Cuevas - Jane Gaskell

Julia no podía ver la alfombra de campos y bosques sobre los que la llevaba el águila. Sus ojos estaban llenos de lágrimas. Lágrimas causadas por el terror, el shock, el viento que la azotaba, la vastedad y el vértigo.

Aquello no se parecía en nada a un vuelo. Ella se lo había imaginado, desde luego, cuando sus amigos voladores fanfarroneaban al respecto. El vuelo le había parecido entonces un concepto atractivo. Probablemente, había denotado libertad. Julia había pensado en deslizarse, flotar, mantener el control sin experimentar el peso.

Y ahora esto. Esto era real, alto, ventoso y real y, al igual que sucede con todas las cosas reales, no se parecía en nada a lo imaginado. También, como en todas las cosas reales, la llevaba hacia alguna parte.

Dirigida por el piloto automático, el águila pasaba sobre los valles volcánicos de los Gigantes de aquel territorio. Julia no podía ver los valles, de tan llenos como estaban sus ojos por las lágrimas de la realidad. Ni siquiera podía olerlos, de tan asustada y lamentable como se sentía, hasta que se vio zambullida en la chimenea sulfurosa de un risco gigantesco. El águila había sido disparada por un arcabuz de Gigante.

Estaba soldada y no tenía corazón. Aunque un arquero ordinario no podría haber acertado nunca el errante camino volador del artilugio, el Gigante provisto de las grandes flechas magnéticas no era ningún arquero ordinario.

El águila batía sus alas sin corazón. Sin resultado alguno. Se zambullía hacia el azufre y el hedor.

El Gigante era muy grande. Y también lo eran sus hermanos. Tenía colmillos, algo planos y amarillentos, dotados de estrías. Algunos de ellos eran más largos, y sobresalían de su labio superior. Cogió el águila sin grandes vacilaciones. Le quitó el piñón alado y puso al descubierto la tosca maquinaria. El águila lanzó un grito.

El Gigante tenía dos brazos derechos y dos brazos izquierdos. Con uno de los brazos izquierdos (era zurdo) sostuvo el águila que gemía, mientras procedía a extraer el motor interno con su otra mano izquierda y las dos derechas.

Las garras del águila se habían apretado terriblemente sobre Julia en el momento de la captura inicial. Pero en cuanto quedaron al descubierto sus cruciales partes internas, el águila relajó la fuerza de su agarre sobre Julia. Ella estaba totalmente alerta, dispuesta a lanzarse con un movimiento suave hacia un rincón sombreado, que pensó estaba lo suficientemente cerca y lo bastante oscuro. Pero fue la propia intensidad de su quietud lo que atrajo la mirada del Gigante.

—¿Qué tenemos aquí? —preguntó con un verdadero estilo de Gigante.

Su voz sonó como un rugido en los oídos de Julia; vibró alrededor de su cuerpo y le hizo temblar el pelo y los pequeños senos.

El la cogió muy delicadamente con dos dedos y la posó en la parte inferior de sus palmas derechas. Se arrodilló para contemplarla, acercando su mirada para contemplarla mejor. Julia no trató de escapar. Tuvo la impresión de que no sería práctico, puesto que al extender una de sus manos para agarrarla —¡y hasta dónde podía llegar!— podía cogerla con demasiada fuerza, y eso podría ser un desastre para su caja torácica o su pelvis, sin que a él le importara; o, si lograba llegar a la sombra deseada, él podía avanzar un paso al buscarla, y ese simple paso podría aplastarla por completo.

Pero, la verdad sea dicha, Julia no quería perder dignidad con este monstruo. Porque si uno pierde la dignidad con un captor de esa clase, se pierde también toda sensación de alivio o de ritmo que, de otro modo, podrían hacerle su propia muerte algo menos ingrata.

Sin embargo, la cercanía del Gigante durante este primer encuentro no la aterrorizó.

Aún no podía distinguir la totalidad de las facciones para configurar una expresión completa. Tenía que mirar de un ojo a otro, por ejemplo, para ver cómo el aspecto de uno influía sobre el aspecto del otro. Su atención se vio atraída entonces por la boca. El conjunto de la boca le pareció interesante en relación con el conjunto de los dos ojos. Los colmillos sobresalían, pero en este momento no parecían agresivos.

Los dedos de la otra mano derecha se acercaron a ella. A aquella distancia tenían un olor tan acre, que fue el olor antes que el empujón (relativamente suave) que le dio el Gigante lo que casi le hizo perder el sentido.

Y a esa distancia escuchó de un modo inteligible las primeras palabras del Gigante.

La fuerza de su respiración no era demasiado grande. Cuando abrió la boca ella tuvo que echar la cabeza hacia atrás para seguir el curso de sus colmillos (tenía la impresión de que, de algún modo, no debía perder de vista aquellos incisivos), y la fragancia acre de su respiración casi la dejó también sin sentido. Porque era una fragancia grande y oscura con olor a sangre, a la carne interna que había comido últimamente. Las bacterias existentes en la boca de un Gigante no son mayores que otras, pero hay muchas más. De todos modos, eran bacterias sanas. El Gigante era un carnívoro saludable y feliz. Julia, desde luego, se lo imaginó como una bestia, puesto que ella había sido educada de un modo civilizado.

—¿Eres buena para comerte? —preguntó el Gigante.

—No —contestó Julia.

Pero no cabía la menor duda de que él era un caníbal.

—¿Por qué viajabas con el águila? —preguntó simplemente el Gigante—. Ya sabes que esas máquinas funcionan con combustible de alta calidad. Si el águila iba a utilizarte estarás llena de jugo.

—En tal caso, terminemos de una vez —replicó Julia.

Una expresión de sorpresa apareció en la mirada negra del Gigante. Pero antes de que pudiera hacerle caso y reflexionar después sobre su rareza, llegaron sus hermanos.

Se desplegaron por la caverna, llenando las sombras. El azufre, agitado en remolinos, se desplazó a su alrededor. Llevaban sombreros hechos con pieles de animales velludos; uno de ellos incluso llevaba una morsa, pues los mares helados no estaban muy lejos de allí si uno seguía los túneles de azufre dando pasos de gigante.

—¿Qué tienes ahí? —preguntaron los gigantes dejando las flechas y elevando los pies.

—Una buena máquina —dijo el ogro original Julia, con un relampagueo de hostilidad, decidió que se le podía llamar ogro si tenía colmillos y dos pares de brazos).

—Y rico combustible almacenado en el tanque —dijo uno de los ogros—. Ya veo.

Y cogió a Julia de la palma de la mano del otro.

Ella se vio repentinamente elevada y traqueteada. Fue una sensación violenta y gritó:

—¡Déjame!

El ogro la dejó, obediente. El primer ogro dijo con un tono trémulo de impaciencia.

—Devuélvemela.

Volvió a hacerse cargo de Julia, rodeándola esta vez con el puño, de modo que ella quedó protegida, encerrada tras los dedos.

—Puede ser un condimento excelente —dijo uno de los hermanos—, y nos hemos quedado sin sal.

—Dos bocados y también nos habremos quedado sin condimento —dijo el ogro que la sostenía con el puño.

—Deberíamos tener una serie de condimentos —dijo uno de ellos—. Lo he dicho una y otra vez: Conseguimos unos cuantos de estos pequeños bocados de alto octanaje, los alimentamos en jaulas, y puede que incluso nos sobre algo para vender.

El gigante, que poseía las cejas más horribles, apretó a Julia. Ahora sabía con seguridad por qué razón estaba aún allí. Cuando los gigantes, ogros o brujos la aprietan a una es porque están pensando si está sabrosa o no. Casi inmediatamente introdujeron un «bocado» en su boca, o más exactamente se lo aplastaron contra la cara y, gracias a la presión, la mayor parte se introdujo en su boca. ¿Qué era? ¿Qué había sido? Tenía un gusto rancio y carnoso, y probablemente se trataba de un trozo sobrante de grasa de cordero. Fuera lo que fuese, había podido tragarlo antes de darse cuenta de lo que era... La presión de los dedos del Gigante Horrible era demasiado grande, y tampoco pudo escupirlo.

Iba a seguirle otro bocado enorme cuando Julia se encogió y se esforzó deliberadamente por vomitar. El Gigante, cuya mano aún la sostenía, la empujó para que se incorporara, quizá con suficiente suavidad aunque el simple toque la dejó sin respiración. Con la otra mano contuvo la nueva arremetida del Gigante de Cejas Horribles. Julia creyó percibir en los ojos de su captor una cierta conciencia, una apreciativa alerta.

Claro que su captor le permitió comer. Durante las comidas, la dejaba sobre la mesa, frente a su vaso. Ella tenía que levantar el vaso hacia su mano (cosa que él le indicaba con un tamborileo perentorio de un dedo sobre la mesa, y cuando ella le miraba interrogativamente veía una mirada feroz que, suponía, era de peligrosa diversión). Al cabo de un tiempo, él se empeñó en que ella levantara el vaso y se lo llevara directamente a los labios, enormes pero no inmediatamente obvios bajo la maraña de su mostacho rojizo. Ella podía manejar el vaso siempre y cuando no estuviera lleno hasta el borde. En una ocasión se le derramó el contenido, y ella se encontró en el otro extremo de la superficie de la mesa, entre los cubiertos de otro gigante. El Gigante Horrible (ella apenas captó un vistazo del enmarañado risco que eran sus cejas blancas) extendió una mano para golpearla (ella se dejó caer bajo la sombra que avanzaba), pero un hermano gigante detuvo la mano y la recogió respetuosamente, como si fuera la propiedad de alguien, devolviéndosela a su dueño.

Las cuevas estaban iluminadas por un constante y pulsante brillo sulfuroso. Los Gigantes eran obreros y hacían máquinas. Producían un golpeteo ensordecedor acompañado de grandes vibraciones en los riscos de la oscura tierra. Utilizaban la tierra oscura. Probablemente eran Taurus. Utilizaban el azufre y los humos de la oscuridad. Desafiaban magníficamente el fuego y después lo empleaban.

El Gigante encontró una forma de utilizar a Julia. No fue una utilización sexual. Sólo pretendía que le divirtiera, mientras él la alimentaba. Para después comérsela. Julia veía cómo comían proteínas (engordaban ovejas y corderos en una cueva llena de hongos a modo de alimento para el ganado). Pero las ovejas y los corderos no les divertían, y los Gigantes destrozaban los corderos, cuyos trozos se comían en las comidas principales, compuestas en su mayor parte de grandes cantidades de verduras, que también crecían en las cavernas. Nunca tenían proteínas suficientes, o al menos unidades de proteína suficientemente grandes para tomar una comida principal. De modo que empleaban la proteína como condimento, como sal y pimienta. Tenían rociadores de condimento que habían construido con cristal pesado.

Pero el lugar en el que el Gigante colocó a Julia fue en la gran bolsa de cuero que colgaba de la hebilla del cinturón. Julia permaneció en el bamboleante suelo de la bolsa, asomándose por el borde para contemplar el mundo. Ella observaba, mientras el Gigante y sus hermanos construían las piezas de grandes máquinas con las que se proponían conquistar el mundo. Observaba mientras las sombras y luces se hacían de color verde y naranja llenando los riscos de la tierra. Ahora, el Gigante la empujó hacia el fondo de la bolsa para que ella estuviera segura, después de haberse sostenido de puntillas sobre sus florines y soberanos, olvidándose de su vértigo. Cuando él se dirigía a los lavabos interiores para orinar, sacaba su miembro justo por debajo y a un lado de ella. De este modo, aunque al principio se sintió profundamente conmocionada ante su vista, se familiarizó con su estructura física, sus nervaduras marfileñas, su columna, las venas espectaculares que sobresalían y que palpitaban ocasionalmente, con un color azul brillante, lo suficiente como para iluminar su camino si hubiera querido subir por ellas, las brillantes cuentas de sudor, su fragancia, el arco de agua dorada y plateada que creaban allá lejos, en la oscuridad.

También se familiarizó con su forma de funcionar y, desde luego, el Gigante se dio cuenta de que así era.

En consecuencia, proporcionó una mayor versatilidad a su eficiencia de funcionamiento. A veces cambiaba de forma. Su geometría se metamorfoseaba. Crecía. Se hacía incluso más larga. Aumentaba de grosor y se elevaba. Era una extraordinaria máquina en sí misma.

A veces empezaba a aumentar de tamaño, se elevaba un poco, dudaba y volvía a caer, para finalmente, de un modo casi milagroso, elevarse en toda su potencia y permanecer en alto, sin que el Gigante la apañara. Él pasaba los dedos de una o de las dos manos izquierdas sobre el miembro. Lo acariciaba con una sutil facilidad. Sus dedos empezaban a actuar con un ritmo al que Julia pronto se acostumbró (pues aunque no quisiera mirar y prefiriera dejarse caer sobre el fondo de la bolsa, el ritmo seguía zarandeándola allí). Después, el ritmo cambiaba. Se hacía algo perezoso, pero menos sutil, era más evidente. A continuación, volvía a cambiar para adquirir una suave rapidez. En este punto, ella sentía tras de sí todo el cuerpo del Gigante, tenso y magnético (ella se veía casi irresistiblemente impulsada hacia esa parte de la bolsa, como empujada por una corriente eléctrica). Se producían todos los ritmos normales de trabajo y el cuerpo del Gigante aumentaba de tamaño y latía a un ritmo acelerado. Ella se encontraba entonces en medio de un tumulto bastante audible, como en una especie de termitero perfectamente controlado que acelera su marcha sin pánico alguno. A veces se asomaba para saber lo que estaba ocurriendo entonces. La sacudía entonces una poderosa pulsación, como la de un motor que completa de pronto un ciclo de trabajo urgente. El Gigante utilizaba sus dos manos izquierdas y en ocasiones incluso añadía una de las derechas, haciéndolas avanzar y retroceder salvajemente sobre el miembro, tan cerca del lugar de «descanso» de ella que todo lo veía confuso. Finalmente, un chorro de crema surgía explosivamente con tal prodigalidad que parecía salido de una lechería. En cierta ocasión en que se incorporó para mirar, el Gigante la vio con un brillo cuando la luz de azufre la iluminó un instante, y él dirigió la crema sobre ella, que se esforzó por retroceder en medio de una envolvente oleada viscosa que le cerró los ojos y las narices. Todo se llenó de un olor innegablemente maravilloso y que parecía penetrarlo todo. Se las arregló para mirarle y le vio observándola con actitud de propietario, mientras extendía con un dedo el líquido mágico sobre ella, sobre su pelo, por su cuello y el interior de su vestido, mientras el miembro gigantesco colgaba fláccidamente a su lado. Cuando ella retrocedió hacia la bolsa comunal, el líquido se endureció sobre ella, como un casco sobre su pelo, como turrón cuarteado sobre su vestido. Él se echó a reír cuando la sacó aquella noche: y ablandó la sustancia arrojando un chorro musical de orina sobre ella, pues el agua para lavar era escasa, y ni ella ni él dispondrían de suministro hasta el día siguiente y, de todos modos, teniendo a Mercurio en Taurus en su cana astral, resultaba que Julia y su captor se comunicaban entre sí por medio de los excrementos de una clase u otra.

A medida que él se fue haciendo más osado con ella (había sido más violento al principio), se comunicó más cálidamente, enviándola al camino de su pasaje posterior con grandes hojas de papel higiénico (que para ella eran como chapas de madera dura), y él se pedorreaba mientras ella le limpiaba (permanecía colgada como quien se dedica a limpiar cristales, sostenida por una especie de arnés de su cinturón, algo bastante complicado pues de sus hebillas y correas pendían también su peine, una llave inglesa y herramientas similares). Sus pedos también eran comunicación, muy suaves y cálidos para no hacerle perder el equilibrio y, según ella imaginaba, hasta afectuosos. De sus días de pequeña en el gran campo de juegos de los establos del castillo recordaba que algunos de los grandes sementales hacían lo mismo como una especie de muestra de aprecio mientras se les almohazaba. Cuando él jugaba consigo mismo, lo que ahora hacía con mayor regularidad, como si fuera un pacto sobreentendido, la hacía ponerse de pie contra su miembro (cuando estaba crecido tenía aproximadamente su mismo tamaño), haciéndole rodar verticalmente el gran prepucio de un gris marfileño y azulado, hacia delante y hacia atrás, tanto como ella pudiera conseguirlo con ambos brazos. Eso hacía que, necesariamente, ella también se frotara contra él, y el cálido temblor que se apoderaba gradualmente de su cuerpo le parecía un ejercicio muy vivido y adictivo. Un pulgar de una o de sus dos manos se tomaban el tiempo necesario para acariciarla y frotarla a su vez. Y ella se daba cuenta de que estaban manteniendo una relación sexual. Pensó que era una vergüenza que él fuera a comérsela y que no pudieran conocerse el uno al otro a un nivel más cerebral. Cierto que el Gigante podía hablar con ella, pero incluso durante la noche, cuando la sacaba de la bolsa y la colocaba sobre la cama, sobre su almohada llena de paja, junto a su cabeza, volviéndose hacia ella y contemplándola con su ojo brillante, y le hablaba, ella se sentía (a) incómodamente consciente de su enorme lengua y dientes, (b) casi arrojada de la almohada a causa de los resoplidos de su respiración, hasta el punto de que ocasionalmente pensó en recomendarle un dentífrico decente, y (c) se sentía incapaz de comprender buena parte de lo que él decía, porque la mayoría de las veces sólo percibía un trueno y un retumbar. —Bruuum, braaam ahhh shhhhh ahhh —decía él. Todas sus vocales la estremecían y sus consonantes o bien parecían estallar o silbaban, y entonces ella comprendía tres palabras sobre difíciles planos esquemáticos y compresores multifase, o dos frases sobre el significado de la vida o las penalidades de vivir en Mercurio.

Ella se inclinaba y le miraba, o miraba los trozos de él que podía distinguir, y de algún modo lograba comprender su estado de ánimo y lo que quería decir, lo que no tenía nada que ver con su ignorancia de aquellas palabras.

Entonces, él se detenía y aspiraba boqueante, casi como si la chupara hacia aquella profundidad cubierta de colmillos, que era donde ella creía que la conduciría finalmente su destino, y se inclinaba hacia ella amable y expectante, en espera de su respuesta.

Ella se elevaba hacia su oreja, se agarraba del lóbulo y gritaba hacia el tambor, escuchando los ecos:

—NO HE COMPRENDIDO TODO LO QUE HAS DICHO, PERO ESTOY DE ACUERDO CON RESPECTO A MERCURIO.

Él sacudía de pronto la cabeza y se golpeaba el tímpano (no dándole a ella por muy poco) como si un mosquito hubiera zumbado cerca, y volvía a sacudir la cabeza y la miraba con expresión frustrada. Hablaba mucho, y eso le gustaba a ella aunque no entendiera casi nada, pero cuando se quedaba durmiendo roncaba como un ser extraño, como un volcán o algo similar y ominosamente topográfico, y terminaba por alejarse para permanecer colgada de la almohada. No se atrevía a bajar a la cueva, pues había ratas que recogían las basuras y luchaban en el suelo mientras el gigante dormía, de modo que a veces se introducía entre sus rizos y se rodeaba el cuerpo con ellos, en busca de calor, pero se daba cuenta de su error cuando él despertaba y se sentaba de repente (lo que hacía que, de pronto, ella se sintiera elevada hacia las alturas) y se pasaba los dedos por el pelo. Otras veces se acurrucaba en la curva formada por su cuello y su hombro, pero si él se movía de improviso eso resultaba peligroso, y podía quedar aplastada sin enterarse siquiera de lo que había pasado, hasta que él la encontrara destrozada y pensara: «¡Qué pena!». De modo que finalmente descubrió el mejor lugar, y también el más cálido, entre los rizos de su horcajadura, agarrada con ambos brazos a su amigo el gran miembro, del mismo modo que de niña, en el castillo, se había quedado dormida abrazada a un oso de peluche de un solo ojo, con la mejilla apoyada contra su superficie satinada fragantemente viva. Si él se despertaba y se llevaba una mano allí para rascarse o para cambiar el miembro de posición, lo hacía delicadamente y al sentirla allí se alegraba, y la levantaba ligeramente y la dejaba caer de una forma dulce, y eso no tardaba en convertirse en el principio de una sesión matutina. Descubrió que también podía ser útil de otros modos: las agujas del gigante eran grandes pero ligeras, pues sólo tenían un agujero para introducir el hilo, y ella podía controlarlo, por lo que, dado su tamaño, podía anudar y volver a anudar el hilo con mayor facilidad de lo que podían hacer los dedos del gigante. Cosió las rasgaduras de sus gigantescas camisas, pero cuando otros gigantes quisieron que remendara sus ropas se negó: se sacudió toda con un gesto de negativa, pues parecían percibir los gestos de su cuerpo como algo demasiado delicado para comprenderlos. Su Gigante la apoyó, de modo que no tuvo que trabajar para nadie más. Ella le limpió los grandes zapatos minuciosamente. Se revolvió sobre él en su cabina de fin de semana llena de agua sulfurosa; le enjabonó los rizos, lo que hizo que se sintiera como si estuviera revolcándose sobre grandes olas. Y ambos quedaron perfectamente limpios. Ahora ya habían desaparecido los pocos piojos u otros parásitos similares que habían retozado en aquellos pastos. Y ella ocupó su lugar.

Mientras se limpiaba concienzudamente la parte superior de su cuerpo, y se arreglaba la ropa, se preguntó si había sido seducida. Y decidió que quizá no, puesto que si lo consideraba desde un punto de vista cuerdo y lógico, aún se mantenía intacta y era muy probable que la situación continuara igual, al menos hasta que fuera devorada. Y ese es un elemento intrínsecamente crucial de una relación para una Virgo. Si su relación es muy fuerte, se esfuerzan por conservar un elemento de sí mismos, ya fuera de su cuerpo, como era ahora el caso de Julia, o bien de cualquier otro aspecto de su yo. Tenía la sensación de que le gustaría decirle a su amigo Peir, capaz de volar libremente, en el momento en que apareciera, mientras ella se refugiaba entre los poderosos rizos de su anfitrión, o bien mientras se acurrucaba en su horcajadura, que se había desembarazado bastante bien de su Virgo. Pero cuando pensaba en ello, imaginaba inmediatamente la contestación lánguida y burlona de su amigo:

—Estás casi tan relajada como la arandela de una lavadora, Julia, y siempre serás más capaz de avanzar a rastras que de mutar.

A estas alturas, Julia ya sabía que su hermano Cabel debía de estar o vivo o muerto. Es éste un razonamiento en el que uno se encuentra a sí mismo cuando está separado de otro. De hecho, uno nunca es permanentemente consciente en un instante preciso de si los seres más queridos están vivos o no, a menos que se les pueda tener muy cerca de sí todo el tiempo.

Julia se sentía contenta al pensar que iba a ser devorada.

Eso la hacía sentirse mejor, agudizaba sus sensaciones, tanto durante el trabajo rutinario como en las parrandas, pues de otro modo podría haberse sentido saturada (psíquicamente, se entiende) y con una imagen borrosa de la situación.

Habría sido insoportablemente patético e injusto participar en aquellos extraños orgasmos..., excepto por el hecho de que aun cuando su pequeño y querido hermano menor hubiera desaparecido, ella no tardaría en seguir su mismo destino. Eso amortiguaba el horror, lo suavizaba, hacía que la vida pareciera lo extraño, la muerte lo familiar, la muerte la familia.

Y limitarse a limpiar los zapatos del Gigante, o a coser sus inmensos botones con una cierta actitud poética, sabiendo que difícilmente iba a poder realizarlo de nuevo, ya que cuando ese mismo botón volviera a caerse, ella ya no estaría allí para verlo, de modo que valía la pena coserlo bien. Y cuando algo vale la pena hacerlo resulta mucho menos debilitante tener que seguir haciéndolo.

Así pues, y como quiera que cada día pasado allí podía ser el último, Julia pasaba cada uno de esos días de un modo tolerablemente bien y, en una actitud de constante expectativa ante la posible terminación, no tardó en descubrir que había transcurrido una estación completa.

¿Qué estación del año era cuando se vio depositada por el pájaro recién castigado en aquel risco del suelo? Según todos los indicios exteriores, debió de haber sido en verano. Y ahora, cuando atisbaba el mundo exterior, lo que le resultaba ocasionalmente posible desde ciertos puntos periscópicos, veía que todo eran nieblas y lluvias. El sol seguía brillando, pero sobre atmósferas movedizas, sobre vientos y pigmentos cambiantes, convirtiéndose a sí mismo en prismas.

En realidad, el mundo se negaba a permanecer en calma, se resistía a mantenerse firme. El mundo seguía moviéndose sin ella; el mundo había sido desleal, del mismo modo que ella lo había sido para con Cabel.

Eso hizo que sintiera el vehemente deseo de volver a él, de coger el mundo y no permitir que éste la dejara atrás, parada.

Se le presentaba pues un dilema. Se había calmado gracias a falsas promesas de muerte. Su destino había sido la aniquilación durante tanto tiempo que ahora, al no llegar ésta, se sentía privada de algo. Era algo que había dejado atrás y, en tal caso, ¿dónde estaba ahora? Hasta entonces había sido su apoyo. Ahora, después de todo, el techo podía caerle encima, pues ¿qué había que pudiera detenerlo? ¿Qué se suponía que debía hacer si regresaba de nuevo al mundo? No podía buscar a Cabel... Había transcurrido demasiado tiempo para que aún quedara alguna pista.

Eso le resultaba un poco perturbador. No tardaría en morir allí abajo.

La relación con el Gigante alcanzaba nuevas alturas y profundidades. O más bien la relación con el miembro, pues el mantenimiento de una relación con él era algo situado más allá de sus propias posibilidades. Se conocían muy poco, pero todo se desarrollaba en el presente. Eran realmente incapaces de intercambiar pasados, incapaces de rememorar muchas cosas.

Pero la incomprensión entre Julia y su puesto avanzado se estaba conviniendo en algo muy conveniente. El miembro era su amigo, su dueño, su esclavo. Ella tenía la sensación de que podía llegar a echarlo de menos si lo abandonaba ahora. No obstante, aquella situación se hallaba un poco en punto muerto. El arte de la conversación entre el Gigante y Julia no resplandecía, aunque entre Julia y su miembro se estaba produciendo un renacimiento, una verdadera Edad de Oro. Ella le rodeaba con sus brazos mientras dormía, y le acariciaba con suavidad ante el solo pensamiento de que pronto podía tener que partir y, aunque dormido, el miembro se elevaba un poco y su giba se extendía hacia ella como respuesta, físicamente.

Dejó una nota para el Gigante. Escribió con las letras más grandes que pudo sobre una de sus hojas de papel higiénico (al fin y al cabo su comunicación era Mercurio en Tauro), empleando para ello un trozo de carbón y silicio recogido de la superficie de las cavernas.

«GRACIAS POR TU HOSPITALIDAD. NO CONOCEMOS NADA DE NUESTROS RESPECTIVOS GUSTOS Y AVERSIONES. QUIZÁ YO SEA UNO DE TUS PEQUEÑOS GUSTOS. ESPERO QUE ASÍ SEA. SIEMPRE TE ESTARÉ AGRADECIDA POR NO HABERME COMIDO.»

Hizo una pausa y firmó: «JULIA, ESE ES MI NOMBRE». Se dirigió hacia uno de los puntos periscópicos donde, desde que el Gigante empezó a confiar cada vez más en ella, había podido ir confeccionando secretamente una escalera de cuerda sin que él se diera cuenta, a partir de restos encontrados en los suelos del taller.

Ahora ya no había ratas en la estancia del Gigante, pues ella se había encargado de limpiarla y eliminar todos los desperdicios. Y cuando él la encontró un día encendiendo una hoguera frente a un agujero por donde salían las ratas, él mismo lo tapó.

Se fue encaramando por la escalera de cuerda. El Gigante dormía. A medida que subía más hacia el techo, comenzó a tener una perspectiva más amplia de lo que había debajo, comprobando que ya era menos un conjunto de ángulos y características observadas hasta entonces desde puntos demasiado cercanos. «Ése es el aspecto que tienen la mayoría de las relaciones cuando uno se aleja de ellas», pensó. Permaneció allí durante un rato, colgando, mirando hacia atrás. Ahora podía ver al Gigante todo de una pieza. Evidentemente, era un hombre joven, con dos pares de brazos a cada lado y colmillos demasiado visibles aunque elegantes, una expresión de satisfacción en el rostro, un cierto orgullo melancólico en la forma de sus cejas y boca, una cierta individualidad y soledad en la mandíbula y en la forma de los hombros, algo que no había podido ver hasta entonces y que por lo tanto no había podido juzgar. Al tiempo que se detenía allí, contemplando por primera vez toda su desnudez (pues el cobertor había caído a un lado), vio que su miembro experimentaba un gran salto, convirtiéndose así en un recordatorio de su propia situación. Ella recuperó el equilibrio y se apresuró a seguir ascendiendo por la escalera hacia las estrellas. Y apenas tuvo tiempo, porque cuando estaba a punto de salir al cráter bajo la luna, el Gigante se despertó y extendió la mano hacia su pubis, buscándola. Miró hacia abajo y ella distinguió una expresión de extrañeza en su rostro; se sentó sobre la cama, extendiendo todas sus manos en distintas direcciones, buscándola. Y entonces lanzó un grito que hizo temblar la tierra sobre la que ella se encontraba. Dejó de mirar hacia abajo, pues con aquellas vibraciones corría el peligro de caer todo lo que había logrado subir. Se apresuró hacia las colinas que ella sabía que significaban Bosque (allí la tierra era estéril y, al parecer, sólo ella se movía bajo la luna). Se mantuvo a cubierto durante todo el tiempo (había guijarros y cantos rodados tras los que ocultarse), y eso fue una buena medida, pues no tardó en escuchar voces de persecución tras ella. Los Gigantes, vestidos con sus zapatos de goma vulcanizados y sus grandes túnicas, se habían apresurado a subir a la plataforma y la buscaban dando golpes con palos y gritando. Llegó al Bosque mucho antes que ellos (resultaba extraño que el Bosque le pareciera ahora un refugio), escondiéndose entre sus claros suavemente zumbantes. Terminó por subirse a un árbol alto. Escuchó a los Gigantes detenerse en el lindero del Bosque. No entraron en él. Ese no era su terreno. No podían respirar en aquel elemento. Necesitaban fuego, azufre y tierra, porque ellos eran tierra, y se debilitarían como Anteo si abandonaran su elemento. Ella durmió en lo alto del árbol, junto a una violeta dormida de vivos colores. Y, en sueños, se preguntó si el miembro color violeta del Gigante había saltado y despertado al Gigante con el propósito de alertarle para que la persiguiera, o bien para advertirle a ella que se apresurara en su huida.

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