La prima de Vera - Zoé Valdés

Ya está aquí, repitiendo la anhelada visita anual. Llega, deposita sus valijas y en seguida la casa se llena de aromas tropicales, adelfas, jazmines, vicaria blanca, gladiolos, rosas amarillas, girasoles, acacias, orquídeas, helechos, boquitas de león, tulipanes, violetas, siemprevivas, buganvillas, y hasta marpacíficos. 

Sorprende su regocijo, la prima de Vera posee una alegría tan fuera de lo común que da miedo, lo trastoca todo como si se apoyara en una varita mágica. Cuando ríe lo hace acaparando el más mínimo espacio, ya no queda sitio para otra risa. 

Sin preocuparse de las miradas extiende los brazos hacia atrás, abre la larga cremallera a su espalda y de un tirón se saca por encima de la cabeza el vestido de seda gris con diminutos motivos floreados. 

Va hacia el refrigerador paseándose en paños menores, es decir, en blúmer y ajustador; la piel tersa y acaramelada roza los lugares más tontos, la punta de la mesa con el muslo, cuidado, te harás un morado, le digo, ella se encoge de hombros, el cubo de la basura con la rodilla derecha, al querer curiosear en el interior del congelador descansa el mentón unos segundos encima de la agarradera; está reflexionando en si toma una paletica de helado o sencillamente un puñado de hielo. 

Prepara un alto vaso color flamingo con agua y bastantes trocitos de hielo, se lo empina y bebe sedienta hasta que sus dientes chocan y mastican lo sólido con aquellas muelas intactas, sin un asomo de carie, sin un minúsculo empaste de plomo. 

Luego, por supuesto, vuelve a sonreír, la boca rojísima debido a los efectos del hielo, y hasta exclama ¡qué rico, tú! con una gracia envidiable. Se dirige a una de las maletas y extrae de ella un vestido color azul turquesa, el cual desliza por sobre su cuerpo con la maestría de una pantera. 

Nos invita, con esa pronunciación desenmascarada de eses, a dar una vueltecita por el barrio y ya su mano se ha apoderado del picaporte. La puerta ya está abierta y hechizados huimos detrás de ella.

La prima de Vera no es tan alta, pero cuando camina su falda ondea sobre las corvas con el vaivén de la eterna adolescencia desgarbada. Nos damos cuenta de que a su aparición el sol comienza a desplazar los edificios, y las aceras antes sombreadas se azulean con matices marinos. 

Se ha ido el olor a polvo antiguo y otra vez nos inunda la brisa que viene del río, o del soñado mar, anunciando peces y euforia. De las ventanas y de los balcones descuelgan piernas balancéandose al abismo de la luz. 

Miren cómo ha cambiado el mundo, señores, comenta la joven como si desembarcara de una nave espacial, como si llegara de otro planeta, si sólo viene de una isla. ¡Qué suerte que aquí hay estaciones! Por fin puedo escuchar a Vivaldi y entenderlo a plenitud. Eso dice la prima de Vera, que, como ya ustedes podrán suponer, proviene de un sitio lejano donde sólo existe el intenso y achicharrante calor. 

Abordamos una plazoleta, no hay hombre que no voltee la cabeza para gozar a la muchacha, también las mujeres la observan, unas con resentimiento, otras perplejas, las de más allá con deseo. 

Ella va muy dispuesta a la mesa engalanada con juegos de sombra y claridad tejidos por la copa de un árbol; en donde ella se pose vendrán invariablemente a revolotear las mariposas, las abejas detrás del dulce, los colibríes cazando colores. 

Pedimos café y la prima de Vera un kir porque declara que está harta de las bebidas calientes, desea probar refrescos exóticos, acariciar su paladar con sabores que, más tarde, al regreso, podrá recordar sin aburrirse. 

Intentamos preguntarle sobre la isla y se carcajea maldita, mira a ambos lados y canturrea rememorando a Panchito Riset: El cuartico está igualito que como tú lo dejaste. Luego, descarada, clava sus ojos cual pétalos de miel en la mirada de un tipo a punto de comérsela viva, susurra mientras saborea el kir: Me gusta aquél. Y lo pronuncia como si fuera la primera vez que ocurriera que le agradara un aquél. 

Ya conocemos de su fanatismo por enamorarse, de hecho es como si ella trajera esencias misteriosas embotelladas en pequeños frascos para renovar el amor. Nos decidimos a pedir noticias de su familia. ¿Y cómo anda Vera? Andar, anda con los pies, encantada de la vida, contesta cruzando los brazos sobre la mesa, de manera tal que el busto se le sube y desborda el escote. 

Al punto tararea una canción que no hemos escuchado en la radio, ni en la tele, ni en ninguna parte, una de esas de vulgar contenido y de contagiosa melodía, de las que invitan a menearse desde los hombros pasando por la cintura, regodeándose en la pelvis y afincándose en las nalgas, para enseguida recorrer los muslos, las pantorrillas, teniendo su cumbre en los pies, y de los pies reinicia su ascensión hacia la boca, los ojos, emborrachando así a la mente. 

Uno de nosotros vuelve a la carga con el interrogatorio. ¿Cómo te llamas? Apareces y desapareces y nunca has dicho tu verdadero nombre. Cielito, soy la prima de Vera, ¿no basta? Qué manía de preguntadera tienen ustedes, debe de ser el frío. El exceso mata el goce, aprovéchenme ahora porque en cuanto venga el calor me largo. ¡Ay, qué delicia de tiempo! 

Quedamos mudos, pensando que pasaremos otro abril y otro mayo encantados con la exuberancia de la prima de Vera, quien no tiene necesidad de decir su nombre para que ustedes sospechen de quién se trata. 

Al marcharse, con ella se irá la inspiración; nos prepararemos para otro huésped, quien no es el primo de nadie, sino un chiquito jodedor y sudoroso que obliga a retirarse a las playas, a burlarnos de los peces de colores y que responde al mote de Ver-Ano.

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