La tercera invocación a Legba - Manly Wade Wellman


La cegadora luz y el estruendo se desvanecieron al mismo tiempo en el Club Samedi. Incluso el zumbido de las conversaciones quedó en suspenso debido a la expectación. Tras la orquesta sonó un gong. Una vez. Dos. Tres...

—Media noche. La hora de las brujas. ¡E Illyria! —anunció el maestro de ceremonias con voz arrebatada.

El gong continuó sonando hasta marcar las doce y se detuvo. Un clarinetista entonó una melodía en clave menor y un cuarteto de voces mixtas comenzó a cantar en voz baja.

—Ihro mahnda... ihro mahnda...

Un foco de tenue luz pardusca comenzó a barrer el aire cargado de humo. Una figura vestida con una túnica negra entró en su círculo, el rostro oculto bajo una cascada de bucles negros. La figura silente se encaminó lentamente hacia el centro de la pista de baile.

—Ihro mahnda... —susurró el cuarteto.

Un rápido gesto explosivo. La túnica se alejó en un remolino, la cabeza se alzó. La mujer, de largos miembros de bailarina y vestida con lo mínimo que permitía un club nocturno, permaneció quieta. Su precioso rostro estaba en tensión, embelesado. La mirada de sus rasgados ojos era ardiente. La melodía del clarinete cambió a un quejido, un tantán inició un ritmo fatigoso. La danza comenzó, grotesca, ligera, acelerándose.

De la boca roja como una flor de la bailarina salieron unas palabras suaves, solemnes:

Legba choi-yan, choi-yan Zandor...

Zandor Legba! immoleʼhai!

La bailarina llamada Illyria cantó más alto, y más alto cantó el cuarteto su letanía.

—Ihro mahna, ihro mahna...

Illyria hizo girar su cuerpo. Su pelo suelto se desplegó a su alrededor como una sombrilla hecha de flecos. Sus brazos se retorcieron como serpientes que parecían recorrer sin descanso su cuerpo. Sus pies desnudos, teñidos de rojo, taconearon al ritmo del redoble del tambor.

—Zandor Legba! immoleʼhai! —repetía sin cesar.

De repente se detuvo como una extraña estatua oferente, con el rostro alzado, la melena desplegada y los brazos levantados. En el mismo instante la música se aceleró. Un ayudante vestido de esmoquin penetró en el difuso foco de luz sosteniendo algo que aleteaba; un gallo de color blanco y negro. Illyria lo agarró con avidez con sus largas manos. 

El terrible sonido de los huesos al romperse se hizo audible en la sala. Arrojó al suelo el gallo que se agitó espasmódicamente. El ayudante lo recogió y se retiró. Illyria se envolvió en su túnica y salió de la luz. Las luces se encendieron y la orquesta inició una alegre melodía.

—Acaban de presenciar una auténtica danza ritual vudú —anunció el maestro de ceremonias al micrófono—. Jamás se había hecho antes, a excepción de en las auténticas ceremonias del culto... pero mañana a media noche se repetirá, y a la media noche siguiente, y todas las medias noches venideras...

La mesa de John Thunstone se encontraba muy apartada de la primera fila. Era un hombre demasiado grande como para resultar tranquilizador, y la mayor parte de su vestuario tenía que ser hecho por encargo. Tenía las manos y los ojos muy sensibles y le habían roto la nariz dos veces. Su melena y bigote negros mostraban mechones grises. Estaba sentado tan relajado como un enorme gato satisfecho mientras daba sorbos a su Highball. Su mirada se dirigió un tanto esperanzada hacia su acompañante.

La chica era tan rubia como John Thunstone moreno, de mediana altura y de figura de formas generosas aunque elegante. Sus brazos y hombros, desnudos y blancos como la leche, resaltaban sobre su vestido de terciopelo negro. Sus grandes ojos eran más azules que los zafiros que brillaban en sus orejas y su cuello. Sonrió sin separar los labios de la misma manera que habría sonreído Mona Lisa o la Emperatriz Josefina.

—¿Era lo que esperabas, John? —le preguntó suavemente.

El hombre meneó la cabeza en un movimiento que podría haber sido tanto afirmativo como negativo.

—Me dio la sensación de ser una ceremonia auténtica —intentó contemporizar—. No es que sea un experto en vudú, pero...

—Siempre has estado inmerso en el ocultismo y la magia —le recriminó la muchacha—. A más profundidad de la que te gustaría admitir. Incluso a mí.

John la contempló largamente.

—Y eso te molestó, ¿eh? Tanto como para marcharte a ultramar porque dedujiste que no te contaba todos los descubrimientos a los que me conducían mis estudios... Tanto como para marcharte a ultramar y casarte con el conde de Monteseco.

—Cosa que pertenece al pasado y que no me resulta agradable de recordar.

—Jamás he pretendido reprochártelo, Sharon —le respondió tras dar otro trago a su bebida—. Ni entonces ni ahora. Pero mis escasos conocimientos de magia conllevan un gran peligro. Y no deseo que nadie se arriesgue con eso, y menos tú. Espero que no sigas censurándome mi conducta.

La pequeña mano de la joven se movió elegantemente hasta que se posó sobre la del hombre.

—Estoy contigo esta noche, ¿no es suficiente?

La miró como si no fuera suficiente y prestó atención a la música de baile.

—No, no estoy muy versado en el vudú —dijo a continuación—. No lo entiendo en absoluto, Sharon. Y sospecho que ni tan siquiera sus practicantes lo comprenden. Después de todo ¿qué es el vudú? Un rito de la jungla africana, o brujería europea modificada, o ambas cosas... ¿o quizá ninguna de ellas? —Sus ojos parecieron estudiar algo que solo él era capaz de ver—. ¿Entendiste las palabras del ritual?

—Francés, o un dialecto francés, ¿verdad? —le respondió la dama llamada Sharon—. El cuarteto cantaba algo parecido a «ihro mahnda». ¿Podían significar hereux monde: mundo feliz?

—O quizás ira au monde, que viene a querer decir «así sucederá con el mundo».

—Y que yo califico como una muy ingeniosa interpretación —le replicó una voz junto a la mesa; una voz suave, profunda y elegantemente divertida.

Thunstone se levantó de su silla en una abrupta transición que pasó en un segundo de la relajada tranquilidad a la violenta tensión que tanto irritaba a veces a sus amigos. Se enfrentó a alguien tan alto como él y más fornido, con un pecho tan ancho que parecía deforme. 

Sobre el cuello de un traje de corte europeo con cubrebotones enjoyados de un gusto más que dudoso se erguía una cabeza de cráneo grande y alargado, calvo o afeitado, y rematada con una gran nariz aquilina y unos ojos tan grises y fríos como la leche congelada.

—Yo también me considero un entusiasta del vudú —le dijo el recién llegado con una voz sedosa—. ¿Me permite que me presente? Rowley Thorne.

Le ofreció una mano grande, con una sobre cuidada manicura. Thunstone la estrechó.

—Soy John Thunstone, condesa, ¿me permite que le presente al señor Thorne? La condesa de Monteseco.

Rowley Thorne le besó delicadamente la mano. Sin esperar a ser invitado, tomó asiento entre ellos.

—¡Camarero! Champaña. Creo que es la tradición cuando se trata de cimentar nuevas amistades.

Cuando trajeron el champaña Rowley Thorne brindó por ellos y los contempló sobre el borde de la copa con los ojos entornados.

—Me encontraba sentado casi a sus espaldas, y no pude evitar escuchar sus dudas acerca de esta Illyria y su danza. Ya que he viajado a Haití, creo que puedo servirles de ayuda. Sí, tanto el ritual como la invocación a Legba son auténticos.

—¿Legba? —repitió la condesa—. ¿Algún dios vudú?

—Uno de ellos. Damballa es el más importante, y puede que Erzulie sea el más pintoresco. Pero Legba es el más importante. Es el guardián de la Puerta... debe ser invocado para abrir el paso entre los adoradores y el otro mundo, para que los oficiantes den poder a los dioses. Es algo parecido a decir una contraseña. Muy impresionante la parte del ave. Otras víctimas del vudú mueren degolladas. Las víctimas para Legba mueren con el cuello roto.

La condesa se estremeció, detalle que no pasó inadvertido para Thunstone.

—Le ruego que cambiemos de tema —dijo.

—Le ruego que no lo hagamos —replicó ella con suavidad—. El señor Thorne desea hablar de magia, aunque no sea de su agrado. Me siento fascinada. Cuéntenos algo más de Legba, señor Thorne.

—Se dice que es una criatura peluda, o con pelo muy espeso, y de ojos rojos. También se le conoce como barón Cimmiterre, amo del camposanto, y barón Carrefours (o señor de la Encrucijada). Las oraciones que se le dedican para que abra la puerta suponen siempre los preliminares para cualquier otra oración.

Los ojos de la condesa aumentaron su intensidad azul.

—¿Y qué puede hacer por sus adoradores Legba, el barón Cimmiterre, o el barón Carrefours?

—Nada, salvo abrir la puerta —le respondió Rowley Thorne—. ¡Vaya! Música... ¡latinoamericana! ¿Me concederá este honor la condesa?

Thunstone se levantó de su asiento y se inclinó mientras la pareja abandonaba la mesa, pero no volvió a tomar asiento. Mientras la condesa bailaba con Rowley Thorne, se encaminó hacia la fila exterior de mesas y habló con premura con el maître mientras le ofrecía un puñado de billetes. El maître lo condujo hasta un amplio pasillo lateral al que se abrían las puertas de varios camerinos.

—La número dos, señor —le indicó a Thunstone, que se limitó a llamar a la puerta con los nudillos.

—¿Quién es? —preguntó una voz femenina desde dentro.

—De la prensa —dijo Thunstone—. Busco una historia de primera plana.

La puerta se abrió. Illyria le sonrió vestida apenas con una bata de seda estampada con flores.

—Pase, señor...

—Thunstone.

Entró en el camerino, mientras la joven le estrechaba cordialmente la mano, y tomó asiento junto al tocador.

—¿De qué periódico se trata, señor Thunstone?

—Trabajo para revistas y agencias de prensa —la informó con toda sinceridad.

La muchacha tomó un cigarrillo de la pitillera que le ofrecía y Thunstone continuó hablando.

—Estoy muy interesado en su danza vudú.

—Ah, eso... —respondió ella con una ligera carcajada—. Fue en Martinica, hace un año. El médico me recetó brisa marina y temperatura suave. Martinica era un destino barato, y yo me encontraba en bancarrota (le ruego que omita eso). Digamos mejor que me sentía verdaderamente fascinada por el culto vudú, cosa que es cierta.

—¿Había muchos blancos? —le preguntó Thunstone.

—Bastantes. Pero creo que yo era la única que practicaba los ritos. Sabía que conseguiría un espectáculo fuera de lo común con toda aquella parafernalia vudú, ¿verdad? He firmado para continuar una vez que haya finalizado la temporada. Luego, puede que me muera de hambre.

Thunstone se quedó contemplando un cuadro de brillantes colores colgado de una pared.

—¿No se trata del retrato de un mártir? ¿San Juan Bautista quizás?

—Lo es y no lo es—. Illyria sonrió al ver su expresión de desconcierto—. La gente del vudú quiere retratos de sus dioses para utilizarlos como ídolos. Lo más que pueden hacer es pintar cuadros de carácter sacro. 

Para Damballa utilizan el retrato de San Patricio (es por las serpientes). Y San Juan Bautista era el santo más peludo, así que lo toman por Legba. Ese cuadro me lo regaló el boungon (usted lo llamaría hechicero) cuando consiguió unas imágenes reales.

—¿Imágenes reales? —repitió Thunstone.

—Había un artista capaz de hacerlas, en algún lugar de Haití. El auténtico Legba haría que un sargento primero se aterrorizara —le dijo mientras estremecía los hombros hasta dejarlos al descubierto en una pantomima de terror—. El artista se llamaba Thorne.

—¿Rowley Thorne? —le preguntó Thunstone perplejo.

—Puede ser. Rowley, o Roland, o algo parecido. Jamás lo conocí: prefería mantenerse cerca de la jet-set de Haití. Bueno, ¿qué fotos publicitarias quiere?

—Más tarde —le respondió él—. ¿Puedo volver a llamarla? Gracias.

Regresó a la mesa justo en el momento en que la condesa y Rowley Thorne finalizaban la pieza de baile.

 —¿Celoso? —le preguntó la condesa de Monteseco con una sonrisa a bordo del taxi que los llevaba de regreso—. ¿Acaso ofendido debido a que he encontrado al señor Thorne atractivo?

—¿Debería? —replicó Thunstone devolviéndole la sonrisa—. Estaba muy informado acerca del vudú.

—¿Verdad? Y además no se andaba con misteriosas evasivas. Se ofreció a explicarme todo lo que tú me has negado—. Su sonrisa se hizo más amplia— Habitualmente, los hombres se mueren por hablarme de ellos mismos y de las cosas que les interesan. Tú eres muy diferente a todos ellos.

—Y espero que muy diferente a Rowley Thorne.

—Cosa que me suena a que sabes más de él de lo que eres capaz de admitir. Ese es mi apartamento. Sube y cuéntame cosas sobre él.

—Subiré —replicó Thunstone—, pero no te voy a contar nada sobre Rowley Thorne, porque forma parte de una magia de la que es mejor que no sepa nada el resto del mundo.

 Fiel a sus principios, Thunstone no le pidió a la condesa que lo acompañara al Club Samedi la noche siguiente. Pero cuando traspasó sus puertas, pasadas las once, deseó haberlo hecho. La condesa se encontraba sentada a una mesa, muy cerca de la pista de baile, en compañía de Rowley Thorne.

Las luces parecieron difuminarse y la cantante, que estaba interpretando una balada a un volumen bastante elevado, pasó a segundo plano cuando Thunstone, que había comenzado a moverse entre las mesas, tuvo que esforzarse por no mostrarse sorprendido o decepcionado cuando Rowley Thorne se levantó y lo saludó con una suave sonrisa.

—Señor Thunstone, la noche pasada tuvo la gentileza de invitarme a su mesa. Tome asiento a la mía esta noche. Sharon me ha dicho que estaba convencida de que usted vendría.

Había dicho Sharon. Ella y Rowley Thorne se trataban por el nombre de pila.

—Me alegro de volver a verla —dijo mirándola—. Gracias, Thorne, pero creo que es mi turno de invitarle a una bebida. Camarero, la dama tomará un Old Fashioned. ¿Le gusta el champaña, señor Thorne?

—Cóctel de champaña —pidió Thorne.

—Whisky escocés con agua —añadió Thunstone. A medida que se alejaba el camarero, se dirigió a Thorne—: Este lugar va a terminar por convertirse en uno de mis garitos nocturnos favoritos.

—Illyria es una gran echadora de cartas —le dijo suavemente su interlocutor mientras sus ojos no dejaban de observar a la muchedumbre de clientes—. No queda mucho para su actuación de medianoche. ¿Ha estudiado alguna vez la importancia de la medianoche en las ceremonias ocultas, Thunstone? 

Es el momento exacto entre el anochecer y el amanecer. Permite que la fuerza sobrenatural escinda por la mitad las horas oscuras... una parte para la invocación del valor y la fuerza que ha de llegar, y la otra parte para llevar a cabo lo que sea menester hacer.

—Ese es el tipo de cosas que John siempre se niega a explicarme —añadió la condesa.

—Ya sabes por qué —le respondió él con una sonrisa. A continuación, dirigiéndose a Thorne—: La noche pasada sacó a mí dama a bailar. ¿Puedo hacer lo mismo con la suya?

La solista había finalizado su actuación y la orquesta estaba tocando. Thunstone y la condesa se alejaron juntos. La brillante melena de ella le llegaba hasta la mandíbula. Sus ojos intensamente azules le echaron a su acompañante una fugaz y apreciativa mirada.

—¿Así que le pediste un favor a Rowley Thorne?

—En absoluto. Él fue quien me llamó por teléfono. He de reconocer que es un caballero muy emprendedor, ya que tuvo que buscar mi dirección y todo lo demás. Hemos ido a cenar, al teatro y hemos mantenido una gran cantidad de fascinantes conversaciones. Y todas acerca de tus temas prohibidos. ¿Por qué no te agrada, John?

—¿No he dicho ya que no pienso hablar de él?

—Y yo hago como si no lo hubieras hecho, incluso voy a actuar como si jamás hubiera salido con él. Eres demasiado rígido en tus principios. ¿O principios te parece un término demasiado elevado? ¿Debería utilizar quizá la palabra prejuicio, u obsesión?

—Me temo —le respondió él lentamente— que soy un bailarín de la vieja escuela.

—Lo cual significa que vas a bailar solo para complacerme, me siento verdaderamente halagada, John.

Continuaron el baile en silencio. Cuando regresaron a la mesa ya les estaban esperando sus bebidas. Rowley Thorne era una persona encantadora, exhibía una extraña sortija con un compartimento oculto que afirmaba había ocultado el veneno suministrado a un Borgia; y habían comenzado una charla llena de humor acerca de la transferencia de pensamiento cuando las luces y los sonidos murieron tan bruscamente como en la ocasión anterior. El gong retumbó, y el maestro de ceremonias habló.

—Medianoche. La hora de las brujas ¡E Illyria!

Allí estaba ella, en el foco de luz parda, arrojando a un lado su capa para danzar y cantar.

—Legba choi-yan, choi-yan Zandor...

Thunstone sintió un toque rápido y suave en su mano. Sharon, la condesa de Monteseco, necesitaba que la tomaran de la mano en la oscuridad. Por motivos ocultos, apartó los dedos mientras obligaba a su mirada a que penetrara la oscuridad, ya que algo estaba allí, con Illyria, cuando debería estar sola en el centro de la pista de baile; aún no había llegado el momento en que apareciera el sujeto con el gallo moteado.

Legba choi-yan, choi-yan Zandor...

Zandor Legba! immoleʼ... hai!

Aquel viejo truco, que le había enseñado hacía mucho tiempo un cazador de recompensas holandés de Pensilvania... Thunstone cerró fuertemente los ojos durante un instante y a continuación los abrió por completo. 

La oscuridad se aclaró levemente, transformándose en una semipenumbra azulada, y pudo verlo: vio algo que se agitaba sobre la convulsa cabeza de Illyria. Ramas de un árbol de las que colgaban largos racimos de hojas o musgo (ramas, o sus sombras, allí mismo, en el Club Samedi, tan lejos de su medio natural) y junto a las ramas se elevaba y se estremecía algo, una forma enorme y muy definida hecha de alguna sustancia que palpitaba y se movía entre los brazos elevados de la bailarina...

—immoleʼ... hai!

El gallo moteado ya estaba entre sus manos. Le asió el cuello y retorció la cabeza del animal mientras la forzaba hacia atrás.

¡Crrrrrak!

Sobre su cabeza algo pareció encorvarse durante un instante, como una cinta de tela, o un tentáculo, o un brazo. Al momento siguiente Illyria se había marchado, el ayudante había salido de la escena junto con el gallo sacrificado y las luces volvían a brillar, y... no había rama alguna que colgara desde el techo.

—Mañana volveremos a presenciar a Illyria en su danza vudú —anunció el maestro de ceremonias—, y la noche siguiente a mañana...

Thunstone se levantó.

—Buenas noches —dijo mientras se inclinaba ante Sharon—. Esto es todo lo que vine a ver.

—¿Debes irte tan temprano? —le preguntó ella con un deje de súplica.

Él le respondió inclinando la cabeza.

—Buenas noches, Thorne. Volveré a verlo. Más tarde.

Puso un puñado de billetes en la mano del camarero y se alejó a grandes zancadas hacia el guardarropa. Tras recoger su sombrero, se giró para marcharse. Rowley Thorne estaba a su lado.

—Afirmó que me vería más tarde —le dijo Thorne—. ¿Por qué no lo hace ahora, Thunstone? Escuche, lo sé todo sobre usted. Es un investigador infatigable de ciertas cosas... pero solo para destruirlas. Me sorprende que no me conozca.

—Yo también lo sé todo sobre usted, Thorne, o al menos todo lo que necesito saber. Simplemente, no he dicho nada. Ha sido despedido de dos universidades europeas por llevar a cabo unas investigaciones de las cuales han abominado ambas facultades. 

Las policías de Francia, Inglaterra e India han emitido sendas órdenes de detención contra usted por si osa volver a poner el pie en sus territorios. Sería un maleante internacionalmente conocido si no fuera por el hecho de que solo roba o estafa lo suficiente como para continuar con sus lujos y sus actividades en asuntos contra los que yo siempre me he enfrentado.

Rowley Thorne efectuó una reverencia.

—Usted es lo que es, y es por ello que solo a usted le consiento que me juzgue de tal manera. Hemos estado en lados opuestos durante largos años, y ahora nos encontramos cara a cara. Uno de los dos saldrá mal parado.

—Estoy seguro de ello —le respondió Thunstone—. Buenas noches, Thorne.

Thorne no se movió de su sitio; el color gris de sus ojos era tan pálido como la luz de la luna.

—No creo, Thunstone, que pueda permitirse practicar sus juegos conmigo. No tengo ningún punto vulnerable. Sin embargo, usted tiene uno, y está sentado a mí mesa.

Thunstone le devolvió una mirada igualmente gélida, y mientras los ojos grises de Thorne se habían entrecerrado, los de Thunstone se abrieron levemente.

—La condesa es una mujer encantadora —le dijo Thorne en voz baja y cantarina—. Esa ha sido su opinión durante años, ¿verdad? Y, sin embargo, dejó que se apartara de usted. Otro hombre la hizo suya. Quizá vuelva a suceder.

—Solo el tiempo lo dirá —replicó Thunstone—. Creo adivinar qué le atrae de ella, Thorne. El dinero, ¿verdad? Es una mujer muy rica.

—Voy a necesitar dinero para llevar a cabo mis planes, que ya se encuentran a dos tercios de su consecución—. Thorne se echó a un lado mientras se inclinaba—. No lo entretendré más, Thunstone. Buenas noches. Que duerma bien. Quizá le envíe un sueño.

Thunstone abandonó el Club Samedi, pero no se fue a dormir. Visitó a tres personas; todas pertenecientes al círculo de sus amistades y todas deudoras de sus favores.

La primera visita la hizo a un alto mando de la Policía de Nueva York. El hombre protestó vehementemente pero sin resultado alguno contra lo que le pedía Thunstone, aunque finalmente aceptó.

—No sé qué cargo imputarle —se lamentó sin mucha convicción.

—Encuentra uno, y gracias.

La siguiente parada de Thunstone se produjo en Harlem. Entró en el modesto pero acogedor hogar de un sonriente hombre de color que vestía el alzacuello y el chaleco propio de los predicadores, que estrechó la mano de Thunstone afectuosamente. 

Charlaron durante un rato y la sonrisa del hombre de color se desvaneció. Sacó varios libros de una estantería, el primero de los cuales tenía una vistosa cubierta de franjas azules y rojas.

—Tell My Horse, de Zora Neale Hurston —le dijo el hombre de color—. Graduada por Barnard, compañera de Guggenheim, antropóloga y una buscadora de la verdad carente de prejuicios. Viajó durante un año por las Indias Occidentales y escribió este libro. Lippincott lo editó en 1938. Lea aquí —le dijo a Thunstone mientras señalaba un párrafo con un dedo manchado de tinta.

Thunstone observó que era la página 171 y comenzó a leer en voz alta:

—...pues a Legba nunca se le honra a solas. El abre la puerta para que los otros dioses vengan a sus adoradores.

—Exacto —dijo su interlocutor y volvió varias páginas—. Ahora aquí.

Thunstone así lo hizo:

—El camino para todas las cosas se encuentra en sus manos. Por tanto, es el primer dios en todo Haití en ser honrado con ceremonias.

Cerró el libro y ambos hombres se miraron por encima de él.

—Estoy pensando en una antigua leyenda, casi olvidada —le dijo Thunstone—. Trataba del aprendiz de un brujo que convocó al diablo sin pararse a pensar en las consecuencias. ¿De qué trata el siguiente libro?

—Es una obra de Montague Summers, la mayor autoridad sobre brujería —le respondió mientras abría el libro—. Aquí está la referencia. Afirma que aquellos que acuden a una ceremonia de brujería sin oponerse a ella o sin intentar detenerla se vuelven, por aquiescencia, participantes en el culto. Esto no cuenta para usted, ya que usted acudió para aprender a enfrentarse a ello. Los demás, ya sea por desconocimiento o por simpatía, se vuelven miembros del culto.

—Espero que no les suceda a todos —le dijo Thunstone pensando en una figura rubia y de ojos color zafiro—. ¿Y el tercer libro?

—Es una obra de Joseph J. Williams. Al igual que Summers, es un sacerdote, un jesuita. Mientras residía en Jamaica estudió y escribió sobre el vudú y el obeah. Menciona los esfuerzos de los misioneros de estos cultos por extender sus creencias y cómo los adoradores esperaban llevar sus espíritus malignos a otras tierras.

Thunstone frunció el entrecejo. Tras un momento, dijo:

—Entonces, a Legba se le invoca junto con una oración para otro espíritu. Pero en el club se le convocó a él solo. Dos veces... ¡Y se hará una tercera vez! Se trata de una rutina mágica muy común. Así el dios prestará atención y hará algo más aparte de abrir las puertas.

—Exacto —le dijo el hombre negro mientras asentía lentamente—. Y un nuevo poder (un poder maligno) surgirá en manos de los fundadores del culto en un nuevo lugar. Su conocido, Rowley Thorne, no dejará pasar esta oportunidad. Será mejor que evite que el ritual se repita por tercera vez esta noche.

—Creo que ya me he ocupado de eso —le respondió Thunstone—. Por otro lado, ya me había imaginado todas estas cosas, aunque le estoy muy agradecido por su colaboración. Me tomaré muy en serio su idea de combatir el vudú. Bien, no quiero tenerlo en vela durante más tiempo.

—Que el cielo le proteja —le deseó el hombre negro como despedida.

—Se supone que el cielo protege a los locos —le respondió Thunstone con una sonrisa.

—Sí, y a los defensores del bien. Adiós.

Su tercera visita consistió en una pequeña tienda en los bajos de un gran edificio del centro de la ciudad. Estaba abierta y solo estaba el propietario, un pequeño anciano entrecano, que le dio a Thunstone una cálida bienvenida.

—Quiero protección —le informó Thunstone.

—¿Para usted?

—No para mí. Una mujer.

—Venga a la trastienda.

Thunstone siguió al propietario hasta un taller que olía a cerrado. El hombrecillo tomó de una mesa una caja forrada de terciopelo negro y la abrió.

—Plata —pronunció—. La protección suprema contra el mal.

—Y engarzada con zafiros —añadió Thunstone—. Mucho mejor para mis propósitos.

—Observe, señor Thunstone, el patrón que sigue el diseño del broche. Son cruces entrecruzadas. Esta flor también...

—Un capullo de hierba de San Juan —le atajó Thunstone. Contempló el broche atentamente—. ¿Qué antigüedad tiene?

El hombrecillo meneó la cabeza.

—¿Quién podría decirlo? No obstante, el hombre del que lo conseguí afirmaba que tenía un millar de años de antigüedad y que fue diseñado y fabricado por San Dunstan —le dijo mientras sus perspicaces ojos contemplaban a Thunstone—. Dunstan suena como Thunstone, ¿verdad? Era como usted, sí, señor. Un caballero de alta cuna que estudió magia negra... ¡y que atrapó a Satán por la nariz con un par de pinzas al rojo vivo!

—¿Cuánto? —le preguntó Thunstone.

—Para usted, nada. Ni un centavo. No, señor, no me lo discuta. Le debo mi vida y mucho más. ¿A dónde debo enviarlo?

—Le escribiré la dirección y un mensaje.

Thunstone sacó una de sus tarjetas y escribió al reverso:

Sharon,

Sé que te encantan los zafiros. ¿Me complacerías en ponértelo para mí y comer conmigo hoy?

John.

—Se lo haré llegar a primera hora de la mañana —le prometió el joyero. Thunstone le dio las gracias y abandonó la tienda.

Las horas oscuras, atribuidas por Rowley Thorne a agentes sobrenaturales, se habían marchado, y el sol ya se mostraba en sus tres cuartas partes cuando Thunstone se dirigió a su cama.

Sharon, condesa de Monteseco, estaba deslumbrante en su vestido azul cuando se encontró con Thunstone en el vestíbulo del restaurante. La única pieza de joyería que lucía era el broche de zafiros y plata.

—¿Por qué estás tan sombrío, John? —le preguntó mientras se dirigían a su mesa—. ¿Estás molesto? ¿Se debe a la cita que tuve con Rowley?

—Ya veo que lo llamas por su nombre propio —murmuró Thunstone—. No, Sharon, no estoy molesto. No tengo derecho a estarlo, ¿verdad?

—Rowley me ha contado que os encarasteis por mí causa la noche pasada.

—Intercambiamos opiniones —admitió Thunstone—, pero si nos hubiéramos encarado seriamente uno de los dos no habría visto el día de hoy.

Hicieron una pausa en su conversación mientras el maître se acercaba esquivando mesas para tomar nota.

—Entonces entiendo que no pondrás objeción alguna a que esta noche Rowley me lleve de nuevo al Club Samedi —le dijo mientras tomaban un cóctel.

Thunstone frunció levemente el entrecejo.

—¿El Club Samedi? Pero si lo han clausurado. Se ha debido a algún pequeño detalle técnico sobre la seguridad contra incendios. He leído algo al respecto en el periódico de la mañana.

—Ya lo sabía, pero volverá a abrir en unos días. Mientras tanto, esta noche harán un ensayo los artistas. No se admiten espectadores, pero...

—Si no se admiten espectadores, ¿cómo os la vais a apañar Thorne y tú para estar presentes?

—Después de todo, sientes interés; estás lo suficientemente interesado como para interrumpirme —le dijo ella sonriendo levemente—. Sucede que Rowley ha adquirido parte del Club Samedi. 

Estará presente, y me ha dicho que irá a buscarme a las once en punto—. Hizo una pausa y lo miró un poco avergonzada—. Si quisieras ir a visitarme a primera hora de la tarde...

—Quisiera, pero no puedo —le respondió él negando con la cabeza—. Hay algo que, como diría Jules de Grandin, requiere ser hecho. Sharon, ¿sabes dónde vive Rowley Thorne?

—No con exactitud. Creo que vive cerca de Gramercy Park... sí, en la calle Diecinueve Este. ¿Por qué, John?

No respondió a la pregunta, pero contempló detenidamente el broche que llevaba la mujer. Extendió una mano y lo tocó suavemente con un dedo.

—Bien; ahora necesito pedirte un favor. Eso es algo que no hago con mucha frecuencia, ¿verdad? Sharon, quiero que lo lleves esta noche.

—Oh, pienso hacerlo. Me encanta, John. Es una antigüedad preciosa.

La comida llegó y Thunstone no le explicó por qué quería saber la dirección de Thorne. Pero, una vez que se hubieron despedido, volvió a visitar al oficial de policía que, a petición suya, había clausurado el Club Samedi. 

Le hizo varias preguntas y esperó mientras su amigo hacía varias llamadas y consultaba varios expedientes. Finalmente, el policía le dio una dirección en la calle Diecinueve.

—Ignoro qué piso es, John —le dijo el agente—. Mañana tendremos esa información sí...

—Puede que mañana sea demasiado tarde —le cortó Thunstone—. Ahora necesito pedirte un último favor. Si me detienen por allanamiento de morada, ¿harás lo que puedas para que la sentencia no sea muy severa?

El edificio de la calle Diecinueve Este era una construcción desvencijada y solitaria. Ya pasaban de las diez de la noche cuando Rowley Thorne salió del edificio con fachada de ladrillo amarillo. 

Iba elegantemente vestido para la noche, con una capa que caía sobre sus anchos hombros en elegantes pliegues. Subió a un taxi que lo estaba esperando y que dobló la esquina para dirigirse al centro de la ciudad. Una vez que el vehículo hubo desaparecido de la vista, John Thunstone emergió de las escaleras que conducían al sótano del edificio de enfrente y entró en el portal.

En la pared derecha del vestíbulo había varios cajetines, cada uno de ellos con un pulsador coronado por una tarjeta. Thunstone estudió los nombres.

Ninguno de ellos se parecía ni remotamente al nombre de Rowley Thorne. Sobre la frente de Thunstone apareció una profunda arruga que indicaba que estaba sumido en profundos pensamientos. 

Entonces acercó su dedo índice al último pulsador de la línea inferior. Sobre él, en la tarjeta, se leía Bogan, 5. En el último momento no pulsó aquel botón, sino el correspondiente al de encima, que estaba etiquetado como Leonard, 4.

Un momento de silencio, y entonces la cerradura de la puerta emitió un zumbido apagado. Thunstone giró el picaporte y entró. Frente a él se extendía un estrecho pasillo que terminaba en el hueco de una escalera. Thunstone comenzó a subirla con una agilidad y un silencio impropios de su corpulencia.

Llegó a la segunda planta sin incidente alguno. En el arranque de la escalera de la tercera planta le esperaba un fornido sujeto vestido con una camiseta de tirantes.

—¿Sí? —le interrogó.

—¿El señor Bogan? —le preguntó Thunstone.

—No. Me llamo Leonard —el hombre señaló con el pulgar a la planta superior—. La casa de Bogan es la de arriba.

—Entiendo. Gracias —Thunstone captó por el rabillo del ojo un brillo en el cuello del hombre: un crucifijo barato chapado en oro.

—Siento haberle molestado, señor Leonard.

—No pasa nada —le respondió el hombre mientras se retiraba al interior de su casa.

Thunstone lo tachó mentalmente de su lista de posibles sospechosos; ningún compinche de Rowley Thorne llevaría un crucifijo.

Comenzó a subir el último tramo de escaleras, y a medio camino escuchó voces: un hombre y una mujer discutían furiosamente.

—Ya estoy harto —dijo el hombre con vehemencia—. Estoy cansado de todas estas mentiras sin fin. ¡Se acabó!

—Estupendo. Me acabas de hacer un favor —le respondió la voz de la mujer—. Muy bien. Fuera.

—¿Fuera? —repitió el hombre con la voz llena de desprecio—. ¿Qué me vaya? Escucha, yo pago los gastos de este lugar. Tú eres la que te largas.

—¡No pienso hacerlo! Es mi piso, ¿verdad? ¿No nos lo regaló mi madre? Vale, pues no pienso largarme y cederte la propiedad de mí piso...

Thunstone se permitió una leve sonrisa. Resultaba evidente que en un ambiente como aquel no había cabida para la carrera de Rowley Thorne y sus extraños estudios y experimentos.

Bajó al tercer piso y llamó a la puerta. No hubo respuesta. Tras escuchar un instante, extrajo un grueso manojo de ganzúas. La tercera abrió la puerta y entró en el piso. Por las ventanas entraba luz suficiente como para poder ver el interior, confortable aunque deslucido. 

Había cinco habitaciones, y en una de ellas había una cama, sobre la que reposaba un hombre en el mayor estado de embriaguez que Thunstone jamás hubiera visto en muchos meses. Comenzó a buscar manuscritos o libros. No encontró nada de los primeros, y solo dos de los segundos. 

Thunstone los llevó hasta la ventana. Uno era un ejemplar barato y desgastado de Lo que el viento se llevó, el otro era el Nuevo Testamento. Thunstone abandonó el piso sin demora.

El piso de la segunda planta estaba ocupado por tres chicas que trabajaban. Thunstone se presentó como un investigador de campo inmerso en un estudio a escala nacional, y les hizo una serie de preguntas que respondieron sin más demora. 

Tras un intercambio de palabras amables absolvió el apartamento de cualquier influencia de Rowley Thorne, aunque le costó bastante abandonar el hogar: las chicas esperaban visita y querían exhibir a su investigador de campo.

Finalmente, llamó con los nudillos a la puerta del primer piso. Una mujer mofletuda de mediana edad abrió la puerta.

—¿Es esta la casa del conserje? —preguntó Thunstone.

La mujer negó con la cabeza.

—No. Está en el sótano. Quiero decir, estaba. Creo que acaba de salir, demasiado bien vestido para ser el portero o lo que sea.

—Hablaré con su mujer —le dijo Thunstone.

—No tiene mujer. Está soltero.

—¿Qué clase de conserje es?

—Es eficiente. Es discreto y algo taciturno. Pero yo prefiero un conserje así que a un cotilla. ¿Por qué?

—Estoy pensando en mudarme a este edificio —informó Thunstone.

—No va a poder; el edifico está completamente ocupado.

Thunstone le dio las gracias y se giró con la intención de marchase. Cuando la puerta se cerró, bajó las escaleras que conducían al sótano con sigilo.

Desafortunadamente, la puerta estaba asegurada con una cerradura de clave que sus ganzúas serían incapaces de forzar. Thunstone sacó una navaja y comenzó a tallar con destreza la madera de la puerta. Hizo un agujero lo suficientemente ancho como para que le cupiera la mano y abrió la puerta desde dentro. A continuación entró en silencio, pasó junto a una estufa y un cubo lleno de carbón hasta llegar a una puerta interior.

Esta también estaba asegurada con una cerradura de clave, pero tenía las bisagras por la parte exterior. Thunstone consiguió extraer las clavijas y sacó limpiamente la puerta del marco. Penetró alerta en la habitación que se abría más allá.

Estaba tenuemente iluminada por una pequeña lamparilla que reposaba sobre una estantería. Thunstone caminó hacia allí. Junto a la lamparilla se encontraba una imagen de piedra de una extrema fealdad. Thunstone olió la lamparilla.

—¡Aj! —murmuró— Un dios indio y su culto indio.

Sobre la misma estantería había varios libros, dos de ellos escritos en un idioma que Thunstone fue incapaz de leer. Los demás trataban de materias ocultas, y todos menos uno estaban prohibidos, excluidos de las bibliotecas y su publicación perseguida por varios gobiernos.

Thunstone se dirigió a otra habitación del apartamento del conserje. En otra estantería se alineaban más ídolos de diferentes facturas. Ante uno se consumía una varilla de incienso. Otro estaba tallado en madera. En apariencia, el conserje rendía culto a varios dioses, cada uno de ellos con su propio ritual esotérico. Sobre la mesa había varios papeles.

El primero era una copia en papel carbón de un acuerdo merced al cual Rowley Thorne acordaba pagar en el plazo de treinta días la suma de diez mil dólares por la mitad de la propiedad del local llamado Club Samedi y sus beneficios. 

El segundo era un texto apenas garabateado a lápiz por alguien con una educación muy limitada pero de una perspicacia innegable que informaba sobre los asuntos financieros de Sharon, condesa de Monteseco. 

El tercer manuscrito había sido redactado a tinta, sobre un papel perfumado, por la mano de una mujer de gran cultura:

Jueves.

Al igual que usted, considero que demasiados adoradores malogran una ceremonia. Si encuentra lo que busca, será usted el poseedor de un culto nunca antes seguido y yo, como siempre, seré su sirviente. Cuando tenga milagros que mostrar, otros le otorgarán sus servicios y bienes. Si esto es lo que siempre deseó, me sentiré feliz, muy feliz. Incluso si su meta pasa por cortejar a esa rubia insensata, me sentiré feliz.

Thunstone fue incapaz de averiguar el nombre de quien firmaba la carta, pero era suficiente para satisfacer su búsqueda de datos. Echó un vistazo a su reloj de pulsera, y el dial iluminado le mostró que eran las 11:30. Abrió a toda prisa la puerta de entrada al apartamento, se precipitó a la carrera por las escaleras que llevaban al exterior y, al llegar a la esquina, llamó con la mano a un taxi.

—Al Club Samedi —le indicó al taxista.

—El Club Samedi ha cerrado... —comenzó a decir el conductor.

—Al Club Samedi —le cortó Thunstone—, y corra como si lo persiguiera el diablo.

 Llegó a la entrada trasera del club que daba a un restaurante, sobornó a un camarero y atravesó la cocina. La deslucida puerta trasera se encontraba al otro lado de un patio. Tanteó la puerta furtivamente. Estaba cerrada y no intentó forzarla con una ganzúa. 

Por el contrario, se dirigió a un lugar de la pared en el que se alineaban varios cubos de basura. Apiló uno encima de otro, se subió encima con cautela y de un salto alcanzó el canalón que discurría a lo largo del borde del techo.

Colgó allí por un momento y a continuación, balanceándose hacia un lado y flexionando al mismo tiempo sus musculosos brazos, se impulsó hasta que consiguió poner un pie sobre al canalón. Finalmente subió al liso techo y se encontró de cara con una claraboya.

Miró cautelosamente hacia el interior de la ventana. La habitación estaba a oscuras, pero pudo distinguir una hilera de ollas y sartenes colgando de una barra; aquello debía ser la cocina. Primero pasó las piernas por el hueco, a continuación se dejó colgar en toda la longitud de sus brazos y finalmente se dejó caer.

Hizo algo de ruido, pero nadie fue a investigar. Tras unos instantes se atrevió a ponerse en marcha. Sobre uno de los hornos había una caja de cartón etiquetada como «SAL». La cogió encantado de haberse topado con ella.

—Lafcadio Hearn lo mencionó —murmuró—. Y lo mismo W. B. Seabrook. Y yo estoy de acuerdo con ambos.

Caminó de puntillas hasta la puerta de la cocina que daba a la sala del club. A medida que se aproximaba, pudo escuchar la voz del maestro de ceremonias.

—Medianoche. La hora de las brujas ¡E Illyria!

La música vudú comenzó, interpretada por el clarinete y la percusión, y enmascaró los pasos de Thunstone al entrar en la sala.

Desde el umbral pudo contemplar cómo empezaba Illyria su danza a la pardusca luz del foco. A un lado se encontraba Rowley Thorne, con un aspecto mucho más voluminoso a causa de la penumbra, sosteniendo entre las manos al forcejeante gallo listo para el sacrificio. 

Evidentemente, estaba allí como sustituto del ayudante habitual. El único espectador era Sharon, sentada a una mesa de la primera fila más allá del foco de luz. Esto fue todo lo que pudo ver Thunstone en un primer vistazo. Al mirar más atentamente distinguió otra presencia en la atmósfera penumbrosa del club.

Algo se bamboleaba sobre la cabeza de Illyria al ritmo de la música. Una enorme sombra tupida se deslizaba hacia abajo, como si su propio peso la hiciera caer lentamente. El follaje tropical que Thunstone había visto anteriormente regresó para suplantar el techo, mientras que aquella presencia peluda se acercaba furtivamente hacia Illyria.

Legba choi-yan, choi-yan Zandor...

Zandor Legba! immoleʼhai!

Y el percusionista y Thorne entonaron «Ihro mahnda!» haciendo las veces del cuarteto ausente.

—Ihro mahnda!... Ihro mahnda!

El clímax de la danza se aproximaba. El tempo de la melodía se aceleró cada vez más y, de repente, se detuvo mientras Illyria adoptaba su postura, con la cabeza echada hacia atrás y los brazos abiertos. 

Rowley Thorne dio un paso adelante sosteniendo el gallo con los brazos extendidos. Y al mismo tiempo otros dos brazos, estos enormes, se extendieron desde arriba, como la imagen distorsionada de unos brazos sobre una pantalla iluminada, aunque estos terminaban en garras deformes y no en manos humanas. Brazos cubiertos de un pelo espeso y crespo.

Thunstone se lanzó hacia delante. Ocultaba bajo un brazo la caja de sal. Con una mano agarró una de las muñecas de Thorne y la retorció como si fuera un trapo. Thorne jadeó de dolor y el gallo quedó libre, por lo que salió huyendo por la sala del club.

Una profunda oscuridad lo persiguió; algo parecido a una garra se cernió sobe él y falló en su agarre. Súbitamente, Thorne pareció desvariar y comenzó a gritar:

¡Legba! ¡Legba! No ha sido culpa mía... es un extraño ¡Todos vosotros, de rodillas! ¡La muerte ha entrado en este lugar! ¡Muerte a vuestros cuerpos, y a vuestras almas también!

Su voz poseía la calidad del mando. Todos se arrodillaron, todos salvo Thunstone y la presencia peluda que bajaba sobre la sombra del follaje.

Thunstone desgarró el paquete de sal y tomó un puñado tan grande cómo pudo, mientras que con la otra mano arrojó el paquete, que golpeó algo que, aunque difuso a la luz amarronada, evidentemente poseía solidez. El paquete explotó como una bomba y esparció su contenido por todos lados.

Thunstone recordaría durante el resto de su vida el intenso y agudo sonido que bien podría haber sido un grito o un aullido, y en el que creyó reconocer un galimatías de palabras... palabras en esa lengua desconocida que forma el idioma del vudú. 

Algo lo agarró por detrás, un poderoso y sofocante abrazo que solo lo podría haber efectuado algún ser con unas manos como garras o una enorme serpiente con sus anillos. Sintió cómo sus costillas cedían y crujían, pero consiguió levantar rápidamente pero sin dejarse llevar por el pánico el puño lleno de sal y la arrojó por encima del hombro hacia donde debía encontrase la cara.

Su mano chocó un instante contra la superficie sobre la que echó la sal, pero inmediatamente desapareció, al igual que el abrazo que lo sofocaba. Cayó al suelo desgarbadamente, pero se levantó casi de inmediato. Frente a él ya no había ramas; no había nada, pero frente a sus pies yacía Illyria. 

Había suficiente luz como para ver que, en algún momento del desarrollo de aquellos sucesos, alguien o algo le había roto el cuello al igual que ella había hecho con el gallo que ofrecía a Legba.

Se dirigió hacia una pared, localizó un interruptor y lo pulsó. La sala se llenó de luz.

—Que todo el mundo se levante —ordenó, y así lo hicieron; todos menos Illyria.

—La sal lo ha hecho —les informó mientras se encaminaba hacia ellos—. La sal siempre derrota a los espíritus más diabólicos. Era algo que el señor Thorne no había tenido en cuenta, ni el que yo acudiría a su ensayo.

—Ha provocado la muerte de Illyria —lo acusó Thorne. Su rostro tenía un aspecto pálido y envejecido y su mirada erraba como si estuviera enloquecido.

—No. Usted la condenó cuando se interesó por primera vez por la invocación a Legba. Es posible que los inconscientes rituales de la chica resultaran desagradables, pero no pasaban de eso. Los conocimientos que usted posee y sus actividades hicieron de la venida de Legba algo muy peligroso.

»Habría acudido a la invocación por tercera vez si yo no hubiera estado aquí para evitarlo. Habría llegado a nuestro mundo con otros poderes aparte de su mera capacidad de abrir las puertas, pues han invocado a una entidad que es nada menos que una deidad vudú. Han estado a punto de fundar aquí un culto vudú, y ni el cielo sabe qué podría haber resultado de todo esto.

Thunstone miró a su alrededor al asustado auditorio.

—Pueden considerarse afortunados. Thorne tenía la intención de ofrecerles a Legba, solo por el hecho de haber sido testigos de su inicio del culto. Es el tipo de persona que no dudaría en hacerlo. Habrían colaborado en el establecimiento del culto a Legba en este club, y con el dinero que pensaba obtener habría...

Sintió más que vio la mirada espantada de Sharon, y no añadió nada más, pero se dirigió hacia ella.

Al llegar a su lado, volvió a hablar con Thorne.

—Tenga el dinero que tenga, márchese a otro lado. No creo que Sharon vuelva a prestarle atención. Me divierte pensar en cómo se las va a apañar para conseguir liquidar una deuda de diez mil dólares cuando se ha limitado a vivir de engaños, astucia y maldad. Pero haga lo que haga, Thorne, hágalo lo más honradamente posible. Pienso vigilarlo de cerca.

Sharon agarró el brazo de Thunstone con una mano y con la otra tocó el broche que llevaba prendido en el pecho.

—No entiendo exactamente... —jadeó.

—Por supuesto que no. Se suponía que no debías saber nada. Hará falta mucho tiempo para aclararlo todo. Pero, mientras tanto, marchémonos de aquí. Thorne va a tener las manos y la mente muy ocupadas intentando inventar una explicación plausible para la muerte de la estrella del club.

Nadie se movió mientras Thunstone conducía a Sharon hacia la calle.

—John —le dijo—, solo pude ver a medias aquello que surgió de las sombras. ¿Qué era? ¿Y de dónde venía?

—Vino de más allá de la puerta tras la que tales seres poseen vida y poderes. Puedes llamarlo Legba, si quieres recordarlo por su nombre.

—No, no quiero —repuso ella mientras se llevaba las manos a la cara.

—Entonces creo que he conseguido mi objetivo. La magia diabólica es algo con lo que no se debe bromear, ¿verdad? No, a menos que estés dispuesta a tomar excesivas precauciones y correr grandes riesgos. ¿Te llevo a casa, Sharon?

—Por favor. Y quédate y háblame hasta que vuelva a salir el sol.

—Hasta que vuelva a salir el sol —repitió John Thunstone.

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