El cambio marino - Jean Cox

 Dejó su coche aparcado al borde del risco, que tenía unos sesenta metros de caída antes de acabar en el mar. Se detuvo junto a él, mirando hacia abajo. Un solo paso bastaría. Se precipitaría por los aires en una lenta voltereta (eso suponía) y se estre­llaría sobre la arena que había justo debajo, con un resonante y desagradable golpe..., el único golpe que él podía dar.

Pero no, no había ido hasta allí para eso. No exactamente. Tendría que encontrar un modo más lento de bajar hasta el agua. Así lo hizo, abrién­dose paso cautelosamente (para no caerse y hacer­se daño) por un camino tortuoso y difícil, man­chándose los zapatos de barro, hasta llegar a la playa. Se detuvo sobre la arena, al borde del agua, y miró a su alrededor. Sí, aquél era el lugar. Su padre había ido allí diez años atrás y se había ahogado.

James Gordon había sido feliz en su matrimo­nio y tenido mucho éxito con las mujeres; había gozado de dinero, salud y un amplio respeto social, y fue famoso en más de una especialidad en la investigación científica: biología marina y bioquí­mica, predominantemente. Todo lo que hizo fue un éxito, e hizo muchas cosas. Y, sin embargo, había ido a aquella playa solitaria una mañana cualquie­ra, llevando consigo ciertas jarras de cristal y bo­tellas, la evidencia visible de una vida de trabajo. Había destapado las botellas y jarras, y, cogiéndolas delicadamente entre los brazos, se había intro­ducido en el agua, devolviendo su contenido y su persona al mar. Su cuerpo nunca fue hallado.

Y ahora el hijo y homónimo de aquel hombre había acudido allí para seguir sus pasos. El se­gundo James Gordon no había sido tan afortunado como el primero, ni en el amor ni en el trabajo. Indudablemente, no lo fue en lo primero. Y, aunque tuvo buen cuidado de no seguir la línea de su padre (era asistente social, a pesar de que nunca había conseguido hacer mucho bien a nadie), había sido eclipsado por él. Todo el mundo había establecido la inevitable comparación entre su falta de éxito y la brillante carrera de su padre..., una carrera que fue truncada, era verdad, por aquel obscuro signo de interrogación que le puso término, pero que al pa­recer sólo servía para hacerlo más interesante y digno de comentarios. Y él mismo había estable­cido la comparación con más frecuencia que cual­quier otro. Por lo menos, lo había hecho hasta poco tiempo atrás, cuando se había presentado a la elec­ción de concejal, siendo vergonzosamente derrotado por un oponente más viejo que, además de burlarse de su juvenil idealismo –sus elevados ideales de cooperación social, su odio hacia la soledad y ais­lamiento de la sociedad moderna, la indiferencia que siente todo el mundo hacia los demás hom­bres–, había popularizado aquella comparación que sólo estuviera confinada a su pequeño círculo de amigos y asociados. El público había demostrado su adhesión al desdén de su oponente dándole el me­nor número de votos recibido por cualquier can­didato en la historia de la ciudad. Le habían de­mostrado lo que era la indiferencia, y lo que podía ser la soledad y el aislamiento. Bueno, él les de­mostraría que por lo menos podía hacer una cosa que su padre había hecho, y exactamente igual de bien.

Repasó estos pensamientos sin examinarlos –le eran muy familiares–, mientras contemplaba la in­mensidad del mar, de agua color pizarra surcada por la tiza, pero sin nada escrito que él pudiera leer. Un pájaro pasó volando junto a él. Lo siguió con la vista y vio la manchita blanca de una vela en el horizonte, destacándose claramente sobre la mezcla de tristeza y alegría del paisaje marino. La miró con dolorosa nostalgia. De pronto se sumer­gió y desapareció, como si se hubiera desvanecido debajo de las olas, y volvió a encontrarse solo. So­plaba mi viento frío procedente del agua y se estre­meció, con las manos hundidas en los bolsillos, como un jovencito. Pero el tiempo transcurría..., pues el semicírculo de pálida arena sobre el que estaba era lentamente eclipsado por el obscuro cuer­po del agua.

Empezó a arrancarse la ropa, con la intención de quedar desnudo..., ¿por qué no?, y tiró las di­versas prendas en un patético montón sobre la are­na. Se introdujo en el agua, que no estaba tan fría como había temido, y siguió avanzando hasta que le llegó a la cintura; entonces empezó a nadar. Na­daba bastante bien, sumergiendo la cara y levan­tándola a cada brazada, teniendo cuidado de no tragar demasiada agua. Su plan era nadar hacia dentro hasta alcanzar el límite de su resistencia, y entonces..., entonces ya estaría hecho. Miró hacia atrás una o dos veces y vio su coche encima del risco. ¡Qué amistoso parecía! Pero aquello era de­bilidad. Siguió nadando.

Tardó menos tiempo del que suponía en sen­tirse cansado. Aún no estaba lo suficientemente le­jos de la costa. También quería asegurarse de que su cuerpo nunca fuera hallado. Siguió nadando, resueltamente. El cansancio dé sus brazos y piernas se incrementó, lentamente al principio. El pecho em­pezó a dolerle. Jadeó. Las olas rompieron sobre su cabeza. Echó agua por la boca. Pero siguió nadan­do. Al poco rato, sus brazos estaban demasiado perezosos para moverse, demasiado pesados para levantarse. No podía seguir nadando; lo más que podía hacer era flotar. Lo hizo durante unos minu­tos, y después se hundió. Volvió a salir un mo­mento, respiró con fuerza, se hundió de nuevo... y de nuevo, tratando convulsivamente de llegar a la superficie. No era consciente de ninguna deses­perada voluntad de vivir por la vida misma, como supuestamente ocurría siempre, en ese último mo­mento. Lo único que quería era escapar al dolor y el inmediato horror de la asfixia. Y quería esca­par al pánico. Pero nada de eso era posible. Los pulmones le ardían, tenía los miembros torturados por las constantes olas. Estaba empezando a inge­rir agua. Era muy doloroso, como tragar piedras. El pánico aumentó y a medida que lo hacía, la parte de su consciencia que era indiferente acentuó esta actitud. Contempló con desinteresada lucidez cómo él mismo se debatía en la cercana obscuridad, observando remotamente que aquello era el final de la historia de su vida. Acababa de escribir finís al pie de su autobiografía.

 

Se movió, sonrió y miró a su alrededor, como un Adán al despertarse. Era por la mañana..., una hermosa mañana; la luz se filtraba a través del agua y ondeaba y fluctuaba en la superficie, no muy por encima de su cabeza..., y él yacía desnudo, pero cómodamente, en una especie de lecho de pie­dra en el fondo del mar. Se movió y desperezó y descubrió con agradable sorpresa que no necesitaba aspirar aire. Y al moverse, cosa que hizo sin dificultad en el agua, realizó un nuevo descubri­miento. Tenía algo sujeto a la espalda, entre los omoplatos: una aleta de color obscuro y aspecto correoso, de unos cuarenta centímetros de largo; parecía un pez raya, pensó, por lo que él alcan­zaba a ver. Estaba fuertemente unida a él –notaba algo de tirantez en aquel punto– y, sin embargo, no sintió repugnancia ni miedo. Vio que se hin­chaba y deshinchaba lentamente, como si estuviera respirando... respirando por él, naturalmente. Este pensamiento parecía tener la fuerza de una per­cepción. Estaba extrayendo oxígeno del agua e in­yectándolo directamente en su circulación sanguí­nea. Sin duda alguna, era algo maravilloso, pero no una maravilla excitante. Al contrario, se sentía tranquilo, profundamente tranquilo, como si hubie­ra tomado un sedante particularmente fuerte. Sin­tió... sí, incluso sintió una especie de gratitud hacia su amigo. Pero se preguntó, sin demasiado interés, qué esperaba de él..., pues aquélla debía de ser una de esas relaciones simbióticas que a veces se leen en los libros. Supuso que no tardaría en averi­guarlo.

Se alejó del lecho de piedra, flotó, nadó en un elegante círculo. Aquel edén submarino era muy hermoso. El paisaje estaba dominado por rocas de muchos tamaños y formas, moteadas y estriadas con tintas suaves y de colores claros, con los bor­des suavizados por una desigual aunque frondosa vegetación y por las cambiantes luces y sombras que jugaban entre ella. Muchas especies de peces, ninguna de las cuales fue capaz de identificar, na­daban por todas partes, algunas muy cerca de él, como si no tuvieran miedo a nada. Como Adán, hubiera tenido que darles un nombre. Se sentía enormemente animado, confiado y expectante, como si aquello fuera el principio del mundo.

Se fijó en algunos objetos extraños aquí y allí, como pequeñas lunas diseminadas entre las cons­telaciones de las estrellas de mar. Había almejas de diversos tamaños; algunas muy grandes y otras realmente enormes: treinta centímetros, sesenta, noventa e incluso un metro de diámetro. Fue de una a otra, dando curiosos golpecitos sobre las conchas. Seguramente no eran una característica de la vida marina. No muy lejos, apoyada casi verticalmente en un saliente rocoso, estaba lo que a primera vista parecía una gran piedra circular, pero que, al acercarse, descubrió que era una almeja aún más grande que las otras..., de unos dos metros y medio de diámetro, con incrustaciones de coral y adornos de sensitivas anémonas de mar. ¿Qué clase de perla podía contener? Tocó la rendija del borde, pasó el dedo por él y experimentó una emo­ción anticipada... ¿de admiración?, ¿de miedo a que la concha se abriera?, ¿o de qué? Apartó la mano y retrocedió un poco, contemplando la enorme con­cha. Allí se escondía algún misterio. ¿Qué podía significar?

Cuando se lo estaba preguntando, un pez, es­belto y largo como una flecha, pasó nadando entre él y el enorme molusco. Su asombrada mirada si­guió su trayectoria y vio que se detenía, como si señalara hacia un lugar no lejos de él, donde el esqueleto de un hombre se hallaba sentado en una especie de trono natural. El esqueleto de un hom­bre ahogado, probablemente. Era extraño que no lo hubiera visto antes, pues debía de haber pasado muy cerca de él una o dos veces. El pez con forma de flecha salió repentinamente disparado hacia de­lante, tocó el esqueleto y se alejó nadando. Y vio que otros peces nadaban hacia él, tocándolo ligeramente y apartándose en seguida, y que una luz lí­quida, procedente de algún movimiento del agua de la superficie, jugaba a su alrededor. El también nadó hacia allí y, al acercarse, supo lo que era. El esqueleto de su padre. El pensamiento se le pre­sentó tan fácil y naturalmente que pareció evidente, como un reconocimiento. Se agachó delante del es­queleto, en una postura que resultaba cómoda en el agua, y lo examinó.

"Mi padre yace a cinco brazas de profundidad." Bueno, no exactamente. "De sus huesos se hace el coral." No exactamente, tampoco, a pesar de que había, aquí y allí, muchas pequeñas protuberan­cias: moluscos, o percebes, supuso; no estaba se­guro. "Esto son las perlas que fueron sus ojos." Ciertamente no, aunque, mirándolos de cerca, ha­bía algo... en la calavera, como si fueran ojos. Qui­zá lo fueran. Los ojos, por ejemplo, de alguna es­pecie de pez que hubiera utilizado la cuenca vacía como alojamiento.

 

No hay nada en él que se marchite,

Pero sí sufre un cambio marino,

Y se convierte en algo distinto y extraño.

 

Así era, en efecto. Empezó a darse cuenta de que el esqueleto estaba lleno de criaturas marinas, como, por otra parte, era de esperar. Habían es­tablecido su residencia en el cráneo, la caja de las costillas y el resto del cuerpo. Un fleco que parecía una barba, de algas marinas y quizá de los flecos que cuelgan debajo de las medusas, caía en cas­cada desde dentro del cráneo y sobre parte del pecho, dando al esqueleto una apariencia patriar­cal. Era como un collage. Los peces no dejaron de acercarse mientras él lo contemplaba, dándole inquisitivos y curiosos golpecitos.

También vio que una red de fibras salía o entra­ba en el cráneo, así como en la cavidad pectoral y la región pélvica; y vio que esas fibras pálidas o blancas, no sabía si eran de materia vegetal o ani­mal, corrían a lo largo de los brazos y piernas, hasta los pies y las manos. Una de las Manos, la izquierda, reposaba sobre la roca con aspecto de trono que ha­bía cerca de él. Experimentalmente, la tocó y levantó. Los huesos de la mano y el brazo estaban intactos. Los huesudos dedos, que antes estaban extendidos, se cerraron ligeramente sobre sus dedos carnosos, con una pequeñísima presión. Un efecto de la gra­vedad, naturalmente, pero bastante desagradable. Se alejó unos centímetros, sin soltar los blancos dedos, tirando de ellos. La mano y el brazo permanecieron intactos e inmóviles a medida que el esqueleto se in­clinaba hacia delante y cambiaba de posición como resultado del tirón. Retrocedió un poco más y el esqueleto fue impulsado hacia delante hasta quedar levantado. Entonces soltó la mano, pero la efigie se mantuvo en pie, con el brazo lánguidamente extendido. E incluso avanzó uno o dos pasos, como por iner­cia, o para recobrar el equilibrio.

El y el esqueleto permanecieron cara a cara como en un cuadro inmóvil. Algo latió dentro de la caja torácica del esqueleto... y él sintió algo que latía dentro de su propia caja torácica, frenéticamente, como si quisiera salir de ella. Su corazón. La mano del esqueleto se movió, con la palma extendida hacia él, como en una llamada, como si dijera: "No te asustes". Y no estaba asustado. Su corazón se tran­quilizó, como si hubiera entrado en contacto con al­guna cosa apacible y sedante.

El esqueleto se encontraba a un metro y medio de él. Vio que, efectivamente, estaba lleno de criatu­ras marinas que le daban vida. Las veía moverse, culebrear, agitar ligeramente el agua y mantener la estructura en una posición erguida. Quizá las fibras también se hubieran relajado o contraído. El brazo blanco volvió a moverse, en un gesto que hubiera tenido, si Gordon lo hubiese hecho, el crudo signifi­cado de una señal de tráfico, pero que en aquel mo­mento fue casi irresistiblemente expresivo: "Cuando llegó aquél cuya concha y forma llevamos, trajo con­sigo las semillas y esporas, los juicios vivificantes". Estas palabras sonaron en la voz del propio Gordon, pero vacilantemente, como si estuviera leyendo en voz alta, o traduciendo de un texto extranjero. Su voz añadió, en un tono más tranquilo, más familiar y fluido: "¿El? ¿Cuándo llegó él? Debe referirse a mi padre. Me pregunto si sabe..." Un pez pasó nadando, observándole: "Te reconocemos". El esqueleto ex­tendió ambos brazos, indicando... ¿el terreno circun­dante? No, los bancos de peces que flotaban y nada­ban, la fecunda vida marina, que súbitamente flore­ció, apareció en un despliegue acuático de su núme­ro y diversidad y se arremolinó un momento alrede­dor de ellos, desapareciendo poco después. "Y así surgió –declaró el esqueleto– eso que ves, eso tan armonioso, la colmena."

La mano blanca hizo un ligerísimo gesto, y él fue consciente de la aleta de su espalda. Le reclamaban algo, como si dijeran: "Te damos la vida". Le necesi­taban. Pero ¿para qué? El esqueleto alzó una mano, separó los dedos. "Necesitamos tus manos, tu fuer­za y habilidad." El esqueleto se acercó aún más y, alargando el brazo, le tocó ligeramente en el pecho. "Se necesita tu sangre caliente." ¿Su sangre? Debía ser porque... "Porque su calor continuo hace posible tu... tu inteligencia individual." ¿Eso era todo? Gor­don percibía algo más, algo que no se había dicho, como una gran laguna. Pero no pudo deducir de qué se trataba, qué podía ser, a pesar de que intentó saberlo por la postura del esqueleto, su gesto y los alrededores.

La mano volvió a moverse. "Ven y lo verás." Nadaron juntos, el esqueleto con una elegancia espectral, y le fue mostrada la colmena. Mientras nadaban, Gordon examinó al otro, al collage. No era su padre, naturalmente; no había creído que lo fue­ra. En realidad, no era una persona, sino una especie de comité que, de forma muy extraña, era consultado a cada momento por los demás ciudadanos de la co­munidad. ¿O se limitaban a darle golpecitos mientras nadaban? Pensamientos como éstos y otros le vinie­ron a la mente, pero había demasiado que ver y sen­tir para detenerse en ellos.

No tardó en darse cuenta, por medio de miles de pruebas directas, de que el terreno, con sus grutas y frondosa vegetación, era maravilloso. Y de que la multitud de especies de peces eran también maravi­llosas, cada una en su estilo. Observó con sorpresa que había peces de diferentes especies nadando jun­tos y se preguntó lo que su padre habría pensado acerca de ello, pues ahora simpatizaba con la noble fascinación de su padre por el mar. El mismo podría pasarse la vida allí, estudiando las muchas formas de vida sin lograr agotar los tesoros del fondo sub­marino. ¿Qué hubiera pensado su padre al ver a un pez entregado a actividades comunales, tales como reunir, almacenar y distribuir los alimentos? ¿Y qué hubiera hecho con aquellos grupos de peces de as­pecto sumiso y uniforme, vigilados y dirigidos por otros pocos más autoritarios y variados? Pero a tra­vés de alguna sutil alquimia de simpatía, aquel mis­mo proceso silencioso que le permitía responder tan expresivamente a los gestos de su anfitrión, vio lo que su padre, mirando desde el otro lado de la osci­lante cortina superior, nunca pudo haber visto. Que para el pez, separado sólo por una delgada película de su estado salvaje, casi todos los movimientos eran un placer, que los moluscos y otras criaturas sedentarias, aunque recubiertas con la misma película de pertenencia a la comunidad, disfrutaban de una vida de paladares selectos y éxtasis reproductivos. Se pre­guntó si aquello constituía las fronteras de su vida; si tenían miedo alguna vez, por ejemplo, o si había alguna cosa de la que tener miedo.

El también tenía hambre, y le llevaron comida en una concha partida por la mitad. Había una gran variedad de manjares que no pudo identificar, pero que tenían un sabor absolutamente delicioso, a pesar de ser comidos en una solución de agua salada. Pen­só que quizá fueran sintéticos, y que su apetito es­taba adaptándose. Había verdura y algo dulce, una pastilla que denominó maná. Comió vorazmente, sa­boreándolo todo. La acción de tragar era natural y extraña, como si el mecanismo hubiera sido altera­do, o tuviera la tráquea cerrada. Quizá fuera así. Y no le parecía tener los pulmones llenos de agua. Quizá no lo estuvieran. Aquella comunidad había de­sarrollado un extraño arte, una extraña ciencia de la carne.

Había acabado de comer y se estaba lamiendo los dedos, cuando recibió una contestación a la pregun­ta que últimamente se había formulado. No habría sabido decir en qué momento se dio cuenta del pe­ligro. Fue como un cambio en el lempo de movi­miento que le rodeaba, o como la introducción de un siniestro motivo anticipador en la línea musical de un melodrama; pero se dio cuenta antes de ver la flexible sombra deslizándose velozmente sobre el de­sigual terreno. Era un pez del cual conocía el nom­bre. El miedo que le sacudió y cogió a sus mentores por sorpresa fue nuevamente calmado. Le invadió una total tranquilidad. Pero aunque el miedo físico se desvaneció, dejó tras de sí una especie de temor incorpóreo; casi un miedo estético, que le permitió admirar el escalofriante efecto del depredador, con el vientre blanco, la boca erizada de afilados dientes, su fuerza innata y velocidad de crucero. Parecía ha­ber algún peligro, a juzgar por el comportamiento de la comunidad, pero nada con lo que no pudieran luchar. Los millares de pececillos se introducían cau­telosamente entre la vegetación y las rocas, pero la postura de la estructura ósea que estaba junto a él sugería precaución más que temor.

Mientras observaba, vio alzarse dos formas del fondo y acercarse al tiburón desde direcciones opues­tas. Un pez imposible de describir nadó temeraria­mente hacia él por el frente, mientras que un pez raya, de forma muy parecida al que le servía a él de aleta, se precipitó sobre el escualo a toda velocidad desde la parte posterior. El tiburón giró hacia el he­roico ciudadano de la comunidad y lo atacó. El pez fue súbitamente empalado en las devastadoras fau­ces, con la cola sobresaliendo terroríficamente; un crujido o dos, y la cola desapareció de la vista y se formó un lóbrego, obscuro, y vaporoso charco de san­gre. El tiburón siguió nadando, justo por encima de su cabeza. Su sombra cayó sobre Gordon y el esque­leto. Y Gordon vio, mientras pasaba, que llevaba un pasajero. La raya estaba pegada a su espalda. El asesino giró hacia un lado, vaciló peligrosamente –pues un tiburón, que absorbe rápidamente todo el oxígeno que lo rodea, debe moverse para vivir–, avanzó unos cuantos metros más y volvió a dete­nerse, esta vez demasiado rato. Se sumergió en picado y desapareció de la vista. Al mismo tiempo, la po­blación de la comunidad salió de la maleza. Gordon vio que muchos de sus miembros convergían rápi­damente sobre el lugar donde el gran pez se había hundido, mientras que los otros reanudaban su ca­mino interrumpido.

El amistoso esqueleto le hizo señas y siguieron adelante, escoltados por otros peces, para explorar la pequeña comunidad. Gordon pudo comprobar que la agrupación vivía en una cuenca poco profunda de unos cuatrocientos metros de diámetro. Descu­brió que era una cuenca situada encima de una ele­vación de terreno, pues había un escarpado preci­picio a pocos metros del margen exterior, un risco que caía hasta la impenetrable obscuridad. Nadó con su anfitrión y sus acompañantes en torno al períme­tro de la agrupación. Deteniéndose una vez o dos, Gordon se dio cuenta de que, procedente de fuera del recinto, se oía una verdadera cacofonía de voces, sonidos, y vibraciones: gritos ahogados, chillidos, burbujeos, palmadas difusas y amortiguadas..., los sonidos que uno se imagina característicos de al­guien que se ahoga. Pero dentro del círculo encan­tado había una gran armonía. Ahora podía captarla. Había sido ligera y parcialmente consciente de ella desde el principio. Había oído melodiosos ruidos procedentes de diversos puntos del recinto, casi como ecos de una voz tranquilizadora que repitiera: "¡Sin novedad! ¡Sin novedad!" Pero en aquel momento comprendió que había gran cantidad de voces y que probablemente formaban parte de un coro, en el que cada voz distinta y distintiva cantaba su parte, inte­grándose armoniosamente con las demás. Era mara­villosa, extraordinariamente consoladora y bien eje­cutada. Hizo una larga pausa, para escucharla, y se sorprendió al sentirse embargado por un acceso de tierna simpatía. El agua salada fluctuaba frente a sus ojos como un temblor de lágrimas. Allí, en aquel pequeño recinto, vio realizado su dulce ideal de paz, de hermandad, de una comunidad cuya vida está libre de toda rivalidad y competencia, que había sido uno de los grandes sueños de la humanidad. Todas aquellas multitudinarias criaturas vivían juntas en algo parecido al amor, intercambiando... intercam­biando... jugos de ciertas clases, probablemente, sus­tancias químicas, hormonales, homeopáticas. Esa era la razón de que el pez "golpeara" tan frecuentemente al esqueleto, sin duda alguna, igual que las hormigas y las abejas, que viven en comunidad, intercambian­do minúsculas gotitas entre ellas y la reina, lo que las iguala químicamente y sin lo cual no pueden vivir. Pues si la abeja reina muriera sin tener una sustituta.

Los peces se alejaron de él, explosivamente, en to­das direcciones. Se detuvo sorprendido, y contempló con admiración cómo se reagrupaban en una turbu­lenta formación, agitándose en el agua como una selva de hojas plateadas.

 

Su guía volvió a conducirle al centro del recinto y llegaron a aquella agrupación de grandes almejas que había visto al despertarse. El esqueleto las se­ñaló, con un expresivo gesto, a Gordon y a sí mis­mo. "Intentamos crear una forma como la tuya." La mano bajó lentamente, expresando decepción, que Gordon interpretó en palabras como: "Pero sin éxito". Su anfitrión se inclinó sobre una de las alme­jas, de unos treinta centímetros de diámetro. "He aquí una muestra de nuestro fracaso. Es algo que lamentamos profundamente." Un dedo blanco como la nieva dio unos ligeros golpecitos encima de la almeja, que se abrió como respuesta. Dentro, incrus­tada en una sustancia carnosa tan blanca como la leche, había una mancha roja y rosa, como la yema de un huevo, y que Gordon, al examinarla más de cerca, identificó como un feto humano. A sus ojos, carentes de práctica, le pareció imperfecto, incluso en aquella temprana etapa de desarrollo. Pero, con todo, algo tan cercano al éxito era una maravilla.

¿Qué podía haber utilizado la comunidad como mo­delo? Probablemente, supuso, las células, los cromo­somas y genes de su padre, pobre e inconsciente Pro­meteo.

La inclinación en la silueta del esqueleto sugería una profunda tristeza. "No podemos permitir que este ser imperfecto siga creciendo." E hizo un ges­to, una conmovedora súplica. Gordon comprendió. Sus dedos tropezaron fortuitamente con una afilada piedra, como punta de flecha cincelada, que yacía cerca de él. La cogió, la sopesó... y titubeó. Extraño. Miró a su alrededor, tratando de averiguar lo que ocurría. Era como si alguien hubiera contenido el aliento, pero no había aliento que contener. Todo estaba igual que antes. Los peces flotaban silenciosa­mente a su alrededor. Procedentes de fuera del re­cinto llegaban algunos ruidos cacofónicos, débiles y amortiguados por la distancia. El esqueleto estaba agachado a su lado, con la cara hacia abajo, espe­rando pacientemente. Nada anormal. Dejó caer la piedra con fuerza, practicó el aborto extrayendo la imperfecta criatura. Todo había concluido. El mo­lusco se cerró. El esqueleto se movió. La armoniosa melodía de la comunidad sonó a su alrededor.

Miró hacia la gran almeja que estaba a unos tres metros de él y se preguntó si su anfitrión le mos­traría lo que aquélla contenía. Pero, aparentemente, no pensaba hacerlo aún, pues fue llevado en otra dirección y a cierta distancia, hasta llegar a un sitio enclavado en el perímetro del recinto. Era un círcu­lo de arena blanca, como un estadio, desigualmente bordeado de rocas. El esqueleto se dejó caer y se detuvo al borde de la arena. Gordon le imitó. La actitud del esqueleto expresaba expectación. "Voy a enseñarte otra cosa." La mano volvió a alzarse en un gesto de tristeza y súplica, igual al de hacía unos momentos. ¿Otro fracaso del cual deshacerse?, se preguntó Gordon, mirando en torno suyo. El agua estaba tan clara que su vista abarcaba muchos me­tros a la redonda. El toque de un dedo huesudo le recordó la presencia de su compañero, así como su anterior conversación. "Hemos llevado a cabo una cosa como tú –de forma humana, corrigió Gordon–, pero..." El esqueleto intentaba expresar alguna cosa, sin lograrlo. Cayó hacia atrás, sus miembros se mo­vieron sin orden ni concierto y sin relación unos con otros, como si fuera a descoyuntarse. La acción resultaba desagradable y grotesca, y el contraste con su habitual expresividad, desconcertante. Había algo que no podía expresar, algo demasiado horrible y amenazador. Traición. Canibalismo. Incesto. Fratri­cidio. Estas ideas fueron las que cruzaron la mente de Gordon. Fuera lo que fuese, resultaba más terro­rífico que el tiburón. Quizá hubieran engendrado algo particularmente peligroso para la comunidad, pensó. El esqueleto redujo sus movimientos, recobró su coherencia habitual y se puso en pie. Señaló. "Mira."

Y Gordon miró. Algo nadaba hacia ellos desde la lejanía, dándose impulso con brazos y piernas. Una forma humana, indudablemente. Siguió mirando, fas­cinado, y mientras lo hacía, se dio cuenta de que toda la zona del recinto se había obscurecido ligera­mente, de modo que la blanca arena resaltaba en brillante e invitador contraste. La criatura humana corrigió su rumbo, para acercarse en línea recta. Se fue agrandando, calmando sus vigorosos movimien­tos, y se deslizó suavemente hasta el otro extremo del estadio, donde se posó en el fondo arenoso y siguió contemplándoles –o, mejor dicho, contem­plándole– desde una distancia de unos seis metros. Parecía demasiado grande para ser un hombre, pero no debía de medir más de un metro ochenta de altu­ra. Era muy grueso, de pecho plano, y sus miembros resultaban desproporcionadamente grandes, como moldeados por un mal escultor. Era tan blanco como el vientre del tiburón, pero tenía una abundante ca­bellera negra, bajo la cual sus ojos, que parecían grises, miraban con fijeza. Los ojos era lo más hu­mano que tenía, tan humanos que hubieran pasado por los de Gordon; pero los órganos sexuales –Gor­don desvió sus ojos– eran un fracaso, pues no es­taban completos.

Tanto él como la criatura siguieron observándose un rato, y después se acercaron uno a otro. Es de­cir, la criatura de apariencia humana avanzó hacia él, lenta y vacilante, y Gordon, con la intención de no parecer asustado, incluso con la idea de enfren­tarse con la criatura, aunque no estaba seguro de lo que se esperaba de él, también avanzó ligeramente hacia delante. Se detuvieron cuando les separaban unos dos metros y medio de distancia, los dos ergui­dos, con los pies hundidos en la arena blanca. Los sonidos del océano les rodeaban, los sonidos proce­dentes de fuera del recinto. Y de nuevo ocurrió algo extraño. Gordon percibió aquel lapso, aquella curio­sa suspensión, como de alguien que contiene el alien­to. Y descubrió lo que era. Estaba solo. Solo, a ex­cepción de la raya que tenía en la espalda, que respiraba pesada pero fácilmente, como si estuviera dormida. Solo, porque el esqueleto había retrocedido, había desaparecido completamente en las obscuras sombras proyectadas por los helechos y las rocas, y no se veía ningún otro pez. La comunidad había de­jado de conversar con él. No oía ninguna música armoniosa. Estaba solo, a excepción de la forma blanca que tenía enfrente.

Naturalmente. Por eso le necesitaban. Ellos..., la comunidad..., no podían matar a aquella criatura. No podían matar lo que era de ellos, lo que ellos ha­bían creado. Alguna inhibición biológica se lo prohibía, una de aquellas sensaciones ocultas, obscuras pero absolutamente perentorias. Tales cosas no eran desconocidas en el mundo animal; había leído sobre ellas. Las especies más feroces eran incapaces de matar a alguien de su propio género; o, luchando, eran incapaces de dar el coup de grace a un enemigo caído que fuera afín a ellos. Podían planear, pero no ejecutar. Recordó el horror que el esqueleto había sido incapaz de expresar. Lo que lo había ocasionado, sin embargo, era el hecho de que aquella cosa que habían creado no compartía tales inhibiciones: de­bía matar, comer a los miembros de la comunidad. Por eso le necesitaban. Sus dientes eran romos, sus manos eran débiles, pero podía matar lo que ellos no podían. Los seres humanos pueden matar cualquier cosa. Madres, padres, hermanos..., ningu­no está a salvo. El parentesco está en la mente, no en el cuerpo humano. El incesto, el parricidio, todas estas cosas causan un horror y una repulsión tan profundas que parecen físicas, pero pertenecen a la mente, no a la sangre. De pertenecer a la sangre, Edipo nunca hubiera podido matar a Layo y casar­se con Yocasta... Estos pensamientos cruzaron por su mente sin que pudiera prestarles mucha atención, pues sus ojos estaban fijos en la pobre criatura que tenía frente a sí.

Aquel ser de apariencia humana se acercó aún más. Gordon retrocedió. En aquel rostro blanco ha­bía emociones que no sabía descifrar. Y sentía re­pulsión. Principalmente era lástima lo que sentía; pero una lástima tan profunda, tan impotente y de­sesperanzada, que resultaba nauseabunda. Aquella cosa, aquel monstruo, aquella repugnante parodia de hombre, que nunca hubiera debido existir, le ofendía. Era como una afrenta. ¿Y qué significaban aquellos movimientos temblorosos de sus facciones?

Siguió retrocediendo y el otro se aproximó. No estaba a más de medio metro de él. Gordon se en­contró detenido, adosado a una gran roca. Nueva­mente, sus afortunados dedos rozaron algo que re­posaba sobre la plana superficie de la roca: un frag­mento largo y grueso de vidrio. Un trozo roto de una jarra de cristal... y comprendió a quién había perte­necido aquella jarra. Sus dedos se cerraron sobre él. La figura blanca que tenía delante extendió un brazo tembloroso y le tocó en el hombro. La mano de Gordon cayó, atravesando brutalmente el tórax blanco con el cortante pedazo de vidrio.

El otro pareció sorprendido en el primer mo­mento. Después exhaló un sonido, un grito de an­gustia, angustia mezclada con una rabia y una de­sesperación que acobardó y debilitó a Gordon. La sangre manaba de la herida y se difundía por el agua como una bufanda. La criatura siguió gritando, mo­viendo convulsivamente sus facciones. Retrocedió con pasos vacilantes, dio puntapiés, y se desvaneció en la distancia. Gordon, apoyándose temblorosamente en la roca, lo contempló mientras, retorciéndose espasmódicamente, disminuía de tamaño al ir aleján­dose. Lo más probable era que la herida fuese mor­tal. Vio a su infortunado enemigo, casi invisible en la distancia, cesar en sus esfuerzos y flotar durante unos instantes. Y vio que el cuerpo, ya inmóvil, se hundía y desaparecía de la vista, probablemente por encima del borde de aquel escarpado precipicio, hasta las oscuras profundidades del otro lado.

 

Y dejó de estar solo, pues oyó nuevamente la ar­moniosa música de la comunidad, que respiraba li­bremente con un ritmo solemne, y cuyos tristes acordes se hacían cada vez más débiles. El indesea­ble elemento había sido expulsado de su seno. La debilidad fue desapareciendo de sus miembros y volvió a sentirse tranquilo, incluso feliz.

Su espectral guía reapareció y le hizo señas de que le siguiera. Juntos, el esqueleto ligeramente ade­lantado, nadaron hacia el corazón del recinto, que latía con fuerza. "Vivirás siempre feliz en este lu­gar." "¿Siempre?" "Sí. Eternamente, pues la comu­nidad está a salvo." Gordon amplió la información por sí mismo, pues había oído que los peces nunca mueren de vejez. Este era el fascinante tema de las últimas investigaciones de su padre, antes de descu­brir el medio infalible de asegurarse una vida a la que la vejez no pusiera término. El se beneficiaría de las aspiraciones de su padre, pues aquella maravi­llosa ventaja adicional –ahora que ya no estaba su­jeto a la agotadora locomoción sobre tierra firme y era accesible a la magia hormonal de aquella co­munidad– se extendía también a él. No moriría ja­más, sino que viviría eternamente en aquel edén submarino.

El esqueleto se detuvo y le miró significativa­mente. Había más. Iba a recibir alguna cosa: fue todo lo que pudo deducir. ¿Una recompensa? ¿Un privilegio? ¿Un premio? Quizá las tres cosas en una sola. Volvían a estar en el mismo sitio donde él se despertara. Allí se veía el trono donde el patriarcal esqueleto se hallaba sentado. Y la almeja gigante. Fue hacia la almeja donde le condujeron. Nueva­mente, sintió una aceleración del pulso, inaprecia­ble, pero como una promesa. Atardecía. Las som­bras se filtraban a través del agua y llegaban a la concha. La música de la comunidad se elevó hasta alcanzar un ahogado crescendo. Y hubo otra mani­festación: un brillo fluorescente, un débil resplan­dor o halo, se alzó y jugueteó alrededor de la concha, una fosforescencia causada por millones de minúsculas plantas o animales flotantes. Se estaban bañando en su suave luz. Y la concha se abrió. Len­tamente, como una puerta, "mientras la música vi­braba. Y vio que había algo dentro, algo alojado en la carne blanda. La pesada valva siguió abriéndose, y abriéndose, y él pudo ver la forma completa. Era una mujer, maravillosamente formada.

Y mientras él la contemplaba, ella abrió los ojos, que eran grises, y parecían no ver nada. El observó aquella mirada silenciosa. Le pareció tener la inex­presiva comprensión del mar y el cielo y el clima... y, sin embargo, vio en ella algo insólitamente fami­liar. Pues le recordaron los cálidos e indolentes días de verano, cuando la quietud y la neblina dan a nuestras impresiones una especie de finalidad, como si no fuera a ocurrir nada nunca más.

¿Días de verano? Quizá fuera de estos recuerdos de los días cálidos, recuerdos no compartidos por la vida multiforme que le rodeaba y la pálida efigie que estaba a su lado, de donde surgió la inspiración, la idea. ¿Aquí? ¿Bajo el pulgar de este gigante para siempre? Se volvió y dio un paso hacia el esqueleto. Agarró su tórax con ambas manos y, haciendo pre­sión, rompió la capa torácica, destrozándola salvaje­mente y rasgando las fibras de conexión. Y con otro movimiento reflejo arrancó el cráneo de la espina dorsal y lo tiró a lo lejos, donde se estrelló contra la arena. Rompió la pelvis de una patada, y las del­gadas piernas blancas, con la izquierda un poco se­parada, salieron despedidas en distintas direcciones. Y aquellas criaturas que habían convivido y animado a la estructura se dispersaron y diseminaron: cala­mares, anguilas, mejillones, bacalaos y cangrejos se hicieron pedazos. Fue el trabajo de un momento. Al siguiente sintió miedo, un espasmo de miedo tal como nunca había experimentado. Pero no le destruyó, pues unido al miedo, como un jinete, estaba el al­borozo..., su alborozo, pues comprendió que el miedo era el miedo del objeto sujeto a su espalda y que inundaba su cuerpo con sus hormonas.

Se volvió, torciendo las musculosas piernas y los pies en la arena y, alargando los brazos hacia su espalda, agarró la parda raya con férreos dedos. Al hacerlo, vio que la pálida luz gris se apagaba en los ojos de la muchacha recién nacida, vio que el suave brillo que la bañaba y su blando colchón se desva­necían, vio que la pesada puerta se cerraba lenta­mente al mismo tiempo que la música se interrum­pía de pronto. Se retorció, y arrancó el objeto de su espalda. Este se alejó nadando frenéticamente. Al instante siguiente estaba luchando con su propio pá­nico y desesperación, pues no sólo sintió un inaguan­table dolor en su espalda lacerada, sino también un bloqueo en la garganta. Jadeó y jadeó para inhalar oxígeno, a punto de asfixiarse. Notó un desgarrón en la garganta y de pronto se atragantó con el agua. La expulsó, contuvo la respiración, trepó con las manos hasta la superficie. Pero a pesar de romper la superficie y recibir la gloriosa luz y aire del mun­do exterior, comprendió que estaba perdido. No lo conseguiría. Estaba demasiado lejos de la costa.

Pero luchó, luchó largo tiempo..., luchó para in­halar aire, encontró algo encima de su boca, algo parecido a una raya, y lo apartó de un manotazo con una pesadez espantosa y una horrible compren­sión. La raya, o lo que fuera, se alejó. Permaneció inmóvil un momento, profundamente agotado. Un aire suave y puro se introdujo en su boca y sopló sobre su rostro. Oyó voces y sintió manos y abrió los ojos. Estaba tendido sobre la arena mojada y tenía junto a sí –tardó un momento en averiguar­lo– la pieza bucal y la manguera de un pulmotor.

–Está consciente. ¡Espere un minuto! Espere un minuto, amigo..., no puede levantarse sin ayuda.

Pero él siguió luchando contra las manos que se le ofrecían.

–Tengo que ponerme de pie –dijo. Y logró ha­cerlo.

Oyó una exclamación: "¡Está desnudo!" Y vio que una bonita joven, vestida con unos pantalones cortos blancos y una blusa a rayas, se volvía de espaldas, riéndose entrecortadamente.

El hombre que había hablado, un salvavidas pro­bablemente, y que seguía diciendo: "¡Cuidado, ami­go! ¡Usted va a ir al hospital!", le tiró un albornoz por encima. Estuvo a punto de sacudírselo. En otro tiempo había deplorado todo lo que separaba a los hombres, pero ahora no quería ayuda ni guía de nadie. Ni ahora ni nunca. Sus recursos individuales serían suficientes para él, que había roto los límites del recinto y escapado por su propia fuerza.

Pero en aquel momento se encontraba muy débil. Miró a su alrededor, vacilantemente: al océano, al escarpado risco (supuso que su coche aún estaría allí) y a las casitas blancas que se divisaban a lo lejos; miró hacia cada una de las casas por sepa­rado, bañadas todas por la clara luz del sol. Un mundo en el que valía la pena vivir.

–Lo siento –dijo otro hombre, tostado por el sol y seco, que le prestaba apoyo por el otro lado–, no pudimos salvar a su amigo.

–¿A mi amigo?

–Sí. Debía de ser un buen nadador. Le trajo a usted hasta la costa (o, en cualquier caso, hasta aquellas rocas), pero él no pudo salvarse. A pesar de la distancia, pude darme cuenta de que los dos estaban heridos. Se estrellaron contra las rocas, su­pongo. Suerte que estábamos buscándole..., encon­tramos su ropa allí. Este no es un lugar a propósito para nadar, ¿sabe? Vi desaparecer a su amigo, un robusto muchacho. Desapareció de la vista. Mire usted hacia allí; aquellos botes... están buscando su cuerpo.

¿Así que no lo había hecho por sí solo? En todo aquello había mucho sobre lo que pensar.

Los dos hombres, sosteniéndole por ambos codos, le condujeron a través de la multitud de solícitos mirones, su comunidad de semejantes (Gordon, agradecido, orgulloso, les confirió ese título). Desde la playa le llevaron hasta la ambulancia que estaba aguardándole. El hombre cuyo albornoz llevaba dijo, en un tono en el cual había no sólo una tentativa de consuelo sino de admiración e incluso envidia:

–Debía de ser un buen amigo.

Gordon miró hacia el sombrío océano.

–No –y su respuesta hubiera sorprendido a su interlocutor, si éste le hubiese oído–. No era amigo mío. Era mi hermano. –Pero no le oyó, pues la voz de Gordon fue tan débil como la brisa que soplaba procedente del agua.

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