La mano derecha de la maldición - Robert E. Howard

 —¡Y al alba le colgarán! ¡Jo, jo!

Quien así hablaba se palmeó sonoramente el muslo, al tiempo que lanzaba carcajadas con voz espesa y chillona. Lanzó una ojeada jactanciosa a sus oyentes, y echó un trago del vino que tenía a mano. El fuego saltaba y oscilaba en el hogar de la sala y nadie le respondió.

—¡Roger Simeon, el nigromante! —se burló esa voz chillona—. ¡Adepto de las artes diabólicas y practicante de magia negra! A fe mía que todo su necio poder no le pudo salvar cuando los soldados del rey rodearon su caverna y le apresaron. Huyó cuando la gente comenzó a lanzar adoquines contra sus ventanas, y creyó que podía ocultarse y huir a Francia. ¡Jo, jo! Su escapatoria va a estar al extremo de una soga. Esto es lo que yo llamo un día bien aprovechado.

Echó una bolsita sobre la mesa, haciendo que tintineara musicalmente.

—¡El precio de la vida de un hechicero! —se jactó—. ¿Y vos qué decís, mi áspero amigo?

Esto último se lo decía a un hombre alto y callado que se sentaba cerca del fuego. Ese personaje, enjuto, recio y vestido de forma sombría, volvió su rostro cetrino hacia quien le hablaba para clavar en él un par de ojos profundos y helados.

—Digo —le respondió con voz sonora— que hoy habéis cometido un acto execrable. Puede que ese nigromante mereciera la muerte, pero él confiaba en voz, os tenía por su único amigo y le habéis vendido por un puñado de sucias monedas. A fe mía que algún día os reuniréis con él en el Infierno.

El que primero había hablado, un sujeto rechoncho, robusto y de aspecto ruin, abrió la boca como si fuera a darle una réplica enfurecida, pero luego vaciló. Los ojos helados le contemplaron por un instante, antes de que el hombre alto se levantase con la flexibilidad de un gato y se alejase del hogar a trancos largos y elásticos.

—¿Pero quién es ése? —preguntó resentido el fanfarrón—. ¿Quién es él para defender a brujos contra los hombres de bien? ¡Por Dios que ha tenido suerte de cruzar tales palabras con John Redly y conservar el corazón en el pecho!

El tabernero se inclinó a coger un ascua, para encender su larga pipa, y le contestó con sequedad:

—Y vos también sois afortunado, John, por haber sabido tener la boca cerrada. Ése es Solomon Kane, el puritano, y es un hombre más peligroso que un lobo.

Redly barbotó un juramento, y devolvió con gesto sombrío la bolsa a su cinto.

—¿Vais a pasar la noche aquí?

—Sí —replicó taciturno Redly—. Me gustaría estar presente en la ejecución de Simeon mañana en Torkertown, pero al alba tengo que ponerme camino de Londres.

El tabernero rellenó las copas.

—Esta ronda por el alma de Simeon. Que Dios se apiade del desdichado y haga fracasar la venganza que ha jurado tomar contra vos.

John Redly sufrió un sobresalto, soltó un juramento y luego una carcajada fanfarrona. La risa subió de tono huecamente y por último se quebró en una nota falsa.

Solomon Kane se despertó de repente y se incorporó en el lecho. Tenía el sueño liviano, como corresponde a un hombre que por lo común depende de sí mismo para sobrevivir. Y algún ruido, en algún lugar de la casa, le había despertado. Prestó atención. Fuera, como pudo ver a través de los postigos, estaba clareando bajo las primeras luces del alba.

De repente se oyó el mismo ruido, débilmente. Era como si un gato trepase por la pared exterior. Kane siguió escuchando y le llegó un sonido, como el de alguien que tantease los postigos. El puritano se incorporó, espada en mano, cruzó de un tirón la alcoba y los abrió de golpe. El mundo se mostraba dormido bajo su escrutinio. Una luna tardía colgaba sobre el horizonte occidental. No había ningún intruso al acecho bajo su ventana. Se asomó para mirar la ventana de la alcoba contigua. Los postigos estaban abiertos.

Kane cerró los suyos y cruzó el cuarto, para salir al corredor. Obraba llevado de un impulso, lo cual era habitual en él. Eran tiempos turbulentos. Esa taberna estaba a varios kilómetros de la ciudad más cercana, Torkertown. Los bandidos menudeaban. Alguien o algo había invadido la estancia contigua, y su dormido ocupante podía estar en peligro. Kane no se detuvo a sopesar pros y contras, sino que fue derecho a la puerta de la alcoba y la abrió.

La ventana estaba abierta de par en par y la luz entraba iluminando la estancia, aun cuando lo hada como si se filtrase a través de una bruma fantasmal. Un sujeto de aspecto ruin roncaba en el lecho y Kane le reconoció como John Redly, el hombre que había vendido al nigromante a los soldados.

Luego, su mirada fue a la ventana. Sobre el antepecho se agazapaba algo semejante a una araña gigantesca y, mientras Kane la observaba, ésta bajó al suelo y comenzó a arrastrarse hacia la cama. Aquella cosa era ancha, peluda y oscura, y Kane se dio cuenta de que había dejado una mancha sobre el alféizar. Corría sobre cinco patas gruesas y curiosamente articuladas, y en conjunto tenía un aspecto fantasmal que dejó a Kane como hechizado durante un instante. Enseguida llegó a la cama de Redly y trepó por el armazón con una torpeza que resultaba extraña.

Ya se balanceaba directamente sobre el durmiente, colgando del dosel, y Kane se adelantó con un grito de advertencia. Fue entonces cuando Redly despertó y miró hacia arriba. Los ojos se le desorbitaron, un grito terrible nació de sus labios y en ese momento la cosa-araña se descolgó, para caer directamente sobre su cuello. Mientras Kane llegaba a la cama, vio cómo se cerraba la presa de las patas, y escuchó el crujido de los huesos cervicales de John Redly. El hombre se envaró y luego quedó yerto, con la cabeza colgando de forma grotesca de su cuello roto. Y aquella cosa se desprendió del cuerpo y quedó inerte sobre la cama.

Kane se detuvo ante el espantoso espectáculo, sin poder dar crédito a lo que veía. La cosa que había abierto los postigos, se había arrastrado por los suelos y había dado muerte a John Redly en su propia cama, ¡era una mano humana!

Ahora yacía fláccida y sin vida. Y Kane la atravesó cautelosamente con la punta de su espada, para levantarla a la altura de los ojos. Parecía ser la mano de un hombre grande, ya que era ancha y gruesa, con tanto vello como la zarpa de un mono. La habían cercenado a la altura de la muñeca y estaba cubierta de sangre. Había un delgado anillo de plata en el anular; una joya curiosa, con la forma de una serpiente enrollada.

Kane estaba estudiando aquel resto odioso cuando apareció el tabernero, cubierto con el camisón, y con una vela en una mano y el trabuco en la otra.

—¿Qué es lo que ocurre? —rugió, cuando sus ojos se posaron en el cadáver en el lecho.

Luego vio lo que Kane tenía espetado en la espada y se puso blanco. Se acercó como atrapado por un hechizo, y los ojos se le desorbitaron. Luego se alejó tambaleando y se desplomó sobre una silla, tan pálido que Kane pensó que iba a desmayarse.

—En el nombre de Dios, señor —boqueó—. ¡No deje que eso viva! Aún tiene que haber fuego en el hogar, señor…

Kane llegó a Torkertown en el curso de esa mañana. En las afueras del pueblo fue abordado por un joven parlanchín, que le saludó.

—Señor, como hombre de bien que sois, os complacerá saber que Roger Simeon, el brujo negro, ha sido colgado esta misma mañana, justo al rayar el sol.

—¿Murió con entereza? —preguntó sombrío Kane.

—Sí, señor; no flaqueó, aunque tuvo lugar un suceso fantástico. Escuchad, señor. ¡Roger Simeon subió a la horca con una sola mano!

—¿Y cómo ocurrió tal cosa?

—La noche pasada, señor, mientras estaba sentado en su celda como si fuese una gran araña, llamó a uno de sus carceleros y le pidió un último deseo: ¡le rogó que le seccionase la mano derecha! El hombre se negó en un principio, pero tenía miedo de la maldición de Roger y, al cabo, echó mano de la espada y le cortó la mano a la altura de la muñeca. Entonces Simeon, con la mano izquierda, la arrojó a través de los barrotes de su celda, al tiempo que pronunciaba muchas palabras mágicas, extrañas y dementes. El guardia temió por su vida, pero Roger le dio palabra de no dañarle y le dijo que al único que odiaba era a John Redly, que le había traicionado.

»Se cogió el muñón del brazo, para detener la pérdida de sangre, y se quedó el resto de la noche sentado como un hombre en trance, y a veces musitaba para sí mismo, como el que sin querer habla en alto. “A la derecha”, susurraba, y “vete hacia la izquierda” y “¡vamos, vamos!”

»Oh, señor, ¡era espantoso de escuchar, según dicen, y verle ahí acurrucado sobre el ensangrentado muñón del brazo! Fueron a buscarle al clarear, le sacaron del patíbulo y pusieron la soga alrededor de su cuello, y de repente se retorció y tensó como si hiciese un esfuerzo terrible, y los músculos de su brazo derecho, el manco, se hincharon y crujieron ¡como si le estuviese rompiendo el cuello a un hombre!

»Cuando los guardias se lanzaron a sujetarle, cesó en sus esfuerzos y comenzó a reír. Y es risa terrible y espantosa continuó hasta que se apretó el lazo y colgó, negro y silencioso, bajo el ojo rojo del sol naciente.

Solomon Kane guardaba silencio, reflexionando sobre el espantoso terror que había contorsionado los rasgos de John Redly en el último y fugaz instante que había tenido de lucidez y vida, antes de que la maldición le golpease. Y una débil imagen se le formó en la mente; la imagen de una mano peluda y seccionada que correteaba sobre sus dedos como una gran araña, a ciegas, cruzando bosques en la noche para escalar un muro y abrir los postigos de una alcoba. Allí se interrumpió su visión, abrumada por el oscuro y sangriento drama que siguió a todo aquello. ¡Cuán terribles fuegos de odio habían ardido en el alma del nigromante condenado, y qué espantoso poder había poseído, que había sido capaz de enviar esa mano ensangrentada, a tientas para cumplir su misión, guiada por la magia y el poder de ese cerebro exaltado!

Aunque, para cerciorarse, Solomon preguntó.

—¿Y no han encontrado la mano?

—Pues no, señor. Los hombres encontraron el lugar en el que cayó al ser arrojada desde la celda, pero había desaparecido, dejando un rastro rojo que llevaba al bosque. Sin duda, un lobo se la comió.

—Sin duda —repuso Solomon Kane—. ¿No serían las manos de Roger Simeon grandes y peludas, y no llevaría un anillo en el anular de la derecha?

—Pues sí, señor. Un anillo de plata con forma de serpiente enrollada.

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