El gato que andaba solo - Rudyard Kipling

      Presta atención y escucha, pues esto sucedió y aconteció, oh, mi bien amado, cuando los animales domésticos eran salvajes. El Perro era salvaje, como salvajes eran el Caballo, la Vaca, la Oveja y el Cerdo —tan salvajes como pueda imaginarse—, y vagaban en solitario por las húmedas selvas. Pero el más salvaje de todos los animales era el Gato, que andaba solo y lo mismo le daba un lugar que otro.   

     Naturalmente, el Hombre también era salvaje, terriblemente salvaje. No empezó a domesticarse hasta que encontró a la Mujer, que le dijo que no quería una vida tan agreste. La Mujer escogió para dormir una cueva seca y coqueta en vez de un montón de hojas húmedas. Esparció arena limpia por el suelo, encendió una linda hoguera al fondo de la cueva, colgó en la entrada una piel de caballo salvaje con la cola hacia abajo y dijo: «Querido, límpiate los pies antes de entrar. Ya tenemos un hogar». Esa noche, mi bien amado, cenaron cordero salvaje asado sobre las piedras calientes y sazonado con ajo y pimienta silvestres, y pato salvaje con arroz, alholva y coriandro silvestres, y tuétano de buey salvaje, y cerezas y granadillas silvestres. Luego el Hombre se fue a dormir frente al fuego, más feliz que nunca, pero la Mujer se sentó a cepillarse el pelo. Cogió un hueso de cordero —la grande y gruesa paletilla— y contempló las asombrosas marcas que en él había, y entonces arrojó más leña al fuego e hizo un conjuro, el primer conjuro cantado del mundo. Fuera, en las húmedas selvas, los animales salvajes se reunieron para ver el resplandor de la hoguera que se divisaba a lo lejos, y se preguntaron qué significaría aquello. Caballo Salvaje dio una coz en el suelo y dijo: «Oh, amigos y enemigos míos. ¿Por qué el Hombre y la Mujer han encendido esa gran luz en esa enorme cueva, y en qué nos perjudicará a nosotros?». Perro Salvaje levantó la nariz, olfateó los efluvios del cordero asado y dijo: —Iré a investigar y volveré para informaros, porque creo que es algo bueno. Gato, acompáñame. —¡Ni hablar! —replicó el Gato—. Soy el Gato que anda solo, y lo mismo me da un lugar que otro. No pienso ir. —Entonces nunca volveremos a ser amigos —dijo Perro Salvaje, y marchó trotando a la cueva. Pero cuando se hubo alejado un poco, el Gato dijo para sí: «Lo mismo me da un lugar que otro. ¿Por qué no habría de acercarme, echar un vistazo e irme cuando se me antoje?». Así pues, con gran sigilo, marchó tras Perro Salvaje y se escondió en un lugar desde donde podía oírlo todo. Cuando Perro Salvaje llegó a la boca de la cueva, levantó la piel de caballo con la nariz y olfateó el delicioso aroma del cordero asado. La Mujer lo oyó, miró la paletilla y dijo riendo: —Aquí viene el primero. Criatura salvaje de las salvajes espesuras, ¿qué quieres? Perro Salvaje dijo: —Oh, enemiga y esposa de mi enemigo, ¿qué es eso cuyo rico olor inunda las salvajes espesuras? Entonces la Mujer cogió un hueso de cordero asado y se lo tiró a Perro Salvaje, diciendo: —Criatura salvaje de las salvajes espesuras, prueba y verás. Perro Salvaje royó el hueso y le pareció la cosa más deliciosa que había probado nunca. Y dijo: —Oh, enemiga y esposa de mi enemigo, dame otro como este. La Mujer dijo: —Criatura salvaje de las salvajes espesuras, si ayudas a mi Hombre a cazar por el día y guardas esta cueva por la noche, te daré todos los huesos que necesites. —¡Ah! —dijo el gato al oírla—. Muy lista mujer es esta, pero no tanto como yo. Perro salvaje entró arrastrándose en la cueva, apoyó la cabeza en el regazo de la mujer y dijo: —Oh, amiga y esposa de mi amigo, ayudaré a tu Hombre a cazar por el día y de noche vigilaré vuestra cueva. —¡Ah! —dijo el Gato al oírlo—. Qué perro más estúpido. Y regresó por las salvajes espesuras moviendo la cola y sin más compañía que la suya. Pero no se lo contó a nadie. Cuando el Hombre despertó, dijo: —¿Qué está haciendo aquí Perro Salvaje? La Mujer respondió: —Ya no se llama Perro Salvaje, sino Mejor Amigo, porque será nuestro amigo por siempre jamás. Llévalo contigo cuando vayas de caza.   

     A la noche siguiente, la Mujer cortó grandes montones de hierba fresca de las húmedas praderas y los puso a secar frente al fuego, para que oliera a heno recién segado; luego se sentó a la entrada de la cueva, trenzó un cabestro con piel de caballo, miró la enorme paletilla e hizo un conjuro, el segundo conjuro cantado del mundo. Entretanto, en las salvajes espesuras, los animales se preguntaban qué podría haberle ocurrido a Perro Salvaje. Finalmente, Caballo Salvaje dio una coz en el suelo y dijo: —Iré a averiguar por qué no ha vuelto Perro Salvaje. Gato, acompáñame. —¡Ni hablar! —respondió el Gato—. Soy el Gato que anda solo, y lo mismo me da un lugar que otro. No pienso ir. Sin embargo, con gran sigilo, marchó tras Caballo Salvaje y se escondió en un lugar desde donde podía oírlo todo. Cuando la Mujer oyó a Caballo Salvaje tropezando y enredándose con su largas crines, dijo riendo: —Aquí viene el segundo. Criatura salvaje de las salvajes espesuras, ¿qué quieres? Caballo Salvaje dijo: —Oh, enemiga y esposa de mi enemigo, ¿dónde está Perro Salvaje? La mujer rio, cogió la paletilla, la miró y dijo: —Criatura salvaje de las salvajes espesuras, no has venido por Perro Salvaje, sino por esta rica hierba. Y Caballo Salvaje, tropezando y enredándose con sus largas crines, dijo: —Es verdad. Déjame probarla. La Mujer dijo: —Criatura salvaje de las salvajes espesuras, agacha la cabeza y ponte esto que te doy, y comerás de esta rica hierba tres veces al día. —¡Ah! —dijo el Gato al oírla—. Muy lista mujer es esta, pero no tanto como yo. Caballo Salvaje agachó la cabeza y la Mujer le puso el cabestro en torno al cuello. Caballo Salvaje relinchó a los pies de la Mujer y dijo: —Oh señora y esposa de mi señor, seré tu criado a cambio de esa rica hierba. —¡Ah! —dijo el Gato al oírlo—. Qué caballo más estúpido. Y regresó por la salvaje espesura, moviendo la cola y sin más compañía que la suya. Pero no se lo contó a nadie. Cuando el Hombre y el Perro volvieron de cazar, el Hombre dijo: —¿Qué está haciendo aquí Caballo Salvaje? La mujer respondió: —Ya no se llama Caballo Salvaje, sino Fiel Criado, porque nos llevará de un sitio a otro por siempre jamás. Monta en su grupa cuando vayas de caza. Al día siguiente, manteniendo erguida su salvaje cabeza para no engancharse los cuernos en los árboles silvestres, Vaca Salvaje se acercó hasta la cueva. El Gato, que la había seguido, se escondió como había hecho anteriormente. Y el Gato dijo lo mismo que las veces anteriores, y después de que Vaca Salvaje prometiera dar su leche a su mujer a cambio de rica hierba, el Gato regresó por la salvaje espesura, moviendo la cola y sin más compañía que la suya, como hiciera otras veces. Pero no se lo contó a nadie. Y cuando el Hombre, el Caballo y el Perro volvieron de cazar y preguntaron lo mismo que las veces anteriores, la Mujer respondió: —Ya no se llama Vaca Salvaje, sino Dispensadora de Buenos Alimentos. Nos dará su blanca y tibia leche por siempre jamás, y yo cuidaré de ella mientras tú, Mejor Amigo y Fiel Servidor salís de caza. Al día siguiente, el Gato esperó por si alguna otra criatura salvaje subía a la cueva, pero como nadie se movía en la salvaje espesura, el Gato se acercó hasta allí él solo. Vio a la mujer ordeñando la Vaca, el fuego resplandeciendo al fondo de la cueva y olió el aroma de la tibia y blanca leche. Entonces el Gato dijo: —Oh, enemiga y esposa de mi enemigo, ¿adónde ha ido Vaca Salvaje? La Mujer rio y dijo: —Criatura salvaje de la salvaje espesura, regresa a los bosques, porque ya me he trenzado el pelo y he guardado la paletilla mágica. No necesitamos más amigos ni criados en nuestra cueva.   

     El Gato dijo: —Pero yo no soy ni un amigo ni un criado. Soy el Gato que anda solo, y quiero entrar en vuestra cueva. La Mujer dijo: —¿Y por qué no viniste con Mejor Amigo la primera noche? El Gato dijo, enfadado: —¿Perro Salvaje ha estado contado chismes sobre mí? Entonces la Mujer se rio y dijo: —Tú eres el Gato que anda solo, y lo mismo te da un lugar que otro. No eres ni un amigo ni un criado. Tú mismo lo has dicho, así que vete y anda solo por aquí y por allá. El Gato fingió estar arrepentido y dijo: —¿Nunca podré entrar a la cueva? ¿Nunca podré sentarme al amor de la lumbre? ¿Nunca podré beber la tibia y blanca leche? Mujer, eres muy inteligente y muy bella. No deberías ser cruel ni con un simple gato. La Mujer dijo: —Sabía que era inteligente, pero no que fuera bella. Así que haré un trato contigo: si alguna vez digo una sola palabra en alabanza tuya, podrás venir a la cueva. —¿Y si dices dos palabras? —preguntó el Gato. —Nunca lo haré —respondió la Mujer—. Pero si digo dos palabras en alabanza tuya, podrás sentarte junto al fuego en la cueva. —¿Y si dices tres palabras? —preguntó el Gato. —Nunca lo haré —respondió la Mujer—. Pero si digo tres palabras en alabanza tuya, podrás beber la tibia y blanca leche tres veces al día por siempre jamás. El Gato, arqueando el lomo, dijo: —Entonces, que la cortina que cuelga a la entrada a la cueva, el fuego que arde al fondo y los cántaros de leche que están junto a él recuerden lo que ha dicho mi enemiga y mujer de mi enemigo. Y se marchó atravesando la salvaje espesura, moviendo la cola y sin más compañía que la suya. Esa noche, cuando el Hombre, el Caballo y el Perro volvieron de cazar, la Mujer no les contó el trato que había hecho con el Gato, pues temía que no les gustara. El Gato se fue muy, muy lejos y se escondió en la soledad de los bosques durante una larga temporada hasta que la Mujer se olvidó de él. Solo el Murciélago —el pequeño Murciélago cabeza abajo—, que colgaba del techo de la cueva, sabía dónde se escondía el Gato y cada noche volaba hasta él para contarle las últimas novedades. Una noche el Murciélago dijo: —Hay un Bebé en la cueva. Es un recién nacido, rosáceo, rollizo y pequeño, y la mujer lo quiere mucho. —Ah —dijo el Gato al oírlo—. ¿Y qué le gusta al Bebé? —Le gustan las cosas suaves y que hacen cosquillas —dijo el Murciélago—. Le gusta que jueguen con él. Todo eso le gusta. —Hum... —dijo el Gato—, entonces ha llegado mi hora. La noche siguiente, el Gato atravesó la salvaje espesura y se apostó muy cerca de la cueva hasta que amaneció y el Hombre, el Perro y el Caballo salieron de caza. Esa mañana la Mujer estaba atareada en la cocina, y el Bebé lloraba y la interrumpía en sus quehaceres; así que lo sacó de la cueva y le dio un puñado de piedrecitas para que jugara. Pero el Bebé no dejaba de llorar. Entonces el Gato extendió su mullida pata y con ella palmeó suavemente las mejillas del Bebé, que hizo gorgoritos. El Gato se frotó contra sus rechonchas rodillas y le hizo cosquillas con la cola debajo de su redonda barbilla. El Bebé empezó a reírse, y la Mujer lo oyó y sonrió. Entonces el Murciélago —el pequeño Murciélago cabeza abajo— que estaba a la entrada de la cueva, dijo:   

     —Oh, anfitriona, esposa de mi anfitrión y madre del hijo de mi anftrión, una criatura salvaje de la salvaje espesura está jugando con tu Bebé. —Bendita sea esa criatura, quienquiera que sea —dijo la Mujer, enderezando la espalda—, porque esta mañana he estado muy atareada, y me ha hecho un gran servicio. En ese preciso instante, mi bien amado, la piel de caballo que colgaba con la cola hacia abajo a la entrada de la cueva cayó al suelo —¡catapum!—, porque recordaba el trato que la Mujer había hecho con el Gato, y cuando la Mujer fue a recoger la piel del suelo —¡quién iba a decirlo!—, el Gato ya estaba cómodamente sentado dentro de la cueva. —Oh, enemiga, esposa de mi enemigo y madre de mi enemigo —dijo el Gato—, aquí estoy. Porque has dicho una palabra en mi alabanza, y ahora puedo sentarme en la cueva por siempre jamás. Pero sigo siendo el Gato que anda solo, y lo mismo me da un lugar que otro. La Mujer, muy enojada, apretó los labios, cogió su rueca y empezó a hilar. Pero el Bebé lloraba porque el Gato se había ido. La Mujer no lograba hacer que se callara, y el bebé se revolvía, pataleaba y empezaba a ponerse morado de tanto llorar. —Oh, enemiga, esposa de mi enemigo y madre de mi enemigo —dijo el Gato—, coge una hebra del hilo que estás hilando, átala al huso y arrástralo por el suelo, y yo te enseñaré un conjuro que hará que tu Bebé ría tan fuerte como ahora está llorando. —Haré lo que me dices —dijo la Mujer—, porque ya no sé qué más intentar, pero no pienso darte las gracias. La Mujer ató la hebra al pequeño huso de arcilla y lo arrastró por el suelo, y el Gato se puso a perseguirlo, lo empujó con las patas, dio una voltereta y lo lanzó hacia atrás por encima del hombro; lo atrapó entre sus patas traseras, fingió que se le escapaba y volvió a saltar sobre él, hasta que el Bebé empezó a reír tan fuerte como antes había llorado, se puso a gatear tras el animal y a juguetear por toda la cueva hasta que se cansó y se recostó para dormir con el Gato entre sus brazos.   

     —Ahora —dijo el Gato— le cantaré una nana que lo mantendrá dormido durante una hora. Y empezó a ronronear, alto y bajito, bajito y alto, hasta que el Bebé se quedó profundamente dormido. La Mujer sonrió y, contemplándolos, dijo: —Lo has hecho de maravilla. Está claro que eres muy listo. En ese preciso instante, mi bien amado, el humo del fuego que ardía al fondo de la cueva bajó formando nubes del techo —¡puf!—, porque recordaba el trato que la Mujer había hecho con el Gato. Cuando se disipó —¡quién iba a decirlo!—, el Gato estaba sentado junto al fuego. —Oh, enemiga, esposa de mi enemigo y madre de mi enemigo —dijo el Gato—, aquí estoy, porque has dicho una segunda palabra en mi alabanza, y ahora puedo sentarme al amor de la lumbre en el fondo de la cueva por siempre jamás. Pero sigo siendo el Gato que anda solo, y lo mismo me da un lugar que otro. La Mujer, muy enojada, se soltó el pelo, echó más leña al fuego, sacó la enorme paletilla de cordero y se puso a hacer un conjuro para evitar decir una tercera palabra en alabanza del Gato. No fue un conjuro cantado, mi bien amado, sino un conjuro silencioso. Y poco a poco se hizo tal silencio en la cueva que un ratoncito diminuto salió de una esquina y echó a correr por el suelo. —Oh, enemiga, esposa de mi enemigo y madre de mi enemigo —dijo el Gato—. ¿Ese ratón es parte de tu conjuro? —¡No, claro que no! —respondió la Mujer, que soltó la paletilla, saltó encima de un escabel que estaba frente al fuego y se recogió rápidamente el pelo por miedo a que el ratón pudiera trepar por él. —Ah —dijo el Gato, observando todo aquello—. Entonces el ratón no me sentará mal si me lo como. —No —dijo la Mujer, trenzándose el pelo—. Zámpatelo rápido y te estaré eternamente agradecida. El Gato dio un brinco y cayó sobre el ratoncito, y entonces la Mujer dijo: —Mil gracias. Ni siquiera Mejor Amigo es lo bastante rápido para cazar ratones pequeños, como tú acabas de hacer. Debes de ser muy listo. En ese preciso instante, oh, mi bien amado, el cazo de leche que estaba junto al fuego se resquebrajó —¡crac!—, porque recordaba el trato que la Mujer había hecho con el Gato, y cuando la Mujer bajó del escabel —¡quién iba a decirlo!—, el Gato estaba sorbiendo a lengüetazos la tibia y blanca leche que quedaba en uno de los trozos. —Oh, enemiga, esposa de mi enemigo y madre de mi enemigo —dijo el Gato—, aquí estoy; porque has dicho tres palabras en alabanza mía, y ahora puedo beber la tibia y blanca leche tres veces al día por siempre jamás. Pero sigo siendo el Gato que anda solo, y lo mismo me da un lugar que otro. La Mujer se rio, preparó al Gato un cuenco de tibia y blanca leche y dijo: —Gato, eres tan listo como un hombre, pero recuerda que no hiciste el trato con el Hombre ni con el Perro, y no sé qué harán cuando vuelvan a casa. —¿Y a mí qué? —respondió el Gato—. Mientras tenga mi lugar frente al fuego y mi tibia y blanca leche tres veces al día, no me importa lo que hagan el Hombre o el Perro. Cuando el Hombre y el Perro volvieron a la cueva esa noche, la Mujer les contó la historia del trato, mientras el Gato permanecía sentado junto al fuego, sonriendo. Entonces el Hombre dijo: —Ya, pero no ha hecho el trato conmigo ni con todos los Hombres que me sucederán. Y se quitó las dos botas de cuero, cogió su pequeña hacha de piedra (con lo que ya suma tres), trajo un trozo de madera y una hachuela (con lo que ya suma cinco), colocó todos esos objetos en fila y dijo:   

     —Ahora vamos a hacer nuestro trato. Si no cazas ratones cuando estés en la cueva por siempre jamás, te lanzaré estos cinco objetos cada vez que te vea, y lo mismo harán todos los Hombres que me sucederán. —¡Ah! —dijo la mujer al oírlo—. Muy listo es este Gato, pero no tanto como mi Hombre. El Gato contó los cinco objetos (que parecían muy contundentes), y dijo: —Cazaré ratones cuando esté en la cueva por siempre jamás, pero sigo siendo el Gato que anda solo, y lo mismo me da un lugar que otro. —No cuando yo esté cerca —dijo el Hombre—. Si no hubieras dicho esto último, habría guardado estas cosas por siempre jamás, pero ahora te voy a lanzar mis dos botas y mi pequeña hacha de piedra (que suman tres) cada vez que te vea. Y lo mismo harán los Hombres que me sucederán. Entonces dijo el Perro: —Espera un momento. El Gato no ha hecho ningún trato conmigo ni con los Perros que me sucederán. Y, enseñando los colmillos, añadió: —Si no te portas bien con el Bebé mientras yo esté en la cueva por siempre jamás, te perseguiré hasta atraparte, y entonces te morderé. Y lo mismo harán todos los Perros que me sucederán. —¡Ah! —dijo la mujer al oírlo—, muy listo es este Gato, pero no tanto como el Perro. El Gato contó los colmillos del Perro (que parecían muy afilados), y dijo: —Me portaré bien por siempre jamás con el Bebé mientras esté en la cueva, siempre que no me tire demasiado fuerte de la cola. Pero sigo siendo el Gato que anda solo, y lo mismo me da un lugar que otro. —No cuando yo esté cerca —dijo el Perro—. Si no hubieras dicho esto último, habría cerrado las fauces por siempre jamás, pero ahora te haré trepar a los árboles cada vez que te vea. Y lo mismo harán todos los Perros que me sucederán. Entonces el Hombre lanzó al Gato sus dos botas y su pequeña hacha de piedra (que suman tres), y el Gato salió corriendo de la cueva y el Perro lo persiguió hasta hacerle trepar a un árbol. Y desde entonces hasta hoy, mi buen amado, tres Hombres de cada cinco han tirado cosas a los Gatos cada vez que los ven, y todos los Perros los han perseguido hasta hacerlos trepar a un árbol. Pero el Gato también cumplió su parte del trato. Caza ratones y se porta bien con los bebés cuando está en casa, siempre que no le tiren demasiado fuerte de la cola. Pero hecho esto, en sus ratos libres, cuando sale la luna y cae la noche, es el Gato que anda solo, y lo mismo le da un lugar que otro. Y entonces, como antaño, camina por la salvaje espesura o sube a los árboles o a los tejados, moviendo la cola y sin más compañía que la suya.

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