El lobo nocturno - Karen Joy Fowler

 A veces las grietas en el techo del dormitorio de Anna se transformaban en la cabeza de un lobo. No siempre era fácil de ver. No podía verse recién acostados, cuando nuestra madre acababa de apagar las luces y no podíamos ver nada con claridad. No podía verse por la mañana cuando veíamos todo demasiado bien y la cabeza del lobo era sólo grietas en el techo, al igual que todas las demás. Cuando la veíamos, era en la mitad de la noche y nos habíamos despertado de pronto, y la veíamos en especial cuando la luna era brillante y entraba por nuestra ventana. Entonces estaba justo encima de nuestra cabeza mientras estábamos recostados y mirábamos hacia arriba. Estaba tendida hacia un costado, con la mirada hacia afuera, de modo que era imposible ver los ojos, mas se veía el punto oscuro donde se encontraba la nariz y todos sus dientes triangulares.

Anna obligó a su madre a correr la cama hacia el otro extremo del cuarto, lejos de la puerta, hacia la otra pared, a pesar de que su madre pensaba que era tonta. «¿Qué había allí que asustara?», había preguntado la madre de Anna. Aquellas grietas en el techo que no se parecían a un lobo para la madre de Anna, dijera lo que dijera Anna. De todas formas, ya era demasiado tarde. Por entonces el lobo había encontrado el camino hacia el dormitorio de Anna en medio de la noche, en medio de sus sueños, y en especial en aquellas noches en que la luz de la luna era clara y brillante. Por entonces, el lobo había encontrado su camino hacia Anna y venía cada vez que quería.

Un rectángulo oscuro reveló de pronto dónde debería haber estado la puerta cerrada. No era el lobo; el lobo nunca entraba con una luz detrás. Era la madre de Anna.

—¿Aún estás despierta? —susurró.

—Sí —contestó Anna.

—¿Por qué? —su madre fue hasta su cama.

—No puedo dormir.

—Mañana debes ir a la escuela.

—Simplemente no puedo dormir. ¿Te quedas conmigo?

—Compórtate como una niña grande —dijo la madre de Anna, besándola—. Dile a tu imaginación que te obsequie unos sueños dulces.

No cerró la puerta por completo cuando se fue; Anna vio la franja brillante de la abertura antes de que su madre apagara la luz de la sala. Anna no estaba más segura con la puerta cerrada. Un lobo de verdad no podía girar el tirador resbaladizo con sus patas, aunque quizás pudiera hacerlo con sus dientes. Sin embargo, un lobo con la magia de la luna detrás de él y la oscuridad siempre podía entrar. Malhumorado y resollando. ¿Quién está asustado? ¿Quién no lo estaría?

—Nombra un vegetal —dijo Emily.

—¿Qué? —preguntó Anna.

—No, rápido. Cualquier vegetal.

—Zumo.

—Eres extraña —le dijo Siri—. Pero yo dije apio, así que también soy extraña.

Las tres niñas regresaban juntas a sus casas después de la escuela y no había nada de extraño, en absoluto, con respecto a Siri, a quien su madre llevaba a la tienda de ropa Esprit y le trenzaba el cabello todas las mañanas, en una larga trenza francesa que caía por la espalda, y su padre la llamaba princesa, pero la dejaba ir sola en avión a la casa de su abuela. Anna pensaba que si llegaba a la casa de Siri temprano a la mañana siguiente, la madre de Siri podría trenzarle también el cabello. Algunas veces lo hacía. El cabello de Anna era de largo irregular y su madre no podía trenzarlo.

—¿Qué hay de extraño acerca del zumo?

—No es naranja —respondió Emily.

A Emily le estaban creciendo los pechos y podían verse debajo de su camiseta, unos bultitos exactamente donde se encontraban los pezones. Anna se compadecía de ella y siempre intentaba no mirar. Era extraño lo difícil que era no mirar algo si se pensaba en no mirar. Quizás se pensara que sería fácil. Siempre había infinidad de otras cosas para mirar.

—Una persona normal, si debe nombrar un vegetal rápido, nombra un vegetal naranja.

—¿Acaso el zumo no es naranja? —preguntó Anna—. Especie de naranja.

—¿De qué color es el zumo? —quiso saber Siri.

—No es naranja —afirmó Emily.

Michael Paxton apareció detrás de ellas sobre su monopatín. Cortó camino por el bordillo redondo y luego subió a la acera enfrente de ellas. Las ruedas delanteras cogieron una grieta y cayó hacia adelante, aterrizando sobre sus manos y rodillas. Se puso de pie, mirándolas desafiante. Siri rió.

—Zumo —dijo.

—Tú no podrías andar en monopatín —Michael no miraba a Siri. Examinó la palma de su mano. Anna pensó que sangraba, pero con tanta suciedad no podía asegurarlo. Anna no quería saber si era sangre.

—Me gustaría verte intentarlo —Michael miró a Anna, apretando la palma contra su camiseta para que dejara una mancha—. Tu madre te obliga a usar casco y andar en bicicleta por la acera.

Era verdad. No había nada que Anna pudiera decir. Michael era un niño tan pequeño. ¿A quién le importaba lo que pensara Michael Paxton?

—Ella nunca te dejaría subirte a un monopatín —el tono de Michael hizo que sonara como algo bastante malo. Se volvió a Emily—. Tú tendrías que usar una pechera.

—Michael, eres una basura —dijo Siri—. Eres la basura de sus zapatos.

El se alejó en su monopatín, saltó el bordillo sin caerse.

—Habla sobre tus vegetales naranjas —dijo Siri. Las niñas rieron a espaldas de él lo suficientemente alto como para asegurarse de que éste las oyera.

Habían llegado a la casa de Emily.

—Llámame esta noche —le dijo a Siri.

—Te llamaré —prometió Anna.

Corrió adentro. Anna podía oírla, gritándole a su madre que estaba en casa, que estaba hambrienta.

—¿Sabes qué dijo ella sobre mí? —preguntó Siri a Anna.

Cruzaron la calle. La luz del sol entre las hojas hacia un motivo de papel pintado. Se movía alrededor de los pies de Anna como si estuviera caminando en el agua.

—Dice que hablo sobre las personas a sus espaldas. Eso es lo que le dijo a Debbie. Ella es la que lo hace.

—Tú no hablas sobre las personas a sus espaldas —convino Anna. No le gustaba hablar sobre las personas.

—Llámame esta noche —Siri fingió que era Emily, su voz aguda y con una dulzura solapada. Habló con su propia voz otra vez—. Con que falsa —dijo—. Espera y verás. Cuando te llame te dirá algo malo acerca de mí.

—Te diré si lo hace —dijo Anna.

—Siempre lo hace —afirmó Siri—. Finge ser tu amiga y luego trata de poner a todos en contra tuya. ¿Te dejará tu padre hablar por teléfono esta noche?

—Sólo quince minutos si he terminado mi tarea.

—Apenas podemos decir unas palabras en quince minutos. Te llamaré yo —dijo Siri.

Abrió el portón de su patio. Un cocker spaniel embarrado la esperaba y saltaba excitado.

—No saltes, Pumpkin —le ordenó Siri. Se volvió a Anna—. Después de hablar con Emily, te llamaré y te contaré qué dijo. Pero no le digas que te conté.

—No lo diré —dijo Anna.

Anna podía guardar un secreto. Aunque, en realidad, lo más probable era que su padre no la dejara hablar tanto con Emily como con Siri.

—Las ves todo el día en la escuela —le diría—. Cualquier cosa que necesites decirles, tienes todo un día para hacerlo.

El padre de Anna hincó el tenedor y luego el cuchillo en su filete.

—Esto está bueno —le dijo a la madre de Anna, mientras masticaba—. Me sorprende que podamos comprarlo, pero esto está bueno.

—Esta vez —dijo la madre de Anna. Le pasó una escudilla de guisantes a Anna. Esta la pasó de nuevo—. Come un poco de guisantes, Anna. ¿Cómo te fue en la escuela?

—Bien —respondió Anna.

—¿Qué hiciste?

—Nada.

—¿Estuviste en la escuela durante seis horas y no hiciste nada? —preguntó la madre de Anna.

Anna miró su plato y dejó caer los guisantes uno a uno dentro de él, preguntándose cuántos debería servirse. Un guisante, dos, tres. Miró a su madre, miró de nuevo su plato. Cuatro guisantes, cinco.

—Nada en especial —comentó.

Colocó la cuchara nuevamente en la escudilla y pasó los guisantes a su padre. En la ventana detrás de su madre, el cielo comenzaba a oscurecerse. Ya podía ver la luna. A partir de ahora sólo se volvería más brillante.

—Pues cuéntame algunas de las cosas que hiciste que no eran especiales —pidió la madre de Anna.

—Déjala tranquila —intervino su padre—. Si no quiere hablar, no la hagas hablar. No hay nada de malo en no hablar —cortó otro bocado de filete—. Dios sabe, el mundo siempre puede utilizar algunas mujeres que no hablen.

Anna oyó que la puerta se abría de un empujón. La puerta no crujió ni nada. Era un sonido apenas audible. Tan sólo un movimiento de aire. Podía soñarse. Hasta podía soñarlo. La puesta de la luna formaba un charco azul en el techo, un gran charco soñador de luz, la ventana cortaba su forma. Se extendía por toda la habitación hasta donde yacía aún la cabeza del lobo, la vieran o no. Anna no la vio, pero cerró los ojos de todos modos, o soñó que lo hacía, pues si estaba soñando entonces nunca había abierto los ojos en realidad. El lobo entró en su sueño. Sabía exactamente dónde estaba ella. No había manera alguna de que ella se hiciera tan pequeña en la cama que éste no la viera. La oscuridad le ocultaba, mas no a ella. No la transformó en otra persona. El lobo podía oler ese olor tan suyo, tan de Anna. Ella podía olerlo a él. Podía sentir su aliento y su pelo. La cama crujió con su peso.

Anna se obligó a soñar sobre trampas. Era una tarea difícil.

Le tomó toda su atención. Soñó que atrapaba al lobo. Vio los dientes triangulares de la trampa, como la boca de un lobo, al cerrarse sobre la pata del lobo. Justo cuando éste pensaba que estaba a salvo. Justo cuando se decía a sí mismo, Anna nunca me haría daño. Anna no. La trampa lo cogería hasta que finalizaran la noche y la oscuridad. Hasta que la luz clara, dura, del sol le sorprendiera en su forma de luz de sol vulnerable.

Anna había oído una historia en algún lugar acerca de un lobo que pisó una trampa y masticó su propio pie para poder escapar. ¿Podría hacer él lo mismo? ¿Cómo podía hacer alguien una cosa así?

La casa estaba en silencio y la luz del sol inundaba. Anna se vistió y pasó delante de su padre, quien se afeitaba delante del espejo del baño. Colocó una brocha blanca de crema de afeitar en su pera y luego la quitó de nuevo. Mojó la navaja en la pila de agua.

—Buen día, Solecito —dijo—. ¿Cómo anda mi niñita?

La madre de Anna estaba preparando harina de avena.

—Dormilona —le dijo a Anna—. ¿Quieres pasas de Corinto o plátanos?

—Pasas de Corinto —pidió Anna.

El día entero se extendía delante de ella. Todo un día entero antes de que llegara la noche. El padre de Anna se detuvo en la puerta de la cocina y limpió el resto de la crema de afeitar de su cara con la manga de su camiseta. Olía a hojas de laurel. La madre de Anna raspó la olla de la harina de avena en el fregadero. Anna comió deprisa.

—¿Puedo ir a la casa de Siri? —preguntó—. He terminado mi desayuno.

—Tú te quedas aquí —dijo su padre—. Siempre huyes a lo de Siri. Concédenos el placer de tu compañía para variar un poco.

Después del desayuno solía ponerse una camisa con botones y una corbata sobre su camiseta. La madre de Anna solía ponerse medias y zapatos de tacón bajo y maquillarse su rostro. Se transformarían en personas que trabajan. Anna sería la persona que era en la escuela. Era la de siempre dondequiera que fuera.

La madre de Siri trenzó el cabello de Anna en la mesa del desayuno mientras Siri terminaba sus huevos con tostadas.

—Es más fácil cuando tu cabello no está tan limpio. No quiero decir que recomiende el cabello sucio. Déjame humedecer un poco el cepillo —dijo la madre de Siri dirigiéndose al fregadero y llevando su albornoz, un viejo albornoz rosado con partes brillantes y pedazos de lanilla.

Anna bostezó. A veces lo hacía deliberadamente, pues Siri no podía evitar responder con un bostezo; sin embargo, éste era un bostezo verdadero. Siri bajó su tenedor y se cubrió la boca.

—No lo haré —dijo, pero lo hizo y las dos niñas rieron.

—Es demasiado temprano para estar bostezando —dijo la madre de Siri.

—Anna me provocó.

—Quédate quieta ahora, Anna —dijo la madre de Siri, cepillando el agua en todo el cabello de Anna—. Tenemos dos minutos para convertir este revoltijo mojado en una cosa hermosa antes de que lleguen tarde a la escuela. Siri, debes comer tu huevo. Y no pierdas de vista la cinta de goma.

Anna hizo una mueca de dolor cuando el cepillo prendió en un nudo.

—¿Te estoy lastimando, ángel? —preguntó la madre de Siri—. Lo siento. El precio de la belleza es muy alto ¿Has terminado de comer, Siri? ¿Has perdido ya la cinta de goma?

Siri se la tendió. Su madre la tomó, enroscándola alrededor de la trenza terminada.

—Ahí está —dijo besando a ambas niñas—. Sois unas niñas muy buenas. Ahora corred a la escuela.

Anna colocó la silla de su escritorio en frente de la puerta de su dormitorio. El lobo la empujó a un lado en medio de la noche. Cayó al suelo con un ruido fuerte.

—¿Anna? —su madre llamó desde su cama.

—¿Anna? —su padre estaba en la puerta—. ¿Estás bien, Anna? ¿Qué pasa?

—¿Qué pasa? —la voz de su madre se acercó. Se encendió la luz en el pasillo—. He oído un ruido en el dormitorio de Anna.

—Anna, ¿te encuentras bien? —preguntó su padre.

Abrió la puerta de un empujón hasta donde ésta se podía abrir. La silla estaba encajada entre la puerta y la pared. Su padre y su madre se introdujeron con dificultad a través de la puerta semiabierta. Su madre se sentó en la cama. Su padre levantó la silla y la colocó nuevamente junto al escritorio.

—Me asustaste —dijo la madre a Anna—. Oí un estruendo. ¿Qué hacías fuera de la cama?

—No estaba fuera de la cama —contestó Anna.

—Alguien volcó la silla —dijo su madre.

—Estaba durmiendo —dijo Anna.

—Caminando sonámbula quizás —sugirió su padre.

La madre de Anna corrió el cabello de su frente con dulzura. Anna cogió su mano.

—Y durmiendo —convino la madre de Anna—. Todos deberíamos hacerlo.

Se puso de pie.

—Volvamos a la cama —le dijo al padre de Anna—. ¿Estás segura de que te encuentras bien? —le preguntó a Anna.

—El lobo volcó la silla —contestó Anna. Lo dijo en un susurro.

—No hay ningún lobo aquí, cariño —dijo su madre.

—No hay nadie aquí salvo nosotros, las gallinitas —dijo su padre. Estaba de pie en la sombra de la puerta.

La madre de Anna se inclinó y la besó.

—Tuviste otra de tus pesadillas —dijo—. Ya terminó. Puedes volver a dormir.

De pie junto a la cama, esperó otro momento hasta que Anna soltara su mano.

—Creo que es divino —dijo Siri.

Ella y Anna estaban sentadas en el columpio del pórtico de atrás de la casa de Anna con sus libros de historia abiertos sobre su regazo. Se columpiaban lentamente, como el péndulo de un reloj. Era sábado, temprano en la tarde. El anochecer se encontraba a muchos vaivenes de distancia.

—No cuentes a nadie que dije eso.

Anna siempre recibía órdenes de callar. De no contarle nada a nadie.

—Está bien —dijo—. De todos modos, creo que le gustas.

—¿Por qué piensas eso?

El padre de Anna salió al pórtico y pasó delante de ellas. Vestía su gorra de los Red Sox. Siri cogió su libro deprisa.

—Entonces, ¿quién estaba al mando en el Álamo? —le preguntó a Anna.

—Bowie —contestó ella.

—Travis —dijo el padre de Anna—. ¿Estoy en lo cierto, Siri? Tengo razón, ¿no es así?

—Travis —confirmó Siri, asintiendo con la cabeza.

—Dale al hombre con la gorra de béisbol un cigarro de oro.

El padre de Anna le sonrió. Continuó su camino hasta el cobertizo para herramientas. Anna podía oírle dentro, silbando el tema de David Crockett. Se crió en el bosque de modo que conocía cada árbol. Le dieron una barra cuando sólo tenía tres años.

—¿Por qué crees que le gusto? —preguntó Siri.

—Porque es así. Es terriblemente amable contigo.

—Nunca me dice una palabra.

—Nunca me habla a mí tampoco, pero no es tan amable.

—Entonces le gustas tú —dijo Siri—. Mi madre dice que así son los muchachos a esta edad.

El padre de Anna empujó el cortacésped fuera del cobertizo para herramientas, se arrodilló y lo llenó de gasolina.

—Travis —dijo Siri, en voz alta, girando su libro para que Anna pudiera verlo, señalando el renglón apropiado—. Travis era el comandante. Bowie enfermó o algo así antes de la batalla. Tuvo que luchar desde su lecho.

El cortacésped a motor comenzó a funcionar. El padre de Anna se puso de pie.

—No seas tonta —Anna se inclinó hacia Siri para que pudiera oírla por encima del cortacésped. Anna estaba enfadada y no podía precisar por qué—. A la gente que le gustas es amable contigo. Si no lo son, no le gustas. No importa lo que digan. No le gusto para nada.

Anna dejó de ver la televisión y fue a la cocina. Intentaba trenzar su propio cabello como lo hacía la madre de Siri. Su padre estaba de pie en el fregadero. Su madre, un poco más atrás, observaba.

—¿Qué querías? —preguntó su padre.

—Sólo un poco de agua —se acercó y se paró al lado de él, tendiendo el cepillo.

—Dame un minuto. El desagüe no funciona —le dijo su padre. Se agachó, su mano era demasiado grande para el orificio. Tuvo que moverlo mucho y rotarlo—. Tu madre tiró algo en él.

—No creo —dijo la madre de Anna excusándose.

—Puedo sentirlo. Algo fibroso. Apio o algo así —el pa-dre de Anna intentó tirar de su mano hacia afuera—. No lo vais a creer.

—Tu mano está atascada —dijo la madre de Anna.

—No puedo sacarlo —el padre y la madre de Anna se miraron.

—Jabón —dijo la madre de Anna con viveza—. Podemos intentar enjabonarlo —se arrodilló y abrió el armario debajo del fregadero.

Anna miró la mano de su padre.

—Bastante vergonzoso —le dijo él—. Atrapado en mi propio fregadero. Espero que no tengamos que llamar al departamento de bomberos.

Puso la otra mano sobre la muñeca e intentó tirar. El fregadero lo había tragado hasta el reloj. Anna buscó la llave del desagüe.

—¡Anna! —dijo su padre sorprendido.

Ella movió la llave de un tirón.

—¡Anna! —su madre estaba de pie mirándole fijamente. Había dejado caer el jabón y la botella de plástico giro a sus pies hasta que señaló a Anna. Sus ojos eran grandes. Su cara estaba pálida.

—Está bien —dijo su padre—. Ella sabía que estaba roto. Cierra la llave, cariño, para que pueda trabajar en ella.

—Podrías haber lastimado a tu padre —dijo la madre de Anna—. Si el desagüe hubiese andado, lo podrías haber lastimado seriamente.

—Ella sabía que estaba roto —afirmó su padre—. No quería hacer nada con ello. Anna no me haría daño, ¿no es cierto, Anna? —la miró—. Cierra la llave.

Anna no podía enfrentársele. Miró hacia arriba desde la botella para el jabón hasta donde desaparecía la mano de su

padre en el fregadero oscuro y silencioso. Su propia mano temblaba sobre la llave del desagüe. La tiró hacia abajo.

—Lo siento —dijo Anna.

Desde luego que lo sentía. Por supuesto, no quería hacer daño a su padre.

—Eres una niña con mucha suerte —la voz de su madre era cortante y enojada—. Si aquel desagüe hubiese andado, tu padre podría haber perdido el uso de su mano. Hubieras llevado esa culpa el resto de tu vida.

—Olvidémoslo. No ha ocurrido nada. Nadie se hizo daño —dijo su padre—. Vierte el jabón y sácame de aquí.

Una cosa tan pequeña como una silla ya no detiene al lobo. Abre la puerta despacio, y si ésta coge algo, extiende una pata hacia adentro y quita el obstáculo tan suavemente que nadie se despierta.

—Tú no me harías daño, Anna —dice. Susurra, casi inaudible—. Tú no quieres hacerme daño. Tú sabes que te quiero. Puedes mantener un secreto. No dirás nada.

El lobo viene mientras ella sueña y se arrastra desde la habitación en la oscuridad para ocultar su forma diurna. Nadie puede ver el lobo excepto Anna, y ella trata de no mirar. Es muy cansado para ella. Es tan difícil. Como no mirar los pechos de Emily, pero mucho más difícil pues el lobo viene tan cerca.

Una vez Anna encontró uno de sus pelos sobre la almohada. Lo tiró de inmediato, por el fregadero, con muchísima agua, pero era demasiado tarde. Ella lo había visto y luego había encontrado otros pelos, a menudo. Algunas veces los tira, pero otras los guarda. Los pone en un sobre en el cajón de su escritorio y algunas veces hasta los mira de nuevo. Ahora tiene cinco de ellos. Está construyendo una trampa. Quizá se los vaya a mostrar a alguien. Adivina que son éstos, dirá, pero ellos nunca adivinarán. Y ella no lo debe decir.

Sácame de aquí, dice el lobo, sácame de aquí, pero él no está atrapado en realidad. Puede cambiar su forma e ir donde quiera. La trampa es de Anna. Anna está atrapada y no puede soñar una fuga hasta saber qué pedazo de ella misma debe comerse y dejar atrás.

Comentarios

Entradas populares de este blog

El deseo - Roald Dahl

El ojo en el dedo - Raúl Avila

Se solicita sirvienta - Patricia Laurent Kullic