Benzulul - Eraclio Zepeda

  

Mientras avanzaba por la vereda, una parte de su cuerpo se iba quedando en las marcas de sus huellas. Podría haberse quedado ciego de pronto (por una brujería de la nana Porfiria, o por un mal aire, o por el vuelo maligno de una mariposa negra), y a pesar de ello, seguir el camino hasta el pueblo sin extraviarse. No había una hiedra que no conociera; ni el pino quemado y roto por la piedra del rayo, ni el nido de la nauyaca, habían escapado al encuentro de sus ojos.

El estar caminando era su vida. Juan Rodríguez Benzulul conocía de memoria todos estos rumbos. Veintidós años de marcar los pasos en esta vereda; dejar su seña en el polvo o en el lodo, según la época.

—Cuando asomó el gobierno pa’ dar las tierras ya, cuanto hay, entendía yo de veredas. Cuando, en después, las volvieron a quitar, ya no había quien supiera más que yo.

No había cerro, no había cerco, potrero, milpa o llano, que no tomara, en el recuerdo de Benzulul, la forma de un suceso.

 

En estos lomeríos hay de todo. Todo es testigo de algo. Desde que yo era de este tamaño, ya eran sabidos de ocurrencias estos lados.

 

La misma caminata. Siempre el mismo rumbo. De Tenejapa al aserradero, del aserradero para Tenejapa. Las mismas señas. Los mismos pinos. En este árbol colgaron al Martín Tzotzoc para que no le fuera a comer el ansia, y empezara a contar cómo fue que los Salvatierra se robaron aquel torote grande, semental fino, propiedad del ejido. Este árbol, sí, este mismo, fue el final de Martín Tzotzoc.

 

El camino lo ve todo lo que pasa. Y el que vive en el camino sabe mucho. Yo averiguo cada huella, cada casa, cada bestia, cada muerte. Eso sí, por nada Platico lo que encuentro. Es de mucho peligro. Capaz quedo en algún roble Igual que un judas, pa’ alegración de los zopilotes. El Martín Tzotzoc tuvo mala suerte. ¡Si no va a ser mala suerte irse a topar con un trabajo de los Salvatierra! Todo lo vio. Desde que se lo pusieron al toro la gaza, hasta que se lo fueron llevando jalandito. Luego, el Encarnación Salvatierra regresó para borrar las señas, y allí se lo encontró. El Martín dijo que no iba a decir nada pero el Encarnación no muy le quiso hacer caso, ¡No más se lo pepenó del pescuezo y se lo llevó pa’l roble! Allí lo encontraron columpiándose, con un mosquero que ni dejaba echar la bendición siquiera. Mala suerte del Martín Tzotzoc. Yo desde ese ínter, me hice la obligación de no decir nada.

 

Para llegar a Tenejapa es menester cruzar el arroyo que baja del cerro con el agua siempre fría. Benzulul llenaba diariamente el tecomate en este arroyo para conservar, aun dentro de su choza, el olor a montañas. Ya a estas horas, por ahí de las seis de la tarde el agua se enfría más todavía. No es que sea noche cerrada, al contrario, todavía hay mucha luz; el sol aún marca una larga sombra que nace en el talón de los caminantes.

 

El río tá fresco siempre. Siempre canta. Siempre camina. Mucho sabe el río. Pero no dice nada. Por eso tá fresco. Es mejor no meterse en parcela cercada. No cuenta lo que ve. Por eso tá fresco. Por eso no muere nunca. Todo lo guarda en el fondo. Cuando hay un ocurrido, lo convierte en piedrita redonda y se lo guarda en el fondo. Allí lo tiene y no lo dice. Por eso tá fresco. Las piedrillas tán siempre guardadas y allí van creciendo. Son huevos de montaña. Cuando es el tiempo acabalado, se hacen piedrotas pa lavar ropa o pa jimbarse de cabeza al río. Después crecen más y se van a donde falte un cerro, y el río tá siempre fresco. Es mejor guardar lo que se ve. No contarlo.

 

Se lavó las piernas en el arroyo. Le agradaba sentir cómo se hundían los pies en las hojas sepultadas en el fondo. Piedras y hojas y agua; de allí nace todo –decía la nana Porfiria.

 

La nana Porfiria sabe mucho. Pero es igual que el río. Tampoco dice nada. No muy habla de todo lo que tiene alzado en su tapanco. Hartos envoltorios tiene. Allá los deja. Dice que son almas. Cosas del diablo. Por eso es mejor que se queden allí.

 

La nana dice que uno es como los duraznos. Tenemos semilla en el centro. Es bueno cuidar la semilla. Por eso tenemos cotón y carne y huesos. Pa cuidar la semilla. "Pero lo más mejor pa cuidarla es el nombre", dice. Eso es lo más mejor. El nombre da juerza. Si tenés un nombre galán.. galana es la semilla. Si tenés nombre cualquier cosa.. tás fregado. Y eso es lo que más me amuela. Benzulul no sirve pa guardar semilla.

 

Se quedó sentado en la orilla del arroyo, para que el agua siguiera calzándole con una larga bota clara. Con la cabeza sobre las rodillas, Juan Rodríguez Benzulul recordaba.

Su padre, el José Rodríguez Chejel, se fue un día, hace tiempo, a trabajar a las fincas de café. No volvió nunca. Agarró el rumbo hace veinte años. Apenas si conservaba, como una sombra, igual que un ruido, el recuerdo de su padre. Ya ni se le esperaba. Hasta la vieja Trinidad, la madre, cuando murió, ya había perdido toda esperanza. Tal vez el José Rodríguez Chejel había hecho algo malo y los patrones lo ajusticiaron. Ya ni se le esperaba.

 

Si el tata hubiera tenido buen nombre, seguro que regresa. Pero ya dije: Benzulul, o Chejel no es garantía. Por allá se quedó con la semilla podrida. También mi nana Trinidad no tuvo buena defensa. Se murió de hambre cuando estuve preso. Fue cuando me llevaron por una confundida. También por ser sólo Benzulul. ¡A que al Encarnación Salvatierra no se lo confunden! Cuando se dieron cuenta que yo no era el criminal que decían, me dejaron regresar. ¡Ya cuanto hay la habían enterrado a la nana Trinidad! No tuvo nombre tampoco. Y cuando es así, la semilla se seca. Algún día yo también voy a quedar con el centro hecho mierda.

Y desde siempre ha sido así. El que tiene buen nombre de ladino, nombre de razón, ese tá seguro. Ese hace lo que quiere y siempre tá contento. Pero eso de llamarse Benzulul, o Tzotzoc, o Chejel tá jodido.

Aquí lo veo mi cara retratada en el agua. Sé que Soy de por estos lados. Todo lo dice: el sombrero, la faja, la facha. Pero si yo dijera: AQUI TA ENCARNACIÓN SALVATIERRA, todos me vendrían a saludar, y ya no se están fijando si vengo a pie, o vengo montado, o si tengo escopeta, o si mato. Nada. Pero si digo: AQUI TA JUAN RODRIGUEZ BENZULUL, la cosa se empieza a descomponer. No falta quien me dé una jaloneada, o tal vez me dan una patada, o me meten a la cárcel o de plano me dejan colgado como al Martín, con la semilla hediendo y lleno del mosquero verde.

 

De un salto se puso en pie y continuó el camino. La luz se iba haciendo a cada paso más extraña. Ya no se podía ver al pino que se destaca arriba del cerro. Las luciérnagas se encendieron y fueron a rondar los matorrales.

 

El Encarnación Salvatierra tá seguro. Lo tiene su nombre, brilloso como una luciérnaga. Todos averiguan que tiene semilla grande nomás de oír: Encarnación Salvatierra. Hace maldá y es respetado. Mata gente y nadie lo agarra. Roba muchacha y no lo corretean. Toma trago, echa bala y nomás se ríen y todos se contentan. Por estos rumbos sólo los endiablados tienen la semilla a salvo. Pero ahí tá el nombrón que los cuida y los encamina. En cambio uno, por andar de cumplido y derecho tiene que estar todo lleno de enfermedá, con la barriga inflada de hambre, con los ojos amarillos por la terciana; lo meten a la cárcel y cuando lo sueltan ya tá muerta la nana Trinidad, ¡Pa que putas! Ahí tá el Martín Tzotzoc: nunca mató, nunca robó, no llevó muchacha; nunca se metió en argüendes. ¿Y pa qué? Sólo pa quedar guindado de ese roble con los ojos chiboludos como de pescado y los dedos todos morroñosos: del coraje, digo yo. Los que tienen el nombre hagan maldá, hagan pecado, todo les sale bien, todo les trae cuenta.

 

Con el machete bajo del brazo, listo, por si asoma alguien, por si sale culebra, por si hay ganas de hacer leña, Juan Rodríguez Benzulul iba pensando.

Por el cerro de la derecha, las nubes, ya prietas en la noche, tomaron, lentamente, una claridad sencilla. Las sombras se extendieron nuevamente a las pies de Benzulul.

 

Me gusta cuando hay luna. Se ven cosas en el camino. La claridad saca animales. Los conejos se sientan abajo de los pinos pa ver al tata conejo que tá en la cara de la llena. Se fue a visitarla una noche y allá se quedó sentado. Los venados también asoman. Les gusta creer que la luna es una lámpara que no encandila, que no mata. Cuando la ven entre las ramas del ocote parece una castaña colgada.

Cuando hay luna  las cosas cambian. El camino cambia. Uno cambia. Asoman cosas del fondo de ríos. (Tal vez las piedras que van a convertirse en montañas). También asoman muertos. Muertos que como el Martín, como mi tata y mi nana, que, como yo, no tuvieron nombre. Lo andan buscando pa cubrir la semilla. A mi no me gusta encontrar espantos. Pero la luna los trae al camino y el caminos es de todos.

Las sombras bailaban con el viento. El viento hacía una flauta con las ramas de los árboles. Los árboles se hacían más altos, anuncia aparecidos al camino.

Los perros miran a los muertos. Cuando un cristiano se pone cheles de perro mira a los muertos. Yo quise ponérmelos pa ver al tata, pa ver a la nana. Pero el perro se murió y ya no se puede. Los muertos sin nombre ya no guardan la semilla, dice la nana Porfiria, pero tienen que llevar hojas pa envolverla. Se les la semilla cuando  mueren, pero tienen la obligación de buscarla. En la noche con la luna es cuando buscan las hojas... Los que tienen nombre se quedan con la semilla en su lugar. Cuando yo muera voy a seguir caminando este camino: Juan Rodríguez Benzulul no dejará el camino. ¿Si consigo un nombre todo cambia! Encarnación Salvatierra va  a morir sabroso. No va a aparecer en la noche. No va a espantar. No va a llorar. Tiene nombre.

 

En una vuelta de la vereda aparecieron de pronto las luces de Tenejapa. Se destacaban en la noche, igual que ojos de tigre, los quinqués de Tenejapa.

Benzulul no temía al camino. No podía tener miedo de la tierra que conocía sus pasos. Su cuerpo había quedado, poco a poco, sembrado en el camino. Primero, sólo el sudor, después sus huellas, después sus palabras. Después todo él. Benzulul no temía al camino pero sintió alegría de llegar al pueblo. Las noches de luna le ponían sobre aviso.

 

Ya dije que me gusta la claridad de la luna. Pero siempre como que me entra un frío por los ojos. Cosas de muertos.

 

Sólo faltaba rodear la alambrada del panteón para llegar a las primeras casas. Las tumbas, blancas, solas, quietas, se cubrían de lunares con las sombras del ciprés. Benzulul apresuró el paso.

 

Aquí adelantito, a mano derecha.. tá enterrado el Martín. A ladito tá la nana. Ahora deben andar buscando nombres. Pobre Martín. Pobre la nana.

 

Ya para llegar al palo de encino, que separa la vereda de la alambrada, esa misma encina que guarda zopilotes y cuervos en la tarde, Benzulul escuchó pasos.

Se arrastraban sobre la hierba del panteón. Oyó su nombre.

Apresuró el paso y sintió que un miedo espeso le agarraba el pecho.

—Juan, Juan; Juan Rodríguez Benzulul. Juan Esperáme —volvió a oír.

Quiso voltear pero le ganó el miedo. Sintió cIarito que la espalda se le abría en un gran surco frío. Las piernas se cubrieron de un vibrar como de hormigas. Los dedos de las manos se le pusieron tiesos y empuñó  el machete.

—Juan. Hijo, esperáme.

La voz venía de por aquí cerquita nada más. Por la tumba del Martín; o tal vez por la tumba de la nana.

—Juan. Paráte por vida tuyita.

—La nariz se le cubrió de sudor frío. El miedo le punzaba las tetillas.

— Juan. Hijo. . .

No supo cuándo empezó a correr. Los cuervos aletearon en las ramas de la encina cuando él  pasó corriendo.

—Juan. ..

Sofocado, sudoroso, Benzulul no se detuvo, sino mucho después de cruzar las primeras casas.

—Ave María —dijo al detenerse a Ia puerta de su jacal.

A las siete de la noche ya no hay nada en Tenejapa, sólo el silencio. A veces se deja llegar un grito que avisa la alegría o el dolor de un hombre. Después nada. Sólo el silencio. Algún perro ladra inexplicablemente —a los fantasmas, a los aparecidos—, dicen. Después nada. Sólo el silencio.

Benzulul se dejó caer pesadamente en un banquillo. Recorrió su choza con la vista. Todo estaba igual. Todo en su sitio. Nada faltaba.

Sólo el nombre, se dijo.

Se quitó el gran sombrero de palma, y lo arrojó, cansado, sobre un cofre.

—Los muertos tan saliendo. Buscan hojas pa la semilla.

Hundió sus dedos en el cabello despeinado y grueso. Se pasó la palma de la mano por la frente estrecha.

Sería el Martín. Tal vez fue mi nana; hasta me dijo: hijito. Pero el vivo es vivo y el muerto es muerto, manque naiden, ninguno tenga nombre.

Bebió un largo buche de agua en su tecomate. Hizo gárgaras y lo escupió sonoramente sobre el suelo. Una pequeña polvareda se levantó del piso de tierra. Las gotas quedaron clavadas firmemente.

— El Encarnación Salvatierra no hubiera salido huyendo. El lo tiene su nombre que lo respalda. No necesita de nada. Pero yo sí corrí. Yo soy Benzulul. El es el Encarnación Salvatiera. ¡Me lleva el carajo!

—Se levantó para prender el rescoldo. El café y el frijol y el maíz, esperaban al lado. Es hora del estómago.

—Colocaba los leños entre las tres piedras negras, cuando sonaron golpes en la puerta. Se irguió rápidamente. De nuevo el hormiguear de las piernas.

—¿Qué. . .? —preguntó apagadamente.

—Abríme hijo.

Retrocedió hasta tocar con la gruesa espalda la pared del fondo.

No decía nada. Así se estuvo con el muro moldeándole la espalda. Los ojos negros abiertos hasta el dolor. La boca firmemente cerrada.

La puerta se abrió lentamente.

—¿Qué tenés hijo? Tas de mala cara. ¿Cómo te consentís?

Así dijo la Porfiria entrando al jacal. Al asentar el pie derecho, las arrugas de su rostro dibujaban una mueca de malestar. Sus blancas greñas, sucias de lodo, el envoltorio de la falda raída y magras sus viejas carnes; la Porfiria observó largamente todos los objetos, todos los pomos, todas las cosas del jacal, todo el miedo de Benzulul.

—Sos vos, nana Porfiria. Sentáte. ¿Qué querés?

La vieja se dejó caer al suelo. Depositó cuidadosamente, a un lado, un paquetito cubierto con un paliacate. Se mojó con saliva. un dedo y lo untó trabajosamente en el talón del pie derecho.

—Te hablé hace rato, hijo. Por el camposanto. Vos aliste juyendo.

—No te oyí, nana —Benzulul se acercó al rescoldo y colocó los leños.

—Te hablaba pa que me ayudaras a caminar. Lo lastimé este pie con una espina de cuernito. Estaba buscando huesos de costía pa una limpia que me encargó el Eusebio. Luego lo sentí el dolor. Te vi pasar y te hablé. Me dolía el pie. Pero vos te juyiste.

—No te oyí, nana.

—Hasta los muertos me oyeron hijo. ¿Por qué tenés miedo?

—No sé. Me cundió de pronto.

—Sos miedoso.

— A veces. Cuando hay luna. Cuando hay frío. Cuando hay muertos.

—Dejá los muertos en paz. Preocupáte de los vivos. Ese es el peligro. Los muertos viven. Los vivos matan. La noche es larga, dura. Hay frío. Hay dolor. Hay gritos. Cuando asoma la madrugada, siempre hay nuevos muertos.

—También los muertos salen a buscar las hojas, nana. Vos me lo contaste.

—Así es, pues. Buscan sus hojas, frescas y mojadas pa envolver la semilla, Cuando falta el apelativo, se ponen las hojas. Así es.

—Yo no tengo nombre juerte. Cuando muera voy a salir buscando las hojas. . .

—Vas.

Benzulul puso el jarro del café al fuego y calentó las tortillas.

—No me siento juerte con mi nombre, nana. Es como ser caballo sin dueño. No es nada. Me siento con miedo. Se me sale el miedo de entre la ropa. Por eso nunca hago nada. Nunca platico. Nunca cuento lo que veo. Sé que no tengo defensa.

—Vos has sido siempre como conejo. No hacés nada. Todo te da calofrío. Sólo en el camino te sentís a gusto. Es lo único que sabés hacer. No querés tener nada. Ni siquiera has probado una mujer. Ni querés hijos. Se te murió el perro y no buscaste otro.

—Si no tengo nombre, ¿pá qué voy a hacer hijos? Luego también ellos, cuando se mueran, van a andar buscando las hojas. Y el perro no más tá avisando que hay un alma cerquita.

—El nombre no sólo es el ruido. No sólo es un cuero de vaca que te escuende. El nombre es como un cofrecito. Guarda mucho. Tá lleno. Son espíritus que te cuidan. Da juerzas. Da sangre. Según el nombre es el chulel que te cuida.

—Yo no tengo chulel, nana.

— Tenés; pero es chiquitío.

—Tenga —le alargó a la nana un poco de café y una tortilla.

—El chulel es como un jabalí. Corretea, gruñe, da miedo. Pero si le metés el cuchío se queda quieto, y es tuyo, y te lo podés llevar. Vos llevás uno. Si querés un jabalí más grande, nomás lo escogés y le enterrás el cuchío otra cuenta. ¿Me entendés?

—No, nana.

—Fijáte. El nombre se te metió en el cuerpo y te puso su nahual, con la sangre que sacó la Trinidad cuando te parió. Te tocó Benzulul. Si no querés ese lo podés cambiar. Te sacás el Benzulul con un poco de sangre. Luego lo metés al otro, el que querás. El chulel te cuida como si desde siempre hubiera estado contigo.

Benzulul se quedó en silencio. Bebió lentamente el café. La nana volvió a poner saliva en la herida de la espina.

—Quiero ser Encarnación Salvatierra. Es juerte. Es jodido. Es bravo. Quiero ser como el Encarnación, nana.

—Bueno. Lo serás el Encarnación. Sacá el cuchío. Poné el copal en la lumbre.

La nana se rascó las piernas y dibujó una sonrisa.  Benzulul se levantó.

—Voy a ser igual que el otro  Encarnación nana? ¿Voy a ser juerte? ¿Voy a meter miedo  ¿Voy a estar lleno de paga? ¿Voy a llevar mujer? ¿Voy a contar todo lo que he visto en el camino?

—Vas hijo.

—Aquí tá el cuchío. Aquí tá el copal. Aquí tá Benzulul nana.

—Dame el brazo hijo. Persináte. Poné el copal. Aguantáte, pues. Virgen de la Muerte, Virgen del Dolor, San José del Grito, San Pablo de la Juerza...

—La luna se perdió en un pinar de nubes. Tenejapa quedó a oscuras. Benzulul cayó en las sombras.

 

Los hermanos Salvatierra venían entrando al pueblo. Altos, morenos; musculosas manos guían las riendas de los caballos fogosos.

—Vamos a celebrar, Encarnación.

—Vamos. Nadie va a decir que el Encarnación Salvatierra es mal hermano. Y pa que veas, Joaquín, no sólo a vos invito, que también se vengan los acompañantes. Ya lo saben: primero el deber después el placer. Ya lo tronamos al marido de la Rosa. Ya voy a poder dormir tranquilo con la Rosa. Ahora a celebrar.

—Este Encarnación es un diablo. Mirá que echarse así nada más al Domingo pa quedarse con la hembra. Este Encarnación siempre tan ocurrente.

—Vanós pá la casa del Chema. Tiene trago.

—Vanós.

Desmontaron frente a la puerta de la cantina. Encarnación llamó, tocando con sus grandes manos.

—Abrí vos, Chema. Aquí está Encarnación Salvatierra.

Un silencio, roto únicamente por un ronco ladrido, contestó a los hombres.

—Abrí rápido, pues; no vaya a ser que te cuelgue de los huevos.

—Este Encarnación es ocurrente.

La puerta rechinó al abrirse. El Chema, abotonándose los pantalones les hizo el saludo.

—Pasa, hermano. Pasen, señores. Aquí es la casa de los amigos de Encarnación.

—Pa dentro pues.

Ruidosamente el grupo entró a la cantina.

—Siéntense muchachos. Yo, el Encarnación Salvatierra, invito la botella. Pero cuidadito y no se la acaban porque los capo.

—Este Encarnación tan ocurrente.

La botella fue puesta en la mesa.

—Bonita luna hay esta noche, Encarnación.

—Había. Ya se metió en el nuberío. Capaz llueve.

—La indiada está resentida contigo, Encarnación. Los oyí ahora. Están bravos por la ahorcada del Martín Tzotzoc.

— A qué Chema tan blandito. Agradecido debe haber quedado el indio. Eso de quitarse de penas, así de ramplón, sin que cueste nada, no cualquiera tiene la suerte de probarlo.

Una risotada interrumpió la libación.

—Este Encarnación siempre tan ocurrente.

Un relámpago quebró la noche, y los perros aullaron en todo Tenejapa.

—Oye Chema: Tá buena la Rosa, o no tá buena.

— Está buena.

—Pos ya sólo abre las patas pa mí, Chema.

—Este Encarnación siempre tan ocurrente.

—Oí Encarnación —terció el Joaquín Salvatierra— a ver si a ésta le sacás cría. Hay que ir haciendo hijos.

—Qué va, Joaquín. Pá qué. Entre más Salvatierras haya, peor pa nosotros. Como que se debilita la juerza  del nombre y aluego no es garantía.

—Este Encarnación tan ocurrente.

 

El primer gallo anunció la hora. Los fogones empezaron a encenderse. Algunos  jacales dejaban escapar ya el humo por los resquicios del techo.

La campana sonó con la primera luz.

Los grupos de mujeres avanzaron hacia el molino.

Los hombres iniciaron la marcha hacia las milpas.

Las viejas se dirigieron a la primera misa.

El Encarnación, el Joaquín y los acompañantes salieron de la casa del Chema.

Se oyeron los últimos mugidos de la ordeña.

La Porfiria abandonó el jacal de Benzulul.

 

Ese día, Juan Rodríguez Benzulul, amaneció distinto. Tenía alegría. Estaba contento. Se notaba fuerte. Más diablo.

—Ahora tengo chulel. La semilla tá salvada. Ya no voy a salir a buscar hojitas así que me muera. Ya no hay Benzulul miedoso. Ya no hay Juan que no dice lo que pasó en el camino. Benzulul se fue con la luna, como el tata conejo. Ahora soy el Encarnación.

Ese día se quedó en el pueblo. Ese día no fue al aserradero.

Hombre con nombre tiene chulel galán. Hombre con chulel se manda solo. Hombre que se manda solo no tiene patrón.

Salió a la calle, y todo Tenejapa vio que el Benzulul  era distinto, que el Benzulul había cambiado.

Se encontró con la Lupe y le propuso que se fueran juntos para el monte.

Le habló al Salvador Pérez Bolón y le quitó su dinero.

Bebió trago y gritó su fuerza.

—Aquí naiden tiene miedo.

A todos les dijo:

—Aquistá  Encarnación Salvatierra.

Y todos le vieron con desconfianza.

—Aquí se va a decir todo lo que el camino sabe —gritó—, Encarnación Salvatierra no tiene miedo. Encarnación Salvatierra dice todo lo ve. No escuende nada.

Y dijo todo lo que sabía. Lo que averiguó en el llano. Lo que vio en el río. Lo que le confiaron los rastros. Lo que la loma oculta. Todo lo dijo el Benzulul. Lo que siempre tuvo en el fondo, como piedritas redondas, lo fue dejando salir con fuerza.

—Es la acabalación del tiempo —gritaba—, ya las piedras son cerros y a los cerros naiden los detiene.

Los hombres miraron fijamente, asombrados, al Benzulul.

No miren a los ojos porque se mueren amenazó.

—Es ocurrente el Encarnación —dijo alguien en voz baja.

Todos supieron que era el Encarnación Salvatierra.

Tanto lo dijo, tanto lo oyeron, que se lo fueron a contar al  otro Encarnación.

Todo día Benzulul anunció su nuevo nombre. Quiso que todos conocieran que tenía pantalones. Que supieran que llevaba mágico cuidándole los pasos.

Todo el día lo anduvo gritando. Todos lo supieron.

Tanto lo dijo, tanto lo oyeron, que se lo fueron a contar al otro Encarnación.

La noche enfrió las piedras de Tenejapa. El camino estuvo triste. Las lomas, los árboles, las encinas y los conejos conocieron otro suceso aquella noche.

—Abrí Chema, o te capo.

—Este Encarnación siempre tan ocurrente.

La botella llenó las gargantas de los Salvatierra y de los acompañantes.

—Oí vos Encarnación. ¿A quién colgaste hoy en la tardecita? Me llegó el rumor.

—¡Ah que gente tan chismosa! No pueden ver una cosita de nada porque luego luego él echar argüende.

—Cosita de nada. Ocurrente siempre el Encarnación.

—Fue al Benzulul que te colgaste, ¿verdad?

—No vayas a creer que lo ahorqué. Nomás lo colgué de los brazos. Fue que el muy maldecido me andaba robando el nombre. Y así uno se queda sin defensa. Si me hubiera robado un caballo, o un toro, o hasta la misma Rosa, tal vez ni le hubiera dicho nada. Me hubiera caído en gracia que se estuviera haciendo el macho. Pero quiso robar el nombre. Andaba diciendo que él era el Encarnación y eso no lo permito. A naiden se lo consiento.

—Bien dicho, hermano. Bien dicho.

—Por eso fue que me lo llevé pal camino. Al mismo roble que ya me conoce. Desde que lo saqué del pueblo empezó la aburrición. Que si él era respetuoso. Que si él no contaba no sé qué cosas. En fin, una bola de sonseras. Al fin se puso a chillar como una vieja. Harto chillaba. Por eso como que me empezó a entrar la lástima. Ya por no dejar, nomás me lo colgué, pero no pa ahorcarlo, de los brazos lo guindé nomás, pero luego me puse a pensar que a lo mejor seguía con las ganas de perjudicarme la defensa. Saqué el cuchillo y le arranqué la lengua para que no me ande robando el nombre. Allá lo dejé.

—Este Encarnación siempre tan ocurrente.

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