Las noches de las guitarras rotas - Amparo Dávila

Una tarde de sábado, de esas en las que uno sale a comprar cualquier cosa, o simplemente a vagar horas y horas por el centro de la ciudad y se detiene en cada aparador observando cuidadosamente todos y cada uno de los objetos como si entre ellos se fuera a encontrar una ganga, o alguna otra cosa largo tiempo buscada, mis hijas y yo caminábamos por el pasaje que se encuentra detrás de la Catedral, rumbo al expendio de los herbolarios. Al pasar frente a un comercio de instrumentos musicales donde había violines, chelos, bongos, maracas y, especialmente, guitarras de todos los tamaños, clases y precios, mis niñas se detuvieron embelesadas:

— ¡Mira qué linda guitarrita! — exclamó Jaina—. Cómpramela, Shábada.

—No puedo ahora, mi vida.

—Sí, Shábada, cómpranos una —pidió también Loren.

—No traigo dinero, niñas.

—Entonces, ¿con qué vas a pagar todas las hierbas que compres? (Jaina sabe muy bien que entre mis grandes aficiones está la de comprar toda hierba, semilla, raíz o corteza que tenga nombre raro o leyenda sobre sus facultades medicinales. Con ellas preparo bastantes cosas, pero especialmente maceraciones y tisanas que bebo, la mayoría de las veces, llevada por la curiosidad de conocer su sabor y comprobar, al mismo tiempo, si son verdaderas o supuestas las cualidades curativas que se les atribuyen. 

A través de la larga experiencia que tengo en estas indagaciones debo confesar que, algunas de las veces en que ensayo brebajes exóticos o poco conocidos, he llegado a sufrir desde leves intoxicaciones hasta serios envenenamientos; pero, no por eso disminuye el vivo interés que siempre he tenido por la investigación de las plantas medicinales ni el asombro ante la comprobación de sus virtudes.)

Las hierbas cuestan muy poco —aclaré a Jaina.

- Pero tú compras cientos, Shábada...

Mientras Jaina y yo discutíamos, Loren tomó una de las guitarritas que estaban sobre un mostrador junto con los bongos y las maracas, y comenzó rascar las cuerdas para averiguar si tenían sonido como las grandes, o sólo eran de juguete.

—Deja esa guitarra, Loren. Les prometo que vendremos a comprar una el próximo sábado.

—¡Qué bonito cutis tiene...!

Miré hacia todos lados buscando de dónde salía aquella voz que había sonado tan suave.

—¿Ha de usar cremas muy caras, verdad?

Entonces la descubrí sentada detrás de uno de los mostradores al fondo de la tienda, casi escondida entre ese mundo de instrumentos, y no pude menos que sentirme totalmente fascinada por aquella mujer que parecía una auténtica muñeca de los veinte. 

Era de tez apiñonada, con una impresionante palidez, que le hacía a uno recordar La montaña mágica o La dama de las camelias. Al acercarme más, observé que esa exagerada palidez se debía, en parte, a los polvos demasiado claros para su tono de piel y usados en exceso. Y en aquel marco encalado resaltaban notablemente sus enormes ojos negros y unas profundas ojeras violáceas que le daban un misterioso atractivo. 

La ceja era sólo una línea de lápiz negro a lo Jean Harlow y la boca pintada de rojo encendido en forma de corazón, "as de corazones rojos, boquita de una mujer..." Llevaba el pelo castaño oscuro peinado muy liso y recogido hacia atrás en una especie de moño a medio hacer, o que estaba a punto de deshacerse. Lo más increíble de todo era su traje: un vestido de terciopelo granate, tan gastado por el uso que en algunas partes casi no tenía pelo, con olanes de gasa color crudo en el cuello y en las mangas.

—No lo crea —le contesté, cuando logré salir un poco del estupor que su aspecto me produjo y de una extraña sensación que comencé a sentir al verla, como si el tiempo diera marcha atrás y yo hubiera estado alguna vez conversando la misma intrascendente charla con esa mujer, en la época de la que ella era fiel retrato.

— ¿Qué se pone entonces?

—Lociones y cremas que yo misma preparo.

—Y también tomas, Shábada —agregó Jaina.

—Porque, sabe usted, yo soy de Guadalajara —empezó, de pronto, a contarme la mujer sin ningún preámbulo— y allí yo usaba varias cremas, jabones, lociones y muchas otras cosas que una amiga de mis tías me enseñó a preparar. 

El esposo de esa señora, que era alemán, había trabajado en su juventud como químico en un laboratorio de cosméticos de Berlín. Cuando vino a México puso una ferretería en Guadalajara y se casó con la amiga de mis tías. Si usted hubiera visto cuántos libros tenía y las fórmulas tan magníficas que había en ellos; pero se me han ido olvidando las recetas, confiando en la memoria nunca tuve la precaución de anotarlas, y hace tiempo que ya no uso casi nada. 

Al verla —añadió con un dejo de melancolía—, no pude menos que fijarme en su cutis tan limpio y terso. A mí se me han empezado a abrir los poros de la nariz... ¡Si viera usted qué buen cutis tenía...! Bueno, los años pasan y uno...

— ¿No usa usted el romero?

— ¿El romero? Lo usé, claro está, es de lo mejor...

—Y la siempreviva, ¿la conoce?

—Sólo he oído hablar de sus propiedades; pero nunca logré saber cómo usarla. ¿Lo sabe usted?

—Sí, sólo que hay varias maneras de prepararla; todo depende de las particularidades de cada tipo de piel. Como yo vengo seguido por aquí, le voy a copiar algunas de las fórmulas que tengo, para que usted elija la que le parezca más conveniente.

En ese momento se quedó pensativa como tratando de recordar algo y se fue muy lejos, se ausentó tanto que yo ya me disponía a marcharme, cuando dijo de pronto:

—Una cosa que es verdaderamente magnífica para los párpados hinchados es la infusión de rosas, porque sabe usted, a veces uno chilla por las noches y al día siguiente los ojos amanecen hechos un desastre, bien abotagados. Pero con unos fomentos de infusión de rosas, apenas tibia, se desinflaman luego, luego...

Vi entonces, en lo oscuro de la noche, a aquella muñeca de los veintes llorando en silencio sobre una dura y fría almohada, e involuntariamente fijé la vista en las ojeras violáceas tan marcadas y profundas. No pude menos que pensar en lo desdichada que debía ser aquella extraña criatura para llorar así a mitad de la noche.

—Usted no ha de llorar seguido, no tiene los párpados hinchados —y me observaba con detenimiento—, pero si algún día... Mire, se pone en la lumbre un pozuelito así —con la mano me indicó el tamaño del jarro—, con la mitad de agua, a calentar a fuego lento, muy lento, y al soltar el hervor se le agregan los pétalos de las rosas, y entonces se tapa y se deja reposar un buen rato...

Ninguna de las dos, ni ella ni yo, nos habíamos dado cuenta de que mientras platicábamos tan entusiasmadas mis hijas probaban una guitarra tras otra, o bien sonaban un bongó con una mano y con la otra una maraca, o ensayaban los violines sacándoles sonidos destemplados, cuando una voz como un trueno, o un rugido, cortó de golpe nuestro diálogo, con tal violencia y en una forma tan sorpresiva, que yo sentí como si aquella interrumpida conversación quedara ahora relegada a un remotísimo pasado.

—¡Dejen allí, niñas, dejen, dejen, dejen las cosas en su lugar, no toquen más, que no toquen nada! ¿Me oyen? ¡Han manoseado todo, desarreglándolo, ensuciándolo, estropeándolo, dejando pintados sus dedos mugrosos, y ella allí, mirando sin importarle nada! ¡Claro!; no le han costado ni un solo centavo, que se acaben, sí, que se acabe todo, todo, ¡qué importa!, pero ella sentada allí cómodamente, platicando encantada de la vida, dejando que cojan todas mis cosas y las llenen de dedos, de chicle, de babas, ¿qué he hecho?, ¿qué cosa he hecho yo para merecer esto?, ¿por qué mis cosas?, mis cosas, sí, lo mío, y la señora platicando, sin importarle nada, nada, ¿por qué?, ¿por qué, Dios mío...?

Mis hijas se quedaron inmóviles, sorprendidas y aterrorizadas por aquella voz y la forma tan brutal en que se les privaba de su entretenimiento; después depositaron tímidamente sobre el mostrador los instrumentos musicales que tenían en las manos. También yo confieso que me asustó y desconcertó bastante aquella irrupción tan violenta y el tono de voz tan colérico y deshumanizado, en el momento en que menos se esperaba. Ella, la muñeca morena, se estremeció de pies a cabeza, con un sacudimiento de terror incontrolado, y enmudeció.

Creo que involuntariamente cerré los ojos al escuchar todas las cosas que aquel hombre profería a gritos; tal vez, ahora pienso, que el estallido de esa horrible voz, como una luz hiriente, me hizo cerrar los ojos al descender de golpe a una realidad no esperada. 

Al abrirlos vi junto a la vitrina donde yo estaba recargada, unos toscos pies calzados con zapatos muy maltratados y sucios. Y al levantar la vista encontré un cuerpo corpulento, convulsionado por la ira, que manoteaba grotescamente o se mesaba los cabellos, y al gritar accionaba y se agitaba de tal manera como si fuera a llegar al frenesí: los brazos retorcidos, las facciones contraídas, distorsionadas, los ojos extraviados. 

No supe bien a bien cómo era su rostro, porque como atraída por un imán toda mi atención se detuvo en unos ojos que se entrecerraban y se empequeñecían como los de las serpientes cuando van a atacar y de ellos salía una mirada helada que penetraba hasta los mismos huesos.

Mis niñas se habían pegado completamente a mí y sentí sus manitas húmedas que buscaban protección.

Sin decir una palabra nos alejamos de allí, no sin antes mirar por última vez a la muñeca vestida de terciopelo granate y boca de corazón. Pero ella miraba ya sin mirar, se había ido, perdiéndose por los sombríos túneles del miedo y el desencanto; hasta llegar a lo profundo de la noche, donde silenciosa y desesperadamente lloraba y lloraba empapando la almohada; hasta que la luz del amanecer entrara a través de la roída cortina encontrando, sobre el piso de la mísera alcoba, los pedazos de unas guitarras rotas y los fragmentos de aquella muñeca triste.

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