La bruja del ámbar - Lady Duff-Gordon

 Cuando comparecimos de nuevo ante el tribunal, la sala estaba abarrotada, y algunos se estremecieron al vernos, mientras que otros rompieron a llorar; mi hija volvió a negar la acusación de que era una bruja. Pero cuando llamaron a declarar a nuestra vieja sirvienta Ilse, a la que no habíamos visto porque estaba sentada en un banco del fondo, la entereza de la que el Señor había dotado a Mary la abandonó de nuevo, y repitió las palabras de nuestro Salvador: «El que come conmigo se ha vuelto contra mí»; y se agarró con fuerza a mi silla. La vieja Ilse también se tambaleaba al caminar debido a la pena, las lágrimas le impedían hablar y se contorsionaba como si la estuvieran sometiendo a un suplicio. Pero, cuando el Dom. Consul la amenazó con que el alguacil la ayudaría a hablar, declaró que mi hija se despertaba a menudo por la noche y llamaba en voz alta al abyecto demonio.

P: ¿Alguna vez ha oído que Satanás le respondiera?

R: No, nunca le he oído.

P: ¿Ha observado que la rea[37] tenga un familiar[38], y en qué forma? Recuerde que se encuentra bajo juramento y ha de decir la verdad.

R: Nunca he visto ninguno.

P: ¿La ha oído alguna vez salir volando por la chimenea?

R: No, siempre ha salido en silencio por la puerta.

P: ¿Nunca ha echado en falta por la mañana su escoba o su horca?

R: Una vez la escoba no estaba, pero la encontré detrás de la cocina, donde pude haberla dejado yo por equivocación.

P: ¿Alguna vez ha oído a la rea lanzar un maleficio, o desearle mal a esta o aquella persona?

R: No, nunca; lo único que les ha deseado siempre a los vecinos es el bien; y no solo eso, sino que, en las épocas en que más acuciaba el hambre, se ha quitado el pan de la boca para dárselo a otros.

P: ¿Está al tanto del ungüento que se ha encontrado en el cofre de la rea?

R: ¡Sí, claro! Mi joven señora lo trajo de Wolgast para su piel, y me dio un poco en una ocasión en que yo tenía las manos agrietadas, y me alivió mucho.

P: ¿Tiene algo más que decir?

R: No. Solo cosas buenas.

Llamaron a continuación a mi criado, Claus Neels. También él se presentó llorando, pero respondió a todas las preguntas con un «no», y al final declaró que nunca había visto ni oído nada malo de mi hija, y que no tenía conocimiento de sus actividades nocturnas, puesto que dormía en el establo con los caballos; tenía además el absoluto convencimiento de que algunas personas malvadas —al decir esto miró a la vieja Lizzie— la habían arrastrado a esta desgracia, y creía que era completamente inocente.

Cuando le llegó el turno a aquella extremidad de Satanás, que era la testigo principal, mi hija volvió a declarar que no aceptaba el testimonio de la vieja Lizzie contra ella, y pidió justicia al tribunal, pues esa mujer la odiaba desde pequeña y tenía costumbres y fama de bruja desde mucho antes que ella.

Pero la vieja arpía exclamó:

—Que Dios perdone tus pecados; todos en el pueblo saben que soy una mujer devota y fiel servidora del Señor.

Apeló entonces al viejo Zuter Witthahn y a mi coadjutor, Claus Bulk, quienes así lo atestiguaron. El viejo Paasch, en cambio, se quedó de pie negando con la cabeza; sin embargo, cuando mi hija dijo: «Paasch, ¿por qué mueves la cabeza?», él se sobresaltó y respondió:

—¡Oh, por nada!

No obstante, el Dom. Consul también se había dado cuenta, y le preguntó si tenía alguna acusación que hacer contra Lizzie; de ser así, debía rendir gloria a Dios y formularla; item[39], todos estaban en la obligación de hacerlo; es más, el tribunal les exhortaba a que dijeran todo lo que supieran.

Pero, por miedo a la vieja arpía, todos callaron como ratoncillos, de forma que podía oírse a las moscas sobrevolando la escribanía. Entonces me puse en pie, cargando con toda mi desdicha, extendí los brazos hacia mis asombrados y pusilánimes sirvientes, y les hablé así:

—¿Seréis capaces de crucificarme de esta forma junto a mi pobre hija? ¿Acaso merezco esto de vosotros? Hablad, pues; ¡ay de mí!, ¿es que vais a guardar silencio?

Lo cierto es que oí cómo varios lloraban amargamente, pero nadie dijo una palabra; y en ese momento mi pobre hija fue obligada a guardar silencio.

Y tal fue la maldad de la vieja arpía que no solo acusó a mi hija de los actos más horribles de brujería, sino que contó también que un día la muchacha se había entregado a Satanás para que le robase su honor de doncella; y dijo que sin duda Satanás la había deshonrado. Mi hija no respondió, pero bajó la mirada y el rostro se le encendió de vergüenza ante semejante obscenidad; y a la otra calumnia blasfema que la vieja arpía lanzó con muchas lágrimas, esto es, que mi hija había entregado a su marido (el de Lizzie), en cuerpo y alma, a Satanás, ella reaccionó como lo había hecho antes. Pero, cuando la vieja bruja pasó a relatar cómo la había visto bautizándose de nuevo en el mar, y dijo que, mientras buscaba fresas en el bosquecillo, había reconocido la voz de mi hija y se había acercado sigilosamente a ella, y había observado aquella conducta diabólica, mi hija sonrió y respondió:

—¡Mujer malvada! ¿Cómo pudiste oír mi voz si yo estaba en el mar y tú en el bosque en lo alto de la montaña? Está claro que mientes, puesto que el murmullo de las olas te lo habría impedido.

Esto enfureció a la arpía y, al intentar deshacer el error, lo agravó aún más diciendo:

—¡Vi el movimiento de tus labios, y así fue como supe que estabas llamando a tu amante el Diablo!

A lo que mi hija replicó:

—¡Vieja impía! Acabas de decir que estabas en el bosque cuando oíste mi voz; ¿cómo pudiste ver desde allí si yo, que estaba abajo en el agua, movía los labios o no?

Estas contradicciones asombraron incluso al Dom. Consul, por lo que amenazó a la vieja bruja con el potro de tortura si seguía mintiendo; a lo que ella respondió:

—¡Escuche, entonces, y verá si miento! Cuando se metió desnuda en el agua, no tenía ninguna marca en el cuerpo, pero, cuando volvió a salir, vi entre sus pechos una marca del tamaño de un penique de plata, por lo que deduje que se la había hecho el Diablo, si bien no lo había visto con ella, ni había visto tampoco ningún espíritu o humano, pues parecía estar completamente sola.

En ese momento, el gobernador civil saltó de su asiento y gritó:

—¡Hay que buscar esa marca ahora mismo!

A lo que el Dom. Consul respondió:

—Sí, pero no lo haremos nosotros, sino dos mujeres de buena reputación.

Haciendo oídos sordos a las protestas de mi hija, que intentaba explicarle que se trataba de un lunar y que lo tenía desde la infancia, mandó buscar a la mujer del alguacil y, cuando se presentó, le murmuró algo al oído. Como los ruegos y las lágrimas no sirvieron de nada, obligaron a mi hija a ir con ella. No obstante, le concedieron el favor de que no fuera Lizzie Kolken la otra mujer, como a esta le habría gustado, sino nuestra vieja doncella Ilse. También yo las acompañé, con gran pesar, pues no sabía lo que podían hacerle esas dos mujeres. Mary lloró amargamente mientras la desvestían, y se tapó los ojos con las manos, incapaz de soportar la vergüenza.

¡Ay de mí!, su cuerpo era tan blanco como el de mi difunta esposa; aunque de niña, si mal no recuerdo, era muy amarilla, y vi con asombro el lunar entre sus pechos, del que nunca antes había oído hablar. De pronto soltó un fuerte grito y dio un salto hacia atrás, pues la mujer del alguacil, cuando nadie la miraba, le había clavado un alfiler en el lunar, tan profundamente que la sangre roja goteaba entre sus pechos. Esto me enfureció, pero la mujer dijo que lo había hecho por orden del juez, lo que resultó cierto[40], pues, cuando volvimos al tribunal y el gobernador civil le preguntó cómo había ido, ella testificó que tenía una marca del tamaño de un penique de plata, de color amarillento, pero que tenía sensibilidad, dado que la rea había gritado cuando ella, sin que se diera cuenta, la había pinchado con un alfiler. Sin embargo, el Dom. Camerarius, entretanto, se había levantado de pronto y, acercándose a mi hija, le levantó los párpados y exclamó, poniéndose a temblar:

—Contemplad la señal que nunca falla.

Toda la sala se puso en pie y miró el pequeño punto debajo de su párpado derecho, que era en verdad la marca de un orzuelo, pero nadie quiso creernos.

—¡Mira, Satanás te ha marcado el cuerpo y el alma! —dijo el Dom. Consul—. Y tú sigues mintiendo ante el Espíritu Santo; pero no te servirá de nada, pues recibirás el castigo más severo. ¡Mujer desvergonzada! Has negado el testimonio de la vieja Lizzie; ¿negarás también el de todas estas personas, que te han oído llamar en la montaña a tu amante el Diablo, y lo han visto aparecer en forma de gigante barbudo que te besaba y te acariciaba?

Al oír esto, el viejo Paasch, la señora Witthahn y Zuter se presentaron para dar testimonio de que habían visto cómo esto sucedía en torno a la medianoche, y tan seguros estaban que lo habrían jurado por su vida. Contaron que la vieja Lizzie los había despertado un sábado a las once de la noche, les había dado una jarra de cerveza y los había convencido para que siguieran a escondidas a la hija del párroco y espiaran lo que hacía en la montaña. Al principio se negaron, pero, con el fin de averiguar la verdad sobre la brujería en el pueblo, y después de rezar con fervor una oración, consintieron por fin en hacer lo que se les pedía y la siguieron en nombre del Señor.

No tardaron en ver a través de los arbustos a la bruja bajo la luz de la luna; parecía estar cavando, sin dejar de hablar mientras tanto en una lengua extraña, cuando apareció de pronto el horrible demonio y se lanzó a su cuello. Huyeron entonces despavoridos, pero, con la ayuda de Dios Todopoderoso, en quien habían depositado su fe desde el primer momento, quedaron a salvo del poder del Maligno. Pues, aunque se dio la vuelta al oír un crujido en los arbustos, no tuvo poder suficiente para hacerles daño.

Finalmente, a mi hija le imputaron como delito incluso que se hubiera desmayado en la carretera de Coserow a Pudgle; nadie creyó que hubiera sido a causa de la humillación producida por las habladurías de la vieja Lizzie, y no por mala conciencia, como afirmó el juez.

Cuando se hubo interrogado a todos los testigos, el Dom. Consul le preguntó si había provocado ella la tormenta, cuál era el significado de la rana que había saltado en su regazo, item, del erizo que se había cruzado en su camino. A todo esto respondió que sabía tan poco de una cosa como de la otra, en vista de lo cual el Dom. Consul negó con la cabeza y ordenó que se la sometiera a tortura para determinar la verdad. El tribunal acordó de inmediato que debía hacerse al día siguiente, y se levantó la sesión. A mi hija se la llevaron a prisión, donde tendría que esperar a su interrogatorio.

El jueves, día 25 de Augusti, a mediodía, el honorable tribunal entró en la prisión en la que yo estaba haciendo compañía a mi hija, como era mi costumbre. El alto alguacil se asomó por la puerta de la celda y, con una sonrisa, gritó:

—¡Ajajá! Ya están aquí, ya están aquí; ahora empiezan las cosquillas.

Mi hija se estremeció, pero no tanto por la noticia como por la visión de aquel sujeto. Apenas se había ido cuando volvió de nuevo para quitarle los grilletes y llevársela. La acompañé al tribunal, donde el Dom. Consul leyó la sentencia del honorable y alto tribunal como sigue: que debía ser interrogada una vez más con buenos modos en relación a los artículos incluidos en la acusación; y, si persistía en mostrarse testaruda, debería ser sometida a la peine forte et dure, puesto que la defensio presentada resultaba insuficiente y había indicia legitima, prægnantia et sufficientia ad torturam ipsam[41]; a saber:

1. Mala fama.

2. Maleficium, publicè commissum.

3. Apparitio dæmonis in monte[42].

El honorabilísimo tribunal central citó entonces más de veinte auctores, de los que, sin embargo, solo recuerdo unos pocos. Cuando el Dom. Consul le hubo leído esto a mi hija, alzó la voz una vez más y la conminó con muchas palabras a confesar por voluntad propia, pues era hora de que la verdad saliese a la luz.

Ella respondió con rotundidad que esperaba una sentencia mejor, pero que, como era la voluntad de Dios someterla a una prueba aún más dura, se ponía resignadamente en Sus manos misericordiosas, y solo podía confesar lo que ya había dicho antes: esto es, que era inocente y que algunas personas malvadas la habían arrastrado a esta desgracia. El Dom. Consul le hizo entonces una señal al alguacil y este abrió de inmediato la puerta de la sala contigua para dejar entrar al Pastor Benzensis con su sobrepelliz, a quien el tribunal había llamado para que la conminara de forma más efectiva valiéndose de la Palabra de Dios.

Suspiró profundamente y dijo:

—Mary, Mary, ¿es así como tenemos que volver a vernos?

Al oír esto, mi hija rompió a llorar con amargura y a declarar su inocencia una vez más. Pero él hizo caso omiso de su aflicción, y en cuanto la oyó rezar el Padrenuestro, «Los ojos de todos están puestos en Ti» y «Dios Padre habita en nosotros», alzó su voz y le recordó el odio del Dios vivo a todos los brujos y brujas, pues no solo se les castiga con el fuego en el Antiguo Testamento, sino que lo dice el Espíritu Santo en el Nuevo Testamento (Gálatas, 5), que «los que practican tales cosas no heredarán el reino de Dios», sino que «serán arrojados al lago de fuego y azufre, que es la segunda muerte» (Apocalipsis, 21). Por eso no debía ser testaruda ni murmurar contra el tribunal cuando fuera torturada, puesto que todo se hacía por amor cristiano y para salvar su alma desdichada. No debía retrasar más su arrepentimiento, porque solo conseguiría torturar su cuerpo y entregarle su alma desgraciada a Satanás, quien con toda seguridad no cumpliría en el infierno las promesas que le había hecho en la tierra, ya que era «un asesino desde el principio, y no dice nunca la verdad, porque es el padre de la mentira» (Juan, 8).

—¡Ay, Mary, hija mía! —exclamó—, tú que tantas veces te has sentado en mis rodillas, y por quien ahora imploro cada noche y cada mañana a mi Dios, si no te apiadas de ti ni de mí, apiádate al menos de tu honrado padre, a quien no soy capaz de mirar sin que se me salten las lágrimas al ver que su pelo se ha vuelto del color de la nieve en tan solo unos días. Salva tu alma, hija mía, y ¡confiesa! Tu Padre Celestial sufre por ti tanto como tu padre terrenal, y los santos ángeles ocultan su rostro por el dolor que les causa ver a quien fue una vez su hermana querida convertida ahora en la hermana y novia del Diablo. ¡Regresa, pues, y arrepiéntete! Hoy el Salvador te llama, pobre cordero descarriado, para que vuelvas a Su rebaño. «¿No debería esta mujer, que es hija de Abraham, y a quien Satanás ha maniatado… ser liberada de esta atadura?». Tales son sus compasivas palabras (Lucas, 13); item, «Regresa, apóstata Israel, dijo el Señor, y no descargaré mi ira contra ti, pues soy misericordioso» (Jeremías, 3). ¡Regresa, pues, alma apóstata, junto al Señor tu Dios! Él, que escuchó la oración del idólatra Manasés, cuando «buscó al Señor su Dios y se humilló» (2 Crónicas, 23); Él, que mediante Pablo aceptó el arrepentimiento de los brujos de Éfeso (Hechos, 19); el mismo Dios misericordioso que ahora te grita a ti como lo hizo al ángel de la iglesia de Éfeso, diciendo: «Recuerda, por lo tanto, de dónde has caído y arrepiéntete» (Apocalipsis, 2). ¡Oh, Mary, Mary, recuerda, hija mía, de dónde has caído, y arrepiéntete!

Con esto guardó silencio, y pasó un rato hasta que las lágrimas y los sollozos permitieron hablar a mi hija, quien al fin respondió:

—Si las mentiras no le resultan menos detestables a Dios que la brujería, no puedo mentir, sino más bien declarar, por la gloria de Dios, lo mismo que he declarado siempre: que soy inocente.

Esta respuesta enojó sobremanera al Dom. Consul, que frunció el ceño y le preguntó al alguacil si estaba todo listo; item, si las mujeres estaban preparadas para desvestir a la rea; a lo que el alguacil respondió con una sonrisa, como era su costumbre, y dijo:

—Ja, ja, ja. Nunca he faltado a mi deber, y no lo haré hoy; le haré cosquillas de tal forma que no tardará en confesar.

A continuación, el Dom. Consul se volvió hacia mi hija y dijo:

—Eres estúpida, y no sabes el tormento que te espera, por eso sigues obstinándote en tu actitud. Ahora sígueme a la cámara de tortura, donde el verdugo te mostrará los instrumenta, y tal vez recapacites cuando veas a lo que te enfrentas.

Pasó entonces a otra sala, y el alguacil lo siguió con mi hija. Cuando me disponía a acompañarlos, el Pastor Benzensis me sujetó, con muchas lágrimas, y me suplicó que me quedase donde estaba. Pero no le presté atención y me zafé de él, y juré que, mientras corriese una gota de sangre por mi desgraciado cuerpo, no abandonaría a mi hija. Así pues, pasé a la sala contigua, y de ahí a un sótano, donde estaba la cámara de tortura, sin ventanas para que desde fuera no se oyeran los gritos del torturado. Cuando entré, ya ardían dos teas, y aunque al principio el Dom. Consul me ordenó que me marchara, al cabo de un rato se compadeció de mí y me permitió quedarme.

Después, aquel perro del infierno que era el alguacil se adelantó y primero le enseñó a mi pobre hija el potro, diciendo con salvaje regocijo:

—¡Mira! En primer lugar, te tumbarás aquí, y te ataremos de pies y manos. A continuación, te colocaremos estas empulgueras[43], que enseguida harán que la sangre mane a chorros de la punta de tus dedos; como tal vez hayas observado, todavía están manchadas con la sangre de la vieja Gussy Biehlke, a la que quemaron el año pasado, y que, como tú, no quería confesar al principio. Si tú sigues negándote a confesar, lo siguiente que te pondré serán estas botas españolas[44], y, si te vienen demasiado grandes, les pondré una cuña, para que la pantorrilla, que ahora tienes en la parte posterior de la pierna, sea empujada hacia el frente, y la sangre saldrá a borbotones de tu pecho, como cuando aplastas moras en una bolsa.

»Si a pesar de todo sigues sin confesar…

Dando un fuerte bramido, abrió de una patada la puerta que tenía detrás, de tal modo que el sótano tembló, y mi pobre hija cayó de rodillas, asustada. Al poco tiempo, dos mujeres trajeron un caldero burbujeante, lleno de brea y azufre hirviendo. Aquel perro del infierno ordenó que pusieran el caldero en el suelo y, de debajo de la capa roja que llevaba puesta, sacó un ala de ganso, de la que arrancó cinco o seis plumas que sumergió en el azufre hirviente. Después de tenerlas un rato en el caldero, las tiró al suelo, donde se retorcieron y salpicaron azufre por todas partes. A continuación, llamó a mi pobre hija de nuevo:

—¡Mira! Echaré estas plumas sobre tus lomos blancos, y el azufre hirviente irá penetrando en tu carne hasta llegar al hueso, lo que te servirá de anticipo de las diversiones que te esperan en el infierno.

Al oírlo hablar así, entre risas y burlas, se apoderó de mí tal furia que salí del rincón en el que estaba de pie, apoyando mis temblorosas articulaciones en un viejo barril, y grité:

—¡Oh, perro infernal! ¿Dices todo eso por ti mismo, o te lo han ordenado otros?

Aquel hombre me propinó tal golpe en el pecho que me caí de espaldas contra la pared, y Dom. Consul me gritó lleno de cólera:

—¡Viejo demente!, si quieres estar aquí, ni se te ocurra molestar al alguacil; de lo contrario, haré que te echen inmediatamente. Se limita a cumplir con su deber, y lo que ha dicho es exactamente lo que le ocurrirá a tu hija si no confiesa, o si parece que el abyecto demonio le ha dado un hechizo contra la tortura[45].

En ese momento, el perro del infierno se acercó a hablar con mi pobre hija sin prestarme la menor atención, excepto para reírse en mi cara.

—¡Mira! Cuando ya estés bien rota, ja, ja, ja, te levantaré mediante estas dos anillas que hay en el suelo y en el techo, te extenderé los brazos por encima de la cabeza y los ataré bien al techo, para luego coger estas dos antorchas y ponerlas debajo de tus hombros hasta que tu piel parezca la corteza de un jamón ahumado. A partir de ese momento, tu amante infernal ya no podrá ayudarte, y confesarás la verdad. Ahora ya has visto y oído todo lo que voy a hacerte, en nombre de Dios y por orden de los magistrados.

El Dom. Consul se adelantó una vez más y la conminó a confesar la verdad. Pero ella se atuvo a lo que llevaba diciendo desde el principio; así pues, él la puso en manos de las dos mujeres que habían traído el caldero para que le quitasen la ropa hasta dejarla como Dios la trajo al mundo y le pusieran la vestidura negra de los torturados; hecho lo cual, se dispusieron a conducirla descalza ante el honorable tribunal. Pero una de esas mujeres era el ama de llaves del gobernador civil (la otra era la esposa del insolente alguacil), y mi hija dijo que no permitiría que la tocasen más que mujeres honradas, algo que el ama de llaves estaba lejos de ser, y le rogó al Dom. Consul que mandase buscar a su doncella, quien estaba en su celda leyendo la Biblia, si no tenía a mano a otra mujer decente. Esto hizo que el ama de llaves soltase una extraordinaria andanada de insultos e imprecaciones, pero el Dom. Consul la reprendió, y le respondió a mi hija que también en este asunto accedería a su deseo, ordenando a la mujer del descarado alguacil que hiciese venir de la prisión a la doncella. Después me cogió del brazo y me rogó tan encarecidamente que lo acompañase arriba, dado que mi hija todavía no iba a sufrir ningún daño, que no pude negarme.

No había pasado mucho rato cuando ella misma subió, acompañada por las dos mujeres; iba descalza y con la vestidura negra de tortura, y estaba tan pálida que a mí mismo me costó reconocerla. El odioso alguacil, que las seguía de cerca, la agarró de la mano y la llevó ante el honorable tribunal.

Dieron comienzo una vez más las reprensiones, y el Dom. Consul le ordenó que mirase las manchas marrones de la túnica negra, pues era la sangre de la vieja señora Biehlke, y que se parase a pensar en que, dentro unos pocos minutos, se mancharía también con su propia sangre; a lo que ella respondió:

—Lo he pensado muy bien, pero confío en que mi fiel Salvador, que me ha deparado este tormento aun conociendo mi inocencia, me ayudará también a soportarlo, como ayudó a los santos mártires de la antigüedad; porque, si ellos, con la ayuda de Dios y de su fe, soportaron los tormentos que les infligieron los ciegos paganos, también yo soportaré los tormentos que me inflijan otros ciegos paganos que, de hecho, se hacen llamar cristianos, pero son más crueles que los de antaño; porque aquellos se limitaban a hacer que las santas vírgenes fueran despedazadas por bestias salvajes, pero vosotros habéis recibido el nuevo mandamiento: «Que os améis unos a otros, como vuestro Salvador os ha amado; que os améis unos a otros, pues así todos sabrán que sois Sus discípulos» (Juan, 13); vosotros mismos seréis las bestias salvajes y despedazaréis a una doncella inocente, hermana vuestra, quien nunca os ha hecho el menor daño. Haced, pues, como se os antoje, pero pensad bien cómo responderéis de ello ante el Juez supremo. Y os digo una vez más, nada teme el cordero, pues está en manos del Buen Pastor.

Después de que mi incomparable hija hubo hablado de ese modo, el Dom. Consul se puso en pie, se quitó el casquete negro que llevaba siempre porque ya estaba calvo en la coronilla, hizo una reverencia al tribunal y dijo:

—En ese caso, le hacemos saber al honorable tribunal que el interrogatorio ordinario y extraordinario de la testaruda y blasfema bruja Mary Schweidler va a comenzar, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.

Ante estas palabras, toda la sala se puso en pie excepto el gobernador civil, que ya se había levantado antes y caminaba inquieto de un lado a otro. De lo que ocurrió a continuación, y de lo que hice yo mismo, no recuerdo una palabra, pero lo relataré tal y como me lo contaron mi hija y otros testes[46].

Cuando el Dom. Consul, después de hablar así, cogió el reloj de arena de encima de la mesa y se dirigió hacia la puerta, yo me dispuse a seguirlo. Entonces el Pastor Benzensis me rogó con muchas palabras que desistiera de mi propósito, y, al ver que no servía de nada, mi hija me acarició las mejillas y me dijo:

—Padre, ¿alguna vez has leído que la Santísima Virgen estuviera presente cuando su cándido Hijo fue azotado? Aléjate de mí, entonces. Estarás junto a la pira en la que me quemen, te lo prometo; igual que la Santísima Virgen estuvo al pie de la cruz. Pero ahora vete; ¡vete, te lo ruego, porque no serás capaz de soportarlo, ni yo tampoco!

En vista de que tampoco esto lograba convencerme, el Dom. Consul le ordenó al alguacil que me llevase a la fuerza a otra sala y me encerrase allí; sin embargo, me zafé de él y caí a los pies del magistrado, suplicándole por las heridas de Cristo que no me separase de mi hija; le prometí que nunca olvidaría su amabilidad y su misericordia, y que rezaría por él día y noche; es más, el día del juicio final yo sería su intercesor con Dios y los santos ángeles si me permitía estar junto a mi hija; no movería un dedo ni diría una palabra, le aseguré, pero tenía que ir con ella.

Tanto conmovieron mis palabras al digno hombre que rompió a llorar, y tanto tembló de pena por mí que el reloj de arena se le cayó de las manos y rodó hasta los pies del gobernador civil, como si el mismísimo Dios quisiera darle a entender que tenía las horas contadas; y así debió de interpretarlo él, porque estaba tan blanco como la pared cuando lo recogió y se lo devolvió al Dom. Consul. Este por fin accedió a dejarme ir con ellos, diciendo que aquel día le iba a quitar diez años de vida, pero le ordenó al insolente alguacil, que también nos acompañaría, que me sacase de allí si hacía el menor rumor durante la tortura. Y con esto el tribunal en pleno bajó al sótano, a excepción del gobernador civil, quien dijo que le dolía la cabeza y que creía que su antiguo malum, la gota, lo estaba atacando de nuevo, por lo que se fue a otra sala; item, el Pastor Benzensis también se marchó.

Abajo, en la cámara de tortura, el alguacil trajo antes de nada mesas y sillas para que se sentase el tribunal, y el Dom. Consul también me acercó a mí una silla, pero no la utilicé, sino que me arrodillé en un rincón. Entonces empezaron de nuevo con sus viles amonestaciones, y como mi hija, a semejanza del cándido Salvador ante Sus injustos jueces, guardó silencio, el Dom. Consul se levantó y le ordenó al alguacil que la tumbara en el potro de tortura.

Ella tembló como una hoja de álamo mientras la ataba de pies y manos; y cuando estaba a punto de vendarle sus preciosos ojos con un trapo viejo, mugriento y asqueroso en el que mi doncella le había visto llevar pescado el día anterior y que aún estaba lleno de brillantes escamas, me percaté y saqué mi pañuelo de seda, rogándole que utilizara este en lugar de aquel, como así hizo. Acto seguido, le pusieron las empulgueras, y le preguntaron otra vez si estaba dispuesta a confesar libremente, pero ella se limitó a mover su pobre cabecita cegada, y a repetir con un suspiro las palabras en arameo de su Salvador agonizante: «Eli, Eli, lama sabachthani?», y en griego: «Theé mou, Theé mou, giatí me enkataleípsate?»[47]. El Dom. Consul retrocedió asustado e hizo la señal de la cruz (pues, como no sabía griego, creyó, como reconoció él mismo después, que estaba llamando al Diablo para que la ayudase), y entonces le ordenó con un grito al alguacil:

—¡Atornilla!

Pero, al oír esto, lancé tal alarido que tembló toda la cámara; y cuando mi pobre hija, que estaba muerta de miedo y desesperación, escuchó mi voz, forcejeó primero intentando librarse de las ataduras como un cordero moribundo en el matadero, y por fin gritó:

—Soltadme y confesaré lo que queráis.

Lo cual supuso una alegría tal para el Dom. Consul que, mientras el alguacil la desataba, cayó de rodillas y le dio gracias a Dios por evitarle aquella angustia. Pero, en cuanto soltaron a mi desesperada hija y hubo dejado a un lado su corona de espinas (es decir, mi pañuelo de seda), saltó del potro y fue corriendo hacia mí, que estaba desplomado y medio muerto en el rincón después de haber sufrido un desmayo.

Esto enojó mucho al honorable tribunal, y, cuando el alguacil me hubo sacado de allí, la rea fue conminada a confesar conforme a lo prometido. Pero, en vista de que estaba demasiado débil para tenerse en pie, el Dom. Consul le ofreció una silla, pese al ostensible descontento del Dom. Camerarius, y estas fueron las principales preguntas que le hicieron por orden del honorabilísimo tribunal central, formuladas por el Dom. Consul y registradas ad protocollum.

P: ¿Sabe embrujar?

R: Sí, sé embrujar.

P: ¿Quién le ha enseñado?

R: El mismo Satanás.

P: ¿Cuántos diablos tiene?

R: Con uno me basta.

P: ¿Cómo se llama?

Lo pensó un momento.

R: Se llama Disidæmonia.

El Dom. Consul se estremeció y dijo que debía de ser un diablo verdaderamente terrible, pues no había oído nunca ese nombre, y que tenía que deletrearlo, para que el Scriba no cometiese ningún error. Y así lo hizo ella, después de lo cual, el interrogatorio continuó.

P: ¿En qué forma se le ha aparecido?

R: En forma de gobernador civil, y a veces como una cabra con cuernos enormes.

P: ¿La ha rebautizado Satanás? ¿Dónde?

R: Sí, en el mar.

P: ¿Qué nombre le ha dado?

R: …

P: ¿Algún vecino estuvo presente cuando la rebautizaron? ¿Quiénes?

En este punto, mi incomparable hija alzó la mirada al cielo, como si se debatiese entre deshonrar o no a la vieja Lizzie, pero finalmente dijo:

R: ¡No!

P: Debe de haber tenido padrinos. ¿Quiénes son? ¿Cuál fue su regalo de bautizo?

R: Allí solo había espíritus; por eso la vieja Lizzie no vio a nadie cuando me descubrió rebautizándome.

P: ¿Alguna vez ha vivido con el Diablo?

R: Nunca he vivido en ningún sitio más que en la casa de mi padre.

P: Creo que ha preferido no entenderme. Lo que quiero decir es si ha tenido relaciones licenciosas con Satanás, y si le conoce carnalmente.

Ante esta pregunta, ella se sonrojó, y fue tal su vergüenza que se tapó la cara con las manos y empezó a sollozar. Y, como después de muchas preguntas siguió sin dar respuesta, la conminaron otra vez a decir la verdad; de lo contrario, el verdugo volvería a ponerla en el potro. Por fin dijo: «¡No!»; sin embargo, el venerable tribunal no la creyó, y ordenó al verdugo que la apresara de nuevo, y entonces ella respondió: «¡Sí!».

P: ¿Encontró al Diablo caliente o frío?

R: No lo recuerdo.

P: ¿Ha concebido y dado a luz a algún hijo de Satanás? ¿Qué forma tenía?

R: No, a ninguno.

P: ¿Le ha hecho el abyecto demonio alguna señal o marca en el cuerpo? Si es así, ¿dónde?

R: El tribunal ya ha tenido oportunidad de ver la marca.

La acusaron entonces de toda la brujería practicada en el pueblo, y ella asumió la responsabilidad de todo, excepto de la muerte del viejo Seden, item, de la enfermedad de la pequeña Paasch; y tampoco quiso, por último, reconocer que había echado a perder mi cosecha y llenado mi huerto de orugas. Aunque trataron de asustarla tumbándola una vez más en el potro y poniéndole las empulgueras, ella se mantuvo firme, y dijo:

—¿Por qué tendríais que torturarme, si he reconocido delitos mucho más graves que esos, y negar estos no me va a ayudar a salvar mi vida?

Finalmente, el honorable tribunal se dio por satisfecho, y le permitieron levantarse del potro de tortura, sobre todo porque había confesado el articulus principalis; esto es, que Satanás se le había aparecido en la montaña en forma de gigante barbudo. De la tormenta y la rana, igual que del erizo, nada se dijo, pues para entonces el honorable tribunal ya había comprendido lo absurdo de suponer que podía haber desatado una tormenta mientras estaba sentada tranquilamente en un carruaje. Por último, rogó que le concedieran el deseo de morir vestida con la misma ropa que había llevado cuando fue a saludar al rey de Suecia; item, que le permitieran a su desdichado padre acompañarla a la hoguera y quedarse a su lado mientras la quemaban, pues así se lo había prometido en presencia del honorable tribunal.

Con esto la dejaron una vez más a cargo del alto alguacil, a quien se le ordenó que la pusiera en una celda más segura y austera. Pero aún no había salido con ella de la cámara cuando el hijo bastardo del gobernador civil, el que había tenido con el ama de llaves, entró con un tambor y se puso a tocar y a gritar:

—¡Vamos a asar el ganso! ¡Vamos a asar el ganso!

Esto enfureció mucho al Dom. Consul, que salió corriendo detrás de él; pero no consiguió atraparlo, pues el pequeño bellaco se conocía todas las entradas y salidas de la cámara. Fue en ese momento cuando el Señor hizo que me desmayase, y mis sentidos abandonaron este terrible lugar donde no parecía que hubiera reposo ni para mí ni para mi pobre hija, tan injustamente condenada.

[Nota del editor: gracias sobre todo al esfuerzo de su padre (nuestro narrador), Mary consigue finalmente quedar absuelta de todos los cargos de brujería, pero no antes de una serie de episodios dramáticos que la acercan peligrosamente a la hoguera].

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