El gato de Dick Baker - Mark Twain

    Uno de mis camaradas allí —otra de esas víctimas de dieciocho años de trabajo infructuoso y esperanzas frustradas— era una de las almas más nobles que jamás haya llevado pacientemente su cruz por un exilio lleno de fatigas. Hablo del grave y sencillo Dick Baker, minero del Barranco del Caballo Muerto. Tenía cuarenta y seis años, era gris como una rata, serio, pensativo, de escasa educación, vestía con desaliño y siempre iba manchado de barro, pero su corazón era de un metal más precioso que todo el oro que nunca pudo sacar con su pala. En realidad, que todo el que jamás se haya extraído o acuñado.   

    Siempre que le fallaba la suerte o se sentía desanimado, le daba por lamentarse de la pérdida de un gato maravilloso que había tenido (porque a falta de mujeres e hijos, los hombres de buen corazón se encariñan con las mascotas, pues necesitan algo que amar). Y siempre hablaba de la singular inteligencia de ese gato, como si en el fondo de su corazón creyera que aquel animal tenía algo de humano (o incluso de sobrenatural). En cierta ocasión le oí hablar de su gato, y dijo lo siguiente: —Caballeros, yo tenía un gato que se llamaba Tom Cuarzo y que estoy seguro de que les hubiera sorprendido, porque habría sorprendido a cualquiera. Ocho años pasó aquí conmigo, y era el gato más asombroso que he visto en mi vida. Era un macho grande y gris, y tenía más seso y sentido común que cualquier hombre de este campamento, y tanta dignidad que no hubiera permitido que el gobernador de California se tomara confianzas con él. No cazó ni una sola rata en su vida, pues parecía estar por encima de esas cosas. Solo le interesaba la minería, y el buen gato sabía más de minas que cualquier hombre de cuantos he conocido. No había nada que no supiera de la explotación de bolsas y aluviones, porque había nacido para ello. »Solía escarbar con nosotros cuando Jim y yo íbamos a las colinas en busca de oro, y venía trotando detrás de nosotros aunque nos alejáramos ocho kilómetros. Tenía un olfato insuperable para encontrar los mejores terrenos, vaya si lo tenía; nunca vi nada igual. Cuando íbamos a trabajar, echaba una ojeada a su alrededor y, si el terreno no le convencía, se te quedaba mirando, como diciendo: “Me parece que tendréis que disculparme”, y sin mediar palabra levantaba la nariz y se largaba a casa. Pero si el sitio le gustaba, entonces se tumbaba en el suelo y aguardaba enigmáticamente a que hubiéramos lavado la primera batea. Entonces se acercaba sigilosamente y echaba una ojeada, y con que hubiera seis o siete pepitas de oro se daba por satisfecho (no aspiraba a más). Luego se tumbaba sobre nuestras chamarras y roncaba como una locomotora hasta que dábamos con la bolsa; entonces se levantaba para supervisar, porque para eso era como un rayo. »Y bueno, al cabo del tiempo llegó la fiebre del cuarzo. Todo el mundo andaba metido en eso; picaban y barrenaban en vez de cavar en las lomas de las montañas; abrían pozos en vez de zapar en la superficie. Jim no quería oír hablar de aquello, pero nosotros también tuvimos que lidiar con esas rocas, y así lo hicimos. Comenzamos abriendo un pozo, y el bueno de Tom Cuarzo empezó a preguntarse qué demonios sería aquello. Nunca había visto excavar de esa manera y se sentía incómodo. Se diría que no alcanzaría a comprenderlo, por mucho que lo intentara. Era demasiado para él.   

     »Además, aborrecía aquel trabajo, podéis jurarlo, lo aborrecía con todas sus fuerzas, y creo que siempre lo consideró una soberana estupidez. Pero es que aquel gato siempre estuvo en contra de los inventos modernos, nunca pudo soportarlos. Y ya sabéis lo que pasa con las viejas costumbres. Pero al cabo de un tiempo Tom Cuarzo empezó a reconciliarse con aquellas prácticas, aunque nunca llegó a entender del todo aquel eterno excavar pozos para no sacar nada. Al final decidió bajar él mismo al pozo para descifrar el misterio. Y cuando estaba triste o se sentía zarrapastroso, ofendido o disgustado —sabiendo, como sabía, que las deudas se iban acumulando y no sacábamos ni un centavo—, se arrebujaba sobre un saco de arpillera y se echaba a dormir. Pues bien, un día en que habíamos alcanzado una profundidad de dos metros y medio, vimos que la roca estaba tan dura que tuvimos que aplicarle una carga, la primera que poníamos desde que nació Tom Cuarzo. Prendimos la mecha, salimos corriendo y nos alejamos unos cincuenta metros... sin acordarnos de que habíamos dejado a Tom Cuarzo profundamente dormido sobre el saco de arpillera.   

     »Al cabo de un minuto vimos una nube de humo salir del agujero, y entonces se produjo un estallido de mil demonios, y unos cuatro millones de toneladas de rocas, polvo, humo y astillas salieron volando por los aires hasta una altura de casi dos kilómetros y, ¡diantre!, en medio de aquel pandemónium el bueno de Tom Cuarzo caía en picado, bufando, resoplando e intentando agarrarse a algo como un poseso. Pero, ay, no le sirvió de nada. Y eso fue lo último que supimos de él durante un par de minutos; entonces, de repente, empezaron a llover rocas y escombros, y Tom Cuarzo vino a estrellarse justo a tres metros de donde estábamos. He de reconocer que me pareció el animal más espantoso que pudiera verse. Tenía una oreja en el cogote, la cola en punta, las pestañas chamuscadas, y estaba negro de pólvora y humo, y cubierto de cieno y barro.   

     »No tenía sentido tratar de disculparnos, y no supimos qué decir. Él se miró con gesto de asco y acto seguido nos miró a nosotros, como diciendo: “Señores, tal vez se crean muy listos por aprovecharse de un gato sin experiencia en la extracción de cuarzo, pero yo opino de manera muy distinta”; luego dio media vuelta y marchó a casa sin decir nada más. »Así era él. Y puede que no lo creáis, pero después de aquello no se vio un gato tan contrario a las minas de cuarzo como aquel. Y, cuando al poco tiempo se decidió a bajar nuevamente al pozo, os sorprendería su sagacidad. En cuanto poníamos una carga y la mecha empezaba a chisporrotear, nos lanzaba una mirada que significaba: “Me parece que tendréis que disculparme”, y era sorprendente la rapidez con que salía del pozo y trepaba a un árbol. ¿Sagacidad? No sé como llamarlo. ¡Auténtica inspiración!» Entonces le dije a mi amigo: —Caray, ese prejuicio contra las minas de cuarzo es sorprendente, teniendo en cuenta cómo lo adquirió. ¿Nunca pudiste curarlo de esa aprensión? —¿Curarlo? ¡Qué va! Tom Cuarzo era de los que no se apean del burro, y hubieras podido discutirlo con él tres millones de veces, que no le habrías quitado sus malditos prejuicios contra las minas de cuarzo. Nunca olvidaré el afecto y orgullo que iluminaban el rostro de Baker mientras rendía aquel homenaje a la firmeza de su humilde y viejo amigo. Dos meses después, no habíamos encontrado ni una sola bolsada. Habíamos peinado de arriba abajo las laderas de las montañas hasta dejarlas con más surcos que un campo de labranza. Podíamos haberlas sembrado de grano, pero no habría habido forma de comercializarlo. Localizamos varios terrenos que prometían, pero cuando apareció oro en la batea y nos pusimos a cavar, ansiosos y esperanzados, no encontramos nada; la bolsa que se supone que debía estar allí se hallaba más vacía que nuestros bolsillos. Finalmente nos echamos al hombro las palas y bateas y seguimos subiendo por las montañas en busca de nuevos parajes. Pasamos tres semanas explorando los alrededores del Campamento del Ángel, en el condado de Calaveras, sin obtener resultados. Luego vagamos entre las montañas, durmiendo bajo los árboles, pues el clima era muy suave, pero seguíamos estando tan pelados como la última rosa del verano. Como chiste es muy pobre, pero está en patética sintonía con las circunstancias, porque nosotros también éramos más pobres que una rata. Siguiendo la costumbre del país, siempre habíamos tenido la puerta abierta y nuestras reservas a disposición de los mineros ambulantes, que llegaban casi todos los días, dejaban sus palas a la entrada y compartían con nosotros nuestro humilde rancho. Y ahora que los vagabundos éramos nosotros, nunca nos sentimos acogidos con frialdad. Anduvimos por muchos parajes y en muchas direcciones. Aquí podría regalar al lector una vívida descripción de la región de Big Trees o de Yosemite, pero ¿qué me ha hecho ese lector para que yo lo atormente así? Lo dejaré en manos de viajeros menos escrupulosos, y me llevaré su bendición. Permitidme ser caritativo, aunque flaquee en todas las demás virtudes.   

 

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