El mudo - Eraclio Zapeda

    Cuando lo llegaron a sacar de la casa que le servía de calabozo, la madrugada estaba apareciendo. De un salto se incorporó del camastro al sentir la llegada de los cuatro soldados y del teniente Cástulo Gonzaga. Allí estaban ya. 

    La última noche había terminado y era el mero día. Recorrió con la vista a los soldados y hubiera querido que se desaparecieran y que todo quedara como un susto. Pero los cuatro hombres, con sus sombreros de palma, la carrillera chimuela de cartuchos y las recias carabinas seguían allí frente a él, listos para cumplirle lo ofrecido. 

    La noche anterior le habían dicho que se echara su último sueño porque a las seis de la mañana lo iban a fusilar. Así, pelón y de golpe se lo habían hecho saber.

    Las caras de los soldados relumbraban en la penumbra del cuartucho. Parecía como si se hubieran untado manteca en los pómulos y en la barba. Tenían los ojos fijos y cansados, rojos, como si les hubiera entrado tierra en una polvareda o se hubieran puesto a llorar; tenían los ojos duros y quietos, casi cerrados. —Han de haber estao velando toda la noche; de guardia —pensó.

    — Apuráte Vaquerizo —le dijo el Cástulo Gonzaga, que era también del pueblo pero se había ido a buscar fortuna hacía dos años y ahora venía resultando teniente de la tropa aquella—. Apuráte que nomás por vos nos estamos retrasando. Nomás te cumplimentamos la condena y nos vamos con la música pa otra parte. 

    Vaquerizo se quedó sentado en el camastro. Con las dos manos se limpió los ojos, frotándolos igual que si estuviera echándose agua en la cara, allá en el arroyo. Dirigió la mirada hacia la puerta abierta; entre las siluetas de los soldados pudo ver que ya la mañana estaba comenzando. 

    Sentía que el aire estaba corriendo afuera; que por el lado del cerro las nubes estarían poniéndose coloradas, y que las chachalacas iban a cantar de gusto en todos los árboles de la cañada; pensó que ahorita los venados estaban bajando al río para beber por última vez, antes de ir a buscar un matorral para dormirse. 

    Todo esto se lo estuvo imaginando el Vaquerizo viendo la luz que ya estaba corriendo en el potrero; y le daba rabia que todo esto pasara el día en que lo iban a fusilar, así como si fuera de juguete, y él ya no iba a volver a ver todo lo que se sabía de memoria y que le llenaba las venas de recuerdos.

    —Apuráte Vaquerizo... No lo pensés tanto. Si no es cuestión de pensamiento. Vos no tenés nada que hacer. Tu compromiso acaba en el inter que te pongás onde yo te diga. Ahí te quedás quietecito; el resto es por nuestra cuenta —dijo el Cástulo Gonzaga.

    Vaquerizo no movió la vista de la puerta. Le parecía que toda esta situación era de a mentiras, de puro vacilón. Eso de que le digan a uno que ya mañana no va a hacer nada más que ir a poner el pecho para que lo venadeen sin oportunidad de que se defienda, como si fuera un coyote matrero, era a lo que no podía acostumbrarse el Vaquerizo. 

    Hubiera querido que le entendieran, que le dejaran explicar las cosas, que le creyeran que de veras no podía sacar una palabra, porque parecía que el gañote se le hubiera secado y por más esfuerzos que hacía no lograba hablar. Todo esto hubiera querido hacer el Vaquerizo. ¡Pero ya de intentos estaba bueno! 

    Hasta de querer defender la vida se llega uno a aburrir, a veces, cuando nadie nos quiere dar la mano. Con los pies buscó los zapatos en el suelo, debajo del camastro, hasta que los sintió con el dedo gordo; los pateó para afuera y se agachó a recogerlos.

    —Bueno, muchachos, de aquí a cinco minutos nos pelamos a alcanzar a la tropa de mi general pa incolporarnos. Hay que apuntarle bien a este mi amigo, para que no haya urgencia de echarle otra carguita. Hay que estimar la cartuchada. —comentó Cástulo Gonzaga sin darle mucha importancia a sus palabras, como si estuviera hablando de caballos o coreando el alabado en una iglesia.

    Vaquerizo tomó los zapatos y trató de calzárselos. Estaba tranquilo; casi no tenía miedo; pero las manos las sentía como engarrotadas. No le querían obedecer. Los zapatos no entraban. Por más esfuerzos que hacía no lograba metérselos.

    —Dejá en paz el botín ese. Total: pa lo que vas a caminar. Y ya pa en después no más te van a servir de estorbo. En el otro mundo no hay piedras, ni espinas; ni siquiera los vas a extrañar. Déjalos —volvió a hablar el Cástulo y su grueso bigote se levantó mostrando los dientes en una sonrisa.

    Vaquerizo ni siquiera lo volteó a ver. Logró calzarse el pie derecho, pero ya con el otro no pudo hacerlo. Se levantó poquito a poco y con el zapato en la mano se fue renqueando entre los cuatro soldados. Ni siquiera esperó a que le dijeran algo; ni les miró a la cara, ni le temblaron las piernas, nada. El Cástulo Gonzaga escupió en el piso; con el huarache corrió la saliva, para disimularla, y se puso a caminar detrás de ellos.

    Al Vaquerizo se lo iban a fusilar. De eso ya ni duda, cabía. Y no porque fuera gente de armas, o de peligro, o enemigo de la causa. Por nada de esto. Las cosas eran de otra forma, de muy distinta manera. Venían por otro camino.     

    El Vaquerizo vivía aquí, en este pueblo de la Frailesca, que nombran La Garza. Aquí nació y aquí nació también el Cástulo Gonzaga que ahora vino apareciendo de teniente, con sus dos barras doradas en el sombrero, tan naturales, que parecía que le hubieran salido allí, igual que los primeros cuernos de un venado. 

    De aquí, de La Garza, eran los dos; ahora, en una vuelta del mundo, venían a quedar como fusilador y fusilado, pero de chamacos fueron compañeros, jugaban siempre, y juntos iban a espiarles los pechos a las lavanderas en el arroyo. Hasta que un día, el Cástulo agarró camino, a los catorce años, y no se le volvió a ver nunca, más que antier que regresó a La Garza con mando de tropas y a las órdenes del general Isidro Alcántara. 

    Cuando ocuparon el pueblo, después del combate, ya no había nadie en las calles ni en las casas, así que el Cástulo no pudo saber que de su familia ya no quedaba ni el recuerdo desde aquella maldita semana en que el cólera pegó con ganas allá en La Garza.

    —Ya pa andar de necio en el relajo estuvo bueno, Vaquerizo. Dejá de hacerte guaje y decínos lo que queremos saber. No querés entender que eso de no decir palabra, ni sí, ni no, es de peligro con nosotros. Dejá el vacilón y ponéte a hablar —dijo desde atrás del grupo el Cástulo Gonzaga; pero el Vaquerizo siguió caminando cojo por la falta del zapato y no dio señales de haber oído nada. 

    Sólo sintió que la cabeza le rebotaba del coraje. Después de muerto, quemado, pensó. Ya había perdido toda esperanza de hacerse entender. Jamás le creerían que de pronto se había quedado sin poder hablar, como si le hubieran robado el habla con un maleficio. 

     El Cástulo recordaba que de chamacos, el Vaquerizo era bueno para las bromas. Sabía hacerlas y le gustaban. En las calles se hacía pasar por ciego, y algunos fuereños, que no le conocían las mañas, le creían y hasta la regalaban un centavo o dos, para que se pusiera contento y olvidara su desgracia por un rato. 

    También se acordaba de cuando fueron juntos a Santa Catarina la Grande, y el Vaquerizo decidió hacerse pasar por mudo, nada más porque sí, para divertirse, y bien que les tomaron el pelo a toda la gente de por allá. De esto se acordaba muy bien el Cástulo Gonzaga.

    Las piedritas, sueltas, de la calle principal de La Garza, crujían al paso de los soldados, haciendo un ruido como el que hacen los lombricientos con los dientes cuando están dormidos, o como cuando se raja una rama verde. 

    El Vaquerizo, en medio de los cuatro soldados, iba con la cara levantada y mirando a todos lados como queriendo despedirse de los del pueblo. Pero las casas y las calles estaban desiertas y sólo de vez en cuando un perro ladraba como si hubiera latido a un ánima penando. Algunas puertas estaban rotas, arrancadas, y en las calles se encontraban tirados restos de sillas, mesas, ropa y algunos santos quebrados. Los soldados estuvieron saqueando propiedades todo el día anterior.

    —Todavía podés salvarte, Vaquerizo. Te podés arrepentir. Decí onde anda la gente. ¿Pa qué jijos te empeñas en morir? Lástima.

    Vaquerizo hubiera deseado decirle algo al Cástulo; explicarle, hablarle. En fin, convencerlo de que lo que le estaban haciendo no era derecho, no era justo. Lo intentó nuevamente, pero no pudo soltar palabra; hacía esfuerzos por arrojar algo, lo que fuera, pero su boca seguía muerta, movía los labios como si fuera a escupir, sólo consiguió producir un ruido sordo. Ya ni modo; me tocaba... 

    Cuando pasaron por la casa de la Rosenda, Vaquerizo hubiera querido que ella estuviera allí, detrás del balcón, para que se pusiera triste porque se lo llevaban para el paredón; deseaba que la Rosenda saliera y le dijera adiós, y le hiciera señas con una cruz o que rezara, o ya de malas que cuando menos se pusiera a llorar. 

    La Rosenda siempre se hizo la desentendida cuando el Vaquerizo le habló de sus cosas; nunca decía ni que sí ni que no; tan solo torcía la boca en un gesto de coquetería, pero nada que la comprometiera. A veces, Vaquerizo llegó a odiar a la Rosenda por su falta de decisión. Pero ahora, en el último jalón, le hubiera gustado verla. Pero en la casa de la Rosenda todo estaba quieto y no había nadie; sólo un cerdo cebado estaba durmiendo en la puerta; era lo único. El Cástulo llamó a uno de los soldados:

    —Amarrálo ese cochi y jalátelo. Lo vamos a requisar pa la causa. Hace falta provisión.
    —¿Con qué lo amarramos?
   —Con la faja del Vaquerizo. Al cabo que él ya pa qué la quiere.

    El Vaquerizo no trató de oponerse; al contrario. El solito, se quitó el cinturón y lo entregó al soldado. Se agarró los pantalones con la mano izquierda para que no se le fueran a caer, llevando en la otra mano el zapato que no logró calzarse, y continuó la marcha cojeando.

    —Amarrálo bien... El cerdo empezó a gritar. Chillaba de puro miedo. El soldado, a jalones, lo arrastró. Los chillidos aumentaron.

    Vaquerizo al contrario del Cástulo, nunca salió de La Garza. A él no le gustaban los ruidos; no le llamaba la atención eso de andar rodando tierras. En La Garza se hizo hombre y allá hubiera muerto de viejo si no le hubieran adelantado la hora las tropas del Cástulo Gonzaga, con eso de fusilarlo.

    Cuando empezó la revolución, Vaquerizo nunca pensó en incorporarse a las tropas que pasaban por La Garza, pegando gritos y disparando al aire, rumbo a Santa Catarina la Grande o a Tuxtla. Nunca se decidió a seguirlos. Al contrario, procuraba esconderse para que no se lo fueran a llevar de pasada, en la leva. Deseaba estar tranquilo en su tierra, en su casa, con los ojos puestos en la Rosenda.

    El cerdo chillaba con todas sus fuerzas. Parecía que a él era a quien llevaban al paredón, y que venía pidiendo clemencia, como el Luciano que fue al que fusilaron la vez pasada, porque escondió tres carabinas que se había robado, quién sabe con qué intenciones; cuando se lo llevaron, iba llorando por toda la calle, diciendo a gritos cosas que ni se le entendían por la lloradera. 

    Con tanto escándalo que armó ni siquiera causaba lástima de que se lo quebraran; hasta daba risa verlo suplicar, y tirarse al suelo, y abrazarse a las piernas de los soldados. Igual que el Luciano, venía el cerdo pegando chillidos; a cada jalón que le daba el soldado parecía que lo habían abierto de una cuchillada. 

    Vaquerizo en cambio iba serio, con la boca cerrada, y con los pantalones agarrados y rengueando, pero sin soltar un pujido, ni voltear para ningún lado. Desde que pasaron por la casa de la Rosenda ya no le interesó ver a nadie. De vez en cuando, con la punta del botín que llevaba en la mano izquierda, se rascaba la cabeza. 

    —Arrepentíte, Vaquerizo. Yo soy tu cuate, pero Primero que nada soy soldado. No me puedo hacer guaje. Tengo que cumplimentar con mi obligación que es pegarte de balazos. Ese es mi deber. Pero vos te podés salvar si querés. No querés hablar y te la pasás haciéndote el mudo como en Santa Catarina cuando éramos chamacos. 

    Hablá: decíme onde es que están las armas, del cabildo, y pa dónde agarró camino la gente de La Garza: Vos sos el único que jallamos en el pueblo y lo tenés que saber. Decílo, bruto, que ya vamos llegando al lugar onde vas a quedar.

    El Vaquerizo siguió cojeando como si no hubiera oído nada. Ya para qué le buscaba. Era claro que no le iban a creer. Ya el día anterior había tratado de convencerlos a señas y pujidos. Pero ellos nada mas se reían como si fuera chiste, y después se aburrían y le mentaban la madre y al último le pegaron. No le iban a creer nunca. Eso ya estaba demostrado. 

    Vaquerizo era gente de paz. Tres días antes, cuando sonaron los primeros disparos en la cañada, la gente empezó a correr y a desalojar el pueblo; entre los retumbos de los 30—30 y la quebrazón de la ametralladora que llegaban desde allá, de por aquel rumbo, rebotando de piedra en piedra, el Vaquerizo ensilló su caballo y se decidió a seguir a los que huían. Quiso que la bola no lo fuera a maniatar, que no lo obligaran a irse a los campos de combate. El no era para estas cosas.

    —Vámonos pa la montaña pa que no nos vayan a encontrar—, le dijeron y él a gritos, desde el fondo de su casa, les dijo que sí.

    El pueblo quedó desierto. Los balazos siguieron tronando por la cañada. No cabía duda que era un combate entre las tropas del Gobierno y las del General Isidro Alcántara, aquel que se había levantado en armas hacía más de un año en Tonalá, y que les decía a sus soldados que aunque todavía no habían logrado pelear por una razón precisa, había que defender la causa para que cuando encontraran bandera ya anduvieran matreros y entrenados.

    Vaquerizo detuvo a su caballo sobre la loma que está enfrentito de La Garza. Esperó que pasara el último de los habitantes del pueblo; vio cómo avanzaban todos con paso rápido y nervioso, cogiendo camino para la montaña. Los estuvo observando hasta que se perdieron en la vereda, atrás de unas lomas largas. —Al rato los alcanzo; al cabo que ando montado— se dijo. 

    Los ecos de los disparos aumentaron. Parecía que ya estaban más cerca. De vez en cuando se oían gritos de gusto, como los que se escuchan en las ferias; y la tronadera de la ametralladora no descansaba nunca. Se quedó un rato más sobre la loma; contempló al pueblo, vacío, tirado en el suelo como una gran mancha de humedad. 

    Recordó su vida en aquellas calles de La Garza, antes llenas de alegría y animación y que ahora parecían las piernas y los brazos de un muerto. Así estaban de quietas y silenciosas. Allí se estuvo recordando. Le empezó a llegar una tristeza que le partió la vista. Sentía como si le rompieran los huesos del pecho. El estaba allí, solo, viendo las casas y escuchando los tiros. Sintió que el corazón se le iba a romper de la tristeza encerrada. De plano, el Vaquerizo no era para estos asuntos.
     

    De pronto vio cómo los soldados del Gobierno pasaban huyendo. Estaban en plena desbandada. Los tiros se hicieron más sonoros por la cercanía. Primero pasaron unos cuantos, pero al momento la retirada fue general. Iban corriendo como conejos los federales; algunos habían dejado tirada la carabina para que nada les estorbara la carrera. 

    Cada vez, pasaban más cerca del Vaquerizo, por debajo de la loma en que se encontraba. Los vio clarito; hasta las caras amarillas por el miedo les pudo ver. Los gritos de susto y súplica le llegaban muy bien a las orejas. Vaquerizo quería irse de allí pero algo le tenía sembrado en la loma con todo y su caballo. 

    Al ratito... —se decía— pero nunca le agarraba la decisión para darle el chicotazo al caballo, y encajarle las espuelas para largarse de esa matazón. Los soldados ya ni se preocupaban de contestar el fuego; ponían las espaldas a los balazos con tal de escaparse lo más pronto. 

    Atrás venían los hombres de Isidro Alcántara tirando a matar, cazando a los federales. Uno de ellos, ya medio viejo porque debajo de la gorra le salían unas mechas canosas, pasó muy cerca de Vaquerizo; iba corriendo, dando de tropezones porque las piernas se le trababan del susto, los ojos los tenía redondos y duros y a gritos rezaba a todos los santos que recordaba. 

    Allí, a unas cuantas brazadas lo vio pasar, y luego pegar un respingo y caer sobre unos matorrales; se revolcaba de dolor y se quería sobar la espalda. Después se fue quedando quieto hasta que ya no se movió. 

    Eso estaba viendo el Vaquerizo, cuando de pronto su caballo relinchó, y con las orejas paradas se puso a cabecear y se quiso parar de manos; el pescuezo del animal estaba manchado de sangre, que manaba espesa, como si varios tábanos juntos le hubieran ido a picar en aquel lugar. El caballo siguió encabritándose y el Vaquerizo queriéndolo contener, hasta que ya no pudo sostenerse sobre la silla y cayó de espaldas resbalando por las ancas sudorosas. Su cabeza pegó, en un golpe seco, sobre una piedra.
Allí fue que lo encontraron las tropas de Isidro Alcántara. Estaba como muerto.

    —Hasta aquí nomás —ordenó el Cástulo a los cuatro soldados—. Aquí en esta barda está bueno pa que se aquiete el bruto éste. Aquí le cumplimentamos.

    Vaquerizo, sin que nadie se lo ordenara, fue a colocarse en la barda de piedras. Sintió cómo los bordes de las lajas se le incrustaban en la espalda. Frotó sus lomos sobre una arista para rascarse la comezón de una roncha de garrapata. Con la cara de frente a los soldados esperó.

    —Arrepentíte Vaquerizo. Hablá. Ya no sigás con el vacilón del mudo. Decínos de plano si sabés o no sabés, pero no te quedés callado.

    Vaquerizo siguió como si no hubiera oído nada. Ya pa que, ha de haber pensado. Con la mano derecha se subió los pantalones que se le estaban resbalando más abajo del ombligo por la falta del cinturón; con la otra mano siguió sujetando su botín izquierdo. El pie desnudo estaba manchado de lodo y lo untó sobre la otra pierna para limpiarlo. 

    El sol, ya estaba por encima dela serranía. Los zanates, en ruidosas parvadas, se dejaban caer a la playa del río. Tres palomas levantaron espantadas el vuelo, cuando un toro pasó corriendo detrás de una vaca. El Vaquerizo vio al mundo y se llenó los ojos de tristeza. Sin embargo, no pensó en que pudiera seguir  viviendo. 

    Allí estaba, con el pecho y la cara delante de las cuatro carabinas y de los bigotes del Cástulo, esperando a que éstos se movieran al dar la orden del disparo. No tenía ya esperanzas; tampoco temor; no le temblaron las piernas como dicen que les pasa a los fusilados, ni le dieron ganas de llorar. 

    No era por valentía. Nunca tuvo fama de eso; era por otra cosa. La muerte estaba allí, de cuerpo entero y para qué le daba más vueltas. El llano se abría enfrente de la barda que le servía de paredón; se iba hasta más allá de los sembrados de caña y en el camino había matorrales y piedras donde esconderse. 

    Pero el Vaquerizo no pensó en salir corriendo; en escaparse. Para qué arriesgarle que le fueran a dar la ley fuga y quedar todo lleno de agujeros en la espalda. Mejor que fuera de frente viendo a los soldados; quizás hasta les iba a temblar la mano al apuntar y él se reiría de que estuvieran nerviosos. 

    Sucede que de tanto estar oyendo lo de su fusilada, se había acostumbrado a llevar la muerte dentro de la camisa. Si ya no había remedio para qué moverle. ¡ Hasta a eso se acostumbra uno!
 

     A patadas lo hicieron despertar. Quejándose se levantó con un dolor en la cabeza que le hacía pasarse la mano a cada rato para sobarse el golpe. Los soldados de Isidro Alcántara se lo quedaron viendo y algunos, a las claras tenían ganas de cerrajarle un disparo para que no fuera a dar quehacer. 

    El quiso hablarles pero por más esfuerzos que hizo no pudo lograrlo. Se le llenó la garganta de miedo y quería hablar; la desesperación le  puso la temblorina en todo el cuerpo. Abría y cerraba la boca y movía la lengua, que sentía pesada igual que si estuviera borracho) pero sólo el aire le salía y no podía formar palabras. 

    Estoy mudo, mudo, señor, estoy mudo —quería decir, pero el miedo sólo se le veía en los ojos y en el modo como cerraba las manos y se golpeaba el pecho. Los soldados se lo llevaron ante el general.

    ¡Estoy mudo, santísima virgen, estoy mudo. Ayúdame Señor de Esquipulas! Y quería gritarlo pero las palabras se le quedaban atoradas en la garganta.

    El General Isidro Alcántara, acostado en una hamaca con las botas flojas y llenas de lodo, le preguntó qué era lo que hacia por esos lados:
—Es lugar de combate y sólo el que tira balazos o trai comisión anda por allí. A ver, qué comisión traías tú. . .
—Y con el fuete se acarició los bigotes. 

    Vaquerizo abrió los labios para explicarle, pero no pudo decirle nada. Sólo pujidos salían de su boca cuajada por el miedo. La saliva se le hacía pelotas debajo de la lengua. Quería llorar pero ni eso podía hacer del susto que traía. A señas quiso explicarle pero nadie le entendió. Al General le dio risa.

    Mudo mierda... —y se golpeó contento la bota con el fuete de cuero.

    De pronto uno de los oficiales se levantó del rincón en que estaba sentado a cuclillas, en el suelo. Se le acercó al Vaquerizo y le echó una mirada a los ojos. 

    —Es el Cástulo... —Se dijo el Vaquerizo y los ojos se le llenaron de alegría. 

    —Yo te conozco Vaquerizo. Es tu mera maña andar haciendo guaje a todos con tus vaciladas. Dejáte de hacer el mudo y decínos onde están las carabinas del cabildo. Más te conviene. Te conozco, palomita. Quién sabe qué intención trais quedándote por estos rumbos... no te sigás haciendo porque te damos cuerda —así dijo el Cástulo Gonzaga y el Vaquerizo sintió que el estómago se le sumía y el miedo le bailaba por las piernas. 

    El General de un salto se paró de la hamaca. Los ojitos le bailaban y se le habían puesto colorados de la rabia;
—¡Conque sí'!. .. cogé tu mudo. .. —y el fuete se enredó por la boca del Vaquerizo—. A ver tú, Cástulo, jalátelo a éste, y si no habla mañana tempranito te lo fusilás.—sentenció el General—. Hasta mañana en la mañanita dale para que lo piense bien y se decida. Si no quiere ya sabes. Ni vengás a preguntarme.

    Nadie quiso creerle. Trató de demostrarles que no sabía nada de esas carabinas del cabildo. Que nunca se metió en los argüendes de la bola. Que por el Niño de Atocha les juraba que estaba mudo. Pero nadie le entendió las señas y él no pudo sacar palabras. Y el Cástulo se lo llevó para una casa y  allí lo encerró y le puso centinelas. 

    —Mañana a las cinco te damos chicharrón. Pensálo; no vayás a creer que por que fuimos cuates de chamacos te voy a contemplar. Orden es orden. Buenas noches —le dijo y se fue a dormir. Allí sobre el camastro se quedó tirado el Vaquerizo. Quería llorar de desesperación, pero ni eso podía hacer del miedo que traía. 

    Él, que siempre le sacó el cuerpo a estas andanzas, que quiso quedarse en paz cuando todos jalaron a engrosar las filas de la revuelta; él, que todo lo dejó para quedarse viéndole la cara a la Rosenda; él, que no era de armas, se veía metido en una trampa, y lo iban a fusilar sin haber hecho nada. ¡Y todavía con la maldición de no poder hablar! Parecía que no era a él a quien le estaban pasando todas estas cosas. Las veía fuera de su ropa; como si estuviera viendo a otro desgraciado y hasta pudiera consolarle y llenarse de lástima por su mala suerte. 

     El cerdo chillaba como si le estuvieran arrancando el cuero. El soldado que lo sujetaba, se amarró a la pierna el cinturón con que estaba atado el animal, y se colocó, al lado de los otros tres, enfrente del Vaquerizo. Aguardaron la orden que daría el Cástulo.

    —Por última vez, Vaquerizo: ¿sí o no? El Vaquerizo abrió la boca, pero su lengua se había enroscado como si fuera una culebra; se movía igual que un ratón tierno la lengua del Vaquerizo, pero permanecía en silencio; era una campana sin badajo la palabra del Vaquerizo. 

    Abría los ojos con todas sus fuerzas, como si los quisiera empujar afuera de los párpados para que se le cayeran, y quitarse de una vez la figura de los cuatro cañones de las carabinas, que se le habían metido hasta adentro de los huesos. Pensó que sus huesos tronarían cuando le entraran las balas y le rasgarían el pellejo al saltar de su lugar. 

    Recordó el ruido que hacían los espinazos de los soldados, la tarde anterior, cuando quedaban quebrados por una rociada de la ametralladora. También le vino a los ojos las revolcadas de dolor de aquel soldado del Gobierno que se fue quedando muerto poquito a poco delante de él, el día en que se quedó mudo para su desgracia. El principio de toda esta calamidad fue el haberse quedado sin decir palabra. Y lo peor es que ni siquiera sabía cómo había sido.

    —Bueno hermano. Vos te lo buscaste. Por terco... ¡Preparen! —los soldados hicieron chirriar las palancas de los 30—30, y con un ruido como de piedra de afilar, las armas quedaron con la carga lista.

    El cerdo, al escuchar el ruido quiso salirse de allí. Jaloneó al soldado, y éste le dio un culatazo. El Vaquerizo hubiera querido que el cerdo se callara; le ponía nervioso el constante gemir del animal. Apretó el zapato que llevaba en la mano, y lo presionó contra el muslo como si quisiera enterrárselo. Estaba haciendo fuerza para que no le fueran a faltar los ánimos.

    —¡Apunten! El Vaquerizo vio las bocas de las carabinas, y a través del grano de puntería el ojo bailón de cada soldado. Se abrió la camisa con la mano que tenía sujetándose los pantalones. —Eso de mostrar el pecho es lo que debe de hacerse cuando lo van a fusilar— pensó. Los pantalones se le cayeron hasta la mitad de las piernas, porque el Vaquerizo hundía el estómago, con el esfuerzo que hacía para no gritar.  

    Cerró los ojos hasta sentir que le dolían con la presión de los párpados y ,veía una gran esfera negra; le pareció que eso estaba bueno para irse acostumbrando con la muerte. El cerdo se puso a revolver la tierra con la trompa buscando algo qué comer.

    —¡Fuego! —El Vaquerizo se dobló sin un grito; sin patalear ni revolcarse. Se quedó muerto sin hacer bulla. El cerdo chilló más que nunca; olía la muerte y se jaloneaba y el soldado tuvo que agarrar fuerte el cinturón para que no lo fuera a tirar.
—¿Le doy el de gracia?
—Ya pa qué. Quedó quieto ya...
—Qué fregado el Vaquerizo. No cualquiera ... aguanta la vacilada hasta el paredón. Siempre fue muy ingenioso pa los relajos. Bien que me acuerdo —dijo el teniente Cástulo Gonzaga, viendo al Vaquerizo con su zapato en la mano y el pecho crucificado con cuatro agujeros rojos. Se lo quedó mirando y movía la cabeza de lado a lado. Después ordenó la marcha de regreso. Todavía el cerdo iba chillando cuando volvió a decir:
—Se murió en su línea; en su mero relajo; era macho el Vaquerizo.  

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