Con los ojos cerrados - Reinaldo Arenas
A usted sí se lo voy a decir, porque sé que si se lo
cuento a usted no se me va a reír en la cara ni me va a regañar. Pero a mi
madre no. A mamá no le diré nada, porque de hacerlo no dejaría de pelearme y de
regañarme. Y, aunque es casi seguro que ella tendría la razón, no quiero oír
ningún consejo ni advertencia.
Por eso. Porque sé que usted no me va a decir nada, se lo digo todo. Ya que
solamente tengo ocho años voy todos los días a la escuela. Y aquí empieza la
tragedia, pues debo levantarme bien temprano -cuando el pimeo que me regaló la
tía Grande Ángela sólo ha dado dos voces -porque la escuela está bastante
lejos.
A eso de las seis de la mañana empieza mamá a pelearme para que me levante y ya
a las siete estoy sentado en la cama y estrujándome los ojos. Entonces todo lo
tengo que hacer corriendo: ponerme la ropa corriendo, llegar corriendo hasta la
escuela y entrar corriendo en la fila pues ya han tocado el timbre y la maestra
está parada en la puerta.
Pero ayer fue diferente ya que la tía Grande Ángela debía irse para Oriente y
tenía que coger el tren antes de las siete. Y se formó un alboroto enorme en la
casa. Todos los vecinos vinieron a despedirla, y mamá se puso tan nerviosa que
se le cayó la olla con el agua hirviendo en el piso cuando iba a pasar el agua
por el colador para hacer el café, y se le quemo un pie.
Con aquel escándalo tan insoportable no me quedó más remedio que despertarme.
Y, ya que estaba despierto, pues me decidí a levantarme.
La tía Grande Ángela, después de muchos besos y abrazos, pudo marcharse. Y yo
salí en seguida para la escuela, aunque todavía era bastante temprano.
Hoy no tengo que ir corriendo, me dije casi sonriente. Y eché a andar bastante
despacio por cierto. Y cuando fui a cruzar la calle me tropecé con un gato que
estaba acostado en el contén de la acera. Vaya lugar que escogiste para dormir
-le dije-, y lo toqué con la punta del pie. Pero no se movió. Entonces me
agaché junto a él y pude comprobar que estaba muerto. El pobre, pensé,
seguramente lo arrolló alguna máquina, y alguien lo tiró en ese rincón para que
no lo siguieran aplastando. Qué lástima, porque era un gato grande y de color
amarillo que seguramente no tenía ningún deseo de morirse. Pero bueno: ya no
tiene remedio. Y seguí andando.
Como todavía era temprano me llegué hasta la dulcería, porque aunque está lejos
de la escuela, hay siempre dulces frescos y sabrosos. En esta dulcería hay
también dos viejitas de pie en la entrada, con una jaba cada una, y las manos
extendidas, pidiendo limosnas... Un día yo le di un medio a cada una, y las dos
me dijeron al mismo tiempo: Dios te haga un santo. Eso me dio mucha risa y cogí
y volví a poner otros dos medios entre aquellas manos tan arrugadas y pecosas.
Y ellas volvieron a repetir Dios te haga un santo, pero ya no tenía tantas
ganas de reírme. Y desde entonces, cada vez que paso por allí, me miran con sus
caras de pasas pícaras y no me queda más remedio que darles un medio a cada
tina. Pero ayer sí que no podía darles nada, ya que hasta la peseta de la
merienda la gasté en tortas de chocolate. Y por eso salí por la puerta de
atrás, para que las viejitas no me vieran.
Ya sólo me faltaba cruzar el puente, caminar dos cuadras y llegar a la escuela.
En ese puente me paré un momento porque sentí una algarabía enorme allá abajo,
en la orilla del río. Me arreguindé a la baranda y miré: un coro de muchachos
de todos tamaños tenían acorralada una rata de agua en un rincón y la acosaban
con gritos y pedradas. La rata corría de un extremo a otro del rincón, pero no
tenía escapatoria y soltaba unos chillidos estrechos y desesperados. Por fin,
uno de los muchachos cogió una vara de bambú y golpeó con fuerza sobre el torno
de la rata, reventándola. Entonces todos los demás corrieron hasta donde estaba
el animal y tomándolo, entre saltos y gritos de triunfo, la arrojaron hasta el
centro del río. Pero la rata muerta no se hundió. Siguió flotando bocarriba
hasta perderse en la corriente.
Los muchachos se fueron con la algarabía hasta otro rincón del río. Y yo
también eché a andar.
Caramba -me dije-, qué fácil es caminar sobre el puente. Se puede hacer hasta
con los ojos cerrados, pues a un lado tenernos las rejas que no lo dejan a uno
caer al agua y del otro, el contén de la acera que nos avisa antes de que
pisemos la calle. Y para comprobarlo cerré los ojos y seguí caminando. Al
principio me sujetaba con una mano a la baranda del puente, pero luego ya no
fue necesario. Y seguí caminando con los ojos cerrados. Y no se lo vaya usted a
decir a mi madre, pero con los ojos cerrados uno ve muchas cosas, y hasta mejor
que si los lleváramos abiertos... Lo primero que vi fue una gran nube
amarillenta que brillaba unas veces más fuerte que otras, igual que el sol
cuando se va cayendo entre los árboles. Entonces apreté los párpados bien duros
y la nube rojiza se volvió de color azul. Pero no solamente azul, sino verde.
Verde y morada. Morada brillante como si fuese un arcoiris de esos que salen
cuando ha llovido mucho y la tierra está casi ahogada.
Y, con los ojos cerrados, me puse a pensar en las calles y en las cosas; sin
dejar de andar. Y vi a mi tía Grande Ángela saliendo de la casa. Pero no con el
vestido de bolas rojas que es el que siempre se pone cuando va para Oriente,
sino con un vestido largo y blanco. Y de tan alta que es parecía un palo de
teléfono envuelto en una sábana. Pero se veía bien.
Y seguí andando. Y me tropecé de nuevo con el gato en el contén. Pero esta vez,
cuando lo rocé con la punta del pie, dio un salto y salió corriendo, Salió
corriendo el gato amarillo brillante porque estaba vivo y se asustó cuando lo
desperté. Y yo me reí muchísimo cuando lo vi desaparecer, desmandado y con el
lomo erizado que parecía soltar chispas.
Seguí caminando, con los ojos desde luego bien cerrados. Y así fue como llegué
de nuevo a la dulcería. Pero como no podía comprarme ningún dulce pues ya me
había gastado hasta la última peseta de la merienda, me conformé con mirarlos a
través de la vidriera. Y estaba así, mirándolos, cuando oigo dos voces detrás
del mostrador que me dicen: ¿No quieres comerte algún dulce? Y cuando alcé la
cabeza vi que las dependientes eran las dos viejitas que siempre estaban
pidiendo limosas a la entrada de la dulcería. No supe qué decir. Pero ellas
parece que adivinaron mis deseos y sacaron, sonrientes, una torta grande y casi
colorada hecha de chocolate y de almendras. Y me la pusieron en las manos.
Y yo me volví loco de alegría con aquella torta tan grande y salí a la calle.
Cuando iba por el puente con la torta entre las manos, oí de nuevo el escándalo
de los muchachos. Y (con los ojos cerrados) me asomé por la baranda del puente
y los vi allá abajo, nadando apresurados hasta el centro del río para salvar una
rata de agua, pues la pobre parece que estaba enferma y no podía nadar.
Los muchachos sacaron la rata temblorosa del agua y la depositaron sobre una
piedra del arenal para que se oreara con el sol. Entonces los fui a llamar para
que vinieran hasta donde yo estaba y comernos todos juntos la torta de
chocolate, pues yo solo no iba a poder comerme aquella torta tan grande.
Palabra que los iba a llamar. Y hasta levanté las manos con la torta y todo
encima para que la vieran y no fueran a creer que era mentira lo que les iba a
decir, y vinieron corriendo. Pero entonces, puch, me pasó el camión casi por
arriba en medio de la calle que era donde, sin darme cuenta, me había parado.
Y aquí me ve usted: con las piernas blancas por el espatadrapo y el yeso. Tan blancas
como las paredes de este cuarto, donde sólo entran mujeres vestidas de blanco
para darme un pinchazo o una pastilla también blanca.
Y no crea que lo que le he contado es mentira. No vaya a pensar que porque
tengo un poco de fiebre y a cada rato me quejo del dolor en las piernas, estoy
diciendo mentiras, porque no es así. Y si usted quiere comprobar si fue verdad,
vaya al puente, que seguramente debe estar todavía, toda desparramada sobre el
asfalto, la torta grande y casi colorada, hecha de chocolate y almendras, que
me regalaron sonrientes las dos viejecitas de la dulcería.
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