al descubierto retrocedimos unos pasos y lo contemplamos de nuevo. Creo que los dos estábamos igualmente horrorizados.

—Supongo —dijo el sheriff— que podríamos darle el nombre de crimen perfecto: tan evidente que no pudimos verlo.

Yo deseaba apartar la mirada, pero el espantoso objeto parecía fascinarme.

—Pero ¿por qué no lo enterró cuando se dio por terminada la investigación?

El sheriff se encogió de hombros.

—Tal vez le gustaba sentarse junto a la ventana de su cuarto y contemplarlo.

—Quizá —sugerí— Dan murió de muerte natural, y…

El sheriff sacudió la cabeza.

—Mire esto…

Poniéndose de puntillas, señaló la parte posterior del cráneo.

Una parte del hueso, de más de tres pulgadas de diámetro, había sido aplastada con tanta fuerza que dejó un agujero en el cráneo.

—Aseguraría que utilizó un hacha —dijo el sheriff Kellington—. O quizás un mazo. Supongo que no lo sabremos nunca.

Nos alejamos en silencio de aquel desolado campo donde los fríos vientos otoñales susurraban entre los tallos de las malas hierbas de que estaba cubierto.

Comentarios

  1. Muchas gracias por este relato. Por desgracia, han sido pocos los relatos que han sido traducidos de este gran escritor. Este es el octavo que encuentro traducido al español. Ahora estoy buscando en inglés para intentar traducirlos. Un saludo.

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