La rueda - Amparo Dávila

Al salir de Sanborns de Niza, después de haber desayunado con una amiga mi acostumbrado jugo de naranja, café y tostadas con mantequilla, un sol tibio inundaba las calles. En mi reloj eran cerca de las nueve, y contaba aún con media hora antes de asistir a la cita con el señor Fernández. Decidí hacer un poco de tiempo mirando los aparadores. 

Me detuve frente a uno de la calle de Hamburgo que atrajo especialmente mi atención por unas preciosas bolsas de cocodrilo de excelente calidad y de modelos originales y novedosos, así carteras, cinturones, billeteras y otros muchos objetos de piel. 

En un espejo que se encontraba en interior de la tienda me vi reflejada, lo que aproveché para arreglarme un poco el cabello. Cuando me estaba retocando el peinado, llegó un joven y lo colocó a mi lado. Al sentir su mirada me di vuelta y lo contemplé frente a frente. Era un hombre joven, moreno. 

Un fuerte escalofrío me recorrió de pies a cabeza. No podía ser otra persona, nadie más, sino él. "¿E...res Mar...cos?" "Sí", escuché; pero sus labios no se movieron al hablar. Presa de una indecible angustia y de un terror indescriptible, de ese terror que entra en la vida por las puertas del alma, comencé a caminar rumbo al despacho del señor Fernández. 

Hubiera querido correr, emprender una loca y desenfrenada carrera y perderlo de vista; pero un fuerte temblor se había apoderado de todo mi cuerpo, y mis piernas apenas lograban sostenerme. Mi corazón daba tumbos golpeando sordamente. De reojo, porque no me atrevía a verlo abiertamente, lo miraba caminar junto a mí, casi pegando su cuerpo al mío. 

De pronto, al atravesar la calle, el pavimento se agrietó y caímos los dos en un negro abismo, pero no nos precipitamos de golpe hacia las profundidades sino que descendíamos como dentro de un remolino o de una fuerza centrífuga que nos envolvía y nos jalaba hacia sus entrañas. 

Allí, juntos, atraídos por aquella fuerza arrolladora e irresistible, alcanzaba a ver a Marcos a través de la escasísima claridad que aún se filtraba de la superficie. A veces veía su cuerpo completo, desnudo, esbelto y hermoso como había sido; otras, la cabeza sola, o el cuerpo mutilado; después, sólo miembros sueltos, un brazo, una pierna, una mano, dedos crispados, los ojos, la boca distorsionada por una sonrisa sarcástica. 

"No, por Dios", grité desesperada; es decir, grité dentro de mí, porque ya la voz no salía de la garganta y sólo el pensamiento nos comunicaba. "No, no quiero morir aún, déjame, tengo innumerables cosas por hacer, mi familia, mis amigos, todo lo que amo, tengo mucho, mucho que terminar en la vida, todo lo que me fue encomendado y debo cumplir antes de irme, no, no deseo, no quiero morir ahora, no estoy dispuesta todavía, déjame salir, volver a la superficie, a la luz, al sol que amo, a esas pequeñas cosas que se nos dan sin tributo, tú estás muerto desde hace tiempo ya no puedes hacer ni exigir nada, ya no tienes qué hacer aquí en la tierra, debes entenderlo, aléjate, aléjate de mí, vete al sitio que te corresponde, en donde debes estar, en donde descansarás con los que te precedieron, yo quiero vivir, vivir, hay sangre caliente corriendo por mis venas, hay tanto deseo, tantos deseos insatisfechos y dañando, exigiendo su realización, déjame seguir viviendo, por piedad, he salido hace tan poco tiempo del infierno, estoy aún en pleno purgatorio, tú lo sabes bien, no he sabido sino de torturas y dolores, angustia y soledad, antes de morir quiero conocer muchas cosas en las que he soñado siempre, países, mares, ruinas, sitios hermosos, todo lo que alimenta al espíritu, conocer también antes de morir un hombre verdadero, total, íntegro, un hombre en toda la extensión y sentido de la palabra, y no sólo fragmentos y despojos de seres humanos, aproximaciones o dolorosas caricaturas de un hombre con imágenes desleídas o terribles que desgarran el alma y las entrañas, conocer un hombre auténtico, sentir tú amor y gozarlo, comprobar que existe la ternura verdadera y sencilla, la tranquilidad, la paz del alma, la dicha burguesa y limitada de la mayoría de las gentes que van los sábados al cine y los domingos a comer al campo, quiero vivir, quiero ver otra vez el mar, el cielo, los ojos de mis niñas, no quiero, no quiero morir aún, déjame por Dios, déjame vivir... "

Y entre aquella negrura, porque la luz ya sólo era un recuerdo, yo sentía aquellos miembros fríos, desarticulados y como gelatinosos que se adherían a mi cuerpo como si fueran ventosas o sanguijuelas enloquecidas que trataban furiosamente de chuparme la vida, absorber mi ser, arrastrándome más abajo, más abajo, cada vez más abajo, sin apiadarse de mi desesperación, ni de los gritos que se transformaban en sordos ronquidos, o estertores, dentro de mi garganta. 

Entonces, sí, entonces, llegó desde muy lejos un largo timbre que cada vez iba aumentando en intensidad. Abrí los ojos y respiré honda, profundamente. Estaba empapada en sudor frío, mi corazón latía descompasado y la respiración era tan agitada como si hubiera corrido a través de la larga noche. 

"Las siete de la mañana, gracias a Dios son las siete de la mañana", me oí decir de manera casi automática, al tiempo en que experimentaba una gran alegría, la alegría de estar viva aún y no muerta, o camino hacia la muerte como en el terrible sueño recién terminado. Sí, era maravilloso el estar con vida a las siete de la mañana de un lunes de agosto y haber salido de aquel desquiciante sueño.

—Buenos días, señora, aquí está su té —dijo Juana y me acercó la taza que tomaba siempre al despertar—; pero, ¿qué le pasa? Está muy pálida, ¿se siente mal?

—No, estoy bien, sólo que tuve una pesadilla, una horrible pesadilla, pero gracias a Dios terminó. ¿Ha llamado alguien por teléfono?

—La señorita Teresa llamó anoche, antes de que usted llegara, para recordarle que van a desayunar juntas.

Tomé el té y me metí a la regadera. Con el agua aliente cedió la tensión de los músculos y, después de frotarme el cuerpo con mi colonia favorita, me sentí tan bien como si hubiera tenido un buen descanso. Me vestí y arreglé cuidadosamente pues tenía que ver a varias personas después de desayunar con mi amiga Teresa.

El cielo estaba limpio, con un azul increíble cuando salí de casa, cerca de las ocho. Con gran desencanto, al sacar el automóvil me di cuenta que éste tenía una llanta completamente baja, "siempre tienen que suceder estas cosas cuando uno lleva prisa", y me dispuse a buscar un taxi, bastante contrariada, sabiendo que a esa hora es casi un milagro encontrar uno. 

Teresa ya habría llegado, sin duda alguna, porque las dos gustábamos de la puntualidad. Como lo temía no logré conseguir ningún taxi y tuve que tomar dos camiones para llegar hasta Sanborns de Niza donde me esperaba mi amiga. 

Cuando por fin logré llegar ella ya había empezado a desayunar. Entraba a su trabajo a las nueve y sólo faltaba media hora. Me tranquilizó encontrarla comiendo tranquilamente, y comencé a contarle mis contratiempos.

—Pero, ¿qué vas a desayunar ahora? —preguntó interrumpiendo mi relato y sonriéndose porque de sobra sabía que nunca varío mi desayuno.

—Lo mismo de siempre.

—No cabe duda de que comes como un pajarito. Yo no me explico cómo puedes vivir y trabajar con esa alimentación —decía mientras devoraba sus huevos con tocino y frijoles refritos, y yo bebía lentamente mi café, después de haber tomado el jugo de naranja y untaba una tostada con mantequilla.

—No me vas a creer si te cuento que Elvira ya se va a casar.

—¿Es en serio, o estás bromeando? —le pregunté.

—No, no, te lo digo en serio, ya avisó que trabaja sólo hasta el día último.

—¿Y cómo le hizo?

—Todo el mundo dice que es un milagro patentado, con esa cara y ese cuerpo —y se sirvió otra taza de café.

—Además, es una tremenda enredosa. Yo siempre le saco la vuelta.

—Y como tú todo el mundo. La que está que se muere de rabia es la Güera. ¿Te acuerdas de las apuestas que hizo con todo el mundo?

Y así, entre comentarios de la última película, de la barata del Palacio de Hierro, de la carta de Luis Mario, de los zapatos de Pertegaz que son un verdadero primor y tan cómodos, y quedando en vernos el sábado a las siete de la noche para ir a la exposición de pintura francesa, Teresa se fue corriendo a los cinco para las nueve y yo todavía me fumé otro cigarrillo, con toda calma.

Al salir de Sanborns, un sol tibio bañaba las calles. En mi reloj eran las nueve, y yo contaba aún con media hora antes de asistir a la cita con don Manuel Fernández. Decidí hacer un poco de tiempo mirando los aparadores. Me detuve frente a uno de la calle de Hamburgo que atrajo especialmente mi atención por unas preciosas bolsas de cocodrilo, de excelente calidad y modelos originales y muy novedosos, así como carteras, cinturones, billeteras y otros muchos objetos de piel. 

En un espejo, que se encontraba en el interior de la tienda, me vi reflejada, lo cual aproveché para arreglarme un poco el cabello. Cuando estaba retocando mi peinado llegó un joven y se colocó a mi lado "Al sentir su mirada me di vuelta y lo contemplé frente a frente. Era un hombre joven, moreno. Un fuerte escalofrío me recorrió de pies a cabeza. No podía ser otra persona, nadie más, sino él. Pero, ¿usted no es Marcos, verdad...?

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