La sombra - Juan Eduardo Zúñiga

Estaba el padre sentado en un sillón próximo al ventanal, y tenía en sus manos un fajo de cartas que según iba leyendo depositaba en la mesa cercana.
La puerta de la estancia se abrió y entró el hijo mayor que avanzó hasta situarse delante de él.
-Padre -le dijo-, escúchame: no quisiera alterar tu tranquilidad estos meses en que estamos juntos pero me siento obligado a hablarte de algo que me inquieta. Desde hace días, cuando estoy solo, empiezo a notar que hay alguien cerca de mí. Poco a poco gana fuerza esta sensación que no puedo evitar, aunque esté trabajando o ensayando con el violín. Como si una persona hubiera entrado en mi habitación y, en silencio, me mirara. No tengo más remedio que volver la cabeza pero... no hay nadie, nadie está cerca de mí. Sin embargo, lo siento claramente y me asusta.
Los ojos del padre se habían ido reduciendo mientras oía aquellas palabras y luego los llevó de la cara del hijo a los bellos dibujos de la alfombra.
-No debes preocuparte, hijo -exclamó-. Eso que te ocurre es, sin duda, resultado de la tensión de la sangre en el cerebro, o tus mismos pensamientos o tu pasión por la música. No le des importancia, será pasajero y en pocos días lo olvidarás.
El primogénito no respondió y con una actitud respetuosa, que todos los miembros de la familia mantenían para con el padre, salió de la estancia.
Fue hasta el salón, donde hacía años estaba el piano, lo abrió y, sin sentarse ante él, tecleó unos compases mientras su vista se perdía en la cristalera que daba al jardín, tras la cual se anunciaba el atardecer. Oyó unos pasos y al volverse vio a la hermana que se aproximaba.
-Te estaba buscando, hermano, me siento nerviosa y triste. No puedo estar sola, necesito hablar con alguien, contigo, si es que me quieres escuchar. Verás, te voy a contar un motivo de inquietud, acaso es la preocupación de estar enferma, no sé, pero a veces estoy segura de que a mi lado alguien respira, y ya comprenderás que no hay nadie y debe de ser sólo imaginación mía.
-Pero, ¿de verdad, no hay nadie? El que respira, quien quiera que sea, ¿no puedes verlo?
-No, no veo a nadie. Ya te digo que tan sólo es una impresión, algo como las alucinaciones que tienen las videntes.
-Sí, pero nosotros no somos videntes. ¿Te has asegurado de no ver... alguna cosa?
La hermana se tapó la cara con ambas manos y emitió con la garganta como un sollozo y seguidamente le miró con una mueca de enfado.
-¿Qué crees que voy a ver? ¿A qué te refieres? No veo nada, sólo me parece que se acerca a mí un susurro igual a una respiración. Es eso lo que te digo.
Él se pasó por los ojos la mano con que había rozado las teclas, suspiró y habló en voz muy baja:
-Pues yo sí veo, hermana, veo algo, no sé bien lo que es pero cuando estoy solo percibo como si unos ojos me mirasen.
Ella dio un breve grito y se estrechó contra él a la vez que la boca se contrajo, mirándole de muy cerca.
-¿Qué ves, dime qué ves?
-Una sombra, veo una sombra, no te puedo decir más.
La joven encogió la cabeza entre los hombros.
-Ay, como yo, hermano mío. Te he mentido: yo también veo esa sombra, y me horroriza.
En el ventanal resonó súbitamente una ráfaga de lluvia y, fuera, las ramas de los árboles se movieron con violencia.
-¿Sí? ¿Igual que yo? ¿Qué será? Estoy pasando unos días angustiosos: en cuanto me quedo solo comprendo que estoy acompañado, y es una sombra, solamente una sombra.
Los dos hermanos se miraron, pendientes de lo que se decían pero el ruido de la lluvia les hizo fijarse en la cristalera sacudida por el aguacero que la azotaba. Estuvieron mucho tiempo en silencio, junto al piano; ambos parecían reflexionar sobre lo que acababan de confesarse. Hacían gestos de duda.
Cuando el anochecer fue dejando oscuro el salón, en el reloj de pie sonaron las campanadas de las seis de la tarde. Entonces echaron a andar, pegado uno al otro, y fueron al gabinete de la madre que ya estaba iluminado con una viva luz de petróleo y el fuego en la chimenea.
La madre parecía esperar a sus hijos, sentada ya a la mesa en la que se veía colocado el servicio de té. Los hermanos tomaron asiento y aguardaron unos minutos a que llegara el padre que cerró la puerta tras él. Antes de sentarse, se acercó a la ventana y contempló un momento la oscuridad y la espesa lluvia.
Sirvieron el té. Con las tazas en las manos, todos callaban hasta que el hijo habló.
-Padre, a mi hermana también le atormenta la misma sensación que a mí. Tenemos miedo. Como si hubiera alguien junto a nosotros.
El padre miró a la joven, extrañado.
-¿Qué sientes, hija mía? ¿Qué te asusta?
La joven negó y sostuvo la taza ante los labios; la madre la miraba fijamente.
-Sí, padre -insistió el hermano-, igual que yo. Pero debo decirte que antes te he mentido: te dije que no veía nada y no es esa la verdad; si me vuelvo hacia donde creo que hay una presencia, si miro por encima del hombro, veo algo, como una sombra. Y a mi hermana también le ocurre lo mismo.
La voz de la madre le interrumpió:
-¿Una sombra? ¿Qué es eso de ver sombras? Estáis mintiendo, eso no puede ser cierto.
-No, madre, no mentimos, es una sombra que nos asusta. Cuando estoy solo, cuando bajo a la biblioteca, cuando hago música o cuando leo o escribo una carta.
-¿Qué te ocurre entonces? -la madre se inclinó hacia él y levantó la mano como si fuera a contener algo que se caía pero el hijo no vio este ademán porque hundía su mirada en la taza de té humeante.
-Una sombra. ¿Cómo es esa sombra? -intervino el padre.
-¡No preguntes eso! -exclamó la madre-. No hay tal sombra, es una fantasía de ellos.
-Sí, se lo pregunto. Hijo, ¿cómo es la sombra?
-No sé, padre, no sé cómo es ni de dónde viene ni por qué está a mi lado. Pero en algunos momentos es tan fuerte la sensación que tiemblo, huyo, me bajo a hablar con los criados o con el jardinero.
-Yo también tiemblo y la veo, y busco la compañía de quien sea porque sólo entonces me siento libre -dijo la joven temblando.
-¡Callaos! -ordenó la madre irguiendo el busto y dando con la taza en la mesa-. ¡Basta de hablar de eso!
El padre se dirigió a la joven y al preguntarle:
-Hija mía, esa sombra que ves, ¿qué... tamaño tiene? -ésta dio un grito y se llevó la mano a la boca: miró con ojos espantados al padre.
-¿Por qué preguntas eso? -volvió a recriminar la madre, encarándose con él-. ¿Qué quieres decir?
-No, padre, eso no -murmuró el hijo-; será mejor no pensar en ello.
La hija sollozó pero fijando sus ojos en el padre fue ella quien a su vez le preguntó:
-¿El tamaño... que tiene?
La madre levantó la voz:
-¿Por qué le preguntas lo que tú bien sabes? Si tú también la ves y lo niegas... -y estas palabras dichas con una entonación cortante y rápida hicieron estremecer al padre.
-Es lógico que yo le pregunte.
-¿Es que vas a ocultar que esa sombra maldita...?
-Yo no veo ninguna sombra. Yo soy noble y nunca mis ascendientes tuvieron visiones, y yo tampoco. Pero quiero preguntar a mis hijos.
Hubo un silencio y sólo se oía el batir de la lluvia que caía en el jardín y el viento que a veces removía las llamas de la chimenea.
-¿Es que tú, padre, sabes el tamaño que tiene? -Habló primero el hijo dirigiéndose al padre y éste sin responder preguntó:
-Lo que tú ves, ¿es acaso... pequeño?
La hija volvió a dejar escapar una especie de lamento y hundió la cara en su pañuelo.
El hijo tardó en contestar; contemplaba el rostro del padre como queriendo descubrir el motivo de la pregunta.
-Sí, padre. Es pequeño. Me espanta. Pequeño, sí.
-Estáis locos para hablar de esas cosas. ¿No comprendéis que es una fantasía, una mentira?
-Pues es verdad, madre: yo veo una sombra pequeña a mi lado, como si respirase un ser, pero yo no le oigo, es que tengo la certidumbre de que está allí y si me vuelvo, lo que veo es... algo pequeño, en el suelo.
La hija habló con voz convulsiva y muy deprisa con un gesto que podría hacer pensar que se ahogaba, al mismo tiempo que estrujaba el pañuelo entre los dedos.
Bruscamente, la madre se puso de pie, miró a todos, miró la ventana, la habitación en torno suyo y murmuró:
-¡Qué terrible es lo que decís! ¡Qué tristeza tan grande llena mi alma, y mi corazón se siente solo en esta noche de muerte! Y esa sombra que vosotros veis, estará aquí, en nuestra casa y ya para siempre me seguirá adonde vaya, y entrará en las habitaciones vacías y subirá tras de mí las escaleras y cuando duerma, estará conmigo, y sabré que de ahora en adelante será mi compañía.
Al callar, oyeron en el vestíbulo el lejano llanto de un niño. Todos se miraron entre sí. En la ventana, la lluvia seguía resonando.

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