La bruja de la ciénega - Ethel Marriott-Watson

 Anochecía ya cuando llegué a la Gran Ciénaga, que ya estaba cubierta por los vapores blancos, flotando por encima de los niveles más bajos como fantasmas en un camposanto. Aunque mi estado de ánimo al salir de casa era de puro deleite, el camino por el páramo me había serenado, y ahora me encontraba inquieto y alerta. Mientras mi caballo bajaba bamboleándose por las herbosas pendientes que caían hacia la boca del pantano, pude ver pequeñas corrientes de niebla que ascendían muy despacio, cerniéndose como espectros sobre los altos juncos antes de volverse más densas poco a poco y alejarse soplando con fuerza por la marisma. La apariencia de la ciénaga a esa hora solitaria, tan alejada de toda sociedad humana y tan propicia para las presencias malignas, me llevó a preguntarme extrañado por qué habría elegido ella este sitio para nuestra cita. Era un familiar del páramo, donde siempre me la encontraba, pero parecía puro capricho poner a prueba mi devoción con una cita en sitio tan lóbrego.

El panorama me resultaba desalentador más allá de toda razón, pero el hecho de tenerla tan cerca me impulsaba a seguir, y me infundía ánimos pensar en que por fin iba a ser mía. Después de atar mi caballo en la orilla de la ciénaga, encontré enseguida el sendero que la atravesaba y, armándome de valor, me puse en camino hacia el corazón de aquel paraje. El camino no parecía muy transitado, pues los juncos, que se alzaban a ambos lados muy por encima de mis ojos, crecían sin orden por todas partes formando arcos que tuve que esquivar porque me cortaban continuamente el paso de la forma más molesta. No menos de media hora estuve solo en aquel páramo, y, cuando por fin un sonido que no era el de mis pasos rompió el silencio, ya había anochecido del todo.

Para entonces iba yo avanzando muy despacio, casi decidido a dar la vuelta y abandonar aquella expedición, pues pocas dudas albergaba ya de que me habían gastado una broma. Frenado por esta reticencia me encontraba, cuando de pronto me detuvo del todo un canto ronco a mi izquierda, entre los juncos que surgían del lodo negro. Un poco más adelante volví a oírlo muy cerca; y no había dado muchos pasos, lleno de asombro y perplejidad, cuando lo oí por tercera vez. Me detuve a escuchar, pero el pantano era una tumba, así que, tomando aquel sonido por la llamada de alguna rana escandalosa, seguí mi camino. Pero al poco se repitió aquel canto, y deteniéndome bruscamente aparté los juncos y escudriñé el fango.

No alcancé a ver nada, pero al momento me pareció oír que alguien me seguía. Mi desagrado con aquella aventura iba parejo al recelo cada vez mayor que sentía, y, de no haber sido por mi encaprichamiento, sin duda habría dado la vuelta y me habría vuelto cabalgando a casa. El ruido siguió persiguiéndome de vez en cuando, hasta que por fin, incapaz de soportar la irritación que me producía la sensación de tener un acompañante silencioso y persistente, intenté deshacerme de él con una carrera corta. Al parecer, aquella criatura (o lo que quiera que fuera) no pudo seguirme, pues no volví a oírla, y así continué mi camino en paz. Este salió por fin de entre los juncos a un tranquilo llano del que ella me había hablado, y aquí mi corazón se aceleró, y el lugar dejó de parecerme lúgubre.

El llano se encontraba en el mismo centro de la ciénaga, y aquí y allá un junco escuálido o un árbol marchito se elevaban como un espectro por encima de la niebla blanca. Al otro extremo me pareció ver un edificio, pero la niebla que había ido acumulándose desde que diera comienzo mi viaje se cerró ahora sobre mí y la impresión desapareció de pronto. Mientras esperaba a que las nubes pasaran de largo, una voz me llamó desde su centro, y al momento la vi, con bandas de niebla arremolinándose en torno a su cuerpo, venir corriendo hacia mí desde la oscuridad. Me rodeó con sus largos brazos, y yo, estrechándola contra mí, la miré fijamente a los ojos. A mucha profundidad, creí distinguir una carcajada mística bailando en las fuentes de luz.

—¡Por fin! —dijo—. ¡Por fin, mi amado!

La acaricié.

—¿Por qué? —pregunté, estremeciéndome por los nervios—. ¿Por qué has interpuesto este viaje entre nosotros? ¿Qué absurda locura puede explicar tu presencia en esta ciénaga?

Ella soltó una risotada de plata, y volvió a acurrucarse contra mí.

—Soy la criatura de este sitio —respondió—. Este es mi hogar. Juré que me verías en mi lugar de origen antes de que me raptes y me lleves contigo lejos de aquí.

—Vamos, pues —dije yo—. Ya lo he visto; acabemos con esto. Te conozco, sé lo que eres. Esta ciénaga atenaza mi corazón. Dios no permita que pases un solo día más aquí. Vamos.

—No tengas tanta prisa —exclamó ella—. Hay mucho que aprender todavía. Mira, amigo mío —dijo—, me conoces, sabes lo que soy. Esta es mi prisión, y he heredado sus propiedades. ¿No tienes miedo?

Por toda respuesta, la estreché contra mí, y sus cálidos labios conjuraron la pésima disposición de ánimo a la que me había empujado la noche; pero un brillo fugaz de burla en sus ojos me golpeó como un fogonazo, y me quedé helado de nuevo.

—Llevo la ciénaga en la sangre —susurró—, la ciénaga y la niebla que la envuelve. Piénsatelo bien antes de prometerte a mí, porque soy la nube de un cielo estrellado.

Criatura ágil y adorable, a todas luces de carne caliente, alzó su mágico rostro hacia el mío y me suplicó lastimeramente con estas palabras. El rocío del anochecer colgaba de sus pestañas, y parecía unirse a mí en las súplicas por su situación solitaria y desamparada.

—¡Escúchame! —grité—. Bruja o diablo de la ciénaga, ¡vendrás conmigo! Te he conocido en los páramos, una aparición errante de belleza; es lo único que sé, y es lo único que quiero saber. Me da igual el significado de este deprimente lugar, ni lo que quieren decir esos ojos místicos y extraños. Tienes poderes y sentidos que escapan a mi comprensión; tu mundo y tus costumbres son tan misteriosos e inaprensibles como tu belleza. Pero eso —dije— es mío, y el mundo que es mío será tuyo también.

Acercó su cabeza a mí con un gesto pícaro, y sus ojos brillantes me miraron con un destello repentino, a semejanza (¡Santo Cielo!) de una cobra. El sobresalto me hizo caerme de espaldas, pero en ese momento ella volvió su rostro y se quedó inmóvil de cara a la densa niebla que llegaba deslizándose en grandes masas por el llano. La nube nos alcanzó en silencio, mientras yo, aturdido e inquieto, observaba cómo ella la miraba igual de silenciosa. Se diría que esperaba algún augurio, y también yo temblaba de miedo ante su llegada.

De la noche surgió entonces el canto ronco y espantoso que había oído por el camino. Alargué el brazo para tocar su mano, pero un momento después la niebla se disipó y me encontré extendiendo el brazo hacia el vacío. Una especie de pánico se apoderó de mí, y, avanzando a tientas por la oscuridad cegadora, recorrí el llano llamándola. Al poco tiempo, el remolino desapareció, y la vi en la orilla del pantano, con la mano levantada como si diera órdenes imperiosas; corrí hacia ella, pero me detuve, pasmado y temblando a causa de una visión aterradora. En el fango, entre los juncos empapados, había agazapado algo pequeño, como una rana monstruosa, tosiendo y jadeando como si estuviera asfixiándose. Mientras la miraba fijamente, la criatura se irguió sobre sus patas y reveló un rostro humano. Era blanco y delgado, con pelo negro largo; su cuerpo era nudoso y retorcido como si tuviera mil años. ¡Comprendí con gran espanto que ese monstruo había sido alguna vez un hombre!

Temblando, con voz entrecortada y quejumbrosa, y señalando con un dedo huesudo a la mujer que tenía a mi lado, dijo:

—Tus ojos han sido mi guía. ¿Crees que después de todos estos años no conozco tus ojos? ¿Hay algo perverso en ti que yo no sepa? Este es el infierno que creaste para mí, y ahora quieres abandonarme en uno aún más terrible.

El pobre desdichado hizo una pausa y se inclinó jadeando sobre un arbusto, mientras ella guardaba silencio, burlándose de él con la mirada y aplacando mi terror con su tacto suave.

—¡Escucha! —gritó, volviéndose hacia mí—, escucha el relato de esta mujer para conocerla de verdad. Es la bruja de las ciénagas. Mujer o Diablo, no lo sé, pero sí que la ciénaga maldita se ha infiltrado en su alma y la ha convertido en su espíritu maligno; ella misma, que vive y crece joven y bonita en este lugar, tiene también todo el poder de la ciénaga para asolar, congelar y matar. Yo, que fui una vez como tú, lo sé con certeza. ¿Quién puede decir, salvo ella, los huesos que yacen en el lecho de este pantano? Me ha quitado la salud, me ha quitado la razón y me ha quitado el alma; ¿qué se interpone entre ella y su deseo para no quitarme también la vida? Me ha convertido en un demonio de su infierno, y ahora me deja solo con mi dolor y se va en busca de otra víctima. Pero ¡no lo permitiré! —gritó, mientras le castañeteaban los dientes—; ¡no se irá! ¡Mi infierno es también el suyo! ¡No se irá!

La ojos tranquilos y risueños de ella dejaron de mirarlo y se volvieron hacia mí: extendió sus brazos mientras se acercaba contoneándose, y eran tales el fervor y la luz que iluminaban su rostro que, como un demente que cree tener poderes sobrehumanos, la estreché entre mis brazos. Y entonces la locura se adueñó de mí.

—Mujer o bruja —dije—, ¡iré contigo! ¿Qué me importa tu miserable pasado? Destrúyeme igual que a ese desgraciado, ¡me da igual siempre que estés conmigo!

Ella se rio, y, desprendiéndose de mi abrazo, se inclinó, medio agarrada a mí, hacia la criatura que tosía en el lodo.

—Ven —grité, cogiéndola por la cintura—. ¡Ven!

Ella volvió a reírse con aquel timbre de plata. Caminó conmigo lentamente por el llano hasta los límites de la ciénaga, donde empezaba el sendero. Se rio y se agarró a mí.

Pero al borde del camino me sobresaltó un grito ronco y estridente; y qué vi a mis pies sino a la odiosa criatura alzándose y enroscando sus largos brazos en torno a ella, al tiempo que chillaba y lloraba de dolor. Me agaché y lo aparté de su falda, y con un amplio movimiento de mi brazo la llevé al otro lado del sendero; cuando su cara pasó por delante de la mía, sus ojos sonreían, muy abiertos.

De pronto la niebla en calma nos envolvió una vez más; pero antes de que descendiera alcancé a ver a la retorcida figura temblando en la orilla, con la cara pálida, demacrada y traspasada por el dolor. Ante esta visión, un profundo estremecimiento me recorrió todo el cuerpo. En ese momento, a través de la penumbra amarilla, vi la sombra de ella pasar a toda velocidad por mi lado hacia la otra orilla del camino. Oí la tos ronca, el ruido apagado de una refriega, un sonido silbante, un grito ahogado y después el cieno succionando algo entre los juncos. Me planté de un salto en el otro lado, y la niebla volvió a dispersarse, y la vi a ella, mujer o diablo, de pie en la orilla, mirando risueña el cieno fétido y asqueroso.

Con un grito agudo proferido por mi alma encogida, me di la vuelta y hui despavorido de aquel lugar maldito por el estrecho sendero; mientras corría, la espesa niebla se cerró sobre mí, y oí a lo lejos, aunque tan claramente como si siguiera a mi lado, el sonido argentino de su risa burlona.

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