Médico y maestro - Cuento alemán

 Cuando el tremendo pícaro alemán Till Eulenspiegel llegó a Nuremberg, lo primero que hizo fue poner carteles en las puertas de las iglesias presentándose como un famoso médico capaz de curar toda clase de enfermedades.

Lo cierto es que en el hospital de Nuremberg había muchos enfermos; demasiados. El director estaba preocupado y pensó que nada perdería con probar. Se encontró con Till y le preguntó si podía hacer algo por sus pacientes.

–Por quinientas monedas de plata –aseguró Till–, puedo curarlos a todos.

El director del hospital, por supuesto, no le creyó una palabra. Pero tenía curiosidad por saber cómo se las arreglaría ese farsante para hacerse pasar por médico.

–Está bien –le dijo–. Podemos pagar las quinientas monedas, pero sólo después de ver con mis propios ojos que los pacientes están sanos y fuera del hospital.

Till Eulenspiegel fue de inmediato al hospital, donde revisó cuidadosamente a los enfermos, uno por uno. Antes de despedirse, hacía jurar al enfermo que no le contaría a nadie el secreto que le iba a revelar. Hecho el juramento, le informaba a cada uno lo siguiente:

–Querido amigo, por suerte existe un remedio infalible que me va a permitir curarlos a todos. Es muy simple: debo quemar a uno de ustedes hasta convertirlo en cenizas. Cuando los demás beban ese polvillo mezclado con agua, recobrarán la salud. Pero no quiero quemar a nadie que tenga esperanzas de curación. Por eso debo elegir al que esté más grave. Mañana vendré con el director del hospital y les pediré a todos que se levanten de la cama y salgan. Te he tomado simpatía y por eso decidí avisarte: es importante que estés muy atento y no se te ocurra dormirte, porque al que se quede en su cama, lo convertiré en cenizas. Si se levantan todos, tendré que elegir para quemar al que esté peor, es decir, al que salga último.

Al día siguiente, Till se presentó en el hospital con el director.

–El que esté sano, ¡que salga! –gritó con todas sus fuerzas.

Todos los enfermos se levantaron a la vez, de un salto, y aun con sus piernas enfermas o inválidas, se las arreglaron para salir a toda velocidad, empujándose unos a otros, con tanto entusiasmo y tanto apuro que el director estaba asombradísimo. Allí se vio caminar ¡y hasta correr! a pacientes que en muchos meses no se habían levantado de la cama.

Cuando el hospital quedó vacío, Till cobró sus quinientas monedas de plata y escapó de la ciudad lo más rápido que pudo.

A los tres días, poco a poco, el hospital comenzó a llenarse otra vez con los mismos enfermos: la cura misteriosa había durado poco.

Las fechorías de Till no le permitían quedarse mucho tiempo en ningún lado. En sus vagabundeos llegó un día a Erfurt, ciudad que tenía una importante universidad. El problema era que su fama de pícaro tramposo había llegado antes que él y tanto los profesores como los estudiantes estaban listos para recibirlo. ¡No se burlaría de ellos!

Nuestro amigo colocó avisos por todas partes asegurando que era capaz de enseñarle a cualquiera a leer y escribir, por más lenta que fuese su inteligencia. El mismísimo rector de la Universidad aceptó el desafío y lo mandó llamar. Le tenían preparada una buena broma.

–¿Estás dispuesto a enseñarle a leer a un burro?

–Claro que sí –aseguró Till, sin echarse atrás.

Sólo pidió que le dieran un poco más de tiempo considerando que, en su estado normal, el burro es un animal que no sólo no lee, sino que ni siquiera habla y que, además, no es famoso por su brillante inteligencia. El maestro Till se expresaba con tanta corrección, seriedad y entusiasmo que los bromistas empezaron a dudar. Parecía muy seguro de lo que decía. Finalmente se pusieron de acuerdo en que la hazaña llevaría en total unos veinte años.

“Somos tres”, pensó Till Eulenspiegel. “En veinte años pueden pasar muchas cosas. Si el rector muere, me libero del problema. Si muero yo, quién puede pedirme cuentas. Y si muere mi alumno, quedo libre de todas maneras.”

Acordaron que le pagarían mil monedas de oro cuando el burro fuera capaz de leer de corrido. Entre tanto, el maestro cobraría diez monedas de oro por cada letra que el borrico fuese capaz de reconocer.

El maestro y su alumno se fueron a la posada. Till compró un libro muy grande y metió granos de avena entre las páginas. El burro aprendió enseguida a dar vuelta las hojas con la boca y la lengua, y cuando no encontraba más avena se ponía a rebuznar: “¡Iiiii Aaaaaa! ¡Iiiiii Aaaaaaa!”.

Till fue a ver al rector de la universidad.

–Mi querido amigo, ¿quiere ver los progresos que ha hecho mi discípulo?

–Estimado profesor, ¿es que puede aprender realmente un burro?

–Se lo diré: es muy torpe como alumno y me resulta verdaderamente difícil enseñarle. Sin embargo, con mucho esfuerzo y trabajo, conseguí que reconozca algunas vocales.

Cuando el rector y un grupo de profesores llegaron, el pobre alumno estaba en ayunas desde el día anterior. En cuanto le pusieron el libro delante, empezó a pasar las hojas rápidamente buscando avena. Como no encontraba, se puso a rebuznar: “¡IIIII AAAAA IIIII AAAAA!”.

–Observen, estimados caballeros –dijo Till–, con qué claridad puede leer ya esas dos vocales: la “i” y la “a”. Es todo lo que he logrado hasta ahora, pero supongo que vamos a adelantar muy rápido.

Poco después murió el rector de la Universidad. Till liberó a su alumno y se escapó de Erfurt muy contento, con las veinte monedas oro que había ganado por enseñarle al burro sus primeras (y últimas) letras.

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