Bailarina de vientre y vómito - Zoé Valdés

    Había dejado a la niña en la carpa de los elefantes junto a otros niños y al cuidado de unos amigos. Caminé por las desiertas callejuelas, cubiertas de polvo reseco; de vez en cuando tropezaba con mujeres temerosas acompañadas de sus vástagos, envueltas en trapajos negros y veladas también con calurosas telas prietas.

    Entré en una casucha cuya puerta era únicamente una pesada cortina de raído damasco. En el interior reinaba la penumbra y un tufillo maloliente a grasa vieja y a yerba quemada. Regados por los rincones avizoré innumerables cojines, también polvorientos y destripados; encima de ellos descansaban hombres cejijuntos con turbantes, quienes me miraron con una mezcla de desasosiego y desprecio. En un pequeño salón central, con piso de tierra, un joven acomodó su raro instrumento musical. De inmediato el recinto se colmó de una melodía semejante a la de los cuentos de princesas árabes.      

    Ella surgió, precedida de una humareda infernal, vestía pantalones bombachos anudados con pulseras a los tobillos, muy bajos a nivel de las caderas, mostrando el ombligo, dentro del cual brillaba una falsa perla negra. Los pechos tapados con una blusa de gasa que transparentaba la desnudez de los brazos, no así la de los pezones, escondidos éstos por una chaquetica tipo torero enguatada y bordada con  espejitos.  

    Llevaba  la cabeza adornada con una diadema barata, de la cual salía un velo tapándole el rostro, salvo los ojos delineados en kohol, de una negrura tan brillante como la perla. Inició la danza del vientre. Puro turismo, me dije; sin embargo, era perfecta, añadiría que más delicada que lujuriosa. Sus ojos se posaron extrañados en mí; sin embargo, no paró de bailar. 

    Al rato, los hombres perdieron el interés por su presencia y continuaron con sus discretas conversaciones masculinas.  Entonces ella aprovechó y fue aproximándose a mí, mientras daba vueltas y más vueltas, sin dejar de temblequear su vientre, no su cintura. Primero me hizo un guiño cómplice, que yo correspondí no sin miedo, pero para que se sintiera en confianza y no fuera peor. Poco después se acercó aún más, pegada a mí considerablemente, y murmuró en perfecto cubano:

     -Creo que nos hemos visto antes.
    -¿Dónde? -inquirí insegura.
    -Allá, en La Habana -respondió con los dientes apretados en una fingida sonrisa inocente.
    -Ah, bueno, claro.
    No podía comentar otra cosa.
    -Soy Maritza, la de la calle San Juan de Dios, la bailarina del Parisién.
    -¡Nooo! -exclamé y al punto contuve mi sorpresa, pues ya dos fumadores de opio indagaban con una guapería fuera de lo común por estos lares.
    -No puedo contarte ahora, es una larga historia -susurró dejándome con los ojos botados semejantes a los de La Máscara de Jim Carrey.

    Escapó al centro del churrupiero salón y por unos minutos cambió el vaivén de su vientre por un remeneo de cintura a lo rumbera de carnaval de antaño, duró muy pocos instantes, cosa de probar que no mentía. Pellizqué mi antebrazo, restregué mis párpados, ella continuaba allí, batuqueando las caderas en un guaguancó a ritmo de cítara y flauta. 

    Luego recuperó su presteza y prestancia de diosa esmerada. La melodía cesó de súbito y ella desapareció en una nube apestosa a estiércol de bestia sagrada. Me apresuré al exterior, busqué detrás de la casucha, a un lado y a otro, investigué en aledañas tiendas de bisutería: nadie la había visto, nadie la conocía, como si se hubiera evaporado, o jamás hubiera existido. Regresé por la calle principal, donde volví a toparme con mujeres cerradas en negro acompañadas de sus hijos, haciendo el trayecto a la inversa. 

    En la carpa de los elefantes esperaban mis amigos. La niña montaba encima de uno de los paquidermos, risueña y turística, llamándome mamita, ven, te voy a presentar a Dumbo; tan occidental en su inocencia que sufrí un vahído al descubrir mi confusión con las referencias. Recordé, o tuve una visión, vi a aquella joven bailando, alegre, en una tarima de un lujoso cabaret del Vedado; idéntica mirada de la bailarina del vientre; una rumbera sabrosona transformada en princesa oriental. ¿En princesa?

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