Milagro en la Luna - Kurt Karl Doberer

 Hacía algunos minutos que la antena direccional instalada en las anchas espaldas de mi termocoraza no recibía las señales...

Comprobé el paso de los minutos en el cronó­metro, para girar en círculo. Pero el zumbador per­maneció mudo. El campamento ocho no enviaba la acostumbrada serie de ondas intermitentes.

Preocupado, moví la cabeza dentro de la esca­fandra de plástico y acerqué la boca al micro. El leve crujido de la membrana me demostró que la ligera presión había sido suficiente para conectar debidamente el emisor... ¡Al menos me tenían que oír!

—¡Hallo, hallo! —dije, sin duda de manera algo brusca y excitada—. ¡Hallo, hallo! ¡Aquí habla Dalton!

Pero todo parecía estar en orden. Apenas trans­curridos unos segundos, me contestó una voz grave y tranquila:

¡Hallo, aquí el campamento! Le oímos, Dalton.

Como de costumbre, no logré distinguir si era Mellton, el jefe, o nuestro técnico Maier. Supuse que sería este último.

—¿Qué ocurre con...?

—¿La señal? Ya vuelve a funcionar —me cortó Maier, contra todas las reglas. Él era así—. Hubo una interrupción en el contacto —agregó luego—. Y es que, automáticamente...

Tatiitiitií..., intervino entonces la señal. Esa si que podía permitírselo. La señal era siempre lo pri­mero. Me sentí satisfecho.

—Aquí todo marcha bien. ¿Quién habla?

—Soy Maier.

—Pues dile a Mellton que venga y se traiga el quemador de choque. Es mejor ir prevenidos. ¡Sabe Dios lo que nos espera en el fondo del cráter!

—¡Okay! —repuso Maier, arrastrando las voca­les como hacía Mellton, de quien se le había pegado.

¡Tatiitiitií!, sonó de nuevo la señal.

Ya calmado, proseguí mi camino por encima de la vítrea rocalla. El chorro de luz de mi linterna, que se hundía cortante en la oscuridad, tanteaba el sendero que debía seguir. Yo lo había hecho ya ju­guetear un par de veces por la empinada ladera, y siempre parecían saltar miles de chispas, destellos de los más variados colores, en el lugar donde la luz rozaba el suelo.

De pronto pisé una superficie lisa como un es­pejo o, con más exactitud, como el acero. En mi lucha por mantener el equilibrio dirigí la linterna hacia abajo. Un cristal octaédrico despedía todos los tonos del arco iris. Cegado, intenté aferrarme en el vacío. Mis pies resbalaron y caí. Mientras me desplomaba, pensé: «Ese cristal...»

Lo primero que recuerdo con claridad es que, al seguir adelante, tambaleándome, tropezaba a cada momento con cantos prismáticos. Volví a encender la linterna, pero todo se me antojó extraño e irreal. Tuve la sensación de haber abandonado el campa­mento años antes.

Entonces comprendí lo que me había hecho per­der el equilibrio. Era ridículo que en la Luna me hubiera sorprendido tal cosa. ¡Diamantes! Diaman­tes del tamaño de calabazas, nacidos en forma de octaedros de un río de carbono líquido y ardiente... Miles de toneladas de cristal yacían bajo el cielo nocturno como un mágico laberinto. Donde penetra­ba el fino rayo de luz, todo estallaba en mil reflejos.

Y allí permanecían esparcidas las piedras. De ser más pequeñas, cabrían en los bolsillos. Con la punta de tungsteno de mi calzado golpeé una de las caras de un diamante. Ésta no se astilló ni quedó tan siquiera señalada por un arañazo. La dura punta metálica se deslizaba suave por encima.

Apagué mi linterna. Las cinco mil relucientes es­trellas del cielo negro llamaban a sus diez mil her­manos surgidos de un petrificado caudal de carbono. Una pálida luz bañaba la ladera. Una luz no sepa­rada de las tinieblas, como la que debió imperar antes de la creación del mundo...

El sistemático tictac del cronómetro me sacó de mis sueños. Con gesto mecánico miré la esfera del instrumento. Las veintitrés treinta. Pocos mi­nutos más, y el sol pondría fin a esa descolorida noche. Por entre las cadenas de cristales busqué mi senda hacia arriba.

Las veintitrés treinta y cuatro. Una franja de fuego asomó al horizonte. Bastaron unos segundos para transformar la noche en día. Diez, veinte mil focos perforaron la negrura que me rodeaba. Ruti­lantes haces de rayos se arrojaron sobre el borde del mar de lava, y allí chocaron contra el río de nítidos cristales. Saltaron los rayos en astillas y se multiplicaron, formaron cintas de increíbles colores y se levantó impetuoso un castillo de fuegos artifi­ciales. El sol seguía enviando nuevos ejércitos de rayos. Miles de millones de refulgentes haces se di­vidían en mil veces más espigas deslumbradoras, volcándose en loca orgía de chispas sobre aquellas grandiosas cataratas de luz.

Poco antes me había permitido sonreír con cierto desprecio ante la abundancia de unos diamantes que, dadas las circunstancias, no tenían valor algu­no. Ahora, sus gavillas de chispas se lanzaban con­tra mí y deslumbrantes vorágines de colores me dejaron casi sin sentido. Aunque protegidos por los cristales de cuarzo, mis ojos parecían clavados en aquellos frenéticos remolinos de luz. Unos puntos rojos empezaron a formar palpitantes círculos en grandes aros verdes. Creí hallarme en un indescrip­tible paraíso infernal. Súbitamente cayó sobre mi cuerpo una lluvia de rayos blancos, de modo que tuve la impresión de haberme secado y apergami­nado. Algo me quemaba, ahogaba y estrangulaba. Y ese algo penetró en las ranuras de mis ojos como un solo rayo perturbador, y allí quedó clavado como un cuchillo. Lleno de angustia quise llevarme las manos al rostro, pero caí de bruces.

Tuve la suerte de quedar de cara al suelo. Cuan­do recobré el conocimiento, palpé el terreno con las manos. Despacio. A través de la delgada coraza térmica que las protegía, noté las cortantes aristas de los cristales.

Recordé entonces las secas y claras instruccio­nes de Mellton: «Cuando el sol oscila encima del horizonte, los diafragmas iris de las ranuras visua­les deben quedar reducidos al máximo.» Y me pa­reció escuchar de nuevo una advertencia especial: «¡Lo mejor, Dalton, es conectar en seguida los fil­tros de luz!»

Mi propia experiencia acababa de dar la razón al consejo del jefe. Poco había faltado para que el aprendizaje me saliera caro. Era de esperar que, en adelante, realizara esos movimientos de forma au­tomática.

Cuando me levanté, pude soportar mejor la luz. Pero desde donde yo estaba no tenía vista alguna. La cresta de la pared del cráter quedaba más alta. Me dispuse, entonces, a trepar en diagonal la cuesta que me faltaba.

Con fatigosa respiración vi, por fin, el borde del gigantesco y ovalado cráter. Era el primer hom­bre, el primer habitante de la Tierra que lo alcan­zaba caminando hacia el sur desde el campamento. Ahora se demostraría si los astrónomos estaban acer­tados en sus observaciones o no.

Mis ojos siguieron la cresta, vacilantes, y des­pués se deslizaron hacia un extenso campo de lava, cráter adentro, para quedar prendidos en el juego de los coloreados gases que brotaban en el fondo de la enorme cuenca.

Lo que otros habían creído ver a través de los telescopios especiales de los observatorios, aquellos velos de vapor producidos por los gases arrojados, no eran, entonces, alucinación de sus ojos cansados.

Allí arriba reinaba un silencio aterrador. Rocas y trozos de lava yacían ardientes, llenos de luz. Y encima de mí el inmenso vacío, sin aire, sin gas. Abajo, en cambio, en el fondo del cráter, había pul­sante vida y nieblas en constante girar.

Lentamente comencé el descenso. Como en los géiseres de Islandia, ascendían de la infernal boca borboteantes vapores que, después, se extendían so­bre la llanura cual jirones de gasa blanquecina. Las altas paredes del cráter formaban una especie de cuenco de leche colosal, cuyo contenido hervía ame­nazador.

Mi altímetro marcaba ya cuatrocientos metros de descenso. El termómetro colocado en la parte ex­terior de la coraza térmica había rebasado ya a la mitad de los grados que indicara arriba, en el borde del cráter, cuando estaba expuesto al calor blanco despedido por el sol. Donde me encontraba ahora, su fuerza era quebrada por tenues nubes.

Pude ver, finalmente, las partes más profundas del multicolor fondo del cráter. Sus tonalidades constituían una excepción entre la gris monotonía de la piedra lunar. Pero lo que de súbito apareció ante mis ojos me paralizó durante unos instantes. Así fue, en realidad. Un imponente géiser saltaba del fangoso y oscuro suelo, y alrededor del chorro ser­penteaban y se retorcían unos horribles seres ver­des.

Me apoyé en un bloque de lava para restablecer mi equilibrio. A través de mi telescopio observé aquellas criaturas. Desde luego eran asquerosas y feas, pero no era belleza lo que esperábamos encon­trar en la Luna. Estudié sus detalles hasta que me dolieron los ojos, y tuve que cerrarlos sin haber podido familiarizarme con los extraños bichos.

Éstos balanceaban la cabeza ligeramente levan­tada y sus rojos y redondos ojos estaban clavados en el humeante manantial. Se revolcaban con placer y dejaban que el líquido ardiente cayera sobre sus largos cuerpos. Allí donde el azulado chorro les to­caba, se hinchaban pictóricos de vida, y su viscosa piel verde lanzaba metálicos destellos.

El salto dado desde la última plataforma de lava me hubiera costado los huesos en la Tierra. También los gusanos debieron percibir la ligera sacudida, pues sus cuerpos se enderezaron en actitud de expecta­ción.

Para acercarme al borde del cráter interior, de menor tamaño, tuve que rodear el lodazal donde se movían los monstruosos animales, que con sus lar­gos cuerpos de babosa y sus lisas cabezas de reptil resultaban cada vez más repelentes. Me dije que aquellos ojos rojizos y planos, con su aspecto turbio, no podían tener una vista aguda. Pero también era posible que yo no interesara a los verdes habitantes del fango por considerarme bocado poco apetitoso. De momento, al menos, no se metieron conmigo.

El segundo cráter, no tan extenso y más profundo, se hallaba en el centro de la gran elipse del pri­mero, y sin duda también tenía un diámetro de mil metros. No obstante, en medio de la gigantesca boca parecía el resto de una pequeña burbuja ya reventada. Desde donde yo estaba, era fácil bajar hasta su llano suelo.

Una y otra vez apliqué cuidadosamente el teles­copio a las ranuras de mi escafandra. Acababa de descubrir otra cosa. Allí abajo vivían unos seres bulbosos que formaban una dilatada colonia y per­manecían quietos como bejines o estrellas de mar.

Bastante lejos de mí, un desagradable gusano verde se disponía a devorar uno de esos bulbos. En un par de saltos aterricé en el fondo del cráter interior. Avancé poco a poco a la vez que graduaba mi anteojo. La colonia de bulbos se extendía a mi alrededor, en amplio círculo.

El gusano había atacado a un tubérculo que cre­cía sólo en la parte alta de la pendiente. Vi perfec­tamente cómo le arrancaba un trozo del costado. Pero, entonces, el bulbo cobró súbita vida. De su masa parda brotaron unos tentáculos que, primero, confundí con antenas de caracol, aunque en seguida observé que la diminuta punta redonda se abría como la corola de una flor, para dar paso a algo brillante, en forma de gancho o, mejor dicho, de garra.

Esos brazos avanzaron tanteando hacia el cuerpo de la alimaña verde y se clavaron en su liso vientre. Ahora, el bulbo pareció separarse también del suelo. El gusano se combó furioso y empezó a retorcerse en todas direcciones. Su córnea o espumajeante boca mordía el tubérculo y le arrancaba pedazos.

De repente se oyó un grito salvaje y desconocido. Los gases y vapores transportaron aquella voz, que llegó hasta mí a través de la niebla. Horrible, débil y, al mismo tiempo, estridente. Inmediatamente supe que aquello era un grito de muerte.

Tubérculo y gusano se habían convertido en una sucia maraña verdegrís. Imposible distinguir quién estaba agotado y quién había sucumbido.

La angustiosa voz de muerte desató un eco ho­rrísono. En el borde del cráter se alzó una ola de sonidos chillones y extrañamente gorjeantes. Debía ser la respuesta de los seres verdes del géiser. ¿Aca­so iban a acudir en ayuda de su congénere?

También en las colonias de tubérculos se pro­dujo un zumbido que iba aumentando de tono. Me pareció que los bulbos se apretaban unos contra otros. Con sumo cuidado me aproximé a un grupo de esas gelatinosas bolas de color castaño y tan re­dondas como raros y caprichosos hongos. Allí donde el sol las tocaba, se adelantaban unos brazos, apén­dices de carne roja y veteados de gris. Entonces, los bulbos parecían pulpos o asteroideos gigantes.

¡Y de nuevo un sonido agudo, estridente! Proce­día de dos tubérculos que, hinchados y rebosantes de energía, yacían al sol. Uno de ellos parecía que acabara de arrancarse del suelo. De un lado, de su vientre, salía un líquido espeso y amoratado. El sor­prendente ser avanzaba hacia el otro bulbo sobre sus tentáculos enrollados, torpe como una tortuga.

Yo estaba muy cerca. Súbitamente, en la parte más alta de su espalda verrugosa, se abrió un sin­gular ojo que hundió en mí su mirada de maldad, surgida de un cristal amarillo y refulgente. Un tentáculo se alzó amenazador y se disparó hacia el vacío. Retrocedí tambaleándome. Después de una breve vacilación, aquella criatura indescriptible vol­vió a dedicarse a su congénere.

Ambos tubérculos emitían constantemente unos chillidos agudos, que aturdían. Se arrimaron todavía más y montaron uno sobre el otro. De los extremos de los cinco tentáculos, que se contraían convulsi­vamente a intervalos, goteaba viscosa la sangre rojiazul, que llegó a formar un charco. Pegada al liso suelo de lava, se secaba temblorosa. Un centelleante estremecimiento recorrió los cuerpos de aquella es­pecie de celentéreos lunares. Su piel tersa y tirante se tornó áspera y rugosa. Por doquier aparecieron profundas grietas, de las que brotaron humeantes surtidores amarillentos. En un mar de vapor dis­tinguí, entre la informe masa, unos bultos transpa­rentes que se iban cristalizando. Una pastosa y aglu­tinante capa celular los recubría poco a poco.

Todo volvía a pulsar de manera regular, contra­yéndose para dilatarse otra vez. Una vida nueva parecía penetrar en las jóvenes formas. Con brus­cas sacudidas y misterioso sonido se creaban asteroideos, cubiertos en seguida por una azulada piel protectora que empezaba a secarse en seguida.

Detrás de mí oí el ruido de algo que se arras­traba. Me volví lentamente, y me hallé ante algo que hizo congelar mi sangre en las venas y me aga­rrotó la garganta.

Los gusanos habían percibido el grito de muerte de su congénere. Y venían. Se acercaban en ancho frente. De las repugnantes bocas de sus oscilantes cabezas de reptil rezumaba una saliva verdosa.

Las colonias de bulbos parecieron despertar de un sueño. Vigilantes párpados se abrieron sobre ojos de amarillo cristal. Miles de tentáculos se ade­lantaron captatorios para levantarse luego amena­zadores. Al cortante y ensordecedor grito de guerra de los gusanos, respondieron los bulbos con el agu­do y monótono zumbido propio de los mosquitos.

Me vi metido en pleno campo de batalla. Apresado entre la fila de los furiosos gusanos y el tenso semicírculo de bulbos. Sentí desconcierto y horror. Y la locura se apoderaría de mí antes que me llegara la muerte en medio de aquella viscosa vorá­gine de baba y venenosa saliva. Un frío sudor bañó todo mi cuerpo.

Con las últimas fuerzas logré conectar el radio­goniómetro y sintonizar la emisora.

—¡Mellton! —chillé—. ¡¡Mellton...!!

Luego perdí el conocimiento y me derrumbé en mi coraza metálica.

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