La muerta enamorada - Téophile Gautier

 Hermano, tú me preguntas si conozco el amor. Pues bien, lo conozco. Se trata de una historia singular y terrible y, aunque ya cuento con sesenta y seis años, casi no me atrevo a remover las cenizas de semejante recuerdo. No me negaré a contártela, pero nunca relataría esta historia ante un alma menos noble que la tuya. 

Los hechos ocurridos son tan sorprendentes que me niego a pensar que hayan existido. Pese a ello, lo cierto es que durante más de tres años fui víctima de un espejismo único y diabólico. Yo, un mísero sacerdote de provincias, viví en sueños, noche tras noche (¡y quiera Dios que sólo fuese un sueño!), una vida disipada, una vida mundana, una vida de Sardanápalo.  

Fue suficiente que posara una mirada complaciente sobre una mujer para que arriesgase mi alma. Al final, con la ayuda de Dios y de mi santo patrón, conseguí conjurar al espíritu maligno que se había adueñado de mí. 

Mi existencia se había dividido en una existencia nocturna totalmente diferente. Durante el día era un humilde sacerdote, casto y consagrado a la oración y a sus santos deberes; al anochecer, y en cuanto cerraba los ojos, me convertía en un joven señor, agudo conocedor de mujeres, perros y caballos, amante de los dados, bebedor y blasfemo. De este modo, al amanecer, cuando despertaba, creía dormirme para soñar que me convertía en sacerdote. 

De esa vida sonámbula conservo innumerables recuerdos de objetos y expresiones y, aunque nunca abandoné los muros del presbiterio, quien me escuchara pensaría que soy un hombre ahíto de placeres mundanos, que ha buscado en la religión un modo de confiar a Dios la culminación de sus días desaforados, y no un humilde seminarista que ha envejecido en una parroquia perdida en medio del bosque, y sin relación con su tiempo.

Sí, conozco el amor: amé como nadie, con furia y tesón, y con tal fuerza que me sorprende que no haya explotado mi corazón. ¡Ah, qué noches! ¡Qué noches!

Desde mi más tierna infancia tuve vocación de sacerdote, y a ello dediqué todos mis estudios; hasta los veinticuatro años, mi vida sólo fue un largo noviciado. En cuanto hube terminado mis estudios de teología y aprobado cuando correspondía los grados menores, mis superiores me consideraron digno, a pesar de mi corta edad, de dar el último paso, el más temible. Decidieron ordenarme sacerdote en la semana de Pascua.

Yo desconocía todo sobre el mundo; éste, para mí, se limitaba al ámbito cerrado del colegio y del seminario. De forma vaga, sabía que había algo denominado «mujer», pero nunca me paré a pensar en ello; mi inocencia era completa. Sólo veía, dos veces al año, a mi frágil y anciana madre. Ésa era mi única relación con el mundo exterior.

No tenía nada de qué lamentarme y nunca vacilé ante este compromiso irrevocable; estaba lleno de impaciencia y alegría. Jamás novio alguno contó con un ardor tan febril las horas que lo separaban de su boda. Apenas dormía: soñaba que celebraba misa. Nada en el mundo me parecía más hermoso que el sacerdocio; mi ambición no lograba concebir nada más digno y me habría negado a ser rey o poeta.

Te lo digo para que comprendas que no tenía por qué haberme ocurrido lo que finalmente me ocurrió, para que te des cuenta de que fui la víctima de un inexplicable sortilegio.

Llegó el gran día. Me encaminé a la iglesia con pasos tan leves que creí estar levitando en el aire, tener alas sobre los hombros. Me consideraba un ángel y el aspecto grave y sombrío de mis compañeros —porque éramos varios— no dejó de llamar mi atención. Había dedicado la noche entera a la oración, y mi estado era cercano al éxtasis. El obispo, un anciano venerable, me parecía el propio Dios, contemplándome desde su eternidad. A través de las bóvedas de la iglesia, yo veía el cielo.

Ya conoces los detalles de la ceremonia: la bendición, la comunión de las dos formas, la unción de las palmas de ambas manos con el óleo de los catecúmenos y, por fin, el santo sacrificio que se ofrece al lado del obispo. No me entretendré en ellos. ¡Oh, cuánta razón tenía Job! ¡Qué imprudente es el que no sella un pacto con sus propios ojos! Por casualidad levanté la cabeza, que hasta entonces había tenido agachada, y vi delante de mí, a una distancia tan corta que casi habría podido tocarla —aunque en realidad estaba muy lejos, al otro lado de la balaustrada—, a una mujer extrañamente bella y espléndidamente vestida. 

En ese instante fue como si de mis pupilas cayesen las escamas que las cubrían, y tuve la misma impresión del ciego que repentinamente recobra la vista. El resplandor del obispo se disipó, palidecieron los cirios igual que las estrellas al alba, y una oscuridad absoluta cubrió el templo. La deliciosa criatura se destacaba entre las sombras como si fuese la aparición de un ángel; parecía iluminada por su propio fulgor, del cual el día era apenas un triste reflejo.

Desvié la mirada, dispuesto a no dejarme dominar por la influencia de objetos externos, porque la progresiva distracción apenas me dejaba ser dueño de mis actos.

Un minuto después abrí los ojos de nuevo, porque a través de mis pestañas conseguía verla radiante con los colores del prisma, en medio de una penumbra púrpura, semejante a la que aparece cuando encaramos al sol.

    ¡Era tan hermosa! Los pintores más célebres, que después de buscar en el cielo la belleza ideal nos han legado el divino retrato de la Virgen, ni siquiera logran acercarse a una realidad tan maravillosa. No hay verso de poeta ni paleta de pintor capaz de describirla. 
     
    Era alta, con un talle y un porte dignos de una diosa; sus cabellos, delicadamente rubios, se deslizaban sobre sus sienes como si fuesen ríos de oro: parecía una reina con su diadema; su frente, con su traslúcida y azulada palidez, se extendía de forma serena y apacible sobre el arco de sus cejas castañas, en una característica que lograba acentuar el efecto de sus ojos verde mar, de una vivacidad y esplendor sencillamente insondables.
     
    ¡Qué ojos! Podían determinar, con un guiño, el destino de un hombre; nunca he visto otros ojos tan llenos de vida, de limpidez, de ardor, tan brillantes y rutilantes; despedían rayos que, como venablos, me alcanzaban el corazón. No sé si la llama que los encendía procedía del cielo o del infierno, pero no hay duda de que venía de alguno de estos dos lugares. Esa mujer era un ángel o un demonio; puede que ambos. Desde luego no procedía del vientre de Eva, nuestra madre común. 
     
    Una dentadura perfecta resplandecía en su sonrisa, y pequeños hoyuelos herían el delicado raso de sus adorables mejillas con cada leve gesto de la boca. Su nariz mostraba la suavidad y orgullo propios de una reina, demostrando la nobleza de su origen. 
     
    Sobre la piel tersa y reluciente de sus hombros titilaban brillantes de ágata, y le caían sobre el pecho hileras de gruesas perlas doradas, de un tono idéntico al de su cuello. A veces su cabeza se erguía con un movimiento ondulante de serpiente o de vanidoso pavo real, dotando de un ligero temblor a la alta gorguera bordada que la rodeaba como si fuese un enrejado de plata.

Lucía un traje de terciopelo nacarado, y de sus amplias mangas forradas de armiño brotaban sus manos patricias, infinitamente delicadas, con dedos largos y torneados, cuya transparencia ideal el día atravesaba como si fuese la aurora.

Recuerdo cada detalle con la misma nitidez que si lo hubiese visto ayer, y aunque me abrumaba absolutamente todo aquello, nada se me escapaba; el rasgo más leve, el pequeño lunar en el extremo de su barbilla, el imperceptible vello de la comisura de sus labios, el terciopelo de su frente, la trémula sombra que las cejas lanzaban sobre las mejillas: todo lo percibí con asombrosa lucidez.

Noté que al admirarla se abrían en mí puertas que hasta entonces habían permanecido cerradas; huecos taponados se despejaban para dejar pasar una luz que bañaba ahora ignoradas perspectivas. La vida cobraba un aspecto completamente múltiple; nacía en mi interior una nueva existencia, otro orden de ideas. Una espantosa angustia me oprimía el corazón; cada minuto que transcurría me parecía, al mismo tiempo, un segundo y un siglo.

    Mientras tanto proseguía la ceremonia, y me alejaba de aquel mundo cuya entrada asediaban mis incipientes deseos. Dije «sí» aunque ansiaba decir «no», aunque todo mi ser se rebelaba y rechazaba la violencia que mi lengua ejercía sobre mi espíritu; un poder furtivo me arrancó las palabras. 
     
    Lo mismo debe de sucederles a tantas muchachas que se dirigen hacia el altar con la determinación de rechazar clamorosamente al marido que les ha sido impuesto, sin que ninguna cumpla sus intenciones. Lo mismo debe de sucederles a tantas pobres novicias que toman el hábito incluso estando dispuestas a desgarrarlo en el momento mismo de pronunciar sus votos.   
 
     No nos atrevemos a provocar semejante escándalo ante el mundo, a decepcionar tantas expectativas; tantas intenciones, tantas miradas parecen agobiarnos como una plancha de plomo; por otro lado, se han dispuesto las medidas con tanta precisión, todo ha sido tan bien preparado de antemano y de una forma tan irrevocable que el pensamiento sucumbe a la violencia de las circunstancias.

El rostro de la hermosa desconocida cambiaba de expresión conforme avanzaba la ceremonia. Su ternura y delicadeza se transformaron en desdén y frustración, como si no la hubiesen entendido.

Hice tantos esfuerzos para gritar que no deseaba ser sacerdote que habría podido arrancar una montaña. Pero no lo logré; la lengua se me clavó en el paladar y me resultó imposible traducir mi voluntad al gesto de negación más insignificante. Aunque despierto, me encontraba en un estado semejante al de esas pesadillas en que intentamos, sin conseguirlo, pronunciar aquella palabra de la que depende nuestra vida.

Ella pareció darse cuenta del martirio que padecía y, como para animarme, me envió una mirada llena de divinas promesas. Sus ojos eran un poema animado por la música de sus miradas.

Me decía:

—Si deseas ser mío, yo te haré más feliz que el propio Dios en su paraíso; los ángeles te envidiarán. Rompe ese fúnebre sudario con el que pretenden envolverte; yo soy la belleza, yo soy la juventud, yo soy la vida: si vienes, seremos el amor. ¿Qué podría ofrecerte en cambio Jehová? Nuestra existencia se deslizará como un sueño y se convertirá en un beso eterno. 

Derrama el vino de ese cáliz y serás libre. Te conduciré a islas desconocidas, dormirás a mi lado en un lecho de oro y bajo un dosel de plata; porque te amo y deseo arrebatarte a tu Dios, hacia el que tantos corazones vierten ríos de amor, sin alcanzarlo jamás.

Me pareció oír estas palabras como si estuviesen acompañadas de un acorde infinitamente dulce, porque su mirada tenía el don de la sonoridad y las frases que me lanzaban sus ojos retumbaban en el fondo de mi corazón como si labios invisibles las hubiesen encendido en mi alma. 

Estaba dispuesto a renunciar a Dios y, pese a ello, continuaba cumpliendo mecánicamente el ritual de aquella ceremonia. Con toda su hermosura, me miró con ojos tan suplicantes, tan desesperados, que aceradas lágrimas apuñalaron mi corazón.

 Yo, como si fuese una mater dolorosa, noté en mi cuerpo la hoja de infinitas espadas.

Se había consumado: era sacerdote.

Jamás vi reflejada en rostro alguno una angustia tan desgarradora como aquélla. La muchacha cuyo amante cae a su lado, repentinamente fulminado; la madre que descubre vacía la cuna de su hijo; Eva sentada a las puertas del Paraíso; el avaro que encuentra unas piedras donde antes tenía su tesoro; el poeta que ha dejado caer en el fuego el único manuscrito de su obra maestra, no pueden ofrecer un aspecto tan desolado e inconsolable. 

La sangre desapareció de su rostro encantador, que cobró una palidez de mármol. Sus hermosos brazos se dejaron caer a ambos lados del cuerpo, como si sus músculos se hubiesen aflojado, y se recostó contra un pilar, ya que sus piernas le flaqueaban. Lívido, con la frente bañada en un sudor más ardiente que el del Calvario, me encaminé con pasos vacilantes hacia la puerta de la iglesia. Estaba sofocado; las bóvedas aplastaban mis hombros, y creí notar sobre mi propia cabeza el terrible peso de la cúpula.

Estaba a punto de atravesar el umbral cuando, bruscamente, una mano aferró la mía. ¡Una mano de mujer! Nunca había tocado una. Era fría como la piel de una serpiente, y a pesar de ello su huella ardió en mi piel como si fuese una marca de hierro al rojo vivo. Era ella.

—¡Desdichado! ¡Desdichado! ¿Qué has hecho? —me susurró, e inmediatamente se perdió entre la multitud.

Pasó a mi lado el anciano obispo, dirigiéndome una mirada severa. Mi apariencia, sin duda, era extraña; tan pronto palidecía como me ruborizaba, sufría mareos. Uno de mis compañeros se compadeció, me acogió en sus brazos y me llevó con él; yo solo habría sido incapaz de regresar al seminario.

    Al rodear una callejuela, y mientras el joven sacerdote miraba en otra dirección, un paje negro, extrañamente vestido, se me acercó y me dio, sin detener su paso, una cartera pequeña, recamada en oro, haciéndome señales para que la guardase. La dejé caer dentro de la manga y esperé a encontrarme de nuevo solo en mi celda. 
     
    Hice saltar el broche; sólo tenía dos hojas, con estas palabras escritas: «Clarimonda, Palazzo Concini». Pero yo era tan ajeno a la vida mundana que no sabía nada de Clarimonda, a pesar de su fama, y desconocía por completo la ubicación del palacio Concini. Me entregué a mil conjeturas, unas más disparatadas que otras; pero lo cierto es que, con tal de volver a verla, me daba lo mismo que se tratase de una dama de alcurnia o de una cortesana.

Nada más nacer, mi amor arraigó con una energía indestructible; ni siquiera traté de arrancarlo de mí, porque no pensé que fuese posible hacerlo. Esa mujer se había adueñado de mí; una mirada le había bastado para trastornarme e imponerme su voluntad; ya no vivía en mí, sino en ella y para ella. 

Realicé mil extravagancias, besando la zona de mi mano que había estado en contacto con la suya, y repitiendo su nombre durante largas horas. Era suficiente que cerrase los ojos para que la viese con tanta nitidez como si estuviese delante de mí, pronunciando una y otra vez las palabras que me había dirigido en el pórtico de la iglesia: «¡Desdichado! ¡Desdichado! ¿Qué has hecho?». 

Me di cuenta de lo horrible de mi situación, y los aspectos funestos y terribles del estado al que me acababa de consagrar se mostraron con absoluta claridad. ¡Sacerdote! Eso quería decir ser casto, no amar a nadie, no reparar en el sexo o la edad, desviar la mirada de toda belleza, vaciando los ojos, reptar por la helada penumbra de un claustro o una iglesia, visitar únicamente a los moribundos, velar junto a cadáveres desconocidos y vestir de luto con aquella sotana negra, de forma permanente, de tal manera que el propio hábito sirviese como cortina a mi catafalco.

La vida, como un lago interior en ebullición, luchaba por desbordarme; la sangre luchaba con furia en mis arterias, y mi juventud, tanto tiempo reprimida, estalló inesperadamente como el áloe, que tarda un siglo en florecer y después irrumpe con estruendo.

¿Qué hacer para ver a Clarimonda? No tenía la menor excusa para dejar el seminario, porque no conocía a nadie en la ciudad. Tampoco podía permanecer mucho tiempo en ella, donde sólo estaría hasta que me indicasen la parroquia que iría a ocupar. 

Pensé en quitar los barrotes de mi ventana, pero ésta se encontraba a una altura tal que bajar después al otro lado sin la ayuda de una escala resultaba imposible. Por otro lado, sólo podría hacerlo de noche. ¿Cómo orientarme, entonces, por aquel laberinto de calles desconocidas? 

Estas dificultades, que quizá otros hubiesen vencido sin vacilación, me parecían insuperables; no era más que un pobre seminarista enamorado, sin experiencia ni dinero, y sin las ropas adecuadas. 

¡Ah, de no haber sido sacerdote habría podido verla todos los días! Me habría convertido en su amante, en su esposo: así me lo repetía mi ceguera; en vez de verme envuelto en aquel triste sudario, tendría trajes de seda y terciopelo, cadenas de oro, una espada y algunas plumas semejantes a las que llevaban los jóvenes caballeros. Mis cabellos, en vez sufrir el oprobio de la tonsura, caerían alrededor de mi cuello formando rizos. Luciría un bello bigote embetunado, y me transformaría en un joven apuesto.

Pero una hora pasada frente al altar, y un par de palabras mal formuladas, me habían sustraído al mundo de los vivos. Yo mismo había sellado mi sepultura con una piedra; mi propia mano había corrido el cerrojo de mi prisión.

Me asomé a la ventana. El cielo era espléndidamente azul, los árboles estaban vestidos de primavera, la naturaleza hacía gala de una irónica alegría. La plaza estaba abarrotada de gente que iba y venía; jóvenes parejas paseaban por los jardines y buscaban la sombra de las pérgolas. 

Pasaron grupos que cantaban melodías de borrachos; tanta agitación, tanta animación, tanta vida, tanta alegría no conseguía sino resaltar mi tristeza y soledad. Una madre joven jugaba con su hijo en el umbral; sonreía, le besaba su pequeña boca rosada, perlada de gotas de leche, y jugueteaba con él como sólo una madre sabe hacerlo. El padre, que permanecía en pie a cierta distancia, los miraba con dulzura, y sus brazos cruzados a duras penas lograban sujetar la alegría de su corazón. 

No conseguí soportar aquel espectáculo; cerré el ventanal y me lancé en mi lecho presa de un odio y unos celos inaguantables; mordí mis dedos y mi manta con la misma voracidad que un tigre que hubiese sufrido un prolongado ayuno.

Ignoro cuántos días soporté esta situación, pero cuando me volví, en un espasmo de furia, noté que el abad Serapione se erguía en el centro de la celda y me observaba atentamente. Sentí vergüenza de mí mismo y, dejando caer la cabeza sobre el pecho, me tapé el rostro con las manos.

—Romualdo, hijo mío, algo extraño te pasa —me dijo Serapione pasados unos minutos de silencio—. Tu conducta es realmente sorprendente. Tú, tan tranquilo, tan dulce, tan pío, te agitas en tu celda como si fueses un animal enjaulado. Ten cuidado, hermano, y desoye los consejos del diablo; el espíritu perverso, irritado porque te has consagrado a Dios para siempre, te acecha como un lobo hambriento y realiza un último esfuerzo para convertirte en su presa. 

No te dejes vencer: hazte una armadura de plegarias y un escudo de sacrificios, combate con valor al enemigo; lo vencerás. La prueba es necesaria para revelar la virtud; el oro sale más puro de la copela. No te aterrorices ni te desanimes; incluso las almas más fuertes y vigilantes han sufrido estas pruebas. Reza, ayuna, medita, y el mal espíritu se batirá en retirada.

El discurso del abad Serapione logró que volviese a mis cabales y recuperase la tranquilidad.

    —Venía a advertirte que te han designado para la parroquia de C***; el sacerdote que la tenía a su cargo ha fallecido recientemente y Monseñor me encomendó que te guiase para que te instalases en ella; prepárate para partir mañana.

Asentí con la cabeza y el abad se marchó. Abrí el misal y me consagré a leer oraciones; enseguida los renglones se confundieron, las ideas se apelotonaron en mi cabeza y el libro no tardó en deslizarse entre mis manos sin que me diese cuenta.

¡Marchar al día siguiente, sin haberla visto de nuevo! ¡Añadir un nuevo obstáculo a todos los que ya nos separaban! ¡Perder para siempre cualquier esperanza que no se basara en un milagro! ¿Escribirle? ¿Y a través de quién podría entregarle la carta? Mi sagrada investidura me impedía confiarme a nadie. Me asfixió la ansiedad. 

Entonces recordé los comentarios del abad acerca de las estratagemas del diablo; lo sorprendente de aquella aventura, la belleza sobrenatural de Clarimonda, el brillo incandescente de sus ojos, la marca de fuego de su mano, la manera en que su presencia me había conturbado, el repentino cambio que se había operado en mí, la súbita desaparición de mi piedad: en todo podía intuirse la presencia del Maligno, y puede que esa mano satinada no fuese más que el guante con que escondía sus garras. Estos pensamientos me aterraron, y recogí el misal, que había caído al suelo desde mis rodillas, para sumirme de nuevo en mis oraciones.

Al día siguiente Serapione vino a buscarme; dos mulas nos esperaban frente a la puerta, cargadas con nuestro humilde equipaje; montamos en ellas como pudimos. Al avanzar por las calles de la ciudad, escudriñaba cada ventana y cada balcón, ansioso por ver a Clarimonda; pero era muy temprano y la ciudad dormía todavía. 

Mis ojos escudriñaban aquellas claraboyas veladas por las persianas, así como los cuartos de cada palacio ante el que pasábamos. Sin duda, Serapione atribuyó esta curiosidad a la admiración que debía de provocarme la belleza arquitectónica del lugar, porque refrenó un poco el paso de su montura para darme tiempo a observar. 

Finalmente llegamos a las puertas de la ciudad y empezamos a ascender la colina. ¡La ciudad donde vivía Clarimonda! Una vez en la cima, me volví para contemplarla de nuevo; la sombra de una nube la cubría totalmente: una espesa media tinta donde flotaban blancos copos de espuma —las brumas del amanecer— confundía sus tejados azules y rojos; un peculiar efecto óptico destacó un edificio dorado y brillante que, herido por los destellos matinales, sobresalía en altura entre las construcciones vecinas, que naufragaban en la niebla. 

A pesar de que estaba a más de una legua, parecía próximo. Cada íntimo detalle resultaba visible; las torres, sus plataformas, los cruceros e incluso las veletas con cola de golondrina.

 —¿Qué es ese palacio que se ve allá lejos, iluminado por un rayo de sol? —le pregunté a Serapione. Se cubrió los ojos con la mano, y después de echar una ojeada, me dijo:

—Es un viejo palacio que el príncipe Concini regaló a la cortesana Clarimonda; en él tienen lugar hechos terribles.

Todavía no sé si fue visión o realidad, pero justo en ese momento creí ver deslizarse por la terraza una figura pálida y esbelta cuyo brillo duró un segundo antes de extinguirse. ¡Clarimonda!

¿Sabía acaso que en aquel momento, desde lo alto del difícil camino que me alejaba de ella y por el que ya no habría de regresar, yo devoraba con ojos tenaces y ardientes el palacio donde vivía y que un azaroso juego de luz parecía colocarlo a mi alcance, como invitándome a entrar en él como dueño y señor? 

Es evidente que lo sabía, porque su alma estaba excesivamente unida a la mía como para no vibrar ante mis más leves emociones. Por este motivo se había asomado, sin despojarse de sus velos nocturnos, al helado rocío matinal en lo alto de la terraza.

La sombra avanzó sobre la ciudad, que enseguida se transformó en un inmóvil océano de cúpulas y tejados, del que sólo sobresalían abruptas ondulaciones. Serapione apremió a su mula, cuyos pasos la mía siguió inmediatamente, y en una curva del sendero desapareció para siempre la ciudad de S***, a la que jamás habría de volver. 

Después de tres días de marcha a través de tristes campiñas, se levantó sobre la copa de los árboles la cúpula de la iglesia donde debía servir. Recorrimos tortuosas callejuelas que penosamente esquivaban chozas y corrales hasta encontrarnos frente a la fachada del edificio y su triste magnificencia. 

Un portal decorado con algunas nervaduras, un par de pilares de arenisca toscamente tallados, una techumbre de tejas y contrafuertes del mismo material que los pilares, y nada más. A la izquierda se encontraba el cementerio, cubierto por un pastizal montaraz en cuyo centro se levantaba una cruz de hierro; a la derecha, a la sombra de la iglesia, se elevaba el presbiterio. Todo era sencillo hasta la austeridad. Entramos. 

Unas gallinas picoteaban la avena; parecían acostumbradas al hábito negro de los sacerdotes, y nuestra presencia no las asustó; se apartaron con desgana para dejarnos pasar. Nos sorprendió entonces un ladrido áspero y ronco, procedente de un viejo perro que se nos acercaba.

Era el perro de mi predecesor. Su mirada apacible, su pelaje gris y otros síntomas parecidos delataban la vejez más avanzada que puede darse en un perro. Lo acaricié ligeramente y empezó a andar a mi lado con una expresión de indescriptible satisfacción. 
 
    Una anciana, seguramente el ama de llaves del anterior párroco, vino a nuestro encuentro, y después de hacerme entrar en una sala de paredes bajas me preguntó si tenía intención de conservarla. Le dije que pensaba conservarla a ella, al perro, a las gallinas, y al mobiliario entero que su amo había dejado al morir. Experimentó una honda alegría porque, por otro lado, el abad Serapione le había pagado al momento el precio que ella había pedido.

Nada más instalarme, el abad volvió al seminario. Me quedé, pues, a solas y sin más apoyo que yo mismo. De nuevo me obsesionó el recuerdo de Clarimonda y, aunque trataba por todos los medios de ahuyentarlo, no siempre lo lograba. 

Cierta noche, mientras paseaba por los senderos flanqueados de mi pequeño jardín, me pareció ver a través de las matas una forma de mujer que estudiaba todos mis movimientos y, entre las hojas, el brillo de unas pupilas de color verde mar; no obstante, se trataba de una ilusión, y cuando cruzaba al otro lado del sendero no encontraba sino una leve huella en la arena, tan minúscula que recordaba al pie de un niño. 

Unas elevadas murallas rodeaban el jardín; yo examinaba cada uno de sus recovecos sin encontrar a nadie. Nunca pude explicarme este extremo que, por otro lado, era menos sorprendente, sin embargo, que los hechos con los que todavía habría de enfrentarme. 

De esta manera viví alrededor de un año; cumplí fielmente todos los deberes de mi condición, recé, ayuné, exhorté y cuidé a los enfermos; di limosna hasta privarme de mis necesidades más acuciantes. Pero un gran vacío reinaba en mi interior, y las fuentes de la gracia me estaban vedadas. 

No gozaba de la alegría que otorga el cumplimiento de una santa misión; mi pensamiento flotaba en otro lugar y las palabras de Clarimonda venían a mis labios como un involuntario estribillo. ¡Piensa en ello, hermano! Por haber mirado a una mujer una sola vez, por cometer una falta aparentemente tan leve, padecí durante años los tormentos más terribles; mi vida se vio perturbada para siempre.

    No me extenderé relatando cada una de mis derrotas y victorias interiores, a las que seguía, indefectiblemente, una caída todavía más profunda. Por tanto, contaré de inmediato un hecho decisivo. Cierta noche llamaron perentoriamente a la puerta. El ama de llaves fue a abrir y un hombre de piel cobriza, vestido de forma ostentosa, aunque de acuerdo con la moda extranjera, con un largo puñal, apareció a la luz de la linterna de Bárbara. 
 
    Ésta esbozó un gesto de pánico, pero el hombre la tranquilizó y le dijo que necesitaba verme inmediatamente por un asunto relacionado con mis atribuciones. Bárbara lo hizo subir. Yo estaba a punto de acostarme. El hombre dijo que su esposa, una dama de alcurnia, estaba a punto de morir, y necesitaba un sacerdote. Le contesté que estaba dispuesto a acompañarle. Cogí lo necesario para realizar la extremaunción y bajé rápidamente. 

 Frente a la puerta esperaban dos caballos negros como la noche que resoplaban con impaciencia y exhalaban espesas nubes de vaho. El hombre me sujetó el estribo, ayudándome a montar en uno de ellos; después, apoyando su mano en la perilla de la montura, saltó sobre el otro. Hincó las rodillas y aflojó las riendas de su caballo, que partió como una flecha. El mío, cuyas bridas él sujetaba, comenzó a galopar a la misma velocidad. 

Devorábamos el camino; azotábamos con los cascos la tierra mezclada e incierta, y las negras figuras de los árboles escapaban ante nosotros como un ejército en desbandada. Cruzamos un bosque cuya penumbra gélida y opaca me produjo un estremecimiento de supersticioso temor. Las herraduras arrancaban a las piedras enjambres de chispas que formaban una estela de fuego. 

Si alguien nos hubiese visto a esas horas de la noche, habría pensado que éramos un par de fantasmas montados sobre terribles diablos. Fuegos fatuos se cruzaban en nuestro camino y las cornejas graznaban quejumbrosas entre la espesura donde, desde la distancia, nos acechaban los ojos ardientes de los gatos salvajes. 

La crin de los caballos se desgreñaba, el sudor empapaba sus flancos, sus narices exhalaban un vapor denso y salvaje. En cuanto los veía desfallecer, el escudero lanzaba un alarido gutural (que no tenía nada de humano) para reanimarlos, y el galope recobraba su energía. 

Por fin se detuvo aquel torbellino: una masa negra, erizada de puntos brillantes, se elevó inesperadamente ante nosotros; los pasos de nuestras monturas resonaron sobre un camino de piedra y entramos bajo una bóveda que abría sus sombrías fauces entre dos elevadas torres. 

Una gran agitación se había adueñado de aquel castillo: criados con antorchas recorrían los patios yendo de un lado a otro, luces vacilantes subían y bajaban por los corredores. De forma confusa, logré reparar en los detalles de una construcción imponente y maravillosa, llena de gigantescas columnas, arcadas, escalinatas y rampas. 

Un paje negro, el mismo que me había dado el mensaje de Clarimonda, y al que reconocí al instante, me ayudó a bajar, y un mayordomo ataviado de terciopelo negro, con una cadena de oro alrededor del cuello y un bastón de marfil en la mano, se me acercó. Sus ojos estaban anegados en gruesas lágrimas, que inmediatamente se derramaron por sus mejillas, humedeciendo su barba blanca.

—¡Demasiado tarde! —exclamó apesadumbrado—. ¡Demasiado tarde, padre! Pero si no habéis llegado a tiempo para salvar su alma, venid al menos a velar su cuerpo.

    Me cogió del brazo y me llevó a la cámara mortuoria. Lloré igual que él, al comprender que la muerta no era otra que Clarimonda, la mujer a quien amaba con locura. Junto a su lecho había un reclinatorio; una llama azulada titilaba sobre una pátera de bronce y lanzaba en la sala una luz tenue e incierta; las aristas de los muebles o cornisas bailaban en la sombra. 
 
    Encima de la mesa, dentro de una urna cincelada, expiraba una cosa ajada, cuyos pétalos, con la única excepción de uno que todavía exhibía cierto vigor, caían como lágrimas aromáticas. Una máscara negra y rota, un abanico y toda clase de disfraces cubrían los sillones y demostraban que la muerte había irrumpido en aquella lujosa residencia de una forma imprevista e inesperada. 
 
    Me arrodillé sin atreverme a mirar hacia el lecho y empecé a recitar los salmos. Interiormente le agradecí a Dios que hubiese interpuesto el muro de la muerte entre esa mujer y yo, de modo que pude incluir en mis oraciones su nombre ya santificado. Este fervor, sin embargo, fue disminuyendo progresivamente, y la ensoñación se adueñó de mí. La sala no parecía una cámara mortuoria. 
 
    En vez del aire fétido y fúnebre que estaba acostumbrado a respirar en aquellas circunstancias, flotaba en la atmósfera tibia el lánguido aroma de perfumes orientales, y un voluptuoso olor a mujer. El pálido resplandor parecía más una media luz preparada para los placeres que el difuso reflejo que normalmente envuelve a los cadáveres. 
 
    Medité sobre el extraño azar que me propiciaba aquel nuevo encuentro con Clarimonda, justo en el momento en que la perdía para siempre, y no pude evitar exhalar un suspiro de dolor. Me pareció escuchar otro suspiro a mis espaldas, e involuntariamente me volví. Era el eco. Entonces mis ojos repararon en el catafalco que hasta entonces no había visto. 
 
    Los cortinajes de damasco rojo, cubiertos de enormes flores realzadas por entorchados de oro, permitían ver a la mujer tumbada, con sus manos unidas sobre el pecho. La tapaba un velo de lino cuyo blanco brillo no ofuscaban las colgaduras púrpuras y cuya levedad no conseguía disimular las formas seductoras de su cuerpo, porque permitía seguir sus perfectas curvas a las cuales —como al cuello de un cisne— ni siquiera la muerte lograba imponer cierta rigidez. 
 
    Recordaba una estatua de alabastro que un hábil artista hubiese tallado para levantar sobre el túmulo de una reina, o una joven dormida cuyo cuerpo se hubiese visto sorprendido por la nieve.

No conseguía sujetarme; me emborrachaba aquella atmósfera de alcoba, el aroma febril de aquella rosa semimarchita logró enturbiar mi mente y a grandes pasos recorrí la sala de un lado a otro. A cada instante me paraba ante el estrado para admirar la gracia de aquel cuerpo envuelto en un sudario transparente. 

Me acosaron extraños pensamientos; sospeché que en realidad no estaba muerta, que se trataba de un engaño con el cual había logrado atraerme a su castillo para mostrarme su amor. Me pareció notar como si un movimiento de su pie turbase la blancura de aquellos velos, mientras se agitaban imperceptiblemente los pliegues del sudario.

En ese instante me pregunté: «¿Será Clarimonda, realmente? ¿Cómo puedo saberlo? Es probable que el paje negro haya entrado al servicio de otra mujer. Es una locura desesperarse de esta forma». Pero con cada latido, mi corazón insistía: «Es ella, es ella». Me acerque a la cama y observé con mayor atención el objeto de mi incertidumbre. ¿Habré de confesarlo? 

Aquella perfección de formas, aunque purificadas y santificadas por la muerte, ejercía en mí una voluptuosa fascinación; su reposo recordaba tanto al sueño que habría resultado fácil confundirse. Olvidé que había ido a ese lugar para realizar un servicio fúnebre y me imaginé que era un joven esposo que acababa de entrar en el cuarto de su prometida y que ésta insistía en ocultarse únicamente por pudor. 

Roto de dolor, borracho de felicidad, tembloroso de miedo y placer, me recliné ante ella y cogí un extremo de las cortinas; lo levanté lentamente, mientras contenía el aliento por miedo a despertarla. Mis arterias palpitaban con tanta energía que sentía su latido en mis sienes, y mi frente brillaba de sudor como si estuviese intentando levantar una lápida de mármol. 

Era, en efecto, Clarimonda, tal como la había visto en la iglesia el día en que me ordené; no había perdido uno solo de sus encantos, y hasta la muerte se mostraba en ella casi como una coquetería más. La palidez de sus mejillas, los labios descoloridos, y las largas pestañas de un color negro que se destacaba contra la blancura de su piel, le conferían la expresión de una castidad melancólica y de un sufrimiento reflexivo cuyo poder de seducción resultaba sencillamente indescriptible. 

Flores azules languidecían sobre sus largos cabellos desparramados, que le servían de almohada y protegían sus hombros desnudos; sus bellas manos, más puras y diáfanas que una hostia, se entrelazaban en una actitud de piadoso reposo y de tácita oración que atenuaba la gran seducción que, incluso en la muerte, provocaban aquellos brazos exquisitamente torneados, blancos como el marfil, y ceñidos por brazaletes de perlas. 

Durante bastante tiempo permanecí en silenciosa contemplación, y cuanto más la miraba menos podía creer que la vida hubiese abandonado para siempre su bello cuerpo. No sé si fue una ilusión o un reflejo de la lámpara, pero se habría dicho que la sangre volvía a circular bajo aquella opaca lividez; su inmovilidad, sin embargo, era perfecta. 

Rocé ligeramente el brazo; estaba frío, aunque tanto como su mano, aquel día en que había aferrado la mía en el portal de la iglesia. Me incliné de nuevo sobre ella y dejé caer en sus mejillas el tibio rocío de mis lágrimas. ¡Qué amarga sensación de desesperación e impotencia! ¡Qué sufrimiento! 

Habría convertido mi vida en un simple lapso, para poder entregárselo y soplar de ese modo sobre ella la llama que me consumía. Avanzó la noche y, al acercarse el momento de la eterna separación, no pude negarme la triste y suprema dulzura de depositar un beso sobre los labios muertos de la que había sido dueña de mi corazón. 

Entonces, ¡oh milagro! ¡Un leve aliento se mezcló con el mío y la boca de Clarimonda respondió con ardor a mi pasión! Sus ojos se abrieron y recuperaron la luz; suspiró y extendió los brazos para colocarlos, con un aire de éxtasis inefable, alrededor de mi cuello.

—¿Ah, eres tú, Romualdo? —dijo con voz delicada y frágil, como las últimas vibraciones de un arpa—. ¿Qué has hecho? Te esperé tanto tiempo que al final me venció la muerte; pero ahora nos pertenecemos, y podré verte y acudir a tu lado. ¡Adiós, Romualdo, adiós! Te amo; es lo único que deseaba decirte, y te entrego la vida que con tus besos has logrado traerme por un segundo. Hasta pronto.

La cabeza de Clarimonda cayó hacia atrás, a pesar de lo cual me rodeó con sus brazos en un supremo intento por retenerme junto a ella. Un torbellino de viento abrió el ventanal e irrumpió violentamente en la estancia. 

El último pétalo de la rosa blanca vaciló, como un ala que palpitase en el extremo del tallo; después el viento la arrebató y voló a través de la ventana abierta, cargando consigo el alma de Clarimonda. La lámpara se extinguió y yo caí desmayado sobre el pecho de la hermosa difunta.

Cuando recobré el conocimiento me encontraba en un lecho, en el pequeño cuarto del presbiterio, y el viejo perro de mi antecesor me lamía la mano extendida sobre la colcha. Bárbara caminaba por el cuarto presa de febril agitación: abría y cerraba cajones, cambiaba polvillos de un frasco a otro. Al verme abrir los ojos lanzó un grito de alegría. 

El perro ladró también y sacudió la cola; la debilidad no me permitió pronunciar una sola palabra o hacer el menor movimiento. Después me enteré de que había estado de semejante modo durante tres días, sin dar otra señal de vida que una imperceptible respiración. 

Esos tres días no cuentan en mi vida, y por tanto no sé dónde anduvo mi espíritu en ese tiempo, porque lo cierto es que no conservo de ellos el menor recuerdo. Bárbara me dijo que el hombre de piel cobriza que me había llamado en medio de la noche, me había devuelto al día siguiente en una litera cerrada y después se había marchado. 

En cuanto logré ordenar mis ideas, reconstruí cada detalle de aquella noche fatal. Al principio pensé que había sido víctima de alguna mágica ilusión, pero los hechos reales y concretos no tardaron en destruir semejante pensamiento. 

No podía creer que se tratara de un sueño, porque Bárbara, al igual que yo, había visto al hombre de los caballos negros, cuyo aspecto y ropajes me describió con exactitud. No obstante, nadie conocía un castillo en los alrededores cuya descripción se ajustara a la del castillo donde me había encontrado a Clarimonda.

Cierta mañana entró el abad Serapione. Bárbara le había hablado de mi enfermedad, y él había acudido rápidamente. Aunque su preocupación demostraba cariño e interés por mi persona, su visita no me agradó tanto como habría sido de esperar. Había algo en la mirada penetrante e inquisitiva del abad que conseguía preocuparme. Ante él me sentía inquieto y culpable. Había sido el primero en advertir mi turbación interior, y yo temía su clarividencia.

Mientras me preguntaba en un tono falsamente cariñoso por mi salud, sus pupilas de león se lanzaban, como una sonda, dentro de mi alma. Después me hizo otras preguntas; cómo dirigía mi parroquia, si me agradaba, qué hacía en mis ratos libres, si me había relacionado con los vecinos del lugar, cuáles eran mis lecturas predilectas y mil detalles semejantes. 

Yo contestaba con la mayor precisión posible; él, por su parte, sin esperar a que terminase la respuesta, cambiaba inmediatamente de tema. Estaba claro que la conversación no guardaba la menor relación con lo que quería decirme. 

Después, bruscamente, como si se tratase de una noticia que acababa de recordar en ese momento y que temiera olvidar, me dijo con una voz clara y estruendosa, que resonó en mis oídos como las trompetas del Juicio Final:

—La gran cortesana Clarimonda murió hace poco, después de una orgía que duró ocho días y ocho noches. En medio de un esplendor infernal, se repitieron las perversidades de los festines de Balthazar y de Cleopatra. ¡En qué tiempos vivimos, Dios mío! 

Esclavos negros que hablan una lengua desconocida, y que en mi opinión sólo son verdaderos diablos, servían a los invitados; la librea del menor de ellos habría servido de gala de un emperador. 

Sobre Clarimonda se han contado historias muy extrañas, y entre ellas la de que todos sus amantes han encontrado un final horrible o violento. Se ha rumoreado que era una ghoul, una mujer vampiro; pero yo creo que era el propio Belcebú en persona.

Se calló y me estudió con la mayor atención, para ver el efecto que me habían producido sus palabras. No pude evitar estremecerme al escuchar tanto el nombre de Clarimonda como la noticia de su muerte, aparte del dolor que me producía por la curiosa coincidencia con la escena nocturna de que había sido testigo.

Aquellas palabras me turbaron y asustaron de tal manera que no conseguí disimularlo, a pesar de todos mis esfuerzos por contenerme. Serapione se dio cuenta y, con inquietud y severidad, me dijo:

—Hijo mío, tengo que advertirte que tienes un pie al borde del abismo. Ten cuidado de no caer. Las garras de Satanás son largas, y sus tumbas no siempre son definitivas. Un triple sello debería cerrar la lápida de Clarimonda porque, según se dice, no es ésta la primera vez que muere. ¡Que Dios cuide de tu alma, Romualdo!

Después de pronunciar estas palabras, se alejó lentamente y no volví a verlo, porque partió casi al instante hacia S***.

 En cuanto logré recobrarme regresé a mis actividades normales. Permanecían en mí el recuerdo de Clarimonda y el de las palabras del viejo abad. A pesar de ello, como ningún acontecimiento inusual confirmó sus funestos presagios, supuse que mis temores eran exagerados. 

Sin embargo, cierta noche tuve un extraño sueño. Acababa de dormirme cuando escuché cómo alguien corría las cortinas de mi lecho, cuyas anillas resonaron, haciendo que me incorporase bruscamente. Vi una sombra de mujer en pie frente a mí. Inmediatamente reconocí a Clarimonda. 

Llevaba en la mano una pequeña lámpara, como la que suele colocarse en las tumbas, cuyo brillo otorgaba a sus dedos afilados una rosada transparencia que insensiblemente se extendía en la opaca palidez de su brazo desnudo. 

Por toda vestimenta llevaba el sudario de lino que había lucido en su catafalco y cuyos pliegues sujetaba contra el seno como si su ligero atavío la turbase, aunque, de todos modos, apenas conseguía taparse. Era tan blanca que, a la luz de la lámpara, el color de sus ropas se confundía con el de su piel. 

Envuelta en aquel tejido tenue, que delataba cada curva de su figura, recordaba más bien la marmórea estatua de una antigua bañista que el cuerpo de una mujer dotada de vida. El caso es que viva o muerta, mujer o estatua, cuerpo o sombra, su belleza seguía siendo la misma; apenas se había debilitado el brillo verde de sus pupilas; y sus labios, antes bermejos, aparecían teñidos únicamente de un leve color rosa muy parecido al de sus mejillas. 

Las pequeñas flores azules que yo había notado en sus cabellos aparecían totalmente secas y habían perdido casi todos sus pétalos. Todo esto no le impedía en absoluto seguir pareciendo fascinante, hasta el punto de que, a pesar de las extrañas circunstancias de aquella visión, y del modo inexplicable en que había entrado en mi cuarto, en ningún momento sentí miedo.

Depositó la lámpara sobre la mesa, tomó asiento al pie de mi lecho y, reclinándose sobre mí, me dijo con esa voz argentina y atildada que sólo en ella he conocido:

—Me he hecho esperar demasiado, querido Romualdo, y tal vez hayas pensado que me había olvidado de ti. Pero vengo de muy lejos, y de un lugar del que nadie ha regresado todavía. Vengo de un país donde no existen lunas o soles, apenas un horizonte de insondable penumbra. No existen caminos ni senderos, ni tampoco una tierra donde posar el pie, o aire donde batir las alas; sin embargo, aquí me tienes, porque el amor es más fuerte que la muerte, a la que terminará derrotando. 

¡Ah, en mi viaje he visto rostros tristes y cosas espantosas! ¡Cuánto sufrió mi alma, que sólo el poder de la voluntad ha permitido regresar a este mundo para recuperar su cuerpo e instalarse en él! ¡Cuántos esfuerzos tuve que hacer para desplazar la losa con que me sepultaron en mi tumba! ¡Fíjate! Mira mis palmas llenas de heridas. ¡Bésalas, amor mío, para que puedan curarse!

Me extendió ambas manos, sobre las que una y otra vez deposité mis labios mientras ella me contemplaba con una sonrisa de indescriptible complacencia.

Reconozco, para mi vergüenza, que me había olvidado totalmente tanto de las advertencias del abad como del hábito al que servía. Había cedido a la primera tentación sin oponer la menor resistencia. Ni siquiera había intentado rechazar al tentador; la frescura de la piel de Clarimonda penetró en la mía y una profunda voluptuosidad recorrió mi cuerpo. 

¡Pobre niña! A pesar de todo lo que he visto, todavía no puedo creer que fuese un demonio; por lo menos no tenía esa apariencia, y la verdad es que Satanás nunca escondió sus garras y cuernos con tanta delicadeza. 

Había recogido los talones y permanecía echada al borde de la cama, en una actitud llena de inocente coquetería. De vez en cuando su pequeña mano recorría mis cabellos formando bucles, como si quisiera comprobar en mí el efecto de diferentes peinados. Permití que lo hiciera, sintiendo el placer más culpable, mientras añadía los encantos de un delicioso murmullo. 

Puede destacarse aquí que no sentí el menor asombro ante un hecho tan inusitado y que —con esa tendencia a aceptar como sencillos los acontecimientos más sorprendentes que tenemos en nuestras visiones— todo me parecía completamente natural.

—Te amaba mucho antes de conocerte, querido Romualdo, y por eso te busqué por todas partes. Eras mi sueño, y cuando en ese instante fatal te encontré en la iglesia, no pude sino decirme: ¡Es él! Te lancé entonces una mirada en la que latía toda mi devoción por ti; una mirada capaz de perder a un cardenal, capaz de humillar ante mí a un rey con toda su corte. Pero tú permaneciste impasible y preferiste a tu Dios antes que a mí. 

¡No te imaginas los celos que tengo de Dios, porque sé que todavía le amas más que a mí! ¡Cuántos sufrimientos me agobian! ¡Clarimonda la muerta, a la que has resucitado con un beso, y que por ti es capaz de forzar su propio sepulcro para venir a consagrarte una vida a la que sólo ha regresado para hacerte feliz, nunca podrá ser tu única dueña!

En medio de las palabras me prodigaba frenéticas caricias, que aturdían mis sentidos y mi razón hasta tal punto que no me dio miedo proferir una gran blasfemia para consolarla, y por tanto le dije que la amaba tanto como a Dios.

Sus pupilas recuperaron la luz y brillaron como crisopacios.

—¡Es verdad! ¡Es verdad! ¡Tanto como a Dios! —dijo mientras me envolvía en sus hermosos brazos—. Y puesto que es cierto, vendrás conmigo y me seguirás a donde desee. Dejarás a un lado ese horrible hábito negro. Te convertirás en el más hermoso y envidiado caballero. Serás mi amante. ¡Nada menos que el amante de Clarimonda, que ya rechazó a un papa! ¡Y qué vida habremos de compartir, repleta de placeres y felicidad! ¿Cuándo partimos, mi señor?

—Mañana, mañana —exclamé en mi delirio.

—De acuerdo, mañana. De ese modo podré cambiarme de ropa; ésta es muy liviana, y no demasiado apropiada para el viaje. También debo avisar a mis criados, que realmente me creen muerta y no dejan de llorarme. Dinero, vestidos, carruaje: ¡todo estará preparado! Vendré a buscarte a esta misma hora. Adiós, mi amor.

Sus labios tocaron levemente mi frente. Se extinguió la lámpara. Se apagó la luz, y el cortinaje, al cerrarse, no me dejó ver nada más. Un pesado sueño sin sueños me derrotó y se adueñó de mí hasta el amanecer. Me desperté más tarde de lo habitual y el recuerdo de una visión tan extraordinaria me conturbó todo el día; terminé por convencerme de que no eran sino vapores exhalados por mi exaltada imaginación. 

Sin embargo, las sensaciones habían sido tan nítidas que me costaba creer que no hubiesen sido reales, de modo que me acosté, no sin miedo ante lo que pudiera pasarme, después de pedirle a Dios que apartase de mí los malos pensamientos y protegiese la castidad de mi sueño.

No tardé en dormirme profundamente, y mi sueño tampoco tardó en reaparecer. Se abrió el cortinaje y vi nuevamente a Clarimonda; ya no estaba pálida, ni envuelta en un sudario blanco y ataviada con mortuorias violetas, sino alegre, leve y jovial, vestida con un traje maravilloso de terciopelo verde recamado de oro y que, recogido en un lado, permitía ver una falda de raso. 

Sus rubios cabellos sobresalían bajo un enorme sombrero de fieltro negro repleto de plumas blancas caprichosamente colocadas; llevaba en la mano una fusta que terminaba en un silbato de oro. Me tocó ligeramente con ella y me llamó:

—Y bien, bello durmiente, ¿estáis preparado? Esperaba encontraros despierto. Levántate deprisa, porque no tenemos un segundo que perder.

Salté de la cama.

—Vamos, vístete y partamos de una vez —insistió, señalándome un pequeño paquete que traía consigo—. Los caballos muerden el freno con impaciencia ante la puerta. Ya deberíamos estar a diez leguas de aquí.

Me vestí rápidamente, mientras ella me tendía la ropa, riéndose a carcajadas de mi torpeza y señalándome, cada vez que me equivocaba, el uso correcto. Después me peinó y al terminar me alcanzó un pequeño espejo de bolsillo hecho de cristal de Venecia, con filigranas de plata, y me dijo:

—¿Qué tal estás? ¿Quieres tomarme a tu servicio como tu criada personal?

Yo ya no era el mismo, hasta el punto de que me desconocía. Me parecía a lo que había sido tanto como una estatua a su bloque de piedra original. Mi antigua figura parecía apenas el grosero bosquejo de la que ahora reflejaba el espejo. Era bello, y semejante metamorfosis halagó enormemente mi vanidad. 

Una vestimenta tan elegante, y una chaqueta con tan ricos bordados me convertían en un personaje completamente diferente. Admiré el poder que esconde un simple corte de tela. El espíritu de mi hábito me traspasó la piel, y diez minutos más tarde aquella fatuidad ya me parecería permisible.

Di un par de vueltas por el cuarto para ganar soltura. Clarimonda me miraba con maternal satisfacción: parecía complacerse en su obra.

—Basta de niñerías. ¡Vamos, querido Romualdo! Vamos muy lejos y puede que no lleguemos.

Me cogió de la mano y me llevó con ella. A su paso se abrían las puertas sin que apenas las tocase. Pasamos frente al perro sin despertarlo.

Frente a la puerta nos encontramos a Margaritone; era el escudero que yo conocía; sujetaba las bridas de tres caballos tan negros como los anteriores, uno de ellos para mí, otro para él, y el tercero para Clarimonda. 

Se trataba sin duda de caballos árabes españoles, nacidos de yeguas fecundadas por el céfiro, porque corrían como el viento; la luna, que a nuestra partida se había levantado para iluminarnos el sendero, rodaba en el cielo como una rueda salida del carro; la veíamos a nuestra derecha, brincando de un árbol a otro, tratando de darnos alcance. 

Enseguida llegamos a una llanura donde, tras un grupo de árboles, nos esperaba un carruaje tirado por cuatro fuertes animales; entramos en él y los postillones no tardaron en lanzarlo a una carrera desenfrenada. 

Rodeé con mi brazo el talle de Clarimonda, que apoyaba una de sus manos sobre la mía. Dejó caer su cabeza sobre mi hombro, rozándome el brazo con el cuello desnudo. Nunca había sentido una dicha como aquélla. En ese momento lo olvidé todo; recordaba menos mi vida de clérigo que la que había llevado en el seno materno, tal era la fascinación que ejercía sobre mí aquel espíritu maligno. 

A partir de esa noche, mi naturaleza en cierto sentido se desdobló y convivieron en mi interior dos hombres que se ignoraban mutuamente. A veces creía ser un sacerdote que cada noche soñaba que se convertía en un gentilhombre, y otras creía ser un gentilhombre que cada noche soñaba ser un sacerdote. No lograba discernir entre el sueño y la vigilia, y tampoco sabía dónde empezaba la realidad y dónde terminaba la ilusión. 

El joven señor, disipado y libertino, se reía del sacerdote; el sacerdote, por su parte, aborrecía a aquel joven fatuo. Dos espirales entreveradas y confundidas que, a pesar de todo, nunca se tocaban, formando una exacta representación de la vida bicéfala que llevaba. 

A pesar de lo raro de la situación, creo que nunca me vi amenazado por la locura. Nunca dejé de notar las diferencias entre una y otra vida. Sólo había un hecho absurdo que no lograba explicarme: que el sentimiento de un solo yo pudiese darse en dos hombres tan diferentes.

Jamás dejé de reparar en esta anomalía, tanto cuando me veía como un cura del pueblo de ***, como cuando me veía convertido en il signor Romualdo, conocido amante de Clarimonda.

    El caso es que vivía, o al menos eso pensaba, en Venecia; todavía no he podido distinguir qué había de real y qué de ilusión en tan sorprendente aventura. Habitábamos un enorme palacio de mármol sobre el Gran Canal, repleto de frescos y estatuas, con dos Tizianos de la mejor etapa en la cámara de Clarimonda; un palacio digno de un rey, en suma. 
 
    Cada uno de nosotros tenía a su disposición una góndola con sus propias barcarolas con nuestro sello, una cámara para escuchar música, y un poeta a nuestro servicio. Clarimonda entendía la vida según un estilo exigente, y había algo de Cleopatra en sus maneras. 
     
    En cuanto a mí, llevaba una vida de príncipe y mostraba tal orgullo que perfectamente podría haber pasado por el descendiente de la familia de alguno de los doce apóstoles o de los cuatro evangelistas de la Serenísima. 
 
    Nunca me habría apartado del camino para dejar paso al Dux y no me parece que, desde que Satán cayó al abismo, haya existido nunca nadie tan insolente y vanidoso como yo. Me dirigía muchas veces al Ridotto, donde jugaba a un juego infernal. También frecuentaba ambientes distinguidos, de señoritos caídos en desgracia, actrices de teatro, estafadores, caraduras y espadachines. 
 
    A pesar de esta vida, sin embargo, siempre le fui fiel a Clarimonda. La amaba con locura. Ella era capaz de excitar al propio hartazgo, de sujetar a la propia inconstancia. Ser el dueño de Clarimonda era como ser el dueño de veinte amantes, como ser el amante de todas las mujeres, porque era tan cambiante y polifacética como un camaleón. 
 
    Uno cometía con ella la infidelidad que hubiese cometido con otras, porque adoptaba el carácter, la apariencia y la hermosura de la mujer que en cada momento deseara. Me devolvía mi amor centuplicado, y en vano los jóvenes patricios y hasta los ancianos del consejo de los Diez le hicieron fabulosas propuestas; un Foscari llegó a pedirle su mano. Pero ella los rechazó a todos. 
 
    Estaba saturada de oro; sólo deseaba amor, un amor joven y puro que ella misma despertara a su antojo, y que fuese al mismo tiempo el último y el primero. Mi dicha habría sido perfecta de no haberlo impedido aquella maldita pesadilla que me agobiaba todas las noches y en la que me veía convertido en un sacerdote que se laceraba y hacía penitencia para purgar mis excesos diurnos. 
 
    Tanto me acostumbré a la presencia de Clarimonda que dejó de sorprenderme la extraña manera en que la había conocido. De vez en cuando, pese a ello, las palabras del abad resonaban en mi memoria y no dejaban de inquietarme.
       
        Transcurrió el tiempo y la salud de Clarimonda se resintió; el color de su rostro se iba esfumando poco a poco cada día. Los médicos que la atendían no podían hacer nada frente a su enfermedad. Recetaron medicinas insignificantes y no volvieron para comprobar sus efectos. 
 
    Ella palidecía a ojos vistas y su cuerpo se iba enfriando. Se la veía tan blanca y mortecina como aquella noche en aquel castillo desconocido. Esta decadencia me desesperaba. Ella, conmovida ante mi sufrimiento, me sonreía con dulzura y tristeza, con esa sonrisa fatal que muestran los que desconocen la cercanía de su muerte.

Una mañana me encontraba sentado junto a su lecho, desayunando frente a una mesita, y dispuesto a no abandonarla un instante. Mientras pelaba una fruta me produje accidentalmente un profundo corte en el dedo. La sangre corrió en hilillos purpúreos, y algunas gotitas salpicaron a Clarimonda. 

Sus ojos recuperaron entonces el brillo, y noté en su cara una expresión de salvaje y feroz alegría que hasta entonces nunca había notado. Saltó del lecho con agilidad animal —con la agilidad de un mono o de un gato— y se lanzó sobre mi herida, que succionó con indescriptible voluptuosidad. Sorbió despacio mi sangre, con la delectación de un gourmet que cata un vino de Jerez o Siracusa; entrecerraba los ojos, cuyas verdes pupilas no eran ahora redondas, sino oblongas. 

De vez en cuando se interrumpía para besarme la mano, después posaba mis labios sobre la herida y bebía una nueva gota. Cuando vio que la sangre cesaba de manar, se levantó con los ojos húmedos y brillantes, más rosada que una aurora primaveral, con la mano también húmeda y tibia, y más lozana y hermosa que nunca, en perfecto estado de salud.

—¡Nunca moriré! ¡Nunca moriré! —exclamó ebria de gozo, colgándose de mi cuello—. Todavía podré amarte durante mucho tiempo. Mi vida está en la tuya, y todo lo que soy viene de ti. Unas gotas de tu rica y noble sangre, más valiosa y eficaz que todos los elixires de la tierra, me han devuelto la vida.

Esta escena me preocupó enormemente y me inspiró extrañas dudas sobre Clarimonda; esa misma noche, cuando el sueño me llevó al presbiterio, vi al abad Serapione más serio y preocupado que nunca. Me contempló atentamente y me dijo:

—No contento con perder tu alma, quieres perder también el cuerpo. ¡Joven infeliz, cómo has podido caer en esa trampa!

El tono con que pronunció aquellas palabras consiguió conmoverme; mi impresión, sin embargo, se disipó enseguida y mil cosas diferentes la suplantaron. Una noche, a pesar de ello, noté en el espejo, en cuya pérfida posición ella no había reparado, que Clarimonda derramaba un polvillo en la copa de vino sazonado que normalmente me preparaba tras la cena.

Cogí la copa y fingí beber, dejándola después sobre el mueble, como si estuviese dispuesto a acabarla más tarde. Entonces, en cuanto mi amada me volvió la espalda, derramé su contenido bajo la mesa y me retiré a mis aposentos, dispuesto a no dejarme vencer por el sueño y a ver lo que ocurría. 

No tuve que esperar mucho. Apareció Clarimonda, cubierta por su bata y, despojándose de sus velos, se tumbó a mi lado. En cuanto comprobó que yo dormía me descubrió el brazo y sacó de entre sus cabellos un alfiler de oro; luego musitó:

—Una gota, sólo una gota; un minúsculo rubí en la punta de mi aguja… Ya que me amas, no debo morir… Pobre amor mío, debo beber tu sangre, cuyo color me deslumbra. Duerme, mi único bien, mi dios, mi niño; no te haré nada, sólo cogeré de tu vida lo imprescindible para que la mía no se extinga. Si no te quisiera tanto buscaría otros amantes cuyas venas dejaría secas; pero desde que te conozco los odio a todos. ¡Ah, qué hermoso brazo! ¡Qué pálido y torneado! Nunca me atreveré a pinchar esa bella venita azul.

Mientras hablaba no dejaba de sollozar, y yo notaba cómo sus lágrimas se deslizaban por mi brazo, que ella sujetaba entre sus manos. Por fin se decidió y me hizo una pequeña herida con la aguja, dedicándose a sorber la sangre que manaba de ella. Aunque sólo bebió unas gotas, la contuvo el miedo a extenuarme; me rodeó cuidadosamente el brazo con una pequeña venda y, después de aplicarle cierto ungüento a la herida, logró que ésta cicatrizase inmediatamente.

Ya estaba claro; Serapione estaba en lo cierto. Sin embargo, a pesar de esta certeza, me resultaba imposible no amar a Clarimonda, y con todo el placer del mundo le habría dado toda la sangre necesaria para mantener artificialmente su existencia. Además, tampoco sentía grandes miedos; en la mujer encontraba ahora la explicación del vampiro, y lo que había visto y oído me daba un convencimiento total sobre ello. Yo contaba además con venas fuertes y vigorosas, que no sería fácil agotar, por lo que nada me incitaba a escatimar algunas gotas de mi vida. Yo mismo me habría abierto el brazo para decir: «¡Bebe! ¡Y que mi amor entre en tu cuerpo junto con la sangre!». Evité mencionar el narcótico que había derramado en mi copa y la escena de la aguja, y desde entonces vivimos en perfecto acuerdo. Sin embargo, mis escrúpulos de sacerdote me torturaban cada día más, y ya no sabía qué tormento inventar para mortificar y herir mis carnes. Aunque estas visiones fueran involuntarias, y yo no participase en ellas, tampoco me atrevía a tocar al Cristo con unas manos tan impuras, con un espíritu ensuciado por tales excesos, reales o soñados. Para evitar tan terribles alucinaciones, trataba de esquivar el sueño, mantenía mis párpados abiertos incluso con los dedos, me sujetaba en pie contra la pared, hacía todos los esfuerzos imaginables, pero finalmente la arena del sueño me irritaba los ojos y, al ver que todo era inútil, me entregaba, preso de la lasitud y el desánimo, a esa corriente que me arrastraba hasta pérfidas orillas. Serapione me hacía los exhortos más enfáticos y recriminaba enérgicamente mi desidia y escaso fervor. Un día en que yo había estado más agitado de lo habitual, me dijo:

—Sólo existe un modo de despojarte de esta obsesión, y aunque sea extremo, debemos ponerlo en práctica. Sé dónde han enterrado a Clarimonda; es necesario desenterrarla para que veas el lamentable estado en que se encuentra tu amada. De ese modo no querrás perder tu alma por un cadáver inmundo carcomido por los gusanos y que pronto se transformará en polvo. Así volverás en ti.

Por mi parte, estaba tan cansado de mi doble vida que accedí, ansioso por saber quién era víctima de una ilusión, si el cura o el gentilhombre. Estaba dispuesto a matar en beneficio del otro, a uno de los dos hombres que convivían en mi interior, e incluso a ambos, porque semejante vida era insoportable. El abad se hizo con un pico, una palanca y una linterna, y a medianoche nos encaminamos hacia el cementerio de ***, cuya ubicación él conocía perfectamente. La luz de nuestra linterna sorda acarició las diferentes inscripciones de las lápidas, hasta que finalmente llegamos a una piedra, semiescondida por el pastizal, y devorada por musgos y plantas parásitas, donde logramos leer el inicio de la siguiente inscripción:

 AQUÍ YACE CLARIMONDA,

QUE FUE, DURANTE SU VIDA,

LA MÁS HERMOSA DEL MUNDO

 

 —Es aquí —anunció Serapione.

Dejó la luz sobre el suelo, colocó la palanca en el intersticio que dejaba la piedra y empezó a levantarla. La piedra cedió, y él empezó a trabajar con el pico. Yo, con una expresión sombría en el rostro, contemplaba sus esfuerzos. Serapione, inclinado sobre aquel macabro lugar, brillaba de sudor y respiraba entrecortadamente, con un aliento agitado que recordaba el estertor de un moribundo. Era un espectáculo extraño. Si alguien nos hubiese sorprendido nos habría tomado por profanadores de tumbas y ladrones de sepulcros, y no por ministros de Dios. Por la fuerza salvaje que exhibía en su empeño, el abad recordaba antes a un demonio que a un apóstol o un ángel, y en su rostro, cuyas facciones austeras y marcadas se destacaban con aquella tenue luz, se pintaba un gesto inquietante. Un sudor helado me perlaba los miembros y mis cabellos se erizaron hasta producirme dolor. En el fondo, reprobaba el acto del rígido Serapione como si aquél fuese un terrible sacrilegio, y habría preferido que desde las umbrías nubes que se extendían sobre nosotros cayese un triángulo de fuego capaz de abrasarle. Los búhos, alarmados por el brillo de la linterna, acudieron desde los cipreses para batir pesadamente sus polvorientas alas contra el cristal, emitiendo chillidos desgarradores. Los zorros, en la distancia, también emitían aullidos inquietantes, y otros mil ruidos siniestros herían aquel silencio. Por fin, el pico de Serapione tocó el ataúd, cuya madera resonó sordamente, con ese espantoso ruido que produce la nada al ser tocada. Entonces abrió la tapa, y pude ver a Clarimonda, pálida como el mármol, y con sus manos unidas sobre el pecho. Su blanco sudario mostraba un único pliegue desde la cabeza a los pies. Una minúscula gota púrpura brillaba como una rosa en un extremo de su boca lívida. Serapione, al verla, aulló de furia:

—¡Ah, demonio! ¡Estás aquí! ¡Cortesana maldita, bebedora de sangre y de oro!

Roció el cuerpo y el ataúd con agua bendita, trazando con su hisopo la señal de la cruz sobre ambos, En cuanto el sagrado rocío tocó el bello cuerpo de Clarimonda, éste se convirtió en polvo, dejando únicamente una mezcla terrible y difusa de cenizas y huesos corruptos.

—¡Ahí está tu amante, signor Romualdo! —exclamó aquel hombre implacable, señalando los tristes despojos—. ¿Todavía quieres pasearte por el Lido y por Fusine con esta hermosura?

Bajé la mirada; algo había cedido en mi interior. Volví al presbiterio y el señor Romualdo, amante de Clarimonda, se despidió del pobre cura al que durante tanto tiempo honrara con su extraña compañía. Sólo volví a ver de nuevo a Clarimonda en la noche siguiente, cuando me dijo, igual que el primer día en el umbral de la iglesia:

—¡Desdichado! ¡Desdichado! ¿Qué has hecho? ¿Por qué has oído a ese sacerdote necio? ¿Es que no eras feliz? ¿Qué te hice para que profanaras mi tumba y dejaras al descubierto las miserias de mi nada? Todo el diálogo entre nuestras almas y cuerpos se ha roto ahora para siempre. Adiós. Sentirás mi ausencia.

Se desvaneció en el aire, como si fuese humo, y nunca más volví a verla.

Y tenía razón: lamenté su ausencia, que todavía hoy lloro. Pagué un alto precio por la tranquilidad de mi alma, ya que el amor de Dios no me resultó suficiente para sustituir el suyo. Ésta es, querido hermano, la historia de mi juventud. Nunca mires a una mujer, y camina con los ojos fijos en el suelo, porque por casto y prudente que seas, bastará un segundo de distracción para que te pierdas para toda la eternidad.

 


 

Comentarios

Entradas populares de este blog

El deseo - Roald Dahl

El ojo en el dedo - Raúl Avila

Se solicita sirvienta - Patricia Laurent Kullic