La casa de salud - Ellery Queen

    No había nada en la apariencia de la hermosa mansión colonial, que durante cien años había sido el orgullo de los habitantes de Spuyten Duyvil, que sugiriese la tragedia que pronto iba a desarrollarse entre sus muros. Al contrario, su ancha galería, desde la que se alzaban cuatro altas columnas que llegaban hasta el segundo piso para sostener el tejado, el césped bien cortado que había ante ella, los dos altaneros robles que encuadraban la fachada, de un blanco brillante bajo el sol de julio, todo hablaba de dignidad, reposo y seguridad. 

    De hecho, había un aire de indiferencia en la mansión, erguida en lo alto de la larga ladera verde, que miraba serenamente hacia el suroeste por encima de los jardines que la circundaban, los claros, los bosques; y más allá, al otro lado del ancho Hudson, las Palisades. Un anacronismo, sin embargo, rompía la belleza silenciosa de la casa y el terreno.

    De norte a sur, a lo largo de los aleros de la galería, había un letrero de neón que de noche se iluminaba en rojo para que lo leyesen los automovilistas que pasaban: Casa de Salud John Braun.

    A John Braun, que había comprado el lugar unos años antes, le importaba más la publicidad que el buen gusto. La belleza, según se deducía de sus revistas de difusión nacional El Cuerpo Perfecto, La Forma Exquisita, Alimentos Sanos de Braun y muchas otras más, estaba confinada a la anatomía humana y se alcanzaba exclusivamente por medio de sacudidas físicas y consumiendo los productos alimenticios Braun. 

    Fue su creencia en el valor de la publicidad lo que le llevó a erigir una estatua de sí mismo en tamaño natural, luciendo pantalones muy ajustados, que podía verse desde la ancha puerta de la verja de entrada. Desde este estratégico lugar los curiosos también podían observar a Cornelia Mullins, su asistente, de grandes senos y piel hermosamente bronceada, dirigiendo las clases de educación física al aire libre en la terraza situada al sur del edificio. 

    Las clases estaban compuestas en su mayor parte por cincuentones de saneada cuenta corriente y orondos estómagos, y mujeres obesas que intentaban tardíamente neutralizar los efectos de demasiadas cajas de bombones.

    Pero pronto aumentarían las filas de curiosos desocupados, los espectadores ligeramente divertidos de la verja. Cientos de morbosos ojos mirarían (ávidos) a través de las barras de hierro. Pasarían centenares de automóviles llenos de gente alargando el cuello para ver la Casa de Salud John Braun, dándose codazos, señalando excitados: «Ahí es; la habitación del segundo piso. Justo donde está el poli. ¡Seguro! Ahí fue donde se encontró el cadáver»; o un chico con los ojos como platos, leyendo el anuncio luminoso: «Es escalofriante, ¿verdad? Pero ¡apuesto lo que quieras a que Queen coge al asesino!».

    El día 23 de julio, al sol del amanecer, la mansión parecía todo menos siniestra. Las clases no habían empezado todavía. Los hombres con sus infladas barrigas todavía dormían la borrachera de sus whiskies con soda; las fláccidas mujeres amontonaban mermelada sobre sus cereales de trigo puro de las mañanas. Y el sol brillaba cálidamente sobre el verde césped y sobre el agua inmóvil y coloreada de azul de la piscina y, deslizándose por entre las ramas de los robles, trazaba brillantes siluetas en la blanca fachada. 

    Un rayo, atravesando el follaje de la copa de un árbol, descendía sesgado y caía sobre la reja de hierro que cubría una ventana del segundo piso. Pasaba a través de la reja y centelleaba sobre el cristal negro de una radiografía. El cristal lo reflejaba hacia arriba iluminando la cara ceñuda del doctor que sostenía la lámina.

    –No hay duda, doctor Rogers –dijo con calma, mientras entregaba la radiografía a uno de los otros dos doctores que se encontraban en el estudio de John Braun–. Si se tratase de diagnosticar un cáncer incipiente, habría alguna razón para esta consulta. Pero no es incipiente. Está en un estado avanzado. Están afectados los pulmones y el corazón. Operar sería un asesinato.

    –Naturalmente, soy consciente de ello –dijo Jim Rogers–. ¿Se da usted cuenta?, estoy en desventaja en lo que a él se refiere, quiero decir. Durante algunos años he sido aquí lo que él llama el médico residente de la Casa de Salud. Abandoné mi consulta cuando me vine aquí con él. La oferta era demasiado atractiva desde el punto de vista monetario para despreciarla. Desde entonces me ha empezado a considerar un impostor. Cree que todos los que le rodean son impostores.

    –Entonces ¿es usted quien escribe los artículos de medicina en sus revistas?

    Rogers asintió.

    –Bajo el nombre de Braun. El no podría soportar que otro se llevase la fama. Pero me estoy desviando del tema. Se negó a creerme. Me costó muchísimo conseguir que me dejase hacerle las radiografías. ¿Se dan cuenta? Adora el cuerpo. La idea de que el suyo pueda estar enfermo es algo que aborrecería. Braun es el dios de Braun. 

    Su cuerpo es la encarnación de su dios. Nunca he conocido un caso igual de adoración por el cuerpo –buscando confirmación, Rogers giró la mirada del doctor Henderson al hombre de barba gris que estaba a su derecha–. Usted se ha dado cuenta de eso, ¿verdad, Garten?

    El doctor Garten se encogió de hombros y luego sonrió.

    –Su estatua de mármol de la terraza podría darle la razón.

    –¡Estatua! –Rogers hizo una mueca–. Es un ídolo. Miren.

    Indicó a los otros que le siguieran y atravesó la habitación hasta un gabinete.

    A la derecha, en la pared del gabinete había un nicho, y en el nicho, una estatua de yeso, pintada color carne.

    Mirándola, el doctor Garten se acarició la barba.

    –No se le puede reprochar que esté orgulloso de su físico –comentó–. Tiene el cuerpo de Hermes.

    –De hecho, tiene moldes de todo su cuerpo. No se fiaba del escultor. Es una réplica de la de mármol de la terraza –explicó Rogers amargamente.

    –Bueno, al pobre diablo no le queda mucho tiempo para adorarse –dijo el doctor Henderson cuando volvían al estudio–. Personalmente, no le doy más de seis semanas.

    –¿Cómo se lo tomará? –preguntó Garten–. ¿Se dará cuenta de cómo será el final?

    –Naturalmente que lo sabrá –dijo Jim Rogers de mal humor. Pasó sus dedos a través de su pelo negro desgreñado–. Eso es lo espantoso. Todavía parece estar en perfecta forma físicamente. Es horrible pensar en la agonía que tendrá que soportar su cuerpo. Y saber lo que le espera no le va a ayudar.

    –¿Cómo se comportó cuando le dio usted su diagnóstico? –preguntó Henderson.

    Rogers se pasó el pañuelo por los labios.

    –Como un loco –dijo después de un rato–. Estaba tan furioso como un león que hubiese caído en una trampa. Me costó un buen rato, créanme, conseguir que se fuese a la cama. Imagino que cuando ustedes confirmen mi diagnóstico les considerará a los dos sus enemigos personales.

    –Tanto mejor –dijo Garten con filosofía, mirando a través de la ventana–. Un tratamiento y descanso podrían prolongar su vida unos pocos días o posiblemente semanas, pero... –el especialista calló, y luego dijo bruscamente–: Es más caritativo dejarle hacer lo que quiera ahora.

    –Bueno, ¿entramos? –preguntó Henderson, señalando con la cabeza hacia la puerta cerrada de la habitación.

    –Si no les importa –dijo Rogers vacilando–, preferiría no estar presente. Hablaré con él después de que ustedes se hayan ido. Su esposa se encuentra con él. Ella lo sabe. Ya se lo he dicho.

    Henderson asintió y se acercó a la puerta.

    El otro especialista siguió a su colega a través de la habitación. La puerta se abrió. Luego se cerró.

    Jim Rogers, con la barbilla apoyada en sus largos dedos, contempló sombríamente la radiografía que había dejado sobre el escritorio del estudio de Braun. Tenía treinta y pocos años; diez años antes pudo haber sido el graduado más brillante de su escuela de Medicina si hubiese continuado con su trabajo de investigación y su consulta. Él lo sabía. 

    Pero, tras aceptar la oferta de Braun y convertirse en el médico residente de la Casa de Salud, encontró pocas cosas que excitasen su inteligencia. No estaba interesado por las enfermedades imaginarias de las mujeres gordinflonas y los barrigudos que patrocinaban la institución del brillante edificio de salud; y en cuanto a los artículos que continuamente se veía obligado a escribir para las publicaciones Braun, le aburrían. 

    Aunque escritos sinceramente, iban dirigidos a lo que él consideraba una vasta multitud de comilones y perezosos, entregados a una vida regalada; desde luego no a sus colegas profesionales.

    El doctor Rogers tenía una frente amplia, ojos oscuros y una barbilla más bien afilada que sus amigos describían como sensitiva y sus enemigos como débil. Probablemente habría abandonado su empleo en la Casa de Salud después de un año o dos y hubiese vuelto al trabajo para el que estaba tan brillantemente capacitado de no haber sido por una complicación que no estaba ni remotamente relacionada con su profesión. Sea como fuese, bien porque era un fatalista o bien por ser un oportunista, se quedó para escribir artículos que le aburrían, escuchar las quejas de los gordos clientes y beber mucho más de lo que le convenía.

    Jim empujó la radiografía impulsivamente hacia un lado como si de pronto se le hubiese tornado repulsiva y echó una ojeada nerviosa por la habitación. Como todo en lo que Braun metía la mano, la habitación era maciza y al mismo tiempo aparatosa. 

    El escritorio era grande y caprichoso. Vacío, a no ser por un secante sin usar, el tintero de ágata, la pluma estilográfica verde situada en un ángulo sobre su soporte, seis revistas Braun alineadas matemáticamente, y en aquel momento la radiografía, su misma desnudez proclamaba la eficiencia de Braun. La alfombra de felpilla era gruesa, blanda al tacto de los pies de Jim. 

    En las paredes colgaban pinturas al óleo de dioses y diosas griegos sobre las estanterías de solemnes libros que no habían sido abiertos desde el día en que Braun compró la biblioteca a uno de sus clientes. Las cortinas de terciopelo de un marrón oscuro hacían que las sillas y el canapé, tapizados también en terciopelo, pareciesen más solemnes.

    Se dirigió al gabinete y encendió la luz. Desde el techo, varios focos iluminaban la estatua de John Braun. Durante un instante, Jim contempló con hostilidad el brazo musculoso, los tendones del cuello, el ancho pecho y las fuertes y bien formadas piernas. Luego apagó los focos, volvió al escritorio y se quedó mirando la puerta del dormitorio. Estaba todavía contemplándola, cuando se abrió rápidamente y Henderson, seguido por Garten, entró en la habitación.

    El doctor Garten cerró la puerta con cuidado.

    –Bueno, ya está –anuncio–. Debo decir que admiro el valor de ese hombre más que sus modales.

    –No me extrañaría que pensase que los tres somos, de alguna forma misteriosa, responsables de su cáncer, –el doctor Henderson encogió sus pesados hombros. Tendió su mano a Jim Rogers–. No le envidio su paciente –dijo sonriendo.

    –Gracias por haber venido –dijo Jim, dando la mano a Henderson y Garten–. Haré todo lo que pueda para impedir que piense en sí mismo.

    –Eso es todo lo que puede hacer –dijo Garten mientras que él y Henderson se dirigían al vestíbulo–. Adiós y buena suerte.

    Jim esperó hasta escuchar sus pasos sobre el desnudo suelo del vestíbulo. Luego se dirigió resueltamente hacia la puerta del dormitorio. La abrió y entró en él.

    Con la cabeza sostenida por las almohadas, John Braun miró ferozmente a Jim Rogers. Su esposa, una mujer tímida y descolorida de cincuenta años, estaba sentada al lado de la cama; volvió hada él sus ojos llenos de lágrimas.

    –¡Oh, Jim! –sollozó.

    –Fuera de aquí, Rogers –rugió Braun–. Fuera. Ya hizo todo el mal que podía hacer. En vista de que estoy igual que si estuviese muerto, me puedo pasar muy bien sin sus servicios.

    –Señor Braun, por favor, por usted mismo. Enfadarse y excitarse sólo...

    –¡Fuera!

    –Es muy importante, señor Braun.

    –¡Fuera! –Braun señaló la puerta imperiosamente–. ¡Fuera!

    Una gota de sudor resbaló por su frente, al lado de la nariz, y colgó, brillando, en la comisura de su boca.

    El gesto de Jim se endureció. Eso fue todo. Giró sobre sus talones y se marchó.

    –¡Oh!, John, no deberías –la señora Braun escondió su cara entre sus manos y siguió sollozando–. No deberías, John.

    –Mira, Lidia –dijo Braun con voz severa–. Tus lloriqueos no sirven de nada. Me han dado mi certificado de defunción, pero no te creas que John Braun es un cobarde llorón. ¡Tendrías que saberlo, después de tantos años! Es tiempo de acción; acción, no gimoteos.

    –Sí, John; sí –dijo ella tímidamente, limpiándose las lágrimas con un pequeño pañuelo–. Eso es lo que te iba a preguntar. Quieres que busque a Barbara ahora, ¿verdad John?

    Braun no se habría incorporado con más rapidez si su esposa le hubiera abofeteado. Sus ojos inyectados en sangre estaban furiosos.

    –¡Barbara! –gritó, y luego, de pronto, su voz se tornó gutural–. No quiero ver a Barbara. No quiero oír nada sobre ella ni de ella. No quiero hablar sobre ella. No existe. ¿Me oyes?

    –Pero, John, tu propia hija, tu único descendiente –murmuró la señora Braun–. No puedes hacer eso. Tenemos que encontrarla, traerla de nuevo.

    –¡Tonterías! Barbara dejó de ser mi hija en el momento en que se volvió contra mí. Escogió por sí misma. Ahora deja que persevere en ello.

    –Pero, John, tú la obligaste a ello –declaró la señora Braun con un resurgimiento repentino de valor.

    –¿Yo la obligué? –gritó él–. ¡Le prohibí casarse con ese curandero: Jim Rogers! Le prohibí casarse con un asqueroso borracho que sólo la quería por su dinero, ¡y tú le llamas a eso echarla de casa!

    –Pero, John, tú mismo trajiste a Jim a vivir aquí. Dijiste que era un joven brillante, que no tenía precio para ti.

    –Rogers servía para algunos objetivos del negocio. ¡Eso es todo! De otra forma le habría arrojado al arroyo, adonde pertenece. Pero ¿qué tiene esto que ver? Si Barbara es tan idiota que se cuela por un borrachín, ¿voy a tener yo la culpa por haberle empleado? ¡No me regañes, Lidia! –Braun cayó otra vez sobre las almohadas–. No me regañes, Lidia –repitió, y su voz era más suave. 

    Luego dijo entre dientes–: No le tengo miedo a la muerte. He creído en la salud, salud corporal. Ha sido mi vida, mi religión. Y ahora todo destrozado. Mi cuerpo, mi vida. Dios me ha enseñado que he estado viviendo una mentira; una mentira sin valor alguno.

    La señora Braun empezó a llorar otra vez. Braun le dio palmaditas en el hombro.

    –Ahora, querida, déjame solo. Tengo mucho que pensar. Vete –sacó sus piernas de la cama y se sentó, contemplando la alfombra.

    Ella pudo ver que de nuevo había arrojado de su mente a ella, a Barbara, a todos. Con una intensidad típica en él, se estaba concentrando en algún problema personal, uno de los muchos problemas que nunca le había sido permitido compartir. Una sensación de soledad se apoderó de ella.

    La señora Braun se levantó y, sin mirar a su esposo, huyó de la habitación de la muerte.

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