Quema de Brujas - Baillie Reynolds

 La noche había caído sobre la tierra dura y helada, cubierta de una ligera nieve en polvo. Gilbert Caton se sentó junto a la ventana de su modesta habitación alquilada para contemplar la gran plaza del mercado de la populosa Mizpah, en Nueva Inglaterra.

Allí vio figuras de hombres, envueltos en gruesos abrigos que los protegían del frío cortante, que trabajaban afanosamente en apilar haces de leña para la bruja que iba a ser quemada al día siguiente.

Mientras observaba esto, al joven le hervía de rabia el corazón. No podía evitar lo que iba a ocurrir. O sí que podía, pero solo como el monje Telémaco había evitado las luchas de gladiadores en Roma: sacrificándose él mismo como un mártir.

Era inglés, y llevaba dos años en el exilio, ocupándose de los pocos de su confesión que vivían aquí entre los disidentes. No tenía posición ni influencia. No podía hacer otra cosa que sentarse y ver las atrocidades que eran capaces de cometer los hombres en nombre de la rectitud. Sus feligreses y él eran tema tabú para los otros habitantes, y, aunque no se les perseguía abiertamente, había una hostilidad persistente que ofrecía a los sacerdotes pocas oportunidades en los tribunales de justicia y ninguna en absoluto en los cargos públicos.

Y ahora una horrible inclinación, que había permanecido latente en los últimos tiempos, había despertado de nuevo en la gente, y lo había hecho con fuerzas renovadas: le habían cogido el gusto a la quema de brujas. Hacía tan solo seis meses, una anciana, viuda de un marinero —quien había guardado el secreto de un preparado de hierbas que su marido había traído de tierras lejanas—, había sido arrastrada al agua, sumergida y torturada cruelmente antes de darle muerte. El suceso había despertado el instinto cazador de la multitud. Una vez saboreado el júbilo salvaje de la persecución, la captura y la destrucción, sintieron ansias de más. Y no habían pasado muchos meses cuando empezó a circular el cuento de dos brujas que sin duda alguna tenían poderes ocultos y que vivían en las profundidades del bosque de Hanarec, donde, como todo el mundo sabía, había pumas, por lo que ninguna mujer que no estuviera protegida por poderes satánicos podía vivir allí a salvo.

Día tras día llegaban historias sobre las habilidades de estas mujeres; sobre los milagros que obraban con solo murmurar un hechizo, en los que el movimiento de manos desempeñaba una función importante y maravillosa. Dos hombres que fueron enviados para traer a las delincuentes volvieron intimidados y temblando, con miedo de ponerle la mano encima a cualquiera de ellas. De inmediato la sed de sangre se extendió como la pólvora por el pueblo, la gente se echó a la calle, se dio caza a las mujeres con perros y se las arrastró hasta la prisión del pueblo.

Al principio hubo división de opiniones sobre el grado de culpabilidad de cada mujer. Una de las dos, a todas luces la cabecilla, fue quemada al cabo de una semana. Y ahora se decía que la segunda cautiva, quien por lo visto se había mostrado arrepentida al principio, había intentado sobornar a los carceleros para que la ayudasen a escapar; por lo que también esta iba a ser quemada mañana.

Y Caton se sentó allí, preguntándose cómo juzgaría Dios a un pueblo que, en menos de un año, había asesinado a tres mujeres indefensas. Le rondaban por la cabeza algunas ideas imprecisas: pensaba en reunir a media docena de hombres para llevar a cabo un rescate. Pero dudaba de que ni siquiera eso fuera posible.

Mientras cavilaba, llamaron con un fuerte golpe a la puerta de la calle. Se levantó a abrir y se encontró con la fornida figura y el rostro severo de Brading, el alguacil. Llevaba en la mano un farol, pues estaba oscureciendo y pronto sería noche cerrada.

—Su señoría, en su misericordia, me ha mandado a buscarle —dijo, con su voz ronca—. Que ningún hombre pueda decir que incluso al más indigno no se le da una oportunidad. La bruja de allá abajo, a la que van a quemar mañana, dice que pertenece a la fe inglesa. Así que baje usted y rece una oración por ella, e intente desviar sus pensamientos de Satanás para dirigirlos al Señor, pues se niega a escuchar las piadosas exhortaciones del señor Lupton.

Gilbert se puso en pie y miró con ojos como platos al mensajero. ¿Cómo? ¿Ir a hablarle a esa pobre criatura desesperada de la misericordia de Dios cuando no podía esperar misericordia alguna de los hombres? Pensar en semejante tarea le hizo temblar. El alguacil soltó una ronca y odiosa risotada.

—Tiene miedo… Miedo de que la bruja le lance un hechizo —se burló—. Por el amor de Dios, hombre. El señor Lupton ha estado en su celda casi dos horas, en contra de la voluntad de la bruja, y esta no ha sido capaz de hacerle daño, gracias a la fe de él en el Señor. Pero usted, que confía tanto en formalidades y ceremonias, tiene miedo. ¿A quién puede sorprenderle?

Gilbert sintió un impulso repentino que lo calmó por completo.

Sin decir una palabra, se acercó a un atril que había al lado de su mesa, cogió sus devocionarios y los guardó en el bolsillo de su sotana, la cual llevaba habitualmente, como los clérigos de su época. Después cogió del perchero su gruesa capa y su sombrero de ala ancha y le dio a entender a Brading que estaba listo para seguirle.

Era casi de noche cuando salieron a la calle y se encaminaron, después de atravesar el amplio espacio en el que se elevaba el montón de leña como un borrón en mitad de la blancura circundante, por el angosto pasadizo donde las casas empezaban a apiñarse, y de ahí al estrecho arco de piedra que era la entrada a la prisión.

Brading abrió con su llave y se quedaron de pie en la pequeña sala de espera, donde había dos o tres hombres repantigados al calor de un gran fuego. Los hombres saludaron a Gilbert con un respeto no demasiado convincente.

Su poderoso físico y su gran fortaleza le procuraban una consideración que su vida intachable y su franca sencillez no habrían conseguido inspirar. Uno de los hombres le dijo a Brading que se requería su presencia en casa del alcalde para tratar las medidas a tomar al día siguiente. Brading recibió el mensaje con entusiasmo, pues sabía que en la casa del alcalde estarían a punto de servir una cena caliente; de modo que se marchó de inmediato, llevándose con él su farol y ofreciéndole una especie de disculpa a Gilbert porque tendría que volver a casa a oscuras.

Gilbert apenas lo escuchó. Estaba observando cómo elegía la llave un hombre que se había levantado para atenderle, y que a continuación lo condujo por unas escaleras de caracol que parecían bajar a las entrañas de la tierra.

¡La celda de la condenada!

Dentro estaba todo sumido en la oscuridad y el silencio. Caton le cogió la antorcha al hombre, iluminó con ella lo que tenía alrededor y vio un aro de hierro en la pared, donde dejó finalmente la luz.

—Dé un golpe fuerte cuando quiera salir —dijo el carcelero, y se retiró, cerrando con un fuerte golpe la puerta de hierro.

Gilbert clavó la mirada en el montón de harapos acurrucado en un rincón.

—Buenas noches —dijo, con su voz clara de alta cuna—. Que Dios esté contigo.

Se oyó un susurro en la paja. El montón de harapos se movió, se volvió hacia él y mostró, para su horror, el rostro de una muchacha, apenas más que una niña. Parecía toda ojos: su mirada le quemó el alma. Su cara era blanca como la nieve, su pelo negro ondulado le caía a ambos lados, dándole la apariencia de una luna plateada en un cielo oscuro. Su boca tierna y joven se curvaba en una expresión lastimera. Su mirada elevaba esa súplica muda y terrible que uno ve en los ojos de los animales maltratados. Se le heló la sangre en las venas al verla.

—¡Hija mía! —dijo, con una voz que era casi un sollozo de compasión.

A ella le temblaron los labios; toda la cara. Se acercó gateando a él, con una espantosa interrogación en su mirada salvaje. ¿De verdad había allí un ser humano hablándole con ternura, en vez de lanzarle maldiciones?

El joven tiró al suelo la capa y el sombrero y se arrodilló a su lado en la paja. Ella puso su mano pequeña y helada en la que él le tendió.

—Está caliente —dijo ella en un murmullo—. Y ¡ha traído una luz! He estado a oscuras… sola… pasando mucho frío.

En un arrebato de compasión, la levantó y la estrechó entre sus brazos, poniendo la cabeza de la muchacha en el hueco de su hombro.

—¿Qué quieren decir? —preguntó con voz temblorosa—. ¿Qué quieren decir cuando te llaman bruja?

Ella movió levemente la cabeza.

—No… no lo sé —balbuceó.

Él echó un vistazo al horrible calabozo y vio en un estante una jarra de agua y una taza. Daba la casualidad de que llevaba en el bolsillo una petaca de vino y unas galletas que había cogido para ofrecérselas esa tarde a un feligrés menesteroso, pero no lo había visto. Mezcló vino y agua y le dio de comer y de beber; en su afán por calmar las necesidades corporales de ella, se olvidó de todo lo demás, como suele ocurrir en una situación así.

El sabor de la exquisita galleta la animó a comer; el vino hizo que la sangre volviera a correr por sus venas. Mientras comía y bebía, él la tuvo envuelta en su capa para darle calor, y notó cómo la rigidez de su cuerpo iba atenuándose.

Sin embargo, ¿era eso amabilidad o crueldad?, se preguntó. ¿Habría sido mejor dejarla en su aletargamiento de frío y hambre? ¿Habría burlado a las llamas después de todo? ¿No le había devuelto la conciencia plena de su sufrimiento?

—Cuéntame —dijo Gilbert por fin, mientras ella estaba sentada en silencio, con la cabeza apoyada de lado en el hombro de él—, ¿qué has hecho? ¿Qué has dicho para que te condenen por bruja?

Ella suspiró cansada.

—Nada, que yo sepa. Dijeron que la abuela era una bruja; y yo vivía con ella.

—¿Es cierto? ¿Practicaba tu abuela artes mágicas?

—Podía dormir a las personas moviendo las manos por encima de ellas. Podía curar acariciando la zona que les dolía. ¿Es eso malvado?

—Ay, no lo sé. ¿Quién le enseñó esas cosas?

—Las aprendió hace mucho tiempo de una enfermera gitana que tenía. Eran muy ricos, mis abuelos, y poseían una gran finca. Los indios los atacaron y mataron a mi padre y a mi madre y… a casi todos. Solo quedamos la abuela y yo, y desde entonces se comportó siempre de una forma extraña. No quería vivir en el pueblo, tenía muchas manías absurdas. Pero era buena conmigo. Éramos muy felices hasta que Joseph, nuestro criado, murió.

—¿Cuánto hace de eso?

—No lo sé; lo he olvidado. Lo enterramos y, a partir de ese día, la abuela no quiso seguir viviendo en aquella casa. Dijo que nos iríamos con mi tío, que tenía una bonita casa en Inglaterra y un parque con cisnes y un lago, y muchos criados. Así que emprendimos el viaje a pie hasta la costa, pero ella estaba vieja y enferma. Encontramos una casa en el bosque, y nos quedamos a descansar allí; y la gente nos encontró, y se portó bien con nosotras hasta que vino a cazarnos. ¡Oh! —De pronto irguió la espalda, levantó las manos y gritó como una loca—: ¡Van a quemarme! ¡Van a quemarme! —Rodeó las rodillas de él con los brazos—. ¿Es usted amable? ¿Es usted humano? —dijo llorando—. ¿Puede salvarme de ellos? ¿Puede?

La frente del hombre se perló de sudor. Todo había ocurrido de repente… tan de repente. Ni un segundo de pausa entre el tranquilo día a día de su existencia habitual y esta súbita zambullida en una lucha entre la vida y la muerte.

—¿Estás bautizada? —preguntó él de pronto.

—Oh, sí; y confirmada también, por un obispo —respondió ella débilmente.

Era una oveja de su redil, y tenía que salvarla o morir con ella.

Le dijo que se llamaba Luna Clare. ¡El claro resplandor de la luna! Él pensó que el nombre le iba como anillo al dedo.

Hizo un repaso mental de la situación. Se le pasó por la cabeza la descabellada idea de sacarla de allí vestida con su ropa. Pero era imposible. Ese cuerpecito apenas abultaba la mitad que el suyo. Y, aun suponiendo que los carceleros estuvieran borrachos y un plan semejante pudiera realizarse con éxito, una vez hubiera escapado de la prisión y estuviera sola, ¿qué sería de ella? Moriría de frío, o se la comerían los animales salvajes, o la capturarían de nuevo.

La joven observaba con expresión anhelante los pensamientos, las dudas, la preocupación en el rostro de Caton. Alargó su mano y tocó la de él.

—Máteme —dijo—. Máteme aquí con sus propias manos. No le tengo miedo a la muerte; no tengo nada por lo que vivir; solo tengo miedo de la tortura, de morir gritando mientras hombres diabólicos se regodean con mi agonía. Máteme ahora; es la única salida.

Por un segundo, a Caton le pareció que tenía razón. La cabeza de la muchacha se apoyó lánguidamente en su áspera sotana. Él la abrazó, con sus ojos claros y grises mirando por encima de la cabeza de ella, considerando la situación.

De pronto, mientras pensaba en la extrema delgadez del cuerpo que tenía entre sus brazos, se le ocurrió una idea que le hizo ruborizarse, que hizo que la cabeza le diera vueltas por un momento, y a continuación lo invadió una calma y una entereza que lo sorprendieron.

—Luna —dijo, con una voz nueva—, ¿prometes hacer todo lo que yo te diga?

Ella se movió, de tal forma que su cara pequeña y pálida, con aquella barbilla puntiaguda y lastimera, quedó frente a la de él.

—Sí —dijo sin más, y esperó impaciente a que siguiera hablando.

—Luna, debes confiar en mí sin reservas. A los ojos de Dios, soy tu hermano; estás a salvo conmigo. —Se puso en pie—. Déjame comprobar lo que pesas —murmuró, y cogió su minúsculo cuerpo en brazos con una facilidad que lo dejó pasmado—. Puede hacerse —dijo entre dientes—. Con la ayuda de Dios, puede hacerse.

Oyó en el piso de arriba una risotada despreocupada y un fragmento de una canción de borrachos. En ausencia de Brading, los carceleros se estaban achispando. Había una ligera posibilidad de llevar a buen puerto el plan. Sus dudas se disiparon; se volvió de golpe hacia ella.

—Voy a ponerte en mi espalda —dijo—, y a sacarte de aquí oculta bajo la sotana.

A pesar de su determinación, se puso colorado mientras lo decía.

Luna no parecía ni asustada ni sorprendida. Se le iluminó la mirada.

—Estaré muy quieta —dijo sin aliento.

Él ya había empezado a desprenderse de su larga vestidura, y quedó plantado delante de ella, corpulento y fornido, con su camiseta de franela gris y sus calzones.

—Quítate el vestido —le ordenó—. Tenemos que ponerlo en el rincón, con un relleno de paja, para hacerlo pasar por ti.

Ella comprendió el plan. Se lo quitó, y allí estaba, con los brazos desnudos y aspecto frágil, vestida únicamente con su deslucida combinación; una criatura de nubes y aire.

El corazón de los dos jóvenes latió con fuerza. Se sentían solos contra el mundo. Gilbert se agachó y se colocó a la chica en la espalda, de forma que los brazos de ella se aferraban a sus hombros. Los pies le colgaban a poca altura del suelo. Con la ancha faja de la sotana la ató a él con firmeza para que no tuviera que hacer tanta fuerza con los brazos. Previamente, le había hecho un corte a la sotana en la espalda, desde debajo de la cintura hasta la tirilla del cuello. Ahora la abotonó con ellos dos dentro y se echó por encima la gran capa, con la que quedaba oculta la rasgadura de la espalda. El peso era mayor de lo que había imaginado, pero no tanto como para que no pudiera soportarlo.

Todo estaba preparado. El vestido, relleno de paja, semejaba una joven acurrucada en el rincón. La encarcelada Luna colgaba completamente inmóvil a su espalda, con los brazos que apenas se adivinaban bajo la gruesa capa, y la cabeza oculta por la capucha. Él sintió la calidez de la mejilla de ella en su hombro.

Entonces, en el umbral de su aventura, rezó una breve pero enérgica oración, y oyó una voz suave murmurar: «Amén», en el preciso instante en que daba un golpe y gritaba para que el carcelero le abriese la puerta.

Arriba estaban tan adormilados por la bebida y por el gran fuego que tuvo que estar un rato dando golpes y gritando para que bajase el hombre.

—¿Serás capaz de soportarlo? —preguntó apresuradamente en el último momento.

Ella se limitó a responder:

—Sí.

Pero la fuerza de diez hombres parecía sostenerlo mientras la puerta se abría muy despacio.

—¡Que Dios nos ampare! ¡Que Dios nos ampare! —murmuró, alzando las manos en un gesto horrorizado por si fracasaba su misión.

—¿Qué, no ha habido suerte? Bueno, era poco probable que triunfara en lo que el hermano Lupton había fracasado —dijo el carcelero con una risilla.

—Tal vez la soledad… y la oscuridad… surtan efecto —observó Gilbert con severidad, cogiendo la antorcha y apagándola con los pies—. Déjela reflexionar sobre mis palabras.

Resultó más difícil de lo que había previsto subir por la estrecha escalera de caracol. Mientras lo hacía lentamente, golpeando su carga contra las paredes, sintió, mezcladas con el miedo, unas ganas locas de echarse a reír. Tenía la frente sudada y el corazón le latía como una máquina cuando llegó a la sala de espera, donde el fuego de la chimenea lo iluminaba todo y proyectaba la sombra distorsionada del señor Caton en la pared.

Cerraron el calabozo por última vez hasta la mañana siguiente, de modo que, entre ellos y su mínima esperanza de escapar, ya solo se interponía una puerta.

Afortunadamente, Gilbert llevaba una pequeña moneda de plata en el bolsillo. Cuando se encontraba en la puerta, se la ofreció al carcelero, cuyo compañero estaba tumbado en el banco durmiendo la mona.

—Una noche fría, amigo —dijo—. Aquí tiene una ayuda para entrar en calor.

El carcelero murmuró algo inaudible. Lo cierto es que estaba muy achispado. Se inclinó para introducir la llave en la cerradura y cayó cuan largo era justo delante del umbral.

Gilbert giró la llave de inmediato, pero dudó si pasar por encima del hombre postrado, que todavía estaba consciente y se esforzaba por levantarse. Él sabía que los pies de Luna, que colgaban a unos pocos centímetros del suelo, rozarían las extremidades inferiores del carcelero, y tal vez este lo notase, aun cuando tenía los sentidos embotados por el alcohol. Así pues, le tendió la mano con una sonrisa amistosa y lo animó a levantarse. Dos veces intentó en vano ponerse en pie, y dos veces volvió a caerse, mientras Gilbert jadeaba y se tambaleaba por el esfuerzo. Al tercer intento, consiguió levantarse, pero al momento cayó encima del joven con tal fuerza que lo hizo retroceder tambaleándose y se golpeó violentamente contra la pared. Fue inevitable; nada pudo hacer para amortiguar la fuerza del impacto. Si a la muchacha se le escapaba un ruido, estaban sentenciados.

Ella aguantó en absoluto silencio, aunque él notó cómo un estremecimiento recorría los brazos de la joven. Apenas fue consciente de lo que le decía al idiota borracho, quien ahora, ablandado por la moneda, se lanzó a abrazarlo.

Aquello debía de ser el final; el descubrimiento era, ahora sí, inevitable. Angustiado, Gilbert levantó las manos.

—¡Pare, pare, hombre! ¡Mi reumatismo! Tenga un poco de compasión. Vamos, siéntese en este taburete; un trago más de esto lo reanimará.

Acercó el vaso humeante de licor que había en la mesa a los labios del borrachín; y un momento después había abierto la puerta y salía tambaleándose.

Los habitantes de Mizpah se acostaban temprano, por lo que se encontró la calle desierta. Se apresuró con paso vacilante, mientras el bulto de su espalda parecía, a semejanza del de san Cristóbal, más pesado a cada segundo. Y ¿si ella relajaba la tensión de sus brazos y caía al suelo? El esfuerzo debía de ser terrible. Se detuvo un segundo para recolocarse la carga, pero el deslizamiento que se produjo a continuación en su espalda le advirtió de que a ella se le estaban agotando las fuerzas. Siguió adelante, lleno de temor, pensando que, si se encontraba con alguien por el camino, lo descubrirían. La visión de su sombra, proyectada por la luz del fuego en la pared, le había hecho comprender el grave riesgo que estaba corriendo.

La luz trémula que arrojaba el farol en la puerta de su casa parecía un rayo del cielo. Vivía solo, ayudado por una mujer que iba todos los días a encargarse de los «quehaceres domésticos», como se les solía llamar. Sabía que tendría la cena preparada. Tenían que comer y después huir. ¿De dónde iba a sacar ropa para la muchacha?

Casi se arrojó dentro de la casa; corrió el gran cerrojo y, agachándose bajo el peso de aquel bulto aparentemente inerte, buscó su caja de yesca, encendió una luz y, con dedos frenéticos, se quitó sus envolturas.

La chica se derrumbó, inconsciente y extenuada, en el gran sillón, y allí se quedó, a la luz de la lámpara, tan quebrantada por la crueldad y la privación que el joven llegó a pensar que su rescate había llegado demasiado tarde.

La frente se le cubrió de sudor cuando empezó a tomar conciencia de sus actos. Había infringido la ley y se había hecho responsable de una joven salida de nadie sabía dónde. No tenían más remedio que huir, pero ¿cómo iban a hacerlo?

Tenía los nervios de punta por la tensión a la que los había sometido, pero se armó de valor para completar su aventura; cogió la tetera hirviendo de las brasas, sirvió un poco de leche en una taza y la acercó a los labios de la muchacha. Esta recobró gradualmente el conocimiento. Él vio en su reloj que eran apenas las ocho. Los fugitivos tenían toda la noche por delante.

Mientras ella se bebía la leche y echaba tímidos vistazos a su alrededor, Caton se puso a comer, al tiempo que ponía sus ideas en orden y decidía lo que debía llevarse con él y qué rumbo tomar. De momento todo había salido bien; de momento estaban libres. Pero…

Dio un respingo y su rostro se quedó helado. Se oían pasos y voces afuera, en la calle silenciosa… Pasos apresurados que venían de la prisión. Y, mientras estaba sentado contando los martillazos de su corazón, llamaron a su puerta con golpes fuertes y perentorios.

Levantó la cabeza y miró a la frágil huérfana, que se había quedado petrificada. Se levantó y se quedó quieto; la viva imagen de la perplejidad. Al cabo de un momento volvió en sí. Cruzó la habitación y por un instante fijó en ella una mirada que estaba a medio camino entre la orden y la súplica. Ella le respondió como si le hubiera hablado, poniéndose de pie y cogiéndole la mano. Él la condujo a la puerta de su dormitorio, la abrió y le dijo en voz baja:

—Entra… entra…

Ella le obedeció sin decir una palabra, sin titubear, y él cerró la puerta con llave y se metió esta en el bolsillo, mientras los golpes en la puerta se repetían, con más fuerza que antes.

Echó la capa encima de la sotana rasgada y fue al encuentro del Destino.

Fuera, en la noche nevada, había tres hombres. Parecían un caballero y sus dos criados. El caballero llevaba un traje de viaje muy caro y cubierto por muchas pieles, y tanto su voz como la cortés inclinación con que lo saludó pusieron de manifiesto su cuna inglesa.

—Siento tener que importunarlo. ¿Es usted el señor Gilbert Caton, el párroco local?

Gilbert asintió.

—¿Me permite que le robe unos pocos minutos de su valioso tiempo, señor? Vengo simplemente a hacerle una pregunta. Estoy buscando a mi madre y a mi joven sobrina. Me llamo Clare, Leonard Clare, de Clare Hill, en el condado de Devon. Mi padre tenía una gran finca al oeste de aquí, pero fue atacada por indios, y muchos miembros de mi familia, asesinados. No obstante, tengo entendido que mi madre logró escapar con una de las hijas de mi hermano, y les he seguido la pista con razonable certeza hasta este distrito. Las autoridades locales, sin embargo, me dicen que aquí no saben nada de ellas. Como son de confesión episcopal, he pensado que tal vez usted supiera algo; y, antes de marcharme de aquí, me he atrevido a molestarle.

Un temblor repentino se apoderó de las piernas y brazos de Gilbert. Después de invitar a entrar a sus visitantes con un gesto, se derrumbó en una silla, tapándose la cara con las manos.

Acto seguido, alzando la vista con un rayo de inspiración y esperanza, preguntó impaciente:

—¿Tiene caballos?

—Sí… tenemos caballos.

—En ese caso, será mejor huir —dijo Gilbert con voz ronca.

El señor Clare, majestuoso y asombrado, en la pequeña sala, miraba con extrañeza al joven párroco, cuya cordura parecía cuestionable.

—¿Huir? —repitió.

—Los vecinos de Mizpah —dijo Gilbert, quebrándosele la voz— quemaron a su madre por bruja. Yo vi cómo ardía, ahí fuera, en la plaza del mercado. Han dispuesto la quema de su sobrina para mañana. Lo han declarado día festivo para que todo el mundo pueda asistir al espectáculo.

El señor Clare soltó una especie de bramido.

—¡Que van a quemar a mi sobrina! Y ¿usted me insta a huir?

Gilbert asintió con la cabeza. Se levantó y fue hacia la puerta de su dormitorio. La abrió de par en par y llamó a la muchacha. Esta salió y se quedó en el umbral con su combinación harapienta; acorralada, salvaje, encogiéndose, con los ojos desorbitados. Por un momento esperó allí, preparada para seguir instrucciones, pero a continuación se lanzó en brazos de Gilbert y se aferró a él con todas sus fuerzas.

—¡No! ¡No! —chilló—. ¡No deje que me lleven con ellos! ¡Máteme!… ¡Máteme usted! ¡No deje que me quemen!

Tan alterada estaba que a Gilbert le costó un buen rato hacerle entender que estaba a salvo. Ahora que tenía claro cómo debía proceder, recobró toda su energía y agudeza. Le explicó la situación al señor Clare con la mayor claridad posible.

Estaba convencido de que era una insensatez esperar a la mañana y enfrentarse con las autoridades. La gente, al ver que se le escapaba su presa, montaría en cólera y causaría disturbios. Además, los vecinos de todos los demás pueblos del distrito les tenían el mismo odio y terror ciegos a las brujas, por lo que podían considerarlos enemigos potenciales. El plan más seguro era vestir a la muchacha con ropa de chico y huir a caballo enseguida. Tenían por delante una noche clara y despejada, aunque fría. Debían viajar en línea recta hasta alcanzar la costa, y allí tomar un barco hacia Inglaterra. Él podía encontrar algo que ponerle a Luna, y ellos le podían dejar una capa.

Leonard Clare escuchó, con el corazón ardiéndole de ira, pero comprendiendo que el consejo era bueno. Decidieron que mandaría a sus criados a la posada para que pagasen la cuenta y trajeran los caballos y su equipaje. Había un caballo de sobra para transportar todo lo necesario para el viaje, y, hasta que hubieran salido del distrito y comprado otro caballo, Luna podía ir montada en él.

Tenían que darse mucha prisa, y, con los nervios de los preparativos, Leonard Clare apenas tuvo tiempo de pararse a pensar en el papel trascendental que había desempeñado el joven párroco.

Pero, cuando cerraron a Luna una vez más en el dormitorio para que se lavara y se vistiera, los dos hombres se quedaron de nuevo cara a cara, y, al advertir las marcas azules bajo los ojos del joven, se percató de lo desagradecido que se había mostrado. Habló entonces con circunspección y elegancia de la deuda contraída. No iba a osar insultar al joven ofreciéndole una recompensa, pero si había algo que pudiera hacer…

Gilbert le dio las gracias en voz baja. Dijo que sencillamente no podía permitir que la joven fuera asesinada. Había hecho lo que estaba en su mano, y Dios se había encargado del resto.

Puso fin de inmediato a las protestas dibujando un plano de la ruta recomendada y dándole indicaciones detalladas.

En eso estaban cuando la puerta del dormitorio se abrió silenciosamente y salió una figura delgada con calzones, camisa y el pelo recogido y oculto bajo un sombrero de montar.

La timidez de Luna había desaparecido. En sus ojos brillaba una idea nueva y terrible. Acercándose a Gilbert, le dijo, con su voz delicada y maravillosa:

—¿Qué va a hacer usted?

Él se inclinó por encima de la mesa y la miró a los ojos.

—Quedarme aquí y seguir con mi trabajo —dijo serenamente.

—Cuando descubran que he escapado, vendrán a por usted.

Él se encogió de hombros.

—Quizá no. Puede que crean que el Diablo ha escapado contigo en mitad de la noche.

—Si no piensan eso, la muchedumbre le hará pedazos.

—Es algo que no puedo evitar. He hecho lo que debía.

La chica se dio la vuelta muy despacio, como si no pudiera liberar a sus ojos del dominio de los de él. Miró a su tío.

—No puedo marcharme de aquí a no ser que el señor Caton venga también.

—Tengo que rogarle humildemente que me perdone. No había comprendido el peligro que ha corrido usted al rescatar heroicamente a mi sobrina —tartamudeó el señor Clare—. Los sucesos de esta noche… Creo que mi inteligencia es demasiado corta, señor. Pero permítame enmendar el error. Venga con nosotros esta noche, y yo me encargaré de que pueda seguir con su vocación.

Gilbert dudó, con el rostro encendido. Luna se acercó a él y le cogió la mano.

—Si él se queda, yo me quedo con él —dijo con voz clara.

Oyeron caballos en la puerta. Se mezclaban voces con las pisadas de los animales. El alcalde había venido a expresarle al señor Clare su pesar por que se fuera del pueblo sin respuesta a sus indagaciones.

Salieron a hablar con él. Gilbert le explicó que iba a acompañar al señor Clare durante la primera etapa del viaje, pues este no estaba seguro del camino a seguir en los primeros quince kilómetros, antes de llegar a la carretera principal. Se subió al caballo sobrante y a continuación ayudaron al paje a montarse delante de él.

—Asegúrese de llegar a tiempo para la quema —dijo el alcalde con preocupación—. Queremos que se encargue de las últimas oraciones.

—Descuide, habrá tiempo de sobra para eso —respondió Gilbert con tranquilidad.

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