El espectro de la bruja

 Hace unos treinta años, en el mes de mayo, despertaron a medianoche a un clérigo católico que vivía en Rathdowney, en Queen’s County, para que atendiese a un moribundo en una zona remota de la parroquia. El sacerdote obedeció sin rechistar, y, una vez administrada la extremaunción al pecador moribundo, lo vio abandonar este mundo antes salir de la cabaña. Como todavía era de noche, el hombre que había ido a llamar al sacerdote se ofreció ahora a acompañarlo a su casa, pero este rechazó el ofrecimiento y emprendió el viaje solo. La luz grisácea del alba empezó a asomar por encima de las montañas. El buen sacerdote estaba profundamente cautivado por la belleza de la escena, y siguió avanzando con su caballo, observando ahora con atención todo lo que lo rodeaba y soltando latigazos a los murciélagos y a las bonitas moscas nocturnas que se cruzaban revoloteando de vez en cuando en su solitario camino. Enfrascado en esta distracción prosiguió su viaje lentamente, hasta que el amanecer cada vez más próximo empezó a permitirle distinguir los objetos perfectamente, y entonces se apeó de su caballo, soltó las riendas, sacó el breviario de su bolsillo y se puso a leer su «oficio matutino» mientras caminaba sin prisa.

No había avanzado mucho cuando advirtió que su caballo, un animal muy brioso, parecía querer detenerse en mitad del camino y miraba fijamente un campo en el que pastaban tres o cuatro vacas. No obstante, él no prestó demasiada atención a esta circunstancia y siguió caminando un poco más, cuando el caballo de pronto corcoveó violentamente y trató de soltarse. El sacerdote logró dominarlo con gran dificultad y, al observarlo más de cerca, se dio cuenta de que temblaba y sudaba copiosamente. El animal se tranquilizó entonces, pero se negó a moverse de donde estaba, y ni las amenazas ni las súplicas pudieron inducirlo a continuar. El sacerdote no salía de su asombro, pero, como recordaba haber oído a menudo que una forma de obligar a un caballo asustado a seguir trabajando era vendarle los ojos, sacó su pañuelo y se lo ató en la cabeza. A continuación se montó y, pegándole con suavidad, el caballo prosiguió su camino sin oponer resistencia, pero aún sudando y temblando incontrolablemente. No habían avanzado mucho cuando llegaron a un estrecho camino de herradura, flanqueado por setos altos y tupidos, que comunicaba el camino principal con el campo en el que pastaban las vacas. El sacerdote miró por casualidad al sendero y vio un espectáculo que le heló la sangre. Las piernas de un hombre, sin tronco ni cabeza, venían trotando hacia ellos. El buen sacerdote se asustó mucho, pero, siendo un hombre de gran coraje, decidió que, pasase lo que pasase, esperaría y haría frente a aquel singular espectro. Así pues, se quedó parado, y lo mismo hizo la acéfala aparición, como si le diera miedo acercarse a él. El sacerdote, al ver esto, reculó un poco, alejándose de la entrada al sendero, y el fantasma se puso en marcha de nuevo. No tardó en llegar al camino, y el sacerdote tuvo entonces la oportunidad de observarlo minuciosamente. Iba con unos bombachos de gamuza amarillos, bien sujetos a la altura de las rodillas con unas cintas verdes, pero no llevaba ni zapatos ni calcetines, y sus piernas estaban cubiertas de pelo largo y rojo, y empapadas de agua, sangre y barro, resultado, al parecer, del roce con los espinosos setos. El sacerdote, aunque muy asustado, sintió deseos de estudiar al fantasma, y con este propósito echó mano de todo su aplomo para atreverse a hablarle. El fantasma iba ahora un poco adelantado, siguiendo su marcha con el mismo trote ligero, así que el sacerdote espoleó a su caballo hasta que lo alcanzó, y entonces le dijo:

—¡Hola, amigo! ¿Quién eres, y adónde vas tan temprano?

El horrible espectro no respondió, pero lanzó un gruñido feroz y sobrehumano, algo así como «Ja».

—Una mañana estupenda para que los fantasmas salgan a pasear —insistió el sacerdote.

Otro «Ja» por respuesta.

—¿Por qué no dices nada?

—Ja.

—No pareces muy inclinado a hablar hoy.

—Ja —otra vez.

El buen hombre empezó a irritarse ante el obstinado silencio de su misterioso acompañante, y le dijo, un tanto enfadado:

—Por todos los santos, te ordeno que me respondas: ¿quién eres, y a dónde te diriges?

Por toda respuesta, obtuvo un «Ja» más alto y furioso que los anteriores.

—Tal vez —dijo el sacerdote— probar mi látigo te vuelva más comunicativo. —Y acto seguido le asestó un fuerte golpe en el trasero.

El fantasma lanzó un grito salvaje y sobrenatural y cayó hacia delante, y cuál no sería la sorpresa del sacerdote al percatarse de que el suelo se había cubierto de leche. Se quedó mudo de asombro; el fantasma, tumbado en tierra, siguió soltando grandes cantidades de leche por todas partes; al sacerdote le daba vueltas la cabeza y se le nubló la vista; se sumió en un estupor que duró varios minutos y, cuando se recuperó, el aterrador espectro había desaparecido, y en su lugar vio tirado en el camino, y medio sumergido en leche, el cuerpo de Sarah Kennedy, una anciana del vecindario conocida desde hacía mucho tiempo en el distrito por practicar la brujería y la superstición. Ahora se descubría que, con ayuda infernal, había adoptado aquella forma monstruosa y se había dedicado toda esa mañana a succionar la leche a las vacas del pueblo. Si un volcán hubiera entrado en erupción entre sus pies, el hombre no se habría sorprendido tanto; se quedó un rato mirando en atónito silencio mientras la anciana gemía y se retorcía convulsivamente.

—Sarah —dijo él por fin—, llevo tiempo advirtiéndote de que te arrepentirías de tu comportamiento perverso, pero has hecho oídos sordos a todas mis súplicas; y ahora, condenada mujer, te sorprendo en plena fechoría.

—Oh, padre, padre —gritó la pobre anciana—, ¿no puede hacer nada para salvarme? Estoy perdida; el infierno se ha abierto para mí y legiones de diablos me rodean en este momento, esperando para llevar mi alma a la perdición.

El sacerdote no tuvo fuerzas para responder; el sufrimiento de la desdichada bruja se acentuó; su cuerpo se hinchó hasta adquirir un tamaño enorme; sus ojos se encendieron como el fuego, su rostro se oscureció como la noche, todo su cuerpo se retorció de mil formas distintas; sus gritos eran espantosos, se le hundió la cara, se le cerraron los ojos, y al cabo de unos minutos expiró en medio del más penoso tormento.

El sacerdote siguió su camino, deteniéndose en la primera casa que encontró para dar noticia del extraño suceso. Los restos de Sarah Kennedy se trasladaron a su propio chozo, situado en la linde de un pequeño bosque no muy lejos de allí. Llevaba viviendo en aquella zona muchos años, pero seguía siendo una forastera, y nadie sabía de dónde procedía. No tenía ningún familiar en aquel lugar más que una hija, ya entrada en años, que vivía con ella. Poseía una vaca, pero vendía más mantequilla, según decían, que cualquier granjero de la región, y la sospecha general era que la conseguía por medios diabólicos, pues ella nunca había ocultado sus amplios conocimientos de brujería y hechicería. Profesaba la religión católica romana, pero nunca había comulgado con las prácticas impuestas por dicha iglesia; por lo tanto, se les negó a sus restos cristiana sepultura, y fueron enterrados en una mina de arena próxima a su chozo.

La noche del entierro la gente de la aldea se reunió y quemó el chozo. Su hija huyó y nunca más volvió.

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