Tobermory - Saki

     Era una tarde fría y lluviosa de finales de agosto, esa estación indefinida en que las perdices aún están a salvo o en el frigorífico y no hay nada que cazar, salvo que se limite al norte con el canal de Bristol, en cuyo caso está permitido galopar tras robustos venados rojos. El convite de lady Blemley no lindaba al norte con el canal de Bristol, de ahí que todos sus invitados se hubieran reunido en torno a la mesa del té aquella tarde. Y a pesar de lo insulso de la época y de lo banal de la ocasión, no había ni rastro en la concurrencia de esa fatigosa inquietud que implica miedo a la pianola y un deseo soterrado de apostar al bridge. La atención boquiabierta de todo el grupo estaba puesta en el poco atractivo señor Cornelius Appin. De todos los invitados, él era quien traía una reputación más vaga. Alguien había dicho que era «inteligente», y la anfitriona lo había invitado con la discreta esperanza de que al menos una parte de esa inteligencia contribuyera al entretenimiento general. Sin embargo, hasta la hora del té ella había sido incapaz de descubrir en qué sentido era inteligente, si es que lo era en alguno. No era ingenioso, ni un campeón de croquet; no poseía un poder hipnótico ni era ningún promotor de teatro aficionado. Su apariencia tampoco sugería el tipo de hombre al que las mujeres están deseando perdonar una generosa dosis de deficiencia mental. Se había quedado reducido a un mero «señor Appin», y el Cornelius parecía una fantochada bautismal. Y ahora salía con que había lanzado al mundo un descubrimiento al lado del cual la invención de la pólvora, de la imprenta y de la máquina de vapor eran fruslerías. La ciencia había realizado asombrosos avances en muchos campos durante las últimas décadas, pero este parecía pertenecer a lo milagroso más que al de los logros científicos. —¿De veras quiere hacernos creer —dijo sir Wilfrid— que ha descubierto la manera de educar a los animales en el arte del lenguaje humano, y que el viejo Tobermory ha resultado ser su primer alumno exitoso? —Es un problema en el que llevo trabajando los últimos diecisiete años —dijo el señor Appin—, pero solo en los últimos ocho o nueve meses he sido recompensado con atisbos de éxito. Naturalmente, he experimentado con cientos de animales, pero últimamente solo con gatos, esas fantásticas criaturas que se han adaptado tan maravillosamente a nuestra civilización, sin perder ni un ápice de sus instintos salvajes altamente desarrollados. De vez en cuando uno encuentra entre los gatos un intelecto superior y excepcional, igual que ocurre entre los humanos, y cuando hace una semana di con Tobermory comprendí al instante que estaba ante un supergato con una inteligencia fuera de lo común. He llegado muy lejos en el camino al éxito en mis últimos experimentos, pero con Tobermory, como usted lo llama, he alcanzado mi objetivo. El señor Appin concluyó su sorprendente afirmación en un tono que intentó despojar de triunfalismo. Nadie dijo: «¡Y un cuerno!», aunque los labios de Clovis compusieron un gesto que probablemente invocaba esa protuberancia de la incredulidad. —¿Y pretende decirnos —preguntó la señora Resker tras una breve pausa— que ha enseñado a Tobermory a decir y comprender frases sencillas de una sílaba? —Mi querida señora Resker —dijo pacientemente el taumaturgo—, se enseña a los niños pequeños, a los salvajes y a los adultos retrasados de esta forma gradual. Una vez solucionado el problema de cómo empezar con un animal de inteligencia altamente desarrollada, ya no se precisan esos métodos rudimentarios. Tobermory puede hablar nuestra lengua con toda corrección.   

     Esta vez Clovis dijo: «¡Y un recuerno!» con toda claridad. Sir Wilfrid se mostró más educado, pero igual de escéptico. —¿Por qué no traen al gato y juzgamos por nosotros mismos? —propuso lady Blemley. Sir Wilfrid fue en busca del animal, y el grupo se acomodó con la vaga expectativa de asistir a una sesión de ventriloquia más o menos lograda. Al cabo de un minuto sir Wilfrid volvió con el rostro lívido bajo el bronceado y los ojos dilatados por la excitación. —¡Dios mío, es cierto! Su turbación era inequívocamente genuina, y un súbito interés se despertó entre los invitados. Desplomándose en un sillón, prosiguió jadeante: —Me lo encontré dormitando en el salón de fumar y lo llamé para que viniera a tomar el té. Me miró y pestañeó como de costumbre. Así que le dije: «Vamos, Toby; no nos hagas esperar», y entonces él, ¡santo cielo!, arrastrando las palabras con la más espantosa naturalidad, me dijo que vendría cuando le diera la real gana. ¡Casi me muero del susto! Appin había predicado ante un público incrédulo, pero las palabras de sir Wilfrid produjeron una conversión instantánea. Se alzó un confuso coro de exclamaciones, mientras el científico permanecía sentado en silencio, paladeando el primer fruto de su prodigioso descubrimiento. En medio de aquel clamor, Tobermory entró en la habitación y avanzó con paso elegante y estudiada despreocupación hacia el grupo sentado en torno a la mesa. Entre la concurrencia se hizo un súbito silencio lleno de incomodidad y turbación. De algún modo parecía haber algo embarazoso en el hecho de dirigirse de igual a igual a un gato doméstico de reconocida habilidad oral. —¿Quieres un poco de leche, Tobermory? —preguntó con voz tensa lady Blemley. —No le diré que no —fue la respuesta, formulada con idéntica indiferencia. Un escalofrío de emoción contenida recorrió a los oyentes, y es comprensible que lady Blemley vertiera la leche fuera del plato con mano temblorosa. —Me temo que la he derramado casi toda —dijo, a modo de disculpa. —Después de todo, no es mi alfombra —replicó Tobermory. De nuevo se hizo el silencio entre los invitados. Entonces, la señora Resker, con su mejor estilo de visitadora parroquial, le preguntó si le había costado aprender el lenguaje humano. Tobermory la miró a los ojos por un momento y después fijó la vista en un punto indefinido. Era obvio que las preguntas tediosas quedaban fuera de su esquema de vida. —¿Qué opinas de la inteligencia humana? —preguntó sin convicción Mavis Pellington. —¿La de de quién en particular? —dijo fríamente Tobermory. —Pues... la mía, por ejemplo —dijo Mavis, soltando una risita.   

     —Me pone usted en una situación embarazosa —dijo Tobermory, cuyo tono y actitud ciertamente no sugerían el menor embarazo—. Cuando se habló de invitarla a esta reunión, sir Wilfrid dijo que es usted la mujer más estúpida que ha conocido, y que hay una gran diferencia entre la hospitalidad y la atención a los deficientes. Lady Blemley replicó que su cortedad era precisamente lo que la había hecho merecedora de la invitación, pues no conocía a nadie lo bastante estúpido como para comprarles su viejo coche. Ya sabe, el que llaman «La envidia de Sísifo,» porque sube muy bien las cuestas... si lo empujas. Las protestas de lady Blemley habrían tenido más efecto si no hubiera sugerido a Mavis esa misma mañana que el coche en cuestión le vendría de perlas para su casa de Devonshire. El alcalde Barfield metió baza para desviar la atención. —¿Y qué me dices de tus correrías con la gatita de los establos, eh? En el mismo momento en que lo dijo todos se dieron cuenta de que había metido la pata. —Estas cuestiones no se suelen discutir en público —dijo gélidamente Tobermory—. Por lo que he podido observar de su comportamiento en esta casa, supongo que usted encontraría inapropiado que yo llevara la conversación a sus asuntillos personales. El pánico que siguió a estas palabras no solo afectó al alcalde. —¿Por qué no vas a ver si la cocinera ya tiene lista tu cena? —sugirió lady Blemley precipitadamente, fingiendo ignorar que quedaban al menos dos horas para la cena de Tobermory. —Gracias —dijo este—, pero acabo de tomar el té y no quiero morir de indigestión. —Ya sabes que los gatos tienen siete vidas —dijo jovialmente sir Wilfrid. —Es posible —respondió Tobermory—, pero solo un hígado. —¡Adelaide! —dijo la señora Cornett—, ¿quieres incitarle a que vaya a chismorrear sobre nosotros en el cuarto de los criados? El pánico se había generalizado. Una estrecha balaustrada corría a lo largo de las ventanas de los dormitorios de las Torres, y alguien recordó con consternación que aquel era el paseo favorito de Tobermory a todas horas, desde donde podía ver a las palomas y sabe Dios qué más. Si su intención era ponerse a rememorar con su actual crudeza, el efecto iría más allá del mero desconcierto. La señora Cornett, que solía pasar mucho tiempo delante del tocador y tenía fama de ser errática pero quisquillosa, parecía tan incómoda como el alcalde. La señorita Scrawen, que escribía poemas ferozmente sensuales y llevaba una vida intachable, se limitó a mostrarse enojada; el que es metódico y virtuoso en privado no siempre quiere que todo el mundo lo sepa. Bertie van Tahn, que a los diecisiete años había sido tan depravado que hacía mucho que había dejado de intentar convertirse en algo peor, adquirió un tono mate de blanco gardenia, pero no cometió el error de salir pitando de la habitación como Odo Finsberry, un joven caballero que, según se tenía entendido, estudiaba Teología y podía sentirse incómodo ante la idea de oír escándalos ajenos. Clovis logró mantener la compostura, mientras calculaba para sus adentros cuánto se tardaría en conseguir una caja de ratones selectos en el Exchange and Mart para utilizarlos como soborno. Aun en una situación tan delicada como aquella, Agnes Resker no pudo soportar permanecer en segundo plano. —¡Quién me mandaría venir aquí! —exclamó dramáticamente. Tobermory aprovechó al instante la ocasión que le brindaba: —A juzgar por lo que le dijo ayer a la señora Cornett en el campo de croquet, usted solo viene por la comida. Describió a los Blemley como la gente más insulsa y aburrida del mundo, pero dijo que eran lo bastante inteligentes para contratar a una cocinera de postín. De otra forma sería difícil que nadie viniera dos veces. —¡No ha dicho ni una sola verdad! ¡Pregunten a la señora Cornett! —exclamó Agnes, azorada. —La señora Cornett repitió su comentario a Bertie van Tahn —prosiguió Tobermory—, y dijo: «Esa mujer parece vivir en una continua marcha de hambre; iría adonde fuera con tal de comer cuatro veces al día», y Bertie van Tahn dijo... Por suerte en este punto Tobermory interrumpió su plática. Había avistado al enorme gato de la rectoría abriéndose paso entre los arbustos que llevan a las caballerizas, y en un visto y no visto se esfumó por la puerta acristalada. Tras la desaparición de su alumno más aventajado, Cornelius Appin se vio abrumado por un torrente de ácidos reproches, preguntas angustiadas y temerosas súplicas. Él era el responsable de aquello, y a él le correspondía evitar que las cosas empeoraran. ¿Podía Tobermory enseñar su peligroso don a otros gatos? Esa era la primera pregunta que debía responder.   

     —Puede que haya enseñado su nueva habilidad a su amiguita, la gata del establo, pero no es probable que sus enseñanzas hayan ido más allá por el momento —respondió. —Entonces, Adelaide —dijo la señora Cornett—, por mucho que Tobermory sea un gato precioso y una gran mascota, estoy segura de que convendrás conmigo en que tanto él como la gata del establo deben desaparecer cuanto antes. —Supongo que no creerás que me he divertido el último cuarto de hora, ¿verdad? —dijo lady Blemley con aspereza—. Mi marido y yo tenemos mucho cariño a Tobermory (por lo menos hasta que se le enseñó ese horrible don), pero ahora, por supuesto, la única solución es eliminarlo lo antes posible. —Podemos poner un poco de estrictina en las sobras que le dan para cenar —dijo sir Wilfrid—, y yo mismo ahogaré a la gata del establo. El cochero se llevará un disgusto al perder a su mascota, pero le diré que un tipo de sarna muy contagiosa ha atacado de repente a los dos gatos y que tememos que se extienda a las perreras. —Pero... mi gran descubrimiento... —protestó el señor Appin—. ¡Después de tantos años de investigaciones y experimentos...! —Pruebe a experimentar con las vacas de granja, que están controladas como es debido —dijo la señora Cornett—, o con los elefantes del jardín zoológico. Dicen que son extremadamente inteligentes, y tienen la ventaja de que no trepan hasta nuestros dormitorios ni se meten debajo de las sillas, por ejemplo. Un arcángel que proclamara extasiado el fin del milenio, para descubrir acto seguido que aquello coincidía imperdonablemente con las regatas de Henley y, por lo tanto, debía posponerse indefinidamente, no se habría sentido más abatido que Cornelius Appin ante la acogida dispensada a su prodigioso logro. La opinión pública estaba en su contra; de hecho, si se hubiera consultado el parecer general, es probable que no pocos hubieran votado a favor de incluirle en la dieta de estrictina. Planes chapuceros de coger el tren y un nervioso deseo de poner fin a aquello evitó la inmediata dispersión del grupo, pero aquella noche la cena no fue lo que se dice un éxito social. Sir Wilfrid las había pasado canutas con la gata del establo, y después con el cochero. Agnes Resker hizo ostentación de no cenar más que un trozo de pan tostado, que mordió como si fuera su mayor enemigo, mientras que Mavis Pellington guardó un silencio enconado durante toda la cena. Lady Blemley mantuvo el flujo de lo que ella creía que era una conversación, pero sin apartar los ojos de la entrada. Un plato de sobras de pescado cuidadosamente envenenadas estaba listo en el aparador, pero trajeron los dulces y el postre y Tobermory no había aparecido por el comedor ni por la cocina. La sepulcral cena resultó animada en comparación con la posterior vigilia en el salón de fumar. La comida y la bebida al menos habían ofrecido una distracción y ocultado el embarazo general. El bridge estaba fuera de lugar en una situación de nervios y tensión generalizada y, después de que Odo Finsberry regalara una lúgubre interpretación de «Mélisande en el bosque» ante un gélido público, la música quedó tácitamente descartada. A las once los criados se fueron a la cama, anunciando que habían dejado abierta como de costumbre la ventana de la despensa para uso privado de Tobermory. Los invitados se pusieron a leer de cabo a rabo la pila de revistas recientes, pero poco a poco fueron echando mano de la Biblioteca Badmington y de los volúmenes encuadernados de Punch. Lady Blemley hizo visitas periódicas a la despensa, y a cada ocasión volvía con una expresión abatida que hacía innecesaria cualquier pregunta.   

     A las dos en punto Clovis rompió el silencio reinante: —No va a aparecer esta noche. Probablemente ahora mismo esté en la redacción del periódico local dictando el primer capítulo de sus memorias. No incluirán el libro de Lady-como-se-llame. Será el acontecimiento del año. Tras esta contribución a la alegría general, Clovis se fue a la cama y, de forma espaciada, el resto de invitados siguió su ejemplo. Los criados que sirvieron el té por la mañana dieron la misma respuesta a una misma pregunta: Tobermory no había vuelto. El desayuno fue, si cabe, más desagradable que la cena, pero antes de que terminara la situación se resolvió. Trajeron el cuerpo sin vida de Tobermory, que un jardinero acababa de encontrar entre los arbustos. A juzgar por las mordeduras en su garganta y los pelos amarillos enredados en sus garras, era evidente que había caído en desigual combate con el enorme gato de la rectoría. Hacia mediodía la mayoría de los invitados se habían marchado de las Torres, y después de comer lady Blemley ya se había repuesto lo suficiente como para escribir una carta indignada a la rectoría en relación con la muerte de su apreciada mascota. Tobermory había sido el alumno más brillante de Appin, y estaba destinado a quedar sin sucesor. Unas semanas más tarde, un elefante del zoo de Dresde, que hasta entonces no había dado muestras de irritabilidad, se soltó y mató a un inglés que al parecer lo había estado incordiando. El apellido de la víctima apareció en los periódicos como Oppin y Eppelin, pero su nombre (Cornelius) se transcribió fielmente. —Si estaba intentando enseñar los verbos irregulares alemanes al pobre animal —dijo Clovis—, se ganó su merecido.   

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