El primer ataque - Zenna Henderson


 Bueno, pues tuve un ataque. Qué cosa más estúpida. Nosotros los Martin no tenemos ataques. Seguimos nuestro camino hasta los ochenta o noventa años de edad ―más o menos― en posesión de nuestras facultades, hasta que nuestros corazones se apagan con un clic y volvemos al seno del Señor. Es una manera de funcionar agradable y confortable, bien mirado, aunque a veces el clic en cuestión se ha producido en los momentos más inoportunos… o lugares.

Y heme aquí, un Martin y con sólo setenta años y ¡tuve un ataque! Sin aviso. Sin preliminares. Simplemente, ¡zas!

Resultó, como mínimo, interesante.

Estaba en el jardín segando el césped y renegando de los hormigueros donde aquellas hormigas rojas, hormigas cosecheras…, sea como fuere, esas hormigas grandes y rojas habían salido de sus agujeros después de la hibernación y habían acumulado arena alrededor de los agujeros, y habían hecho largos y delgados senderos que partían de ellos y cruzaban toda mi pradera. Esos montículos son infernales para la segadora, y entre ellos y los senderitos mi césped siempre tiene un aspecto astroso y parcheado. He combatido a esas hormigas durante todos y cada uno de los años de mi vida, pero la situación sigue en impasse.

Recuerdo que di un paso que no llegué a concluir. Después del clic de la segadora contra el bordillo de cemento se apagaron todos los sonidos. Verdaderamente interesado en todo, ni asustado ni herido, simplemente fijándome en todo. En primer lugar el mundo aceleró su rotación, arrastrándome con él hasta que estuvo a punto de arrancarme de mí mismo, pero me mantuve firme. Me encontré allá en lo alto viendo desde arriba mi casa y mi jardín, el jardín poco mayor que un naipe, abajo a lo lejos, con una pequeña mota negra cerca de un costado. Aquello era yo y las cosas seguían haciéndose cada vez más pequeñas, como si yo fuera en tren alejándome a toda velocidad de la Tierra. Después todo vino de vuelta con tal impulso que la casa y los árboles y la hierba surgieron en torno a mí como una fuente. Entonces me encontré hundido a tan poca profundidad que me quedé viendo cómo una nueva hilera de células hacía surgir las hojas de hierba como si estuvieran empujando la antena de la radio de un coche.

Entonces todo empezó a dar vueltas y a balancearse de nuevo y los colores se volvieron lo suficientemente vividos como para ahogarme, y también los sonidos, y todo más sonoro y más brillante y más rápido hasta que se produjo un salvaje chirrido de frenos y hubo un cortocircuito en alguna parte. Lo único que había era un gris neutro y vacío.

Los detalles volvieron poco a poco, como si alguien estuviera dibujándolos, tridimensionales. Mi cara estaba apoyada sobre el bordillo. El verde recortado pinchaba mi mandíbula y el bordillo oprimía mi mejilla como el mango de un martillo. No estoy seguro de que mis ojos estuvieran abiertos, pero podía ver. En primer lugar el áspero plano blanco grisáceo del camino, con una grieta diagonal desde aquel lado hasta mi mejilla y más allá la línea que había entre dos bloques del camino. A lo largo de los bordes, podía ver la hierba, quieta y roma donde acababa de cortarla. Podía ver y en cierto modo sentir, pero era incapaz de mover una pestaña.

Entonces vi a las hormigas.

Seguían tozudamente su camino en pulcras hileras, cruzando mi línea de visión de un extremo al otro, acarreando todo tipo de cosas, dirigiéndose a su nido. Y viendo como veía en aquel momento, aquellas hormigas me parecieron tan grandes como sapos verrugosos.

Por todos los demonios, pensé. ¡Como se dediquen a mí, esto se va a poner interesante de verdad!

Esas hormigas grandes y rojas pegan unos picotazos que parecen un atizador al rojo vivo, y se quedan colgadas con sus mandíbulas y curvando la parte de atrás del cuerpo y metiéndole a uno todo ese ácido fórmico que tienen. Algunos dicen que sólo muerden, otros dicen que sólo pican. Algunos dicen que hacen las dos cosas. Pero sea lo que fuere que hagan, duele como el demonio, y yo me hincho como un cachorro envenenado.

¡Oye! Y qué pasa si esas cosas se toman verdadero interés por mí y encuentran la forma de entrarme dentro. ¡Y me muerden! ¡Y me bloquean las vías respiratorias! ¡Madre mía, eso sería el final de todo!

Intenté averiguar si tenía o no la boca abierta. Pero aun así, estaban las narices y los oídos… De modo que empecé a sentirme profundamente interesado en aquellas hormigas.

Una hormiga pasó de largo con una ramita. Una… no, dos hormigas con semillas… parecían semillas de césped de Johnson. Una hormiga con un bloque de algo… parecía azúcar. Un vehículo blindado con una antena telescópica… Una hormiga con…

¿Vehículo blindado? ¡Antena telescópica!

Intenté echarle otro vistazo a aquella cosa, pero ¡había desaparecido ya de mi vista!

Una hormiga con una pata de saltamontes. Una hormiga con una miga de pan. Una hormiga con un enorme trozo de hoja que la desequilibraba cada cuatro pasos más o menos. ¡Un vehículo blindado con una antena telescópica!

Lo observé con toda la atención posible hasta que desapareció de mi vista. Tenía ruedas o cadenas bajo él, y algo que se movía donde debería ir el conductor. ¡Vaya, esto sí que era interesante!

Las hormigas seguían pasando de largo, ignorándome, excepto una que dejó en el suelo su semilla de césped de Johnson y se acercó a mí agitando inquisitivamente sus antenas, con una de sus patas delanteras levantada a modo de indicador. Pensé ¡Largo! ¡Fuera! con todas mis fuerzas hasta que se dio la vuelta, recogió su semilla y se fue a toda prisa. Y con intervalos de tres o cuatro hormigas, aquellos vehículos blindados con antenas telescópicas.

Entonces uno de ellos se salió de la fila y se acercó tanto a mí que ya no podía ni verlo. ¡Pero podía oírle! El sonido había vuelto a mí, vacilante como la radio por la noche en una zona apartada. Podía oír el susurro de las patas de las hormigas según pasaban. Creo que incluso oía el entrechocar de los átomos que iban acelerando sus movimientos al calentarse el camino cada vez más por el calor del sol del mediodía. Entonces se interfirieron las voces, rugiendo con más intensidad que las cataratas del Niagara, luego más suaves que la nieve cayendo sobre la nieve, pero siempre con un delgado hilo de inteligibilidad, sin importar su volumen:

«…molesta ser tan pequeños. No podemos hacernos una idea de la perspectiva real…»

«…más fácil ser lanzados y viajar con este tamaño que grandes. Deberíamos ser devueltos a nuestro tamaño en cuanto nos reunamos todos…»

«¡Bof! Me pregunto si nos enfrentaremos con mucha hostilidad. Estas criaturas parecen bastante pacíficas. No consigo acostumbrarme a totalizar una población…»

«…riesgos del juego. Nosotros jamás iniciamos la destrucción…»

«Tampoco nos hemos molestado demasiado en hacer preguntas. Oh, bueno, estas criaturas no están suficientemente cerebradas como para pensárselo mucho…»

«Pero no son las dominantes. Aquí encima de nosotros puedes ver una porción de uno de los dominantes.»

«No parece muy activo. No puedo captar ninguna…»

«No es característico. Está casi moribundo, desafortunadamente. Fuimos advertidos de no poner en funcionamiento ni accidentalmente ni a propósito, ninguno de nuestros… ahí está el Vehículo 67…»

Entonces, ¡que me ase en el infierno si los muy caraduras no se volvieron a meter en la línea y se marcharon! Dos vehículos, con blindaje y antenas telescópicas. Una hormiga con una pepita de melón, una hormiga con una miga de pan… marrón…

La dureza y el calor del bordillo empezaron a clavárseme en la mejilla y un millar de alfileres empezó a hincarse en mi barbilla. Hubo una súbita marea de ruido, puntuada por el sonido de pasos sobre el camino.

¡Oh, oh!, pensé. ¡Aquí viene esa vieja empalagosa! Tenía que ser ella la que me encontrara tirado aquí, indefenso en medio del suelo.

Hubo un alarido como el de un reclamo para alces, y un golpe un tanto pastoso contra el suelo.

Ya lo sabía yo, pensé, cerrando los ojos, que habían adquirido una expresión de paciencia. ¡Ahí se quedó la jalea! Veamos, ¿hoy es martes? Sí, jalea de plátano con piña incorporada.

Aquella vieja pelma de la casa de al lado. Tontita ella. Bien entrada en la cincuentena y todavía enfrascada en la caza del hombre. Incluso a sus cincuentaitantos años es demasiado vieja para mí. Nació vieja, supongo. Y tampoco me gusta demasiado la jalea. Bueno, qué remedio, tal vez pueda necesitarla ahora, ya que mis mandíbulas no parecen funcionar.

Pero probablemente ya no me traiga más. ¿Para qué le iba a servir ahora? No puedo moverme, no puedo hablar. No puedo ver a través de toda esa tumultuosa oscuridad que me cubre como si fueran olas que agitan mis hombros… es que ella me está sacudiendo y gritando, «¡Señor Martin! ¡Señor Martin!»…

No le contestaría aunque pudiera.

 Bueno, tardé algo de tiempo, pero ya estoy casi como nuevo. Sólo estoy esperando recuperar todas mis fuerzas. Aún vacilo un tanto al andar, a veces, pero también eso se me está pasando.

—No tienes nada que no sea cosa del Anno Domini —dijo el doctor Klannest hoy cuando pasó a, según él, hacerme una visita, pero en parte vino también a buscar un cuartelillo—. Si tuviste un ataque, saliste de pura suerte. No hay señal alguna de daño permanente… que no estuviera ya ahí.

—Anno Domini —piafé a modo de respuesta—. ¡No tengo más que 73 años! Conoces a mi familia… ¡Viviré para ver tu entierro!

—No lo dudes —dijo levantándose cansadamente, los planos de su cara colgándole, profundizando las arrugas—. Especialmente si me sacan de mi consulta a tirones más veces para recogerte mientras tengo que mantener a raya a unas hembras histéricas.

—¡Esa vieja pelma! —dije. Después me eché a reír—. Desde luego, se ha de haber impresionado mucho con el asunto. Se cargó por completo su programa de actividades. Ahora trae la jalea los viernes. Esperaba que con un poco de suerte la hubiera curado de hacer jalea. No fue así.

—Bueno. —El doctor Klannest se enderezó como pudo—. No es mala cosa tener a alguien que esté lo suficientemente interesado en uno como para estar pendiente.

—Desde luego que está pendiente —dije con sorna.

—Cuídate —dijo el doctor, y se fue camino abajo.

—Cuídate tú —dije a sus espaldas.

Me tenía preocupado. Estaba trabajando al límite de sus fuerzas.

Miré hacia el césped. Aún no había crecido demasiado. No había sido regado lo suficiente como para que creciera mucho. Anduve hasta donde estaba aún mi segadora. Aquellas malditas hormigas cruzaban el camino como una marea roja. Había casi terminado la hierba de aquel lado antes de que ocurriera todo el incidente. Bueno, tendría que esperar hasta que recuperara algo más de empuje.

Arrastré la segadora hasta el garaje, aplastando unas cuantas hormigas de paso. Después saqué mi quemador de malas hierbas. Todos los años, pensé, ¡todos los años la misma historia!

No es que sirva para nada en absoluto. Pero lo hago de todas maneras.

Encendí el quemador y salí, con fuego en la mano, a batallar contra aquellas malditas hormigas. Curioso, pensé mientras barría con la mano el camino, calcinando las hormigas, que quedaban convertidas en apretadas bolitas negras. Lo único que consigo recordar es que estaba pensando en las hormigas y de golpe esa vieja pelma aullando. Era como haberse ido a dormir y despertarse sabiendo que tenía que haber pasado tiempo entre las dos cosas… y sueños.

Y sueños. Repasé de nuevo los hormigueros, después apagué el quemador. Las malditas hormigas se apoderan de todo a poco que las dejemos. Sueños. Algo había… ¿Nunca han atrapado un sueño por la cola, intentando traerlo de vuelta a la consciencia?

Salí al paseo. Me dirigí al garaje para guardar el quemador, aplastando las pelotitas de carbón bajo mis pies. ¡De repente, uno de ellos empezó a moverse de debajo de mí! Recuperé el equilibrio con el otro, ¡y que se me lleven los demonios si también el otro no se puso a deslizarse de debajo de mí!

¡Otra vez no!, pensé. ¡Yo soy un Martin! Pero después de un par de patinazos más me encontré sobre la hierba. Agitado, pero aún en pie.

En cuanto recuperé la respiración, me agaché para mirar el camino. No podía haber patinado más de unos pocos centímetros con cada pie. No había sido más que la precariedad de mi equilibrio lo que había hecho que me pareciera medio metro. Ni siquiera lo hubiera notado si para empezar me hubiera sentido más seguro de mis propios pies.

Toqué una de las motas de carbón con el dedo. Se deshizo dejando una manchita. Me estoy volviendo viejo si una cosa como ésta puede derribarme, pensé. Toqué otra manchita. Otra. ¡Se escurrió bajo la presión de mi dedo, rodando de una forma torpe y excéntrica!

Vaya, aquello era interesante… Me acerqué a donde había ido a parar el chismecito negro, lo apreté firmemente con el dedo, y después lo levanté para verlo más de cerca. Era como una bolita metálica deformada y ennegrecida. Sentí una opresión en el pecho. Aquella presa que tenía aún sobre la cola de mi sueño súbitamente se engrandeció sobre mi mente y casi me dejó sin respiración.

Estuve tocando puntos negros hasta que tuve media docena de los pequeños pegotes metálicos, pensando fútilmente Yo no quería hacerlo, yo no quería hacerlo a cada uno que encontraba. Les limpié del hollín que los cubría frotándolos contra la palma de mi mano. Después parpadeé ante el brillo opaco del metal. Pequeños pegotes de metal entre las pelotitas de carbón…

Miré a lo alto… y a mi alrededor. ¿Enseñárselo a alguien? ¿Alguien que se burlara de mi insensatez? ¿Alguien a quien explicar aquella agresión inintencionada? ¿Alguien?

Nadie.

Y entonces, al otro lado del carbonizado y oscurecido paseo, aparecieron de nuevo todas las líneas reagrupándose, dirigiéndose hacia las carbonizadas, oscurecidas cumbres de los nidos de hormiga cuyos incontables túneles atravesaban el terreno bajo mi césped. Cientos y cientos fuera del alcance de la vista, indemnes.

Una línea se desvió ligeramente en torno a la punta de mi zapato y siguió su camino.

Una hormiga con una ramita. Una hormiga con una semilla. Una hormiga con un trozo de algo. Y un…

Comentarios

Entradas populares de este blog

El deseo - Roald Dahl

El ojo en el dedo - Raúl Avila

Se solicita sirvienta - Patricia Laurent Kullic