Declaro abierta la sesión - William North Jayme

    Trevor

  MacIntosh llevaba un smoking. Estaba subiendo la escalinata de mármol que conducía a la gran biblioteca cupulada donde iba a celebrarse la reunión mensual del Club de los Ciento. Allí, dentro de unos minutos, MacIntosh empezaría a poner en práctica su asombroso plan.

Desde luego, el plan era improbable, descabellado, cínico… como el propio MacIntosh hubiera sido el primero en admitir. En cuanto a los demás, hubieran dicho que el plan era irrealizable, que MacIntosh no estaba bien de la cabeza.

Eso es lo que los otros miembros hubieran dicho. Pero ni siquiera conocían el proyecto. Desde que se le ocurrió la primera idea, hacía unos meses, MacIntosh no la había compartido con nadie. Como resultado de ello, descubrir si podía ser llevada a la práctica se había convertido para su existencia en algo tan importante como el agua.

Le hubiera gustado haber tenido un poco de agua. Ahora que el momento crucial estaba próximo, descubrió que los nervios empezaban a traicionarle. En su abstracción, casi tropezó con el presidente del Club, que le precedía en la escalinata.

Y no es que MacIntosh deseara los veinte millones de dólares a que ascendía el activo del Club. En su calidad de pintor especializado en retratos, el último año había vendido más cuadros que nunca. Diecisiete, en total, a un promedio de dos mil dólares cada uno. En un círculo reducido y deliberadamente selecto, su obra era muy admirada. Aquella misma mañana le había telefoneado la esposa de Eldon Varner. Después de innumerables tentativas, otro artista muy conocido había renunciado a fijar en el lienzo los famosos ojos de Mrs. Varner. ¿Querría intentarlo MacIntosh?

Se había negado, desde luego. La ética profesional no le permitía interferirse en la obra de otro pintor. Pero la invitación, procediendo de una mujer que había gobernado la sociedad artística de Nueva York durante medio siglo, era una agradable evidencia de que su reputación iba en aumento. Lo mismo, aunque en un sentido distinto, que su elección para la presidencia de la Federación Nacional, el mes anterior.

No, no era el dinero. Ni la maldad. MacIntosh era un hombre agradable, de trato amistoso. Aunque demasiado joven, comparativamente, para tener demasiadas cosas en común con sus compañeros de Club, había gozado sinceramente estando con ellos, y esperaba seguir disfrutando de aquella camaradería.

El verdadero motivo era algo muy distinto. Era un deseo de coleccionista de adquirir un objeto absolutamente perfecto. Y no cabía duda de que el Club de los Ciento era perfecto.

MacIntosh lo había observado casi una década antes, cuando Steese Clayson le había llevado allí en calidad de huésped. Historiador arquitectónico, Clayson era el guía ideal. La visita había finalizado en el comedor, y allí, después de saborear un excelente queso derretido con cerveza, MacIntosh había empezado a darse cuenta de lo perfecto que era el lugar.

Su perfección no radicaba en su belleza. La fachada, inspirada en la Gran Sala de Banquetes que Iñigo Jones había construido para Jaime I en el antiguo Whitehall, resultaba anacrónica y fea en el nuevo Manhattan. Con el paso de los años, se había visto flanqueada por los altos edificios de ladrillo blanco destinados a oficinas. Juntas, las tres estructuras daban la impresión de dos voluminosos libros empequeñeciendo a una borrosa miniatura.

En el interior, el Gran Vestíbulo no merecía haber sido importado, intacto, desde el castillo veraniego del conde de Stratford, en Shottley-in-Welting, para el cual había sido diseñado 400 años antes. El Vestíbulo era demasiado grande, comparado con las otras estancias del Club. Resultaba desproporcionado. Ni siquiera la silla en la cual el príncipe de Gales, más tarde convertido en Eduardo VII, se había sentado en el curso de una cena, tenía el menor valor desde el punto de vista estético. Era una silla de madera, corriente, y lo único realmente curioso que tenía era una placa de metal colocada en el centro del asiento y en la cual figuraban los nombres franceses de la sopa, pescado, carne, verduras, ensalada, queso, helados y bizcochos que el príncipe había comido aquella famosa noche.

La perfección del Club no residía tampoco en el hecho de que fuera práctico. Construido en una época en que los hombres eran más bajos y los techos más altos, representaba un enorme despilfarro de espacio. Sólo el limpiar los suelos y las escaleras requería la dedicación nocturna de ocho mujeres. Eran las únicas personas de su sexo a las que se había concedido el privilegio de subir más arriba del primer piso.

No, el Club no era bello. Ni era práctico. Pero era perfecto…, del mismo modo que la plaza de los Vosgos es una plaza parisiense perfecta, del mismo modo que Man o’War había sido un caballo perfecto, del mismo modo que la reina Victoria había sido una reina perfecta.

Su famosa vajilla, por ejemplo, permitía atender a 500 personas. Incluía cuchillos para el pescado, tenedores para el pescado, cucharones…, incluso mondadientes, todo de oro macizo.

Había los menús para los huéspedes, impresos sin los precios, de modo que únicamente los miembros-anfitriones conocieran el coste de lo que se servía.

Había los seis cuartos de baño. Cada uno de ellos tenía dos bañeras, una al lado de la otra, separadas por una mesita. Encima de cada mesita había a todas horas un tablero de ajedrez con cuatro torres, cuatro álfiles, cuatro caballos, dos damas, dos reyes y dieciséis peones, dispuestos para jugar.

Había la pequeña Oficina de Correos a la entrada del Club. Había sido especialmente autorizada en 1891 por un Acta del Congreso, a fin de que los socios, entre los cuales se encontraba en aquella época el presidente Benjamín Harrison, dispusieran de un lugar cómodo para comprar sellos. Excepto a primeros de mes, cuando se enviaban los recibos, no pasaban más de una docena de cartas al día por su ventanilla. Sin embargo, la Oficina era atendida permanentemente por un oficial de Correos.

Y había el largo túnel secreto que partía de la bodega. Desembocaba, a once manzanas de distancia, en el río Hudson. La mayoría de los visitantes suponían que había sido abierto durante la Prohibición a fin de que los socios pudieran escapar a las redadas de la policía. Estaban equivocados. Había sido construido poco antes de la Guerra Civil, de modo que en el caso de una invasión confederada, los empleados del Club, tradicionalmente negros, dispusieran de un medio para salvar el pellejo. El túnel había costado 840 000 dólares.

Aquel día, con Clayson, MacIntosh reconoció que el Club de los Ciento era el objeto más admirable y civilizado que había visto en su vida. Representaba todo lo que en este mundo tiene algún valor y vale la pena conservar. Entonces supo ya que deseaba el lugar. El único problema era el modo de obtenerlo.

Clayson y otro socio, Campbell Guthrie, un pintor de murales fallecido ya, habían propuesto el ingreso de MacIntosh. Obtener las treinta cartas de apoyo de la propuesta que el Comité de Admisiones exigía no resultó difícil. Una docena de socios, por lo menos, conocían a MacIntosh desde su época escolar, o por haber posado para él. Además de apoyar de buena gana la propuesta de ingreso, se preocuparon de encontrar otros amigos que la suscribieran. Al cabo de tres años, el período normal de espera, MacIntosh fue admitido como socio y se convirtió rápidamente en una figura popular en la mesa donde los socios cenaban, en famille, cuando no tenían que atender a ningún huésped.

El lugar llegó a fascinar a Maclnstosh del mismo modo que un espejo fascina a un cachorro. Dedicó tardes enteras a conocer a fondo todas las estancias, todos los muebles, todos los objetos de arte, todos los libros, todas las instalaciones. Incluso descubrió el tubo neumático, obedientemente sellado durante los años veinte, que permitía al portero advertir al encargado del bar que se acercaba un socio, de modo que a su llegada le esperaba su bebida preferida.

A medida que aumentó el amor de MacIntosh por el lugar, aumentaron también sus temores de que algún día pudiera perderse. ¿Qué ocurriría si ingresaba una nueva hornada de socios…, incapaces de reconocer la perfección del Club? Socios que podían desear la instalación de mesas de ping-pong, aparatos de televisión, aire acondicionado, ascensores, tubos de aire caliente para secarse las manos.

¿Qué ocurriría si algún futuro Consejo Directivo decidía vender el edificio a…, al concesionario de un servicio de aparcamiento y garaje, por ejemplo? ¿Y si a continuación acordaba edificar un nuevo Club, a base de aluminio y cristal y dotado de saunas y de los más complicados y modernos aparatos para adelgazar?

MacIntosh no se oponía al progreso en el mundo exterior, cotidiano; pero, aplicado al Club de los Ciento, veía en aquel mismo progreso a un peligro más o menos lejano. Empezó a darse cuenta de que había que hacer algo, y pronto. En cuanto un Club empieza a deslizarse por la pendiente, su caída se precipita. El antiguo Van Cortland, por ejemplo. Diez años antes, rivalizaba con el Athenaeum de Londres. En la actualidad, el Van Cortland era una comisaría de policía del distrito undécimo.

Su descubrimiento de cómo podía adquirir el lugar fue puramente accidental. Un día se encontraba en la biblioteca esperando a Gauss Fox, entreteniendo la espera con la lectura de un manuscrito de los Artículos de la Incorporación, ilustrado a mano. Súbitamente, en los párrafos H, I y J encontró exactamente lo que había estado buscando. Había escuchado aquellas normas docenas de veces en las reuniones mensuales, donde era preceptiva la lectura del Reglamento Interior. Pero hasta entonces no se había dado cuenta de sus posibilidades.

A partir de aquel momento, la voz del plan, como la llamaba MacIntosh, se hizo más fuerte. Tan fuerte, que no conseguían reducirla al silencio ni el afecto que sentía por sus amigos ni el temor de que le tildaran de chiflado.

Era una voz que MacIntosh había oído antes. Cuando era un jovenzuelo, había sido acólito de la Iglesia Episcopalista. Un domingo se había llevado del templo un pequeño cáliz. Lo había ocultado debajo de su gorra, porque se adaptaba exactamente a su cráneo.

Su padre, un hombre paciente y de poca imaginación, le había explicado que un cáliz destinado a dar la comunión era algo que todo el mundo debía compartir. Aquel cáliz era un símbolo de la fraternidad cristiana. Y, además, tenía un gran valor histórico, ya que databa de la época de Juana de Arco. Decíase que la propia heroína francesa había bebido vino con él en Reims.

Precisamente, arguyó el joven MacIntosh. Por eso se lo había llevado. Sencillamente labrado, de proporciones perfectas, el cáliz de plata era demasiado bello para ser compartido. Lo quería para él. Además, si otros lo utilizaban, el cáliz acabaría por estropearse. Finalmente, había obedecido a su padre y devuelto el cáliz al párroco…, aunque con evidente mala gana.

Era la misma voz obsesionante que MacIntosh estaba oyendo ahora, mientras ascendía la escalinata de mármol. Cuando llegó a la puerta de la biblioteca, la estancia estaba casi llena. Poniéndose de puntillas, echó una mirada circular en busca de un asiento que le permitiera cierto aislamiento. Se vio doblemente recompensado. Tal como había esperado, había un lugar en la última fila. Además, el asiento contiguo estaba ocupado por Haverstraw Goode, un anciano casi ciego.

—Soy Trevor MacIntosh —dijo, tocando ligeramente al doctor Goode con el codo para no sobresaltarle.

—Buenas noches —respondió el doctor Goode—. ¿Le han dado a usted uvas de postre?

—¿Uvas? —repitió MacIntosh, sin comprender. Casi no recordaba lo que le habían servido en la cena. La excitación y el nerviosismo habían borrado la comida de su memoria.

—El budín de uva, por definición, está confeccionado a base de uvas —afirmó rotundamente el doctor Goode—. He hablado varias veces del asunto con el encargado del comedor. Pero, al parecer, si quiero comer uvas tengo que traérmelas. Dígame, ¿cómo se encuentra?

—Bien, muy bien —respondió MacIntosh con aire ausente—. ¿Y usted?

En el estrado, Labadie Dana, el presidente, golpeó la mesa con la maza repetidas veces reclamando silencio. La sesión iba a empezar.

MacIntosh y Goode se inclinaron hacia adelante.

—Como es costumbre en estas reuniones —empezó el presidente—, daremos cuenta de las bajas que se han producido desde la anterior asamblea. Me entristece tener que informarles de que, durante el mes de octubre, el club perdió a uno de sus socios por traslado a otra ciudad, y a seis por fallecimiento. Estamos preparando las notas necrológicas acerca de esos últimos socios, y cuando queden completadas aparecerán en el Boletín. Les echaremos mucho de menos. Expresándolo con palabras del doctor Franklin: «Otros podrán ocupar su lugar, pero nadie podrá sustituirles».

El presidente, un notable violoncelista aficionado, era profesionalmente procurador de los tribunales. Su florido lenguaje no tranquilizó a MacIntosh. Sabía que su idea no tenía ningún fallo. Discretamente, sin revelar sus propósitos, había consultado a varios abogados para comprobar su eficacia desde el punto de vista legal. Todas las respuestas coincidieron en afirmar su invulnerabilidad. Pero, a pesar de todo, MacIntosh no estaba tranquilo.

—En compensación —estaba diciendo el presidente—, ahora estamos en condiciones de añadir nuevos amigos a nuestro Club, y a continuación pasaremos a ocuparnos de ello. En la actualidad, el número de socios asciende a noventa y tres. Esto quiere decir que esta noche podemos elegir a siete nuevos socios para que completen el centenar. Mientras Noah reparte copias de las papeletas para votar, permítanme leer los nombres de los candidatos, como es preceptivo.

MacIntosh miró a su alrededor, intranquilo. Todas las miradas estaban fijas en el presidente. Dana cogió una cuartilla.

—En primer lugar —dijo—, tenemos a Mr. Negley Johnson Truitt, abogado, pintor, propuesto por Hoyt Stevens y Klots Houghton. A continuación, el doctor Harrison M. Dow, presidente universitario, escritor, propuesto por Mummery Gore y Shenton Gregg. En tercer lugar, tenemos a Mr. Charleston Richards, arqueólogo, ensayista, propuesto por Lynes Cox y Haverstraw Goode.

¡Tump! El doctor Goode golpeó el suelo con su bastón. ¡Tump, tump, tump! Era el medio de que se valía para expresar su contento. MacIntosh le hizo eco con los latidos de su corazón. En su avidez por sentarse en un lugar seguro, se había olvidado de que el doctor Goode tenía un candidato para la elección de aquella noche. En realidad, el propio MacIntosh había escrito una carta apoyando la candidatura de Richards. Experimentó cierto remordimiento. Antes de que Goode empezara a perder la vista, MacIntosh había pasado muchos ratos agradables jugando a las cartas con él, y se había encariñado con el anciano. Un par de meses antes, MacIntosh había asistido a una cena de homenaje a Goode en su nonagésimo aniversario. Además, sabía que Richards había tardado casi cinco años en conseguir que aceptaran su candidatura. El problema era la juventud de Richards: no tenía más que cincuenta años.

Bueno, era muy lamentable, pero no podía ser evitado. El camino que conduce al cielo no es fácil, ni cómodo. MacIntosh no podía permitirse ninguna contemporización, ni siquiera por un amigo como Goode.

Dana continuó leyendo la lista de candidatos. Incluía al obispo sufragáneo de la Diócesis de Nueva York, a un científico atómico que había ganado el Premio Nobel de la Paz por sus experimentos en el campo de la física nuclear, un general retirado que había sido asesor militar de un presidente de los Estados Unidos, un periodista cuya columna diaria era leída por casi todas las personas cultas de los Estados Unidos y por la mayoría de personas de habla inglesa del extranjero, un agrónomo recientemente condecorado por el Gobierno italiano por su labor profesional en Somalia, un escultor que acababa de recibir el encargo de modelar una estatua heroica de un jefe de gobierno de una potencia extranjera, y un hombre llamado Robert C. Martin, cuyo título más notable parecía ser el de presidente del Consejo de Administración de una gran empresa del acero.

—La contraseña que observarán ustedes delante del nombre de Mr. Martin —explicó el presidente— es, como ustedes saben, el medio que utilizamos para señalar a los candidatos que, sin estar profesionalmente ligados al mundo de las Artes y las Ciencias, han «favorecido de algún modo los principios sostenidos por este Club». Estoy convencido de que cualquiera de los socios lo bastante afortunado como para haber asistido a la inauguración del nuevo Museo Renacimiento del Central Park, el mes pasado, estará de acuerdo en que un hombre de negocios encariñado con el Arte como Mr. Martin tiene más que merecido el ingreso en esta Sociedad.

—¡Un hombre de negocios! —refunfuñó el doctor Goode—. ¡Este Club fue fundado con la intención de huir del mundo del comercio! Pero no creo que sirva de nada protestar.

MacIntosh sonrió por toda respuesta, aunque su estado de ánimo no era el más propicio para sonreír. Martin era precisamente la clase de socio que más temía para el Club. Al igual que la mayoría de hombres de negocios, razonó MacIntosh, Martin sería probablemente un cruzado. Pero siete millones de dólares, la suma que según el New York Times había costado el nuevo museo, era un desembolso muy elevado, incluso para ser aceptado en esta sacrosanta institución.

—Por último —estaba diciendo el presidente—, tenemos a Sullivan Wylie Hughes, propuesto por Anderson Gordon-Gordon y Felker Pease.

Dana hizo una pausa y se quitó las gafas.

—No creo que sea necesario observar —dijo— que mister Hughes, que figura modestamente como diplomático en nuestras papeletas, acaba de ser nombrado por el Presidente para un cargo especial en el Departamento de Estado. Opino que en esta agitada época resulta muy significativo que tan distinguido caballero, sobre cuyos hombros reposan tantas esperanzas del mundo libre, llegue a nuestro grupo recomendado por un socio que se apellida Pease.

La agudeza fue acogida con exclamaciones de ¡Bravo! ¡Bravo! MacIntosh se secó las palmas de las manos contra las perneras de sus pantalones.

Noah había llegado ya al fondo de la estancia. El anciano camarero entregó dos papeletas a MacIntosh. Una de ellas era para el doctor Goode, y MacIntosh se la pasó.

—Creo —continuó el presidente— que todos ustedes han recibido la correspondiente papeleta. Antes de pasar a recogerlas, daremos lectura al Artículo Diecisiete, párrafos H, I y J, relativos a los Procedimientos Electorales.

MacIntosh se puso rígido. El temido momento había llegado. El presidente recitó negligentemente las normas, como había venido haciendo durante los veintitrés años de su presidencia.

H —dijo—. Si, por cualquier motivo, un socio se opone al ingreso de cualquier candidato, lo indicará tachando el nombre del candidato en la papeleta. I. La oposición de un solo socio bastará para denegar la petición de ingreso del candidato. J. Las papeletas se entregarán sin firmar.

El presidente se sentó y empezó a hablar con Rumsey Henning, el naturalista, que estaba sentado junto a él en el estrado. En cuanto se hubieran recogido las papeletas, Dana presentaría a Henning, el cual iba a pronunciar una conferencia ilustrada con diapositivas acerca de «La fauna secreta de la cordillera Isabel», una sierra de Nicaragua.

Noah empezó a recorrer lentamente el pasillo abierto entre las hileras de sillas, recogiendo las papeletas, que eran introducidas en la urna de bronce que había venido utilizándose para las elecciones desde 1842. MacIntosh miró al doctor Goode. El anciano estaba inclinado hacia adelante, hablando con Trimble Slattery, sentado en la fila de enfrente. Aunque la vista de Goode hubiese sido perfecta, su posición le hubiera impedido observar lo que MacIntosh se disponía a hacer.

MacIntosh empezó por el primero de los nombres que figuraban en la papeleta. Cuando llegó al candidato del doctor Goode vaciló un instante, pero inmediatamente continuó.

El último de la lista era el nuevo miembro del Departamento de Estado. Finalmente, MacIntosh dobló su papeleta.

Había tachado los once nombres.

Mientras esperaba a Noah, MacIntosh miró a su alrededor. ¿Cuánto tendría que esperar? ¿Diez años? Probablemente, no, pensó, teniendo en cuenta la avanzada edad de todos sus compañeros y la creciente frecuencia con que la bandera del Club ondeaba a media asta.

Lo más probable era que tuviera que esperar cinco años… Sí, cinco años bastarían.

MacIntosh se vio a sí mismo en el estrado, golpeando la mesa con la maza que Cronwell había utilizado en cierta ocasión para abrir el Parlamento.

Se vio a sí mismo diciendo, a una sala completamente vacía: «Declaro abierta la sesión».

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