El secretario del fantasmagórico Club Elí­seo - Lord Dunsany

Creo haber contado que en nuestro club existe la costumbre de conversar de jardinería en prima­vera y verano, o mejor dicho, de escuchar la expli­cación de lo que los diversos miembros han hecho en sus jardines, o del nacimiento sumamente tem­prano de una planta, o de su increíble tamaño en el jardín de cualquiera de nosotros; pero cuando llega la estación de las nieblas y el sol se pone de­trás de los edificios antes de que termine el al­muerzo, acostumbramos a contar historias más en­tretenidas con el fin de impedir que alguien se duer­ma delante de la chimenea o que todos los miem­bros vayan marchándose, alegando algún asunto tedioso. Fue en una de estas ocasiones, cuando uno de nuestro grupo, sentado ante el fuego, y que pa­recía a punto de dormirse, abrió de pronto los ojos y exclamó:

–¡Por favor, que alguien nos hable de algún sitio donde aún brille el sol!

Entonces oí que Jorkens respiraba con fuerza. Pero antes de que pudiese hablar, se oyó la voz de Terbut:

–Y que se trate, por una vez, de Inglaterra. Es­toy harto de oír hablar de cosas ocurridas en los confines del mundo.

Jamás había oído un intento más deliberado de hacer callar a Jorkens. Mas no sirvió de nada.

–Una vez vi una cosa muy extraña en Inglate­rra –empezó a contar Jorkens–. Sí, una cosa muy extraña. Iba dando un paseo fuera de Londres..., un paseo muy largo con bocadillos y un buen fras­co de una pinta. Caminaba en parte por hacer ejer­cicio, aunque más para complacer a mi espíritu que a mi cuerpo. 

Estaba harto de las calles enlo­sadas. Ya sabéis lo que se siente en tales ocasiones, y la primavera venía a grandes zancadas. No sé por dónde iba, aunque sí que debía de ser en dirección sur aproximadamente, ya que tenía el sol enfrente. "Eché a andar temprano y no almorcé hasta al menos las dos, puesto que no me senté a hacerlo hasta que estuve completamente fuera de Londres. Debía de haber andado unos buenos treinta kilóme­tros. 

Bien, me senté sobre un trecho herboso, ante un seto verdísimo que corría por encima de un ri­bazo. Las prímulas ya habían florecido, así como las violetas tempranas. Allí almorcé, mientras oía cantar a los pájaros y unas nubes blancas se deslizaban por el cielo azul. No tenía idea de lo que había al otro lado del seto, ya que no podía ver nada ni a su través ni por encima. Mientras almorzaba, me contenté con estar allí sentado, meditando cómoda­mente. Y después de almorzar, entre la larga ca­minata, el canto de los pájaros, el resplandeciente sol y todo lo demás, empecé a adormilarme cuando un súbito ataque de curiosidad me obligó a levan­tarme y echar una ojeada a través del seto. 

Entonces, por entre una brecha abierta entre los tallos del seto espinoso, divisé una serie de prados que se extendían a lo lejos, y un edificio con ventanas curvadas, cristales verdes y tejado rojo, que evidente­mente era la casa de un club de golf. Aquella ojea­da a través del seto no aplacó mi curiosidad, por­que la luz primaveral brillaba con tanta fuerza so­bre aquellos prados que parecían poseer el resplan­dor de otros soles percibidos mucho antes, por la mañana temprano, y recordados casi desde la in­fancia; parecían poseer una cualidad mágica.

"En aquella época yo era muy delgado, y una vez tuve la cabeza metida en aquella brecha del seto, pasar al otro lado sólo fue cuestión de retor­cerme un poco. Nadie jugaba al golf, por lo que fui hasta la casa sin ver a nadie ni oír el menor sonido. La hierba crecía en tal abundancia que lle­gué a pensar que aquellos prados tal vez fuesen demasiado pantanosos para jugar al golf. 

Llegué, en medio del silencio, hasta la puerta de roble del club. Y allí, un portero con una librea muy relu­ciente, aunque anticuada, abrió al momento la puer­ta. Iba ya a disculparme y a explicar que me había extraviado, pero pensando que sería mejor excu­sarme ante un miembro de más autoridad del club que ante un simple portero, o tal vez para ganar tiempo, pedí ver al secretario. El secretario se hallaba en la casa y el portero lo condujo al mo­mento hasta mí.

"–¿En qué puedo servirle? –fue la amable pre­gunta.

"–Deseo disculparme –dije–. No soy miembro de su club de golf. Me extravié entre sus prados.

"–Esto no es un club de golf –sonrió el secre­tario.

"–¿No?

"–No –dijo etéreamente. O eso me pareció. Era algo incorpóreo, incluso para un secretario de club–. No –repitió–, no es un club de golf.

"–Pues pensé que era un club de golf –insistí.

"–No –contestó–. En realidad es un club para poetas.

"–¿Para poetas? –me asombré. "–Sí, y aunque esto le sorprenda, para poetas de todas las épocas.

"–¿De todas las épocas? –repetí.

"–Sí –llevándome hacia las puertas interiores del vestíbulo, me indicó a través de los cristales–. Vea allí a Swinburne charlando con Herrick.

"Seguro, reconocí el rostro anhelante de Swinbur­ne, que estaba hablando, y vi al individuo que el secretario había llamado Herrick, el cual respondía con unas risitas. Bien, a pesar de lo que acababa de decirme el secretario, la cosa no me sorprendió; había algo tan etéreo en la luz de los prados que cruzara antes de llegar a la casa del club, y algo tan alejado de esta época en aquel pequeño edi­ficio, que parecía natural que allí se reuniesen per­sonas de todos los tiempos pretéritos. No me ha­bría sorprendido ver al propio Hornero. Y allí es­taba, acariciándose la barba majestuosamente.

"–Allí está Stephen Phillips –continuó el secre­tario–, conversando con Dante.

"Reconocí a los dos nombrados y me pareció ob­servar, a través de los vidrios un tanto opacos, cierta semejanza de rasgos.

"–Ha tenido suerte al ser elegido, ¿eh? –comen­té, señalando a Phillips.

"–Bien, sí –convino el secretario–; se encuen­tran casos de suerte en todos los clubs... si bien siempre haya alguien que no la tenga.

"Después apareció Tennyson al otro lado de los cristales algo borrosos. Le reconocí inmediatamente.

"–Tal vez se hunda un poco en esa zona –dije, indicando los prados por los que yo había llegado basta el club.

"–Oh, no, allí está bien –replicó el secretario.

"–¿Y los camareros? –inquirí, al ver que varios pasaban de un lado a otro.

"–Todos son escritores. Todos escribieron buenas obras. Pero no son inmortales. Aquél es el mejor del personal –señaló al portero–. Es Pope.

"–Pope –repetí–. ¿De veras? Supongo que la cuota de ingreso en el club...

"–Es muy elevada. Como ve, tenemos a Shakes­peare, Milton y los mejores. Allí va Shelley.

"Vi una figura delgada que pasaba, dejando caer lo que me pareció un folleto político en el sombre­ro de alguien.

"–¿Cómo se llama este club? –quise saber.

"–El Club Elíseo.

"Tal como había supuesto.

"Pope sólo era el portero, y Hornero un miem­bro con pleno derecho. Entonces, ¿quién era el se­cretario? Era ésta la pregunta que en aquel extra­ordinario club, donde podía haber tantas cosas in­teresantes, me absorbía casi por entero. ¡Qué pode­rosa es la curiosidad, una vez despertada! Hubiese podido hablar a Shakespeare. Y, no obstante, mal­gastaba el tiempo tratando de satisfacer la mise­rable curiosidad de saber quién era el secretario.

"–Naturalmente, usted también escribe.

"–Muy poco –murmuró mi interlocutor–. Lo dejé hace mucho tiempo.

"¡Lo había dejado! Esto aún era más asombroso. Y, sin embargo, tenía que ser más importante que Pope. ¿Sería Keats? Lo pensé un instante. Porque Keats escribió muy poco en comparación con otros. Pero no, Keats nunca dejó de escribir.

"No me quedaba más remedio que preguntarle su nombre. Cosa que hice. Y me lo dijo. Y, ¿saben una cosa?, no me aclaró nada. Lo cual fue una tor­peza.

"–Sí, sí, claro –balbucí, observación que dejaba traslucir que no me había aclarado nada en abso­luto. Pero el secretario no se ofendió.

"–No, no, usted no ha oído hablar de mí. Escribí muy poco. Un gran verso... eso es lo que opinan los miembros. De haber escrito treinta habría podido ser miembro del club. Pero, según dicen, sólo escribí un gran verso... Mejor que los de aquél –añadió, señalando al portero–. Pero no lo bastan­te para ser miembro, repito. Aunque sí lo soy ho­norario.

"Bien, yo he leído mucha poesía yendo por el mundo, y el verso podía aclararme lo que no me decía el nombre. Seguro que así sería. Le rogué que recitase el verso, y empezó al momento:

"–Una ciudad rosa y roja...

"Pero yo lo terminé por él:

"–...la mitad de vieja que el tiempo.

"–¡Sí! –exclamó–. Una ciudad rosa y roja, / la mitad de vieja que el tiempo –y repitió el bellísi­mo verso como un buen catador degustando un oporto viejo de un siglo–. Lástima que no com­pusiera treinta como éste; aunque, en realidad, es­toy bien como estoy. ¿Quiere ver mi despacho?

"Bien, me enseñó un cuartito muy lindo, y yo hubiese debido hablar más con él, y especialmente ver a más miembros; pero, al fin y al cabo, yo ha­bía entrado casi por la fuerza en el club, y ya había molestado bastante al secretario. De modo que le ofrecí mi frasco, que naturalmente estaba lleno de whisky, en pago de sus amabilidades. Y, ¿sabéis una cosa?, se bebió hasta la última gota. Cuando quise beber a mi vez, ya en la carretera, encontré el frasco totalmente vacío.

 

El secretario del fantasmagórico Club Elí­seo es John William Burgon (1813-1888), que, valga la paradoja, es el más famoso de los poetas desconocidos, al menos entre los anglo­sajones. En efecto, el verso que da pie a este relato está considerado como uno de los más bellos de la poesía en lengua inglesa, y, sin embargo, su autor no escribió ninguna otra cosa notable y es prácticamente desconocido. El verso en cuestión pertenece al poema Petra (premiado en Newdigate en 1845), que incluye el pareado:

 

 

Match me such marvel save in Eastern clime,

A rose-red city half as old as time.

 

Este famoso verso ha dado lugar incluso a una adivinanza matemática, que reproduzco (en adaptación libérrima de la versión ingle­sa) para deleite y gimnasia mental del lector:

 

Una ciudad rosa y roja,

la mitad de vieja que el tiempo,

hace mil millones de años

tenía, ni más ni menos,

los dos quintos de la edad

que tendrá el vetusto tiempo

cuando mil millones de años

vuelvan a pasar de nuevo.

¿Qué edad tiene la ciudad

mientras escribo estos versos?

 

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