La mejor mentira - Cuento judío

 Hershele vivía en una pequeña aldea de Polonia que se llamaba Ostropolie. Era un hombre muy pobre, y le costaba alimentar a su familia. Sin embargo, tenía tanta alegría de vivir que se podía permitir venderle un poco a los demás.

Un día, hambriento como de costumbre, Hershele entró en una panadería.

–¿Me daría uno de esos pancitos con semilla de amapola? –le pidió al panadero.

–Cómo no, Hershele, siempre que tengas con qué pagarlo –dijo el panadero. Y le alcanzó un pancito de aspecto tierno y delicioso.

Hershele lo miró por todos lados sin mucho interés y finalmente se decidió:

–Disculpe, pero cambié de idea, se lo devuelvo. Prefiero esa rosquita dulce. El precio es el mismo, ¿verdad?

El panadero volvió a poner el pan en su lugar y le dio a Hershele la rosquita.

–¡Mmm, qué deliciosa! –dijo nuestro pícaro amigo–. Creo que voy a comérmela aquí mismo.

Dicho y hecho, se la devoró en un instante sin dejar ni una miga. Se estaba por ir cuando el panadero lo detuvo.

–Hershele, no me pagaste la rosquita dulce.

–¿Cómo que no? –contestó Hershele–. Le di a cambio el pancito. ¿Acaso no valen igual?

–¡Pero si el pancito tampoco me lo pagaste!

–¿Y por qué lo iba a pagar si no me lo comí?

El panadero lo miró un instante desconcertado. Se habría lanzado a atraparlo si no hubiera sido porque un rico forastero, que estaba por casualidad en la panadería, pagó la deuda de Hershele.

–Ese hombre me interesa –le dijo al panadero–. Estoy organizando una gran fiesta y me gustaría contratarlo para que entretenga a mis invitados.

Por supuesto, Hershele ya estaba en la calle, alejándose de la panadería lo más rápido posible. El forastero lo alcanzó.

–Hershele Ostropolier –le dijo–, he oído hablar mucho de sus picardías. Quiero ofrecerle un trabajo. Pero antes me gustaría comprobar por mí mismo qué clase de hombre es usted. Le pagaré una moneda de plata si me dice una mentira rápida.

–¿Por qué una, si me prometió dos? –contestó Hershele.

Y así consiguió el trabajo.

La fiesta se hizo en una hermosa noche de verano, después de la cosecha, y todos los invitados estaban de muy buen humor. Uno de ellos se jactaba de ser el mejor mentiroso de todos los tiempos y desafió a Hershele a una competencia, que nuestro amigo aceptó muy contento.

–Ayer atrapé a una pulga de las orejas –dijo el campeón de las mentiras–. Luchaba tratando de soltarse, pero yo le até las patas con un pelo. De pronto se me resbaló de la mano y cayó en el barril de aceite. Pensé que se habría muerto ahogada, pero esta mañana cuando me desperté, el barril estaba vacío. La maldita pulga se había tomado todo el aceite y había crecido tanto que se estaba poniendo mi levita para salir a pasear por el pueblo.

Todos aplaudieron entusiasmados y miraron a Hershele. ¿Qué podría decir que fuese todavía más ridículo o gracioso o mentiroso? Hershele miró a todos con mucha seriedad.

–Lo siento, pero tendremos que suspender el concurso, porque este caballero está haciendo trampa. Lo que acaba de contar no es ninguna mentira. Yo estuve allí y lo vi con mis propios ojos.

Por supuesto, Hershele ganó la competencia.

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