Pigmalión - Leopoldo Hurtado


—Veintiocho, treinta y dos, treinta y nueve, cuarenta y siete, cuarenta y siete, cincuenta y tres, cincuenta y cinco, llevo cinco; siete, once, diecinueve... —Seguía sumando una factura cuando oyó los tiros. Sonaron secos, duros, apagados por las alfombras y las paredes.

El señor Dussek levantó la cabeza azorado y miró hacia el lado de los estampidos. Durante un instante quedó inmóvil y luego se lanzó hacia fuera. Tomó por el corredor, atravesó dos salas pequeñas y llegó al salón grande, del frente. A esa hora, con las luces apagadas, con la puerta de calle entornada, todo estaba en la penumbra. Alcanzó a divisar un bulto caído en el suelo y le llegó a las narices el olor de la pólvora. En la sala no había nadie, y la quietud del ambiente hacía el cuadro más impresionante aún.

Con ojos desorbitados, el señor Dussek se acercó al bulto. Era el de un hombre de edad madura, caído de costado. En la alfombra comenzaba a ensancharse una mancha oscura. Abrió la cancela de vidrio, corrió por el corto zaguán que daba hacia la calle, abrió la puerta y se lanzó despavorido por la vereda, en busca de un agente de policía. Algunos transeúntes lo miraron, aunque un hombre corriendo por la calle no les llamó mucho la atención. Con ademanes desordenados y gritos histéricos llamó al vigilante de la esquina.

—Venga, venga —gritaba agitando los brazos—. Han matado a un hombre.

El vigilante se dio vuelta y lo miró; luego se acercó. Echaron a correr por la vereda y llegaron a la casa. Instintivamente, el vigilante echó mano al silbato y tocó la pitada de auxilio; a esa hora, con el bullicio del tránsito, era muy improbable que algún otro agente la oyera. Lo único que consiguió fue que la gente se arremolinara.

Luego entraron. El vigilante se dirigió al bulto que yacía en el suelo, lo dio vuelta y lo examinó rápidamente. El hombre estaba exánime y las manchas rojas de las ropas y del suelo se hacían cada vez más grandes. Luego llamó por teléfono a la comisaría y a la Asistencia Pública. Algunos curiosos se asomaban ya por la cancela. El agente los echó con dureza y se plantó delante de ella. Por el momento, no había más que esperar.

El señor Dussek no sabía qué hacer; se paseaba por el salón, entre los bustos, las cabezas; se detenía delante del muerto —o del herido, vaya uno a saber—; luego volvía a reanudar la marcha, con todo el aspecto de un loco. Hasta el pelo se le había desordenado, ese largo mechón cuidadosamente engominado que daba zigzags por su cabeza tratando, inútilmente, de ocultar la calva. 

El señor Dussek —perdón, Adolfo Dussek, de Hamburgo—, gerente de la Galería Rosenberg, sucursal argentina, era un hombre regordete, bajo, de anteojos dorados, de mejillas sonrosadas y mofletudas. Por lo general plácido y cordial, tenía ahora tal aspecto de susto que hubiera sido muy difícil reconocerle, de primera intención.

Durante unos minutos, lo único que se agitó en el salón fue el señor Dussek. El agente se mantenía junto a la puerta, y las esculturas —ni que decirlo— mantenían su acostumbrada inmovilidad. Las cabezas, los escorzos, surgían aquí y allá, en la penumbra, sin dar muestras de que el suceso los afectara. Hasta la estatua que estaba en el centro del salón —una hermosa figura de muchacha— miraba hacia lo lejos, sin dignarse bajar los ojos hacia el bulto que yacía a sus pies.

Algunos oficiales de policía irrumpieron en el salón. Mandaron al agente que se apostara en la puerta de calle y se dirigieron hacia el bulto; lo examinaron de cerca, sin decir palabra. Casi simultáneamente sonó en la calle la sirena de la Asistencia Pública. Entraron dos hombres con guardapolvos. Uno de ellos dio vuelta al bulto, le levantó la cabeza, le alzó un párpado; luego le tomó el pulso y puso el oído en el pecho.

—Está muerto —dijo—. No hay nada que hacer.

Cubrieron al muerto con una sábana y se pusieron a esperar al juez de instrucción. Los oficiales de policía se llevaron adentro al señor Dussek y empezaron a interrogarlo. Este dijo que, como de costumbre, a eso de las doce y media había apagado las luces del salón y entornado la puerta. A esa hora se cerraba la Galería hasta las quince y media, en que volvía a abrirse. Luego se había puesto a ordenar unas cuentas en su escritorio, cuando oyó los tiros. No había visto a nadie, ni había oído que alguien hubiera entrado o salido. Como él estaba todavía adentro, no había creído necesario cerrar con llave la puerta de calle.

Le dijeron al señor Dussek que estaba detenido; y a decir verdad, por el aspecto despavorido que presentaba, parecía el asesino. Fue palpado de armas y llevado a la comisaría por un agente.

Lo difícil fue poder salir. A esa hora transita por la calle Florida un mundo de gente, y ya toda la cuadra parecía el centro de una manifestación política. A duras penas pudo el señor Dussek ser sacado, y subido a un auto de la policía.

Poco después, por orden del juez de instrucción, el bulto fue levantado y llevado en una camilla hasta la ambulancia. La policía inició un minucioso registro del local. Hasta los bustos y los cuerpos fueron levantados de sus pedestales y examinados por dentro, pero inútilmente se buscó el arma. La pesquisa más cuidadosa no dio resultado alguno. Sólo se hallaron objetos personales del señor Dussek, algunos no muy recomendables; pero, como no hacen al caso, no es menester detallarlos.

Tres artistas exponían sus obras en ese momento en la Galería Rosenberg: en las dos salas interiores, un paisajista y un grabador; en la sala grande del frente, el escultor Bronzini exponía cabezas, algunos estudios, torsos y tres figuras de tamaño natural. Todo esto fue revuelto, como ya dijimos, y puesto patas arriba, pero nada se pudo hallar.

La identificación del muerto se hizo inmediatamente. No sólo llevaba consigo su cédula, sino también tarjetas y cantidad de documentos personales. Resultó ser una persona sumamente conocida en el mundo de los negocios y de las finanzas: el señor Luis Milani, director de la compañía de seguros “La Mutual”.

Pudo también reconstruirse perfectamente el empleo que había hecho el señor Milani del que debía ser el último día de su vida. Estuvo en su despacho toda la mañana, atendiendo los asuntos de rutina de la compañía. A eso de las once y media recibió un llamado telefónico de su amigo Carlos Paglioretti —la telefonista le reconoció la voz— diciéndole que estaba con dos amigos en el “grill” del Plaza, y que se reuniera con ellos para tomar algo y conversar. El director resolvió rápidamente algunas cuestiones y cerró con llave los cajones de su escritorio. Dio órdenes a su secretaria y le dijo que volvería a eso de las tres; después salió.

Momentos después llegaba al Plaza. Buscó a su amigo y lo encontró conversando animadamente con los otros, alrededor de una mesa. Paglioretti los presentó. Milani estuvo cordial con todos. No sólo conocía a aquél de tiempo atrás, sino que en ese momento lo necesitaba como agente de enlace o algo así. No podía decirse que “La Mutual” anduviera mal, o que se encontrara en dificultades; los negocios se mantenían firmes, pero el rubro de los seguros se mostraba cada día más incierto. 

Existía la perspectiva de una crisis o de que el Gobierno, como lo había anunciado varias veces, oficializara las compañías y se hiciera cargo de los seguros en todo el país. El plan que Milani quería llevar a la práctica consistía en derivar hacia la capitalización o la financiación de construcciones colectivas; pero para ello necesitaba nuevos capitales, y aquí entraba a tallar Paglioretti.

Aunque durante la tertulia no se habló para nada de negocios, Milani tuvo la clara impresión de que los otros dos tenían alguna relación oculta con la gestión en que estaba empeñado. Su aspecto no le resultó grato. Uno de ellos —Rívoli o Rígoli, Milani no entendió bien— era un hombre pequeño, vestido con llamativa elegancia, de una insoportable vulgaridad, que denunciaba a la legua al advenedizo, al recién subido. El otro era un chinazo gordo, callado, no acostumbrado todavía a su traje nuevo, a quien Paglioretti dio un nombre ridículo, Crisanto Rodríguez, o algo por el estilo.

Conversaron de bueyes perdidos, y a eso de las doce y media Milani se despidió, después de convenir entrevistarse nuevamente con ellos. Salió del Plaza y tomó por Florida, para ir a almorzar al Jockey. Al pasar frente a la Galería Rosenberg vio en el cartel el nombre de Bronzini y se acordó que tenía interés en ver sus esculturas. (Sobre su escritorio se encontró el último suplemento dominical de “La Prensa”, con la reproducción de las obras del escultor.) 

La puerta estaba entornada; la empujó y entró despacio. Un chico que estaba parado enfrente declaró después que había visto salir un hombre, vestido de gris o de oscuro —no recordaba bien—, que había caminado de prisa por Florida y doblado por Paraguay hacia el río.

Los tres contertulios se quedaron en el “grill”. Después, Paglioretti se despidió; dijo que era el cumpleaños de su mujer y que tenía que ir a almorzar a su casa. Los otros, después de un rato, también salieron y tomaron por Florida. Al acercarse a la Galería Rosenberg advirtieron el gentío y tomaron prudentemente por la vereda de enfrente. De la Galería sacaban una camilla y la metían en una ambulancia. Varios agentes de policía contenían al público.

*  *  *

Lo que desde un principio confundió a la policía no fue tanto la falta de pistas, para dar con el asesino, como la abundancia de éstas. Cada detalle suministró el hilo de una pesquisa, y hubo que hacer innumerables averiguaciones. Pero todas ellas condujeron a una vía muerta.

Quien más indicios procuró fue el propio Milani. Una somera indagación de su vida dio detalles interesantes. Por lo pronto, se supo que tenía dos casas, y en cada una de ellas mujer e hijos, que ninguna relación tenían entre sí. El suceso dio motivo a que se conocieran e intimaran. 

Las dos viudas —llamémoslas así —se unieron en la desgracia y se ofrecieron para coadyuvar en la pesquisa, pero poco es lo que pudieron aportar. Salió también a relucir una liaison anterior con una mujer del ambiente artístico, pero ya había muerto y poco o nada se sacó de ello.

Cuando se revisaron los cajones de su escritorio, la caja de hierro y la del Banco, se reunió un material que hubiera sido muy interesante para un estudio de costumbres —o de malas costumbres—, pero nada que arrojara alguna luz sobre el crimen. 

Los cajones de su escritorio fueron vaciados uno por uno, y revisados por los pesquisas. Durante un momento, cierta fotografía de mujer estuvo peligrosamente cerca de la página en rotograbado de un suplemento dominical, pero los de la policía —por suerte— estuvieron demasiado atareados para constatar el extraordinario parecido de algunas figuras. 

Durante unos segundos, dos reproducciones muy se­mejantes estuvieron una junto a otra, y un hombre corrió inminente peligro de pudrirse toda su vida en la cárcel; pero el empleado hizo un montón de todos los papeles y los apiló a un costado del mue­ble. Cada uno de estos papeles significó una maraña difícil de descifrar, y parecía que a cada momento se estaba sobre la pista del criminal, pero todo, luego, se desvanecía como por encanto. Para colmo, los diarios mantenían pendiente al público acerca de la pesquisa y de las peripecias de la investigación.

El tal Paglioretti también tuvo muy ocupada a la policía durante un tiempo. Para empezar, no pudo dar ninguna explicación satisfactoria de su reciente y cuantiosa fortuna. Por último, hubo de confesar que la debía a negociados, a especulaciones tortuosas y a negocios de agio en la bolsa negra. 

Sus relaciones turbias y nada recomendables con Milani parecieron, por un tiempo, orientar la indagación, pero Paglioretti pudo probar que se había retirado del Plaza después de la hora del crimen y que no tenía nada que ver con él. Por otra parte, aunque Milani mantenía el control de la mayoría de las acciones de “La Mutual” y Paglioretti era su posible sucesor, este interés y esta rivalidad no pasó de ser una presunción en su contra. De allí no se pudo pasar.

Los otros dos compinches tampoco salieron bien parados, aunque sólo desde el punto de vista moral. La justicia les sacó los trapitos al sol, pero ellos lograron escapar de sus garfios. El tal Rígoli resultó un truhán de opereta, aparentemente sospechoso, pero en el fondo un infeliz. No era más que el testaferro de Paglioretti para sus negocios sucios; el otro, Crisanto Rodríguez, resultó no ser más que un provinciano rico, dueño de vastísimos campos por el norte, atraído por el cebo de los negocios suntuosos.

Otros muchos testigos desfilaron: el escultor Bronzini y los otros expositores, quienes poco es lo que pudieron decir acerca de la concurrencia a la exposición; el personal de la oficina —empleados, telefonistas, ascensoristas, porteros, etc.—, el personal de servicio, amigos y conocidos que no hicieron más que complicar las cosas sin aportar nada útil.

Quedaba el pobre señor Dussek, que seguía detenido e incomunicado, en su calidad de casi testigo presencial del crimen. El señor Dussek revivió, poco más o menos, los días de sus pasadas andanzas con la Gestapo, pero nada se le pudo probar que indujera a sospechar la mínima relación con el crimen. 

Después de dos meses de encierro tuvo que ser puesto en libertad y sobreseído. Los diarios dejaron por fin de ocuparse del crimen, y la policía, desorientada, confió en que el azar y el tiempo le trajeran el esclarecimiento deseado.

*  *  *

El señor Dussek estaba en su escritorio arreglando papeles cuando oyó pasos en el corredor. Levantó la vista y se encontró con el escultor Bronzini.

Se dieron cordialmente la mano.

—Venía a felicitarlo —le dijo éste—, por la feliz terminación de sus penurias. Nunca hemos dudado un minuto, ni yo ni todos los que lo conocemos, de que usted fuera inocente.

El señor Dussek sonrió detrás de sus anteojos.

—Yo tampoco he dudado nunca —dijo, e invitó al escultor a sentarse—. Pero han sido largos estos dos meses —añadió, y quedó un rato en silencio—. Hablando de otra cosa, ¿cómo le fue con su exposición?

—Magníficamente. Fue una romería; todo el mundo quería ver la sala, no por los trabajos, claro está, sino por el crimen; y eso que cometieron la tontería de lavar la alfombra

—¿Vendió mucho?

—Prácticamente, todo. Ahora ya tengo la clave del éxito; cada vez que haga mis exposiciones trataré de que se cometa un crimen.

—¿Vendió la “Flora” también?

—La “Flora”, no.

—¿A pesar del ofrecimiento que le hicieron del Museo de Bellas Artes?

—A pesar de ese ofrecimiento.

—Me lo figuraba.

—¿Por qué se lo figuraba?

El señor Dussek no contestó. Después de un instante, dijo:

—Y si yo le ofreciera comprársela, ¿me la vendería?

—Esa figura no la vendo, Dussek, por todo el oro del mundo.

Dussek miró al escultor con sus ojillos risueños.

—Lo comprendo —dijo al cabo—. Es lo mejor que usted ha hecho. Es el trabajo de un maestro, en toda la extensión de la palabra. Pero es curioso que no haya querido cederla al Museo. ¿Quizá tiene para usted algún otro valor que no sea el exclusivamente artístico?

—Quizá...

—Me parece que recuerdo a esa modelo. Creo haberla visto alguna vez por aquí. Además, usted me ha mostrado una serie de dibujos y esbozos preparatorios; debe ser una mujer encantadora. ¿La conoce usted bien, Bronzini?

—La conocía. Ya murió —dijo Bronzini en voz baja.

El señor Dussek siguió hablando como para sí:

—¡Qué magnífica figura! Tengo aquí el recorte del suplemento donde salió reproducida, Y no me canso de contemplarla. La calidad del modelo, la vibración del busto bajo el chal que lo cubre, la perfección de los brazos, la forma en que están equilibradas las líneas, todo, me parece magistral. —Buscó entre unos papeles y quedó mirando una figura...— Con unos años menos, yo también me hubiera animado a cometer cualquier atrocidad por ella...

_¿Qué quiere usted decir?

—Quiero decir, mi querido Bronzini, que yo también me he ocupado de este enigma, Y que tengo mi hipótesis, mi hipótesis particular sobre el criminal.

—¿Cómo así?

Dussek quedó un instante en silencio. Luego dijo en voz baja:

—En estos dos meses de cárcel he meditado mucho sobre este suceso. Un poco por matar horas perdidas, otro poco por instinto de salvación. Era el primer interesado en que el crimen se aclarara cuanto antes.

—¿Y qué ha descubierto?

—Eran largas las horas en la celda —continuó Dussek sin contestar la pregunta—. E infinidad de veces me he preguntado cómo y con qué fin pudo cometerse el crimen. No sabía nada de la víctima, ni tenía noticia de su existencia; pero poco a poco he ido concretando una hipótesis.

Bronzini lo miró interrogativo.

—Sí, como le digo— continuó Dussek—, no sabía si tenía enemigos y si alguien deseaba matarlo. Pero me he leído un montón de diarios, y despacio, despacio, he ido atando cabos hasta hacer me una idea de lo que ocurrió.

—¿Y qué cree usted que ocurrió?

—Para decírselo en pocas palabras, tengo la impresión de que Milani cayó en una trampa... —Hizo un paréntesis, miró de soslayo con sus ojillos a Bronzini, y continuó—: Si alguien deseaba matar a Milani, el salón, a esa hora, se prestaba admirablemente. 

La víctima estaba sola y el asesino pudo ultimarla tranquilamente, y luego huir sin peligro. Pero, para aprovechar esa oportunidad, era menester que el asesino hubiera seguido a la víctima, y no hubo nadie que siguiera a Milani. ¡El asesino estaba aquí adentro, Bronzini! Pudo haber entrado por casualidad, aprovechando la puerta entornada. 

El chico —ese chico que estaba aquí enfrente y que vio entrar a Milani— ha declarado que no vio a nadie detrás de él y que, por el contrario, alguien que no era Milani salió apresuradamente instantes después. ¿Qué hacía ese hombre aquí sino esperar a la víctima, y no a una víctima cualquiera, sino precisamente a él? ¿Cómo podía saber ese hombre que Milani entraría a la casa de exposición? ¿Y cómo pudo esconderse aquí sin que yo, que había apagado las luces y entornado la puerta, lo viera? Ese fue el enigma que me planteé en la cárcel. Y después de mucho pensar, he llegado a una solución...

—¿Cuál es la solución?

—Yo no soy un detective, Bronzini. No soy más que un pobre comerciante, vapuleado por la policía de dos continentes. Pero, quizá por motivos profesionales, me intereso mucho por las cosas del arte. Créame, su exposición ha sido magnífica, pero nada de ella ha sido comparable a esa “Flora”. He repasado una por una las fotografías del catálogo, y cada vez me convenzo más de que fue esa figura la que sirvió de cebo.

—¿De cebo?

—Sí. Se me ocurre que el asesino no conocía al hombre a quien deseaba matar, que tenía algún viejo y tremendo rencor contra alguien a quien deseaba individualizar a toda costa. Milani, al enfrentarse a la “Flora”, debió haber hecho algún gesto, pronunciado una palabra que lo delató. Y entonces el hombre, agazapado en la sombra, no titubeó: tuvo la súbita intuición de que ésa era la persona a quien buscaba y disparó contra ella.

—Todo eso es muy hipotético —dijo Bronzini con aire de duda—. ¿Cómo podía saber el asesino... el hombre, digamos, que Milani visitaría la exposición, y cómo podía saber que era él a quien buscaba?

—Todo eso ya lo he pensado —dijo Dussek—. He tenido muchas horas para pensarlo. En realidad, creo que no necesitaba descubrir a su hombre en ese instante; podía saber muy bien que el objeto de su venganza, o de su rencor, o de su odio —qué sé yo—, era precisamente Milani, y al verlo allí pudo ese odio exacerbarse. 

Y en cuanto a su visita a la exposición, recuerdo que la noticia de la misma se publicó en todos los diarios, y que varias esculturas salieron reproducidas en el suplemento de “La Prensa”. Precisamente tengo aquí el recorte de “Flora”... ¡Qué hermosura! —dijo, contemplándola una vez más—. Sería cuestión de saber —agregó al cabo de un instante—, si Milani tuvo algo que ver, alguna vez, con esta muchacha. Eso le sería muy fácil averiguarlo a la policía. En ese caso, estaríamos casi sobre la pista del criminal.

Bronzini levantó la cabeza.

—¿Piensa usted —preguntó después de un momento— comunicar su hipótesis a la policía?

—Quizá —contestó Dussek sin mirarlo— quizá...

—En ese caso, puede agregar algo más: que Milani fue un perfecto canalla, y que Flora ya está vengada. Ahora lo que venga no me importa.

Dussek se levantó de su sillón y le puso una mano sobre el hombro.

—Mi querido Bronzini —le dijo, saboreando la escena como si fuera espectador de la misma—. Mañana me embarco para Hamburgo. No he tenido suerte en este país, y, por mal que me vaya por allá, no me va a ir peor que aquí. Usted es para mí el primer escultor de la Argentina y tiene toda una vida de triunfos por delante. Sólo quiero pedirle un favor —agregó—. Aquí tiene mi dirección en Hamburgo —y le alcanzó una tarjeta—. Cuando tenga tiempo, sáquele un calco a la cabeza de la “Flora” y mándemelo. Yo también estoy enamorado de esa figura. ¿Fuma usted?

Y le ofreció su cigarrera con gesto amistoso.

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