Peligro para caminantes - Leonardo Valencia

Una tarde separados del resto de la familia no es mucho para darse una escapada por la ciudad, así lo entiende Elvina. Las vacaciones llegan a su fin y Massimiliano debe tener la sensación de que Roma se le desvanece una vez más entre las manos. Al menos de su mano derecha. Un guante de cuero negro cubre discretamente el muñón del antebrazo izquierdo.
 
—Te entiendo —dice Elvina, que ha asumido el defecto de su esposo desde el día que lo conoció—. Pero vamos a pasear sin los niños.
 
A las tres de la tarde ya están caminando a solas a lo largo del Tíber. El no deja de decirle lo bueno de haber regresado después de cinco años a visitar a su familia. Cuando Massimiliano estaba soltero solía visitar Roma cada dos años. Así no perdía el acento de su italiano, engordaba siete kilos que hacía desaparecer en dietas de dos meses, y sentía una satisfacción del deber cumplido con aquella familia a la que concebía como una felicidad permanente. 
 
Eso había sido Roma para él. Así se la habían creado sus padres cuando emigraron, así decidió mantenerla en su recuerdo, y de esa forma se lo había contado a ella. Volver cada cierto tiempo le daba lozanía al recuerdo, pero sin proporcionarle tanta consistencia de realidad como para verse obligado a enfrentarlo. 
 
Ahora, las dos últimas veces, ha vuelto con Elvina, y la familia no deja de festejarlo. Los días han pasado entre comidas y paseos. Más que nunca, Massimiliano se da cuenta de que ya no podrá volver a darse el gusto de antes de vagar por Roma tratando de descubrir lo que miles de turistas descubren en los tours de cada día. 
 
Pero esta vez, con ella a su lado y con la oportunidad de hacerlo, no quiere ponerse a descubrir Roma. Quiere mostrársela, compartir los rincones imposibles que perdió en otros paseos, en otras tardes, sin ella. Por eso la lleva a los mismos sitios por donde solía deambular sin rumbo previsto. Empieza por los gatos tristes que merodean por la estatua de Trilussa en Trastevere.

 
 
El cuestor Lucio Polibio giraba en torno de Ahmed. Le pedía explicaciones, lo insultaba, pegándole con el látigo, con la mano, furioso, arrebatado. Una máscara de piedra de metro y medio de diámetro, circular, con tres huecos en forma de ojos y boca, y de quince centímetros de espesor, había sido colocada de pie en los jardines de la villa aquella mañana. 
 
La máscara miraba hacia las habitaciones del cuestor con un gesto para el horror. Su esposa, Flavia, lo vio al despertarse y gritó. Ahmed, el esclavo sirio, estaba junto a la máscara.
 
Ahmed repetía con voz temblorosa que no sabía nada. Aun así, la tez morena y humillada del esclavo no conmovía a Lucio Polibio. No dejaba de escuchar una y otra vez las preguntas por la extraña aparición de la máscara.
 
—¡Algo sabes, sirio miserable! —le gritaba el cuestor—. ¡Algo sabes y no quieres decirlo! ¡Habla de una vez, bastardo!...
 
El alboroto despertó a la guardia del cuestor. Su capitán, Attilio, preguntó qué ocurría. Se lo explicó Flavia mientras Lucio seguía fustigando al esclavo. Había rumores de temer en toda Roma. Enviados del otro lado de los Cárpatos se estaban asentando clandestinamente en Roma para preparar un complot. Según las versiones más difundidas, estaban colocando una serie de amuletos que les permitirían conquistar Roma sometiéndola a un ensueño vaporoso. Pero eran sólo suposiciones. 
 
Las familias patricias reforzaron sus guardias y el César se encargó de desmentir los rumores en el tribunado militar. Roma no caería por murmullos. Pero ese día, cuando Flavia se levantó y encontró la máscara, los temores le empezaron a parecer fundados.
 
Attilio seguía escuchando en silencio. No le sorprendía lo de la máscara, pero estaba humillado. La guardia a su mando no había ni siquiera visto a quienes ingresaron la máscara de piedra al jardín de los Polibio. Tan sólo Ahmed parecía haber escuchado unos ruidos. 
 
Cuando Flavia vio la máscara, había encontrado a Ahmed tratando de moverla. Aun así, pensaba Attilio, el ensañamiento del cuestor con Ahmed era injustificado. El esclavo, tan anciano y tan humilde como para ser gestor de una estratagema, le merecía cierto respeto. Decidió acercarse a su barraca en la tarde para hablar con él.
 
Lo encontró reclinado sobre una canastilla con hojas de pino y cortezas desmenuzadas. Echaba un poco de agua caliente para preparar una ablución. Se detuvo apenas vio al capitán de la guardia.
 
—Sigue —le indicó al esclavo—. Termina lo que estás haciendo y entonces hablamos.
 
Attilio no se fue de la habitación. Vio a Ahmed cumplir su ceremonia. Luego de verter el agua caliente, echó una sustancia terrosa en el recipiente, se cubrió con una tela gruesa y sucia e inhaló el vapor de la ablución. Al despojarse de la tela, el rostro de Ahmed estaba menos áspero, sudaba, y resplandecía de limpia su piel oscura. Vertió el líquido hirviente a un costado.
 
—Ahora hablemos —dijo Attilio.


 
Su esposo la agarra de la mano y está feliz. Saltan a un tranvía, se acomodan junto a una ventana, él la abraza por atrás y observa la avenida, la gente en la parada, los automóviles, las tiendas.
 
—Esta ciudad nunca acaba —le escucha decir—. Cada vez que vengo tiene algo nuevo.
 
Pasan por el río Tíber. La estrechez nerviosa y firme de la isla Tiberina siempre conmueve a Massimiliano. A lo largo de las orillas, ambas revestidas de piedra, se extienden dos hileras de árboles en su mejor verdor. Las aguas del río, esplendorosamente sucias, densas, siguen corriendo hacia Ostia bajo un cielo ligero. 
 
Elvina deja de contemplar el río y ve por el rabillo del ojo a su esposo. No lo encuentra taciturno. Está tranquilo y silencioso.
 
—A veces me pregunto —le dice—, ¿cómo es que no volviste a Italia para radicarte? Acá tienes tanta familia. No te faltan vínculos. 
 
Dos señoras mal vestidas y cargadas de bolsas suenan el botón rojo de la parada del tranvía. En unos segundos chirrían las ruedas como si les afectara un dolor de rutina. Se detienen. Bajan. Suben pasajeros, circulan, cuchichean, toman asiento, se acomodan. El tranvía se pone en marcha de nuevo, traqueteando con una simple felicidad de armatoste, y las voces se vuelven un solo murmullo con el tránsito y la ciudad.
 
—Tú eres una razón —dice Massimiliano.
—Sí, sí, pero yo vengo después —niega ella—. Me refiero a mucho antes.
 
Llegan a la plaza Argentina. Massimiliano le sugiere bajar para contemplar las excavaciones y luego enrumbar por una callecita secundaria hasta el Panteón. A esta hora hay pocos turistas. La ciudad está tranquila, menos ruidosa, más fácil de recorrer. Los gatos gordos de las ruinas, peludos y lerdos, sin fe, se contonean sin apresuramientos, nadie se detiene a verlos. Ni siquiera están tristes: están indiferentes. 
 
Una vieja andrajosa, durante muchos años la holgazana más asidua del recinto, vestida con las hilachas de un antiguo abrigo y apoyada en un bastón, se les aproxima lentamente. Los gatos rompen su mutismo, maúllan, piden de comer, alzan las orejas muy despacio. La vieja les habla.
 
—Fueron muchas razones —responde Massimiliano—. Ahora ya no distingo cuál fue la principal. ¿Quién puede hacerlo? ¿Acaso soy el indicado? ¿Acaso tú? Lo que sí sé es que nunca me hubiera quedado en Roma. Esta ciudad me resulta más agradable de lejos. Sí, de lejos. Si viviera aquí seguido, todo se borraría. Míralo a mi tío Orlando. Nunca en su vida entró al Coliseo Romano ni al Museo Vaticano, ni fue a Ostia Antica, ni siquiera ha caminado por la Nomentana, ni conoce las fuentes de Villa D'Este. Nunca. Como si no supiera que está viviendo en Roma. De manera que algo me decía siempre: mantén lejos a Roma. Después vino lo de mi mano, el nuevo trabajo, tú, la casa, los niños. De pronto ya tenía un mundo propio, como todos, y me gustó así.
 
Menciona la pérdida de su mano porque eso distorsionó sus proyectos. La hacienda de sus padres era exigente, aun para un manco emprendedor que gustaba de las labores del campo. Y partir para Italia así de incapacitado no le auguraba ningún trabajo fácil. Debía olvidar su sueño de hacendado, pero encontró una alternativa. 
 
No es indispensable su mano perdida, se mantiene junto al ámbito del agro y le pagan bien. Es técnico en alimentos. Se ha destacado a nivel académico, y en cuestión de dos años ha pasado a formar parte de la Universidad Politécnica. No le exigen las dos manos, sino la destreza de sus conocimientos.
 
—Entonces no fue tan grave —dice Elvina.
—No he dicho nunca que haya sido grave.
—Te lo digo —continúa ella— porque así, gracias a tu trabajo, has venido de vez en cuando a Italia. A ti te gusta, los niños ven nuevos lugares y yo me doy por satisfecha. No pides más. No necesitas más. Está bien así como se te dieron las cosas. ¿No crees? ¿No te parece así?
 
Massimiliano no responde. Observa a la vieja levantando el bastón, insultando a los gatos, correteando, agitando en el aire las hilachas del inútil abrigo. Algunos gatos que están junto a ella salen espantados. De lejos, el resto de los felinos se fijan en el rostro irascible de la vieja, se estiran, dan media vuelta y la desprecian. No olvidan el rostro. Nunca lo olvidan. Hoy tampoco les ha llevado comida.


 
Attilio salió convencido de la barraca. La enorme máscara de piedra que estaba en la villa de Lucio Polibio no tenía ningún vínculo con Ahmed. No sabía nada, no vio nada, fue una casualidad que lo encontraran junto a la máscara. Luego de conocerlo hasta le dio lástima saber que el esclavo sobrellevara a sus años la condición de extranjero y siervo. 
 
Lo dejó recuperándose del castigo y no lo molestó más. Pero tenía que hablar con el cuestor. El asunto no podía quedar así. El prestigio de la guardia imperial estaba ahora en juego. Empezó a investigar al detalle las horas y salidas de todos los visitantes de la villa. Instaló espías nocturnos cerca de las casas de los cristianos, los griegos, los judíos y los egipcios. Pidió informes detallados a sus superiores sobre los rumores que le contara Flavia. 
 
Envió a dos de sus mejores hombres de confianza a la biblioteca de la Villa Adriana para que leyeran todo manuscrito que hablara sobre máscaras. Prometió una recompensa de tres talentos a los soldados que descubrieran a los culpables. Por último, se afincó en la casa del cuestor para protegerlo de cualquier atentado. 
 
Todas las cabezas nobles de Roma estaban bajo riesgo si ocurría un sabotaje.
Pasaron las semanas y no ocurrió nada. La villa de Lucio Polibio estaba ordenada y segura con el rigor de siempre. Sólo la máscara de piedra seguía en el jardín.
Nadie la había cambiado de lugar. 
 
Attilio merodeaba junto a la máscara luego de almorzar. La observaba sin apremio, meticuloso, casi gozoso de enfrentarse a un reto que no podía resolver. Y cuando lo encontraban junto a la máscara, los habitantes de la villa sabían que el capitán Attilio estaba buscando una solución y un culpable.
 
—¿Por qué juega tanto con la máscara? —le preguntó Antonio, el menor de los hijos de Lucio Polibio, a su nodriza.
La mujer le sonrió:
—No juega.
—Entonces —preguntó Antonio—, ¿qué hace?
—¿Por qué no se lo preguntas a él mismo? —le insinuó.
El niño dejó atrás a su nodriza y avanzó hacia Attilio. La máscara de piedra lo miraba con sus ojos huecos. El niño sintió miedo, dudó en acercarse, no avanzaba. Attilio lo vio venir, entendió su temor y le sonrió. Antonio empezó a calmarse. Contempló sin tanto temor la máscara.
—Es rara esa máscara —le dijo, sin atreverse a preguntar por qué él estaba siempre cerca—. ¿A usted le gusta?
Attilio responde que no le gustaba, pero que efectivamente era extraña.
—Me da miedo —dijo el niño—. ¿Por qué papá quiso ponerla aquí?
—Él no la puso aquí —le explica Attilio.
—Entonces le voy a decir que la saque.
—¿Te parece?
—Sí —decía convencido el niño—. Le voy a decir que la saque.
 
Antonio se alejó buscando a su nodriza. Attilio lo vio alejarse y regresó hacia la máscara. La observaba. Se estaba enmoheciendo, como si se hubiera ablandado por las últimas lluvias. Una pátina verdosa empezaba a extenderse sobre las comisuras de la boca entreabierta. «Una saliva verde», pensó, «una saliva verde que cae de las fauces». Seguía pensando en esto —«fauces, fauces»— hasta que llegó corriendo uno de los soldados.
 
Eran malas noticias. Habían asesinado al cuestor Nubius, a dos esclavos sicilianos, a una mujer griega y a un niño. Súbitamente la ciudad estaba alterada, el comercio se había detenido, el César convocaba a una reunión del Senado, y el ejército imperial debía estar en guardia. 
 
Attilio comprendió que sus informantes no estuvieron en los lugares adecuados y que las últimas semanas se desvinculó de la realidad recluyéndose en la villa. Demasiados errores juntos y Lucio Polibio lo sabría, esta vez sí le llamaría la atención y no recomendaría nunca un ascenso. Debía encontrar una solución esa noche.
 
Al día siguiente llevaron la máscara de piedra al Foro de Augusto. Attilio ordenó que se hiciera un orificio del tamaño de la máscara en una de las paredes. Luego la empotrarían. Demoraron dos días en hacerlo. Al tercero, el ejército se afincó en las explanadas de las termas y Roma tuvo curiosidad. 
 
Al cuarto día, el César se apersonó en el lugar, supo más de ese casi desconocido capitán Attilio y presenció junto al resto de los patricios la exhortación del pontífice de Roma. Detrás del sacerdote, la máscara de piedra no cedía en ninguno de los rasgos de su rostro feroz.
Terminado el sermón, los soldados de Attilio trajeron atado de manos a Ahmed. Lo agarraron tres verdugos. Hicieron que metiera su mano dentro de la boca de la máscara. El sacerdote lo empezó a interrogar.
El esclavo sólo negaba... negaba... negaba...


 
Llevan horas caminando y está por atardecer. Han llegado a la explanada de la Fuente de los Tritones. A un costado, la iglesia de Santa María en Cosmedin y unos cuantos turistas japoneses, suecos, venezolanos. Frente a la iglesia se yergue el templete de Vesta, circular, perfecto, cerrado: una de las pocas ruinas romanas que han permanecido intactas. 
 
Hay pocos automóviles estacionados en la plaza, pasa un carruaje, sólo molesta el tránsito ruidoso de los carros del Lungotevere. Elvina se sienta un momento y deja que su esposo vaya a curiosear por el templete. Las explicaciones de la guía del grupo que está a su lado no la incomodan.
 
—Existe otro templo de Vesta en el Foro Romano —dice la guía, la voz modulada, rápida, sin pensar en lo que repite todos los días, sin importarle a quién—. Éste que vemos ha tomado el mismo nombre por su forma circular. Sin embargo, a pesar de su nombre, no tiene ninguna relación con el culto de Vesta y parece que estaba dedicado a Portumnus, divinidad del puerto fluvial, o bien al Dios Sol. 
 
Es un templo pagano muy bello. Su origen se remonta al primer siglo del Imperio, con una celda cilíndrica construida en bloques de mármol blanco rodeada por columnas corintias...
 
Está cansada por la caminata. Pero está feliz: Massimiliano sonríe, la abrazó como si fueran novios y le dijo palabras cariñosas. Pronto volverían al trajín de todos los días y al trabajo. Ha valido la pena. Massimiliano merecía un buen descanso y, más que eso, una satisfacción que le compensara sus amarguras, la distancia tensa con su familia, esa mano dichosa que tanto tiempo lo ha atormentado.
 
Ve a su marido junto al templete, ve el guante de cuero negro cubriéndole el muñón mientras Massimiliano lo esconde en el bolsillo de su chaqueta. Un muchacho pelirrojo y su novia se le acercan, algo le dicen y le dan su cámara. El no se indispone, les sonríe. Coge la cámara con la mano derecha, sin sacar del bolsillo de la chaqueta el muñón indignante, y se prepara para tomar la foto. 
 
Elvina más que mirarlo lo admira, se siente segura con él, tanta iniciativa, tanto empeño para no dejarse vencer, tanta fuerza frente a un accidente injusto. Él ha solucionado su problema de una forma tal que ella nunca hubiera podido hacerlo. Así que ya no hay ningún problema, todo se puede olvidar, todo se olvida y seguimos viviendo, se dice, feliz, sonrosada.
 
Su marido continúa tomando fotos a la pareja, que no deja de pedirle una y otra más. El grupo de turistas sigue con curiosidad la voz de la guía.
 
—Esta fuente barroca —dice—, conocida como la Fuente de los Tritones, fue construida en 1715 con la colaboración de Francesco Moratti, que esculpió los dos tritones que sostienen la concha que ustedes pueden ver... Ahora pasemos al área del Templo de Hércules, donde surge la antiquísima iglesia que tenemos ante nosotros...
 
Elvina no quiere perderse la explicación. Comprueba que su marido sigue ocupado con las fotos de la pareja y decide seguir al grupo. Estará cerca, en la iglesia. Massimiliano la encontrará de inmediato. Se aleja de la fuente y va acercándose a la iglesia.
 
—Su origen se remonta al siglo VI —continúa la mujer—. Fue ampliada por Adriano I en el siglo VIII, transformada por Nicolás I, restaurada varias veces y, en fin, por los años 94 y 99 del siglo pasado, Gian Battista Giovenale restableció su originaria estructura medieval. De modo que todo volvió a su sitio. ¡Saben cuánto lo odiarían los otros artistas a Giovenale! ¡Tanto cambio para volver a lo mismo!
 
El grupo ríe y Elvina también. La guía los lleva dentro de la iglesia y pide que no se separen del grupo. Cruzan el pórtico, se apretujan, y en el rellano de la entrada a la iglesia, se detienen por el susto de los primeros en verla. Una enorme máscara de piedra pende de una pared y los mira con ojos de guardián.
 
—No se asusten —advierte la guía a los niños del grupo—, es sólo una máscara. Esta máscara ha dado también el nombre a la plaza en la que estamos. Es la famosa Boca de la Verdad. Seguramente vieron esa película donde Gregory Peck pone su mano en la boca y mira a su chica diciéndole que si está mintiendo la Boca de la Verdad le volaría la mano. La introduce y pega un grito, y la chica, obviamente, se espanta. Todo era una broma del personaje. Pues bien, no fue tan broma. 
 
Según una leyenda muy difundida, esta máscara era utilizada en la época romana para juzgar a los delincuentes. Se les preguntaba si habían o no cometido tal o cual delito, debían meter su mano en la boca de la máscara y declarar. Si mentían, la boca les amputaría la mano de un solo mordisco. El truco estaba en que detrás de la máscara, al otro lado de la pared, había un verdugo con un hacha. Era una manera de hacer temer a los posibles delincuentes para que dijeran la verdad antes de poner la mano en la boca. 
 
Pero hubo muchos inocentes. Se dice que más de diez mil manos fueron cortadas por este atroz y bárbaro sistema de miedo. Ahora sólo es una piedra, por suerte. Pero si quieren pueden probar a decir una mentira.
 
El grupo se relaja, respira. Miran con menos miedo a la enorme máscara de piedra. Dos niños se aproximan a las fauces de la máscara, tocan la piedra, la acarician: está desgastada, comprueban. Está sucia, piensan. La dejan y vuelven al resto del grupo que entra en la iglesia.
 
Pero Elvina se separa de ellos, se abre paso entre el grupo, mira hacia la calle y comprende: Massimiliano está ahí, como si no hubiera pasado nada. Sigue tomando fotos al chico pelirrojo y a su novia con su hábil mano derecha, una y otra vez a pedido de la pareja, y una vez más, como si no fueran a volver nunca a Roma. Y es que la pareja nunca volverá a Roma. No tendrá la suerte de Massimiliano de volver siempre a Roma.

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