Viajero al infierno - Philip Latham

 El sábado y el domingo eran, naturalmente, los días de mayor afluencia en el Museo Colfax. A Samuel Baxter todos los días solían antojársele iguales, por lo que no le molestaba en lo más mínimo el hecho de que sus jornadas de ocio cayeran en medio de la semana. En realidad, le gustaba levantarse tarde y vagar por el piso mientras los otros debían madrugar y trabajar duro...

Pero a la señora Baxter, aquello la molestaba tremendamente. Pues nada disgusta tanto a una mujer como el tener que estar metida en la cocina fregando la vajilla mientras su marido está cómodamente instalado ante el televisor con una buena caña de cerveza. Quizá no le hubiera importado que Sam descansara cuando los demás también lo hacían. Pero estar sentado sin hacer nada en un lunes o un martes, ¡eso era intolerable!

Así, no era pura casualidad el que la señora Emily Baxter sintiera la necesidad de limpiar el polvo en la sala de estar, cuando el partido de béisbol estaba en su punto culminante o cuando acababa de sonar el gong anunciando el primer round del combate de boxeo... En honor a la verdad, hay que decir que Sam no era ningún santo, y bastante hacía su esposa con soportarle...

Así que cierta mañana —martes para ser concretos— cuando Emily insistió para que su marido le ayudara a dar la vuelta al colchón de la cama, el choque resultó inevitable.

—El colchón está muy bien como está —dijo Sam—; déjalo.

—No lo voy a dejar, hemos de volverlo —replicó Emily.

—Mira, mujer, no te pongas pesada y deja estar el colchón, que yo te digo que está bien.

—Hay que darle la vuelta...

—¡Y dale! Nunca me entrará en la cabeza que, en un piso tan pequeño como el nuestro, tengas que estar removiéndolo todo constantemente de ese modo infernal.

—Si no te gusta ayudarme en casa, ¿por qué no te ocupas en algo de provecho fuera de ella?

—¡Dime qué puedo hacer, anda!

—Buscar un empleo mejor que el que tienes, pues ya llevas dieciséis años metido en esa «casa de la muerte»...

La señora Baxter acababa de tocar uno de los puntos más enojosos de sus discusiones. Sam se bebió de un solo golpe su taza de café.

—Emily, ya sabes que no soy ningún talento ni tengo estudios. Ya lo sabías cuando nos casamos.

—Lo cierto es que no has mejorado en nada desde que hace cinco años te ascendieron y te destinaron a la sección de los dinosaurios y demás reptiles...

—¿Acaso te figuras que me gusta pasar todo el día guardando cocodrilos disecados? —exclamó—. ¿Crees que no estoy hasta la coronilla de tener que contestar continuamente las mismas preguntas estúpidas, y trabajar año tras año por el mismo maldito y mísero salario?

—Entonces, ¿qué esperas para buscar un trabajo más decente?

—Pero, Emily, tú sabes muy bien que a los cincuenta años eso es imposible.

—¿Cómo lo sabes? ¡Nunca lo has intentado! Sam no contestó. Se levantó, tomó el periódico y lo metió en el bolsillo de la americana, mientras su esposa le miraba con recelo.

—¿Sales ahora? ¿Adonde vas?

—Voy a buscar otro trabajo.

—Será mejor que te lleves el paraguas; está empezando a llover.

—¡Al infierno con la lluvia!

Ella observó sus preparativos con una sonrisa condescendiente. Cuando su esposo iba a salir, dijo:

—Puesto que vas a buscar trabajo, puedes aprovechar para ver también si encuentras otro piso.

—¿Que mire si encuentro otro pi...?

Si su mujer le hubiera pedido que le trajera el farol que se alzaba sobre la torre del Ayuntamiento, no se habría sentido más asombrado.

Salió dando un portazo.

 

Los Baxter ocupaban un pequeño apartamento, con baño y cocina, en el vigésimo piso de un edificio de apartamentos económicos situado relativamente cerca del Museo Colfax. Llevaban viviendo en él dieciséis años, y al comienzo se consideraban muy felices al vivir tan cerca del lugar de trabajo de Sam.

Por supuesto, no era su intención permanecer mucho tiempo en un piso tan reducido; sólo hasta que se situaran. Pero lo malo es que nunca lograron reunir dinero suficiente para mudarse de piso, por lo que ya llevaban en él dieciséis años. Cuando llegaron, las ventanas daban a las alegres montañas que se extendían al norte, mientras que ahora estaban totalmente cercados por unos edificios tan altos que en la mayoría de los meses del año debían tener las luces encendidas todo el día.

Sam entró en una cafetería cercana, para poder examinar detenidamente las columnas de anuncios del diario reservadas a las demandas de trabajo. Comoquiera que desde hacía ya bastante tiempo todos los parques públicos se habían convertido en edificios comerciales, no faltaban los empleos. Desgraciadamente, no había ninguno por el que Samuel Baxter sintiera el menor interés. No le preocupaba ni interesaba en absoluto el hecho de que la Foley Tool Works necesitara un buen operario para manejar una máquina afiladora. Ni tampoco le tentaba la posibilidad de ganar cincuenta mil dólares al año como ejecutivo en la Indoor Swimming Pool. Había numerosos empleos enormemente remunerativos a disposición de jóvenes dinámicos, que sólo tenían que vender artículos evidentemente fabulosos. Pero, como su café se había enfriado y cada vez llovía con más fuerza, sintióse completamente defraudado. Estaba a punto de pagar su consumición y marcharse sin rumbo fijo, cuando sus ojos se fijaron en la pequeña sección de «Trabajos para ambos sexos»:

 

Para trabajo de índole especial, precisamos hombre o mujer. No necesita experiencia. Sin limitación de edad. No se trata de venta de artículos. Se requiere examen físico. Buen sueldo si está capacitado. Entrevistarse personalmente con el doctor Sherwood. Rm. 515 Hartford. 3.855 E. Willow Wood, Glendora.

 

¡3.855 E. Willow Wood... 3.855 E. Willow Wood...! Estaba seguro de conocer aquella dirección. ¡Por supuesto! Era la Universidad del Estado. Lo de «Hartford» debía referirse, a buen seguro, al edificio del hospital, situado en el campus de la Universidad.

¡Cuántas veces había visto aquella dirección mientras clasificaba la correspondencia en el museo!

Pues el Museo Colfax mantenía una activa correspondencia con los profesores del Estado. Ahora bien, ¿por qué demonios la Universidad ponía un anuncio semejante? Lo mejor sería coger un autobús y marchar allí para enterarse bien del asunto.

La Universidad de Glendora cubría un área aproximadamente de la misma extensión que la del Principado de Mónaco. Sus fundadores habían elegido un hermoso lugar, situado entre onduladas colinas, en cuyas vertientes habían construido lujosas residencias. En el campus, los edificios habían sido levantados, en un principio, dejando entre los mismos extensos espacios para los bancos y balaustradas en donde poder estudiar o conversar entre clase y clase. Sin embargo, todo aquello ya no existía ni tan sólo en el recuerdo de la actual generación de estudiantes. Pues el Estado, en su afán de aprovechar cada milímetro cuadrado, había levantado nuevos edificios de enseñanza, ahora separados por simples pasillos, y más tarde construyó locales subterráneos, un complejo de laboratorios y nuevas aulas bajo el nivel de la calle.

Todo aquello obligó a la Universidad a sustituir también la antigua numeración de las salas por un nuevo sistema de localización mediante coordenadas ideado por la Facultad de Matemáticas, gracias al cual Sam fue capaz de localizar la sala 515 del Hartford Hospital Building con sólo veinte minutos de búsqueda. Durante su ¿recorrido, tuvo que atravesar salas tan estrechas que, a menudo, resultaba dificultoso abrirse paso entre las las filas de pacientes apretujados en los bancos instalados a lo largo de las paredes. En todo caso, la visión de aquellas gentes enfermas, con los rostros pálidos y angustiados, no dejaba de ser estimulante para Sam, puesto que él se sentía físicamente sano.

La sala 515 estaba en la zona menos congestionada del hospital. No había letreros que indicaran, como era de prever, «Departamento de tal o cual cosa», ni siquiera las consabidas flechas indicadoras. En aquel pasillo no había pacientes de ninguna clase, solamente una puerta, que ostentaba en gruesos caracteres el anuncio «Medicina Experimental», con la invitación debajo y en letras pequeñas: «Pasen». Sam entró en la habitación.

Al proyectar aquella sala, un hábil arquitecto le había dado forma triangular, consiguiendo montar una oficina en un espacio en donde nadie lo hubiera imaginado.

Una joven negra se hallaba en aquella habitación, ocupada en buscar y extraer carpetas de un archivo. Contrariamente a los demás empleados con los cuales se había tropezado, no parecía darse demasiada prisa en atenderle.

—Vengo por lo del anuncio aparecido en el Times de esta mañana —dijo Sam.

La muchacha sonrió agradablemente:

—Siéntese, por favor. El doctor Sherwood le recibirá dentro de un momento.

Sam miraba a su alrededor, como si esperara encontrar algún detalle que le indicara la verdadera naturaleza de aquella oficina. En la pared opuesta, había un mapa de la tabla periódica de los elementos, junto a una descolorida vista fotográfica de la playa de Wai-kiki con Diamond Head al fondo. Detrás, un tablero en el que aparecían los retratos de los poetas americanos de la escuela Waterfall Whisker: Bryant, Longfellow, Lowell, etc. Longfellow. Parecía fijar su mirada en la esbelta joven que aparecía en un calendario de la conocida marca de detergentes Superba. La puerta que estaba junto al archivo, debía conducir seguramente al despacho del doctor.

Sam sabía por amarga experiencia que, generalmente, lo de «un momento»" significaba algo así como media hora. Sin embargo, la puerta no tardó en abrirse para dejar paso a un fornido joven seguido de un hombre de mediana edad y de apariencia jovial, con una bata blanca: evidentemente se trataba del doctor.

—Bien, de todas maneras, gracias por su visita —dijo el doctor mientras estrechaba la mano de su acompañante.

El joven saludó con una ligera inclinación de cabeza, y abandonó la oficina.

Durante unos segundos, el doctor y su secretaria cambiaron una mirada de inteligencia.

—Doctor, hay un caballero que desea verle —dijo la secretaria indicando a Sam Baxter. El doctor le miró sombríamente.

—Venga —dijo suspirando.

Una vez se hubieron presentado mutuamente, el doctor se apoyó en su sillón giratorio, con las manos entrelazadas detrás de su cabeza y la mirada fija en el techo.

Sam trataba de aparecer lo más natural posible a los ojos del doctor, ni muy indiferente ni demasiado ansioso. Sabía que si aquel empleo tenía algún valor, trataría de conseguirlo, pero sabía asimismo que no había cosa peor para lograr un nuevo empleo que el hecho de necesitarlo a todo trance. De modo que no debía, mostrarse ni demasiado atrevido ni tampoco demasiado resignado.

—Supongo que usted viene con motivo de nuestro anuncio —dijo finalmente el doctor Sherwood.

—Así es —respondió Sam.

El doctor sonrió nostálgicamente y dijo:

—Recuerdo que cuando yo era todavía muchacho y andaba buscando mi primer trabajo, mi padre me aconsejó: «Nunca hagas caso a los anuncios que no estén claros».

—Es un buen consejo —admitió Sam.

—¿Le importa decirme por qué ha hecho caso al nuestro?

Sam se movió en su silla y afirmó:

—Francamente, creí que era el único anuncio que me convenía. Además, reconocí la dirección de la Universidad del Estado, y sabía que la Universidad no puede ofrecer nada desatinado.

—Bueno, no esté tan seguro —dijo el doctor Sherwood, dando un tono muy grave a su voz—. Ellos son capaces de cometer ciertas diabluras. —Y añadió—: ¿Cuál es su actual situación, señor Baxter?

Sam resumió en pocas palabras su situación en el Museo Colfax, diciendo que no le gustaba ya lo que hacía allí y las dificultades con que tropezaba para encontrar, a una edad como la suya, un empleo mejor.

El doctor le escuchó sin intervenir, y luego dijo:

—Bien, señor Baxter, su caso es muy normal. Pero, sinceramente, no puedo decirle si podremos ayudarle. Es muy posible que no. Ya ve que no ofrecemos un empleo fijo. Necesitamos encontrar un hombre, o una mujer, apropiado para una especie de prueba. Ahora bien, lo que ya no puedo asegurarle es si dicha prueba le convendrá.

—¿Puede saberse qué clase de prueba es?

—Lo siento, pero no puedo decírselo —contestó el doctor Sherwood—. Mis labios están sellados... ¡Al diablo esos líos y todo ese secreto! La verdad es que nada puedo decirle en concreto; solamente me toca aceptar las cosas, pero nada puedo hacer. De modo que si quiere seguir adelante, señor Baxter, mucho me temo que deberá avanzar a tientas —concluyó enigmáticamente.

—En el supuesto de que yo reuniera las condiciones exigidas, ¿cuál sería mi sueldo?

Sam estaba dispuesto a pedir un diez por ciento más de lo que cobraba en el museo. Así, cuando el doctor le dijo que ganaría una cantidad que doblaba su actual salario, casi no lo creía.

—La cantidad ha sido fijada por el Gobierno —aclaró el doctor Sherwood—, pero opino que el trabajo merece mucho más.

—Yo diría que el sueldo me parece muy generoso, sobre todo para alguien que, como yo, carece de experiencia en la materia.

—Quizá no piense lo mismo cuando sepa algo más respecto a su trabajo. Si sigue dispuesto a aceptar, éste es el paso inicial. En primerísimo lugar, debe rellenar un largo cuestionario. ¿Hijos? ¿Estado? ¿Nombre de su abuela?... Todo ello nos tiene sin cuidado y no nos importa en absoluto, pero, naturalmente, hemos de empezar con esos datos. Luego le haremos un examen físico preliminar; sólo para asegurarnos de que su corazón late normalmente, sus intestinos funcionan bien y sus reflejos reaccionan ante los estímulos relacionados con su nuevo empleo. También habrá de contestar a ciertas preguntas sobre su vida privada... Si usted sale airoso de esas pruebas rutinarias, entonces hablaremos de su trabajo.

—Pero..., ¿ese examen no tomará un tiempo excesivo?

—Precisamente, de eso le iba a hablar —prosiguió el doctor Sherwood—. Por cada hora que usted pase en nuestra clínica, recibirá tres dólares. El examen médico corre naturalmente a nuestra cuenta. He de decirle que solamente en exámenes médicos vamos a gastar en usted unos mil dólares. Si realmente dispone de tiempo, señor Baxter, ésta es una oportunidad que no debe desaprovechar. Piénselo.

Samuel Baxter solamente empleó unos segundos en pensarlo. ¡Cualquiera rechazaba semejante oportunidad!

—Conforme —dijo.

—¡Magnífico! —exclamó el doctor Sherwood, al tiempo que se levantaba de la silla—. ¿Qué día le viene bien empezar?

—Hoy mismo.

El doctor consultó su reloj:

—Bueno, falta poco para las doce. Haré que la señorita Christie le reciba a primera hora de esta tarde. Puede almorzar en nuestra cafetería; y luego vaya a visitarla.

—De acuerdo.

Sam se disponía ya a retirarse, pero el doctor aún quería preguntarle algo:

—Señor Baxter, ¿no será usted acrófobo?

—¿Acrófobo?

—Sí; así se dice de los individuos que temen anormalmente a la altura.

—No; supongo que no.

—¿Ni siquiera estando aislado en un lugar muy alto?

Sam trató de recordar.

—En cierta ocasión, subí en un globo. Fue en la feria de Pomona, si mal no recuerdo...

—¿Y qué sensación experimentó?

—Una especie de mareo.

—Es natural —dijo el doctor Sherwood sonriendo; y añadió, mientras abría la puerta—: No se olvide de ver a la señorita Christie después del almuerzo, ¿de acuerdo?

—Descuide, doctor. No me olvidaré.

 

Sam no tuvo dificultad en conseguir las horas libres que necesitaba para sus numerosas visitas al hospital. En el museo sus superiores le estimaban mucho y no hubo problemas al respecto: obtuvo todo el tiempo que pidió. No quería dejar escapar los tres dólares -que le daban por hora, y en aquellos dos meses se tomó muchas más horas libres que las que tomara durante los diez últimos años de su servicio en el Museo Colfax.

Samuel Baxter no tardó en convertirse en una figura muy popular en el hospital Hartford; a diario podían verle en la sección de radiología, en los sótanos del edificio; en la de respiración pulmonar, situada en el último piso, o en las secciones de cardiología, urología, neuropatología y otología. No hubo sección de reconocimiento por donde no pasara. Sin embargo, donde más tiempo pasó fue en otología, ya que por algún motivo que Sam desconocía, su aparato auditivo despertaba un interés muy especial entre los facultativos de aquella sección. Pero, por muy molesto que fuera lo que le ordenaran hacer, Sam solía obedecer de buena gana y a todo sabía poner buena cara. Si una enfermera, después de obligarle a quitarse los pantalones, le decía que era un buen paciente, le daba las gracias, se ponía de nuevo sus pantalones y se disponía a pasar el siguiente examen. Y nunca se quejaba porque le hicieran esperar demasiado: mientras, corría el reloj, y los tres dólares se convertían en seis... o en nueve o incluso en muchos más.

Pero todo tiene un fin en esta vida... Llegó el día en que todos los exámenes y tests concluyeron; todos los resultados figuraban inscritos en las respectivas fichas, que formaban ya un buen montón. Con tal motivo, la señorita Christie telefoneó a su casa para pedirle si a la mañana siguiente no tendría inconveniente en entrevistarse, a las diez en punto, con el doctor Sherwood El señor Baxter le aseguró que lo haría. Mejor dicho, fue la señora Baxter la que contestó, pues afortunadamente, ella misma había tomado el teléfono al recibir la llamada.

Aquello fue para ella fuente de una gran satisfacción, por cuanto ahora ya tenía la primera pista que podía llevarla a descubrir qué clase de andanzas llevaba su marido; desde aquella lluviosa mañana de hacía dos meses, el comportamiento de Sam era de lo más misterioso. Al comienzo, consideraba sus ausencias de casa y del museo como algo puramente inofensivo, como un nuevo ardid de su esposo para hacerla rabiar. Pero ahora las cosas parecían tomar un cariz muy distinto; cualquier otra mujer habría imaginado que Sam andaba con alguna chica de ésas..., pero en su caso no cabía pensar en semejante ridiculez.

A todas las preguntas que su mujer le hacía, Sam oponía el mutismo más absoluto. En cualquier caso, había descubierto el poder peculiar que brinda el cerrar la boca.

—A su debido tiempo te contestaré —decía Sam, y ello le valió el despecho de su esposa, pero asimismo el respeto por su parte.

 

Sam se presentó en el despacho del doctor Sherwood unos minutos antes de las diez, siendo recibido inmediatamente. El doctor le dio un cordial apretón de manos:

—Señor Baxter, en primerísimo lugar, déjeme felicitarle. ¡Es usted un magnífico ejemplar de la raza humana! ¡Único entre diez mil!

—Gracias —murmuró Sam al tiempo que iba pensando lo afectuoso que se mostraba el doctor comparado con la primera entrevista.

—Conozco muy bien estas cosas —dijo el doctor— y he de confesarle que tras todos esos exámenes, esos análisis y esas pruebas, con toda esa cantidad de instrumentos de tortura, usted no nos ha defraudado. Lo lógico es que le hubieran encontrado alguna cosa anormal en su anatomía, pues lo corriente es eso. Pero, ¡no, señor! En su caso el cuerpo médico se afanó en vano, y tengo la gran satisfacción de decírselo. ¡Está usted más sano que un semental!

Sam agradeció aquel homenaje al estado impecable de sus órganos internos con una leve inclinación de cabeza.

—Naturalmente, se habrá preguntado el porqué de tanto reconocimiento médico.

—He de confesar que estoy algo intrigado —admitió Sam.

—Bueno. Ahora puedo decírselo. —El doctor Sherwood vaciló unos segundos y prosiguió, como coordinando sus palabras—: Cualquier persona que hoy en día viva en una capital sabe muy bien el grave problema que plantea la falta de espacio. Pagamos cantidades exorbitantes por un cuchitril en el que nuestros abuelos no se habrían atrevido a meter ni tan siquiera a un perro... Cada centímetro cuadrado está ocupado. Para conseguir más espacio no nos queda otro remedio que edificar en altura, cada vez más alto. Así hemos llegado a tener rascacielos de cien pisos..., luego doscientos..., y ahora, hemos comenzado a meternos en el subsuelo. Pero hay un límite en ambas direcciones, y me temo que ya estemos alcanzando ese límite.

El doctor cogió un lápiz y empezó a trazar líneas y cifras en su cuaderno de notas:

—Digamos que existe la apremiante necesidad de levantar un edificio con un total de unos treinta y cinco millones de metros cúbicos. Pero para ello disponemos solamente de una superficie de diecisiete mil metros cuadrados aproximadamente. Además, la reglamentación actualmente en vigor nos limita la dimensión vertical, la cual no puede rebasar los trescientos treinta metros. Sobre un área semejante, un edificio de esa altura nos daría más o menos unos diecisiete millones y medio de metros cúbicos, o sea sólo la mitad del volumen que necesitamos. ¿Qué podemos hacer, señor Baxter?

—Disponer de más terreno —sugirió Sam.

—Lo siento, pero es todo el que hay.

—Entonces, hacer caso omiso de la reglamentación...

—Ello es totalmente imposible; no podemos.

—En tal caso, no sé cómo se las ingeniarán para edificar ese edificio —dijo Sam.

—Podríamos levantar nuestro edificio con sólo una condición: la de extenderlo en cualquier otra dimensión.

—¿Pretende extenderlo en una cuarta dimensión? —preguntó Sam asombrado.

—Llámele cuarta, quinta, o como le plazca.

Sam se atrevió a sugerir:

—Si usted me da las dimensiones que le pida, le puedo construir un edificio con todas las dimensiones que se le antojen.

—Teóricamente, sí —asintió el doctor Sherwood—, pero en la práctica no resulta tan fácil. Le diré que hace ya cinco años que los especialistas de la Facultad de Física comenzaron a sentar las bases de un programa dimensional. Aquello me pareció una verdadera locura y me opuse al mismo. Pero nadie me hizo caso. Los físicos siguieron en sus trece, pidieron gran cantidad de dinero, y lo obtuvieron. Se acabó el dinero, y no habían demostrado absolutamente nada. Tal como yo había previsto —subrayó el doctor Sherwood con gran satisfacción—. Como suele ocurrir en la ciencia, la clave del problema llegó de una fuente totalmente inesperada. No de aquel grupo de ineptos, sino de la observación de ciertas desviaciones en las órbitas de Mercurio y de Icaro en relación con el cuádruple momento del Sol. Tan pronto como conseguimos el dato esencial, el resto fue facilísimo. Al cabo de más de un año sabemos no solamente cómo transportar a un hombre a otra dimensión, sino también cómo hacerle regresar.

El doctor Sherwood extrajo de un sobre dos grandes placas fotográficas, y las proyectó en la pantalla de su despacho.

—Observe bien esto —dijo apagando la luz—. Por supuesto, son negativos, pero para el caso da igual. Esta es una fotografía tomada normalmente; reconocerá el lugar: es la parada en donde suele usted tomar el autobús. Se trata de una foto normal, y tomada como de costumbre. La segunda foto, muestra exactamente la misma-escena, pero esta vez tomada en multidimensión. ¿La reconocería?

—De ninguna manera.

—Tratando de interpretar esa evidencia multidimensional, no estamos tan seguros de haber obtenido una simple extradimensión. Y eso es lo que más nos viene preocupando desde hace tiempo. Nosotros tratamos principalmente de conseguir la cuarta dimensión. Pero, mire ese mosaico de puntos y líneas que aparece en esa esquina, ¿lo ve? Pues procede de la quinta dimensión. Y ahora, ¿ve esas sombras? Pues se trata de las intrusiones no ya de la quinta, sino de la sexta dimensión... Y hace unos días, vienen proclamando que ya encontraron las huellas de la séptima. Un verdadero enredo...

—Desde luego, lo es —admitió Sam.

—Trasladarse por dentro de esa maraña dimensional y salir de ella sano y salvo sería mucho más difícil que hacer que un hombre llegara a Marte y regresara. Sin embargo, esos problemas de transferencia, ya los tenemos casi superados. Ahora podemos comenzar la construcción de nuestro edificio en cualquier momento. Pero aún nos retiene una cosa...

—¡Ah! ¿De qué se trata?

—El temor; un temor paralizante.

—Lo siento, pero no le entiendo —dijo Sam.

—Señor Baxter, no es lo que usted se imagina. No se trata de nada relacionado con lo que ya hemos experimentado, sino de algo muy diferente.

El doctor permaneció unos segundos en silencio, mientras estudiaba las fotografías.

—Nosotros —continuó— creemos ser criaturas cuyo entorno natural es el espacio tridimensional. Sin embargo, eso no es cierto en su totalidad, sino el ochenta y cinco por ciento de la verdad. En realidad, somos criaturas cuyo entorno natural es el espacio bidimensional: el suelo que pisamos. Nadie vacilaría en pasar sobre una tabla situada en esta habitación a escasos centímetros del suelo. Pero si colocamos esa misma tabla entre dos edificios a trescientos cincuenta metros de altura, ¿cuántas personas se atreverán a ir por ella? Aunque le pinche una espada no lo conseguirá...

—Bueno, es posible que alguno...

—Algunas personas, sí —admitió el doctor Sherwood—. Es cierto que hay gente que no se espanta en absoluto ante la tercera dimensión. Lo de andar sobre una tabla colocada a gran altura sería fácil para ellos.

«Cuando al principio descubrimos el secreto, todos estaban ansiosos por ver cómo se verían las cosas en la multidimensión. Ello me recordaba a los niños tratando de mirar por un agujero de la lona para ver lo que pasa en el circo. Bueno, el caso es que una docena hicieron el viaje multidimensional.

El doctor Sherwood tuvo una sarcástica sonrisa.

—Ninguno de ellos tardó mucho tiempo, pese a existir considerables variaciones, según las personas. El viaje solía durar de dos a veinte segundos. Nunca vi personas tan aterradas. Entre ellos, hubo un profesor de humanidades que tuvo que pasar una semana en la clínica, tomando sedantes.

»Todo parecía indicar —continuó el doctor— que tras aquellas malogradas experiencias, el programa multidimensional quedaría totalmente arrinconado. Sin embargo, a alguien se le ocurrió una idea feliz: quizá existieran gentes que, al igual que los paracaidistas o los trabajadores de la construcción, no temieran a las grandes alturas; alguien, en suma, que no se espantara ni sintiera absolutamente este infierno.

—¿Infierno, ha dicho?

—Perdone, es nuestra palabra vulgar para referirnos a ese temor que sienten los que lo experimentan. Cuando nos encontramos con el hecho de que nuestras fotografías presentaban varias dimensiones —explicó el doctor Sherwood—, dejamos de hablar del espacio de cuatro dimensiones, de cinco, de seis, etc., para denominarlas con el término de espacio «N». Así, comenzamos a referirnos al terrible temor al espacio «N» con la palabra inglesa «N-fear»( ). Sin duda sabe usted —siguió diciendo el doctor Sherwood— que la pronunciación de ese término se parece mucho a la de de «enfer», o sea infierno en francés.

El doctor sonrió:

—Habíamos llamado a un gran matemático belga para que colaborara en nuestras investigaciones. Hablaba bastante mal el inglés, y cuando nos oyó hablar del «N-fear» se imaginó que nos referíamos al «enfer», al infierno. Así, cuando se marchó, decidimos conservar esa denominación, pues realmente se trata del infierno...

 

El doctor sacó su pañuelo y se puso a limpiar los cristales de sus gafas. Sin ellas puestas, sus ojos parecían viejos y cansados.

—Bien —siguió explicando—, le diré que incluso esos locos endemoniados que son capaces de saltar docenas de veces en paracaídas cada semana tampoco demostraron una gran resistencia. Algunos se sumieron en el infierno durante unos doce minutos, pero a todos ellos hubo que hospitalizarles después del experimento. Y claro está, a ninguno le entusiasmaba el hacer carrera en el infierno ése. De modo que también tuvimos que renunciar a esos individuos.

«Como le estaba diciendo —continuó el doctor Sherwood—, nos hemos encontrado con el hecho de que las personas reaccionaban de muy distinta manera ante el llamado infierno, puesto que así hemos dado en calificarlo. De manera que todos nos preguntamos cómo podríamos elegir a un buen candidato. Le confesaré que hasta la fecha no tuvimos ningún éxito.

Volvió a ponerse las gafas y miró insistentemente a su interlocutor:

—Bueno, señor Baxter, ya sabe todo cuanto tenía que saber. ¿Alguna pregunta?

—Pues, realmente, no se me ocurre ninguna.

—¿He de interpretarlo como que usted desea seguir adelante?

—Desde luego —afirmó Sam.

—Quizá, querría usted ir a su casa y descansar primero un poco, antes de comenzar.

—No, no; no hace falta.

—Permítame felicitarle nuevamente y llamar asimismo su atención sobre la grave decisión que acaba de tomar. En el «infierno», quedará expuesto no solamente a ciertas lesiones físicas, sino también probablemente a un grave trauma psíquico. ¿Me ha entendido bien?

—Entendí perfectamente.

—Créame, señor Baxter; me he entrevistado ya con hombres y mujeres mucho mejor preparados y adiestrados para el «infierno» que usted. Los he visto antes del experimento rebosantes de entusiasmo y de confianza en sí mismos. También los he visto, después de su viaje al «infierno» con los nervios totalmente deshechos. —El doctor Sherwood vaciló unos segundos—: Y me queda algo más que decirle...

—¡Ah, sí! ¿Qué cosa?

—En uno de los casos, el candidato no regresó nunca del «infierno»...

Un silencio sepulcral reinó en la habitación. Durante unos segundos sólo se oía el zumbido del aparates acondicionador de aire.

—¿Sigue usted tan decidido como siempre? —preguntó el doctor Sherwood.

—Absolutamente —dijo Sam con voz recia.. De repente, los modales del doctor Sherwood se transformaron; de consejero médico se convirtió en un administrador de negocios:

—Aún nos quedan algunas pequeñas formalidades por cumplir. Debe firmarme este documento. Luego tendrá que entrevistarse con el doctor Cameron en su despacho de la planta baja. Le formulará algunas preguntas.

El doctor Sherwood entreabrió la puerta de su despacho y llamó a su secretaria:

—Señorita Christie, haga el favor de preguntarle al doctor Cameron si puede recibir al señor Baxter ahora mismo.

Abandonó su silla, sin dejar de mirar a Sam Baxter con una expresión irónica:

—¿Está usted totalmente seguro de salir airoso, señor Baxter?

—Nadie podría detenerme.

La secretaria llamó a la puerta y entró en el despacho anunciando:

—El doctor Cameron dice que baje inmediatamente a verle.

—Vale más que vaya a verlo en el acto —aconsejó el doctor Sherwood—. Cuanto antes mejor —agregó, y salió junto con Sam Baxter.

 

El doctor Cameron era un hombre delgado y encorvado, cuyo cuerpo parecía flotar dentro de su vestímenta, la cual parecía haber sido confeccionada para una persona de veinte kilos más. Sus pálidos ojos azules eran casi inexpresivos. El doctor Sherwood abrevió lo más posible la presentación del nuevo candidato y volvió a marcharse, diciendo:

—Le volveré a ver dentro de media hora, ¿de acuerdo?

El doctor Cameron asintió distraídamente sin dejar de mirar una serie de fichas que estaba seleccionando. Hasta que no las tuvo todas colocadas en su respectivo lugar, no se dignó reparar en la presencia de Sam.

—¿Es usted Samuel Baxter, el nuevo candidato para el «infierno»? —preguntó, sin dejar de consultar una de sus tarjetas.

—Para servirle —replicó Sam al tiempo que se dejaba caer en una silla.

Sam se sentía como un muchacho travieso reñido por el profesor debido a cualquier travesura.

—Supongo que el doctor Sherwood le habrá explicado, aunque sea muy brevemente, los peligros del «infierno».

—Sí, me lo ha explicado todo.

—¿Y usted no siente ningún temor?

—En absoluto.

El doctor Cameron se puso a remover el montón de tarjetas y, barajándolas en sus manos, las fue colocando sobre su mesa como si estuviera jugando a los naipes.

—Bien, señor Baxter, tengo que hacerle unas preguntas. Desde luego, puede no contestarlas, si así le conviene. Esto no es ningún tribunal y no está usted bajo juramento.

—Empiece —contestó Sam—. Pregúnteme cuanto desee, pues tendré el mayor placer en contestarle.

—Gracias —dijo el doctor Cameron, poniendo otra ficha boca abajo sobre la mesa—. Apreciamos sumamente su cooperación en este difícil asunto.

El doctor Cameron parecía no estar muy seguro de cómo proceder. Sam se sentía más bien molesto por él.

—Dígame, señor Baxter, ¿acaso se ha encontrado alguna vez en una situación que usted consideraba especialmente peligrosa?

Sam estuvo pensando un momento; luego explicó:

—Bueno, sí; una vez me vi perseguido por un oso en el parque de Yellowstone.

El doctor Cameron tuvo que hacer un esfuerzo para no perder la impasibilidad de su rostro:

—¿Y qué sucedió?

—Salí huyendo de la fiera. Entonces era muy joven y podía correr...

—¿No le parece que esa situación tiene más de humorística que de peligrosa?

—En este momento, al recordar aquella aventura, me parece bastante cómica; pero yo le aseguro que cuando me sucedió no tenía ninguna gracia...

—Comprendo —murmuró el doctor Cameron al tiempo que escribía en una de las fichas—. ¿No recuerda ningún otro caso en el que se enfrentara con un serio peligro, aparte lo del oso?

—Pues, no; no recuerdo ningún otro caso.

—Cuando estaba en el colegio, ¿consiguió destacar en alguna asignatura o recibió algún premio?

—Nada. No obtuve ninguna copa ni me impusieron ninguna medalla de honor...

—¿No hubo casos en los que los demás alumnos obtuvieran unas distinciones que usted considerase haber merecido?

—No; realmente, no.

—Señor Baxter, según mis anotaciones, está usted empleado como guía en el Museo Colfax, y lleva trabajando dieciséis años en dicho museo...

—Sí.

—Y durante todo ese tiempo, ¿ha servido usted fielmente al museo?

—Sí; y con plena dedicación, poniendo al servicio de los visitantes toda mi capacidad.

—Señor Baxter, ¿cuando cobró usted su último aumento de sueldo?

Sam vaciló unos segundos, y dijo:

—No recuerdo exactamente. Hace unos años; más o menos... Lo siento, pero no sabría decir cuándo fue.

—¿Acaso en estos últimos seis meses? —preguntó el doctor Cameron.

—No, hace mucho más.

—¿El año pasado?

—Tampoco.

—¿Hace dos o más años?

—Ahora me parece recordar: fue el primero de julio; hace cinco años. Sí, fue entonces cuando me aumentaron el sueldo.

El doctor Cameron anotó el dato en una de sus fichas:

—¿A cuánto ascendía el aumento?

—Hace tanto tiempo que ya no me acuerdo...

—Vamos, vamos, señor Baxter —dijo el doctor Cameron algo impaciente—, si hay algo que una persona recuerda siempre, es precisamente la cuantía de su sueldo.

—Si mal no recuerdo, me pagaban cincuenta dólares mensuales.

El doctor Cameron consultó nuevamente sus fichas, y declaró:

—Según la nómina de pago del Museo Colfax, el aumento ascendía exactamente a cuarenta y cinco dólares al mes. Tomando en consideración el alza del coste de la vida y los sueldos que suelen cobrar los demás empleados de su categoría, ¿le pareció justo o injusto el aumento que entonces le asignaron?

—Bueno... si tenemos en cuenta...

—Sin rodeos; ¿era justo?

—No.

—¿Presentó alguna queja ante su superior por los sueldos inadecuados percibidos por los empleados del museo?

—Quizá haya hablado de ello un par de veces...

—¿Lo comentó con su esposa?

—Sí, pero más hubiese valido que no le hablara de eso.

—¿Cuál fue la reacción de la señora Baxter?

—Cuando le comuniqué que había recibido un aumento de sueldo se puso contenta, claro...

—¿Y no dijo nada más?

—Bueno, sí; le parecía que me podían haber dado bastante más...

El doctor Cameron lo miró fijamente:

—Señor Baxter, ¿no es verdad que su esposa se puso como una furia cuando le comunicó la cuantía de su aumento?

—Sí; se enfadó bastante.

—¿No le amenazó con abandonarle si usted no iba al día siguiente al despacho del director de su departamento a pedirle más aumento?

—Creo que, efectivamente, me objetó esas cosas...

—Bien, ¿y usted qué hizo?

Sam no contestó, hundiéndose en su silla con la mirada vuelta hacia otro lado.

—Bien, ¿qué me dice, señor Baxter? —insistió el doctor Cameron.

Sam, mirando al suelo con aire compungido, replicó:

—Perdone, doctor, ¿qué me estaba preguntando?

—Al día siguiente —prosiguió el doctor Cameron sin alzar el tono pero destacando las sílabas—, ¿fue usted a visitar al director de su departamento para pedirle un mayor aumento de sueldo?

—No; no fui.

—¿Por qué?

—Bueno, verá usted, doctor... No recuerdo muy bien. El caso es que el director de mi departamento estaba aún de vacaciones.

—Pero, cuando regresó, ¿fue a verle?

—Pues, no fui tampoco.

El doctor Cameron guardó silencio unos segundos. Parecía un boxeador estudiando a su adversario antes de asestarle un golpe fulminante. Volvió al ataque.

—¿Y durante los cinco últimos años no habló usted ni una sola vez con su director acerca del aumento de su sueldo?

—No; nunca.

—Supongo que estaría tan atareado, que usted no tuvo la oportunidad de presentar su reclamación, ¿no es así? —preguntó el doctor Cameron con simpatía.

—No, mi director nunca está muy atareado.

—Entonces, ¿por qué no fue a verle?

Sam no contestó.

—Conteste, señor Baxter, ¿por qué no fue a pedirle aumento?

—Porque sentía miedo —gritó Sam con voz ronca—. Toda mi vida he sentido miedo; tanto miedo que he dejado que la gente me pisoteara..., me escarneciera y se aprovechara de mí... Nunca supe imponerme, hacerme respetar. Por eso nunca ascendí en mi trabajo.

Escondió el rostro entre sus manos, y dijo sordamente:

—Esta era mi última oportunidad. Estaba dispuesto a salir adelante, y, si fracasaba..., a quitarme la vida...

El doctor Cameron seguía sentado, impertérrito, sin expresión alguna en sus pálidos ojos azules. Alguien llamó a la puerta del despacho.

—¡Pasen! —dijo el doctor.

El rostro del doctor Sherwood asomó por la puerta:

—¿Todo marcha bien? —preguntó.

El doctor Cameron hizo un ademán, señalando a Sam hundido en su silla, completamente anonadado. El doctor Sherwood lo miró con una expresión de desagrado:

—No parece que sea un buen candidato para el «infierno».

El doctor Cameron sonrió débilmente y afirmó:

—Puedo asegurarle que es un excelente candidato. Uno de los mejores que hemos tenido nunca.

 

El pequeño hospital de medicina experimental de Silurian Lake era uno de los mejores equipados de Estados Unidos, tanto desde el punto de vista técnico como de su plantilla. A juicio de los médicos que allí estaban, un candidato para el experimento del tubo de transferencia multidimensional —el llamado «infierno»— debía ser preparado como un paciente llamado a sufrir una complicada intervención quirúrgica.

Samuel Baxter fue instalado en una blanca habitación, dotada de las máximas comodidades. Al cabo de unos instantes, una hermosa enfermera vino a ponerle una inyección, después de lo cual le sugirió muy amablemente que descansara. Sam estaba deseando precisamente eso, pero la risa, que le había entrado y relajado sus nervios después de la entrevista con el doctor Cameron, se había transformado ahora en una sensación de pánico. Si en este momento hubiese tenido la oportunidad de escapar de allí, lo habría hecho...

Pensó que, al fin y al cabo, no le resultaría tan difícil volverse a vestir y salir de la habitación sin que nadie lo viera. No estaba enfermo; por el contrario, se sentía fuerte. Una vez fuera del hospital, el único problema era que tenía que atravesar el desierto de Mohave. Pero si encontraba un coche, la cosa no sería tan difícil. Ya se presentaría alguna oportunidad; alguien lo llevaría, sin duda... Volvió a recostarse sobre la almohada, aliviado al pensar que el problema estaba tan fácilmente resuelto.

Un médico y dos jóvenes estaban junto a su cama, y lo estaban mirando, sonrientes. ¿De dónde habían salido? —se preguntaba Sam.

Ahora el doctor le estaba inyectando algo en una de las venas del brazo. Durante unos segundos, vio cómo el tubo iba bajando, bajando... Y se sumió en él; ya no sentía nada... A lo mejor se trataba de una equivocación...

 

Samuel Baxter estuvo en el «infierno» durante tres horas y veinte minutos, sin contar el tiempo pasado en el tubo de transferencia multidimensional y el regreso a su habitación, con lo cual superó ampliamente la marca establecida por un acróbata muy famoso de Hollywood. Fue detenido por una patrulla a un par de millas del punto de transferencia, y pese a sus protestas lo hicieron volver por el mismo camino al hospital, donde lo tuvieron totalmente aislado durante treinta y seis horas sometiéndole a un montón de preguntas y tests.

El rumor del éxito alcanzado por Samuel Baxter se extendió como la pólvora por Silurian Lake, y de la noche a la mañana, la población de la pequeña localidad se duplicó. Anteriormente, el proyecto «Infierno» se había convertido en una triste tentativa, y podía pensarse que estaban tratando de hundirlo en los sótanos de Fort Knox... Pero, ahora lo habían conseguido: no solamente habían mandado a un hombre a la cuarta dimensión, sino que lo habían traído desde allí sano y salvo.

 

—Señor Baxter, haga el favor de acercarse un poco más para que nuestros telespectadores le vean mejor... Muy bien, así está mejor... Y ahora, ¿puede decirnos cómo lo pasó en su viaje a través de esa cuarta dimensión?

—Me divertí y lo pasé muy bien.

—¿Sintió miedo en cualquier momento de su expedición?

—En absoluto. Por el contrario, fue para mí una magnífica y apasionante aventura.

—¿Puede describirnos cómo se ve nuestro mundo desde la cuarta dimensión espacial?

—No, señor. Lo siento mucho, pero no puedo. Ello sería tanto como describir los colores del arco iris a un hombre ciego de nacimiento. Lo único que puedo decir es que aquello era maravilloso..., realmente maravilloso. Siento no ser un poeta. Es posible que entonces pudiera describir cuanto vi.

—Señor Baxter, ¿acaso esa penetración en la cuarta dimensión puede acabar con el déficit espacial en la construcción?

—Exactamente.

—¿Y qué le parecería un pequeño viaje por la quinta dimensión?

—La quinta, la sexta, la séptima... y las que usted quiera.

—Muchísimas gracias, señor Baxter —dijo el entrevistador de la cadena de televisión, mientras Sam saludaba a los invisibles telespectadores.

 

A Samuel Baxter le ofrecieron una cantidad fabulosa por su relato sobre el «infierno», pero, por desgracia, insistió en escribir él mismo aquel libro. Y como nunca había escrito nada, pronto se dio cuenta de que el poner las palabras sobre el papel era mucho más difícil de lo que imaginara. Apenas si llevaba escritas las primeras páginas cuando anunciaron que los experimentos multidimensionales se suspendían por falta de fondos. El Congreso se negaba a sufragar los costes de un proyecto en el que solamente un hombre entre mil podía conseguir el éxito. El resultado fue que Sam nunca acabó su libro y todos sus planes se vinieron abajo, puesto que los lectores potenciales se enteraron de que el informe oficial sobre aquel experimento acababa de aparecer en los Anales de los experimentos médicos, vol. 37, pág. 313.

De modo que Samuel Baxter regresó a su antiguo empleo en el Museo Colfax, donde hoy ostenta el cargo de jefe de Información y Correspondencia en la sección de «Monos antropoides y el hombre primitivo». Sus amigos afirman que el «infierno» le sirvió para algo. El caso es que, pese a su viaje por la cuarta dimensión, Baxter es hoy un hombre feliz y junto con su esposa Emily lo pasan bien. Ahora ella no deja de mirar por él, pues su marido se ha distinguido entre todos los demás hombres de la Tierra al conquistar el récord del mayor tiempo pasado en el «infierno».

Sam afirma que, pese a como quieran considerarlo los demás, nuestro mundo es realmente hermoso y maravilloso; vivimos en medio de sus hermosuras y basta con querer disfrutarlas, a condición de que no seamos estúpidos.

Si tiene la oportunidad de pasar alguna vez por el Museo Colfax, no deje de preguntar, amigo lector, por Samuel Baxter

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