Las andanzas de Pulgarcito, el hijo del sastre - Hermanos Grimm

Érase una vez un sastre que tenía un hijo  que se había quedado tan pequeño que no  era mayor que un pulgar, y por eso se llama­ba Pulgarcito.

          Tenía, sin embargo, coraje en el cuerpo y le dijo a su padre:

          -Padre, tengo que ir a recorrer mundo.

          -Está bien, hijo mío -le contestó el padre y to­mó una aguja de zurcir y a la lumbre le puso un nudo de lacre encima-. Aquí tienes una espada para el ca­mino.

          El sastrecillo salió a recorrer mundo y se puso a traba­jar primero para un maestro artesano, pero allí la comi­da no era lo bastante buena para él.

          -Señora maestra -dijo Pulgarcito-, como no nos dé mejor comida, mañana temprano escribiré en la puerta de su casa con tiza: «Patatas demasiadas, la carne ni la catas. ¡Adiós, señor rey de las patatas! », y me mar­charé.

          -¿Qué es lo que dices que vas a hacer, renacuajo? -dijo la mujer del maestro, tan enfadada que agarró un trapo y quiso golpearle con él.

          Mi sastrecillo se coló debajo del dedal, se asomó y le sacó la lengua a la mujer del maestro. Ella levantó el de­dal, pero Pulgarcito se fue de un salto a los trapos y cuando la mujer del maestro se puso a separarlos y a ti­rarlos buscándolo, él se metió en la rendija de la mesa.        

          ¡Eh! ¡Eh! ¡Señora maestra! -exclamaba asoman­do la cabeza por la rendija, y cada vez que ella le iba a golpear se bajaba de un salto al interior del cajón.

          Pero, a pesar de todo, al final lo pilló y lo echó de la casa.

          El sastrecillo caminó y caminó y llegó a un gran bos­que; allí se encontró con una banda de ladrones que querían robar el tesoro del rey. Y cuando vieron al sas­trecillo pensaron: «Éste nos puede ser de mucha utili­dad.» Entonces se pusieron a hablar con él y le dijeron que era un tipo hábil, que tenía que ir con ellos a la cá­mara del tesoro, colarse dentro y echarles fuera el di­nero.

          Él se dejó convencer, fue a la cámara del tesoro y miró a ver si la puerta tenía alguna grieta; afortunada­mente encontró enseguida una y cuando iba a meterse por ella, un centinela le dijo a otro:

          -¡Qué araña tan repugnante va por ahí! ¡Hay que matarla de un pisotón!

          -Anda, déjala que se vaya, que no te ha hecho  nada.

          Así, Pulgarcito entró en la cámara del tesoro, fue a la ventana bajo la cual se encontraban los ladrones y em­pezó a tirarles un tálero tras otro.

          Cuando el rey miró en su cámara del tesoro faltaba mucho dinero, pero nadie supo explicarse quién po­día haberlo robado si todos los cerrojos estaban bien ce­rrados.

          El rey apostó allí guardias y éstos oyeron que alguien hurgaba en el dinero y entraron a atrapar al ladrón.

          El sastrecillo se sentó en un rincón debajo de un tále­ro y exclamó:

          -¡Estoy aquí!

          Los guardias corrieron hacia allí mientras él ya salta­ba a otro rincón, y cuando los otros llegaron al primero gritó:

          -¡Estoy aquí!

          Los guardias corrieron atrás, pero él saltaba de un rincón a otro exclamando:

          -¡Estoy aquí!

          De este modo se estuvo burlando de ellos, hasta que se cansaron y se marcharon de allí.

          Pulgarcito siguió echando fuera los táleros uno tras otro, y al tomar el último se sentó en él y así salió volan­do por la ventana y llegó abajo. Los ladrones le dedica­ron grandes elogios y le hubiesen hecho su capitán si él hubiera querido.

          A continuación se repartieron el botín, pero el sastre­cillo no pudo tomar más que un kreuzer porque no era capaz de cargar con más.

          Después reemprendió el camino y finalmente, como el oficio no iba bien, se puso a servir como criado en una posada.

          Pero las sirvientas no lo aguantaban, porque veía todo lo que hacían a escondidas en la casa sin que ellas lo vieran a él y después las delataba, y les hubiera gusta­do jugarle una mala pasada. Más adelante, una vez fue a pasear al prado donde una de ellas segaba y ésta lo segó junto con la hierba y se lo echó en casa a las vacas, y la negra se lo tragó.

          Pulgarcito se encontraba ahora encerrado en el inte­rior de la vaca y por la noche oyó que la iban a matar. Su vida estaba en peligro y gritó:

          -¡Estoy aquí! -¿Dónde estás?        

          En la negra.

          Pero no lo entendieron bien y sacrificaron la vaca. Por suerte no le hicieron ningún corte y fue a parar en­tre la carne para hacer embutido. Y

como iban a picarla, gritó:

          -¡No piques muy hondo! ¡No piques muy hondo! ¡Que estoy yo dentro!

          Pero con el ruido nadie lo oyó. Él, sin embargo, fue saltando entre los tajos con tanta agilidad que ninguno lo alcanzó, aunque no logró saltar fuera y lo embutie­ron en una morcilla. Con él dentro la colgaron en la chimenea para ahumarla, y así permaneció colgado hasta que llegó el invierno y fueron a comerse la mor­cilla.

          Cuando cortaron en rodajas lo que había sido su alo­jamiento, dio un salto y se fue de allí corriendo.

          El sastrecillo reemprendió su caminata, pero por el camino se topó con un zorro y éste se lo tragó.

          -¡Señor zorro! -gritó-. ¡Estoy aquí! ¡Soltadme!

          -Sí -dijo el zorro-, no voy a sacar mucho de ti. Si haces que tu padre me dé todas las gallinas de su granja, te soltaré.

          Se lo prometió, llevó el zorro a su casa y éste se quedó con todas las gallinas de la granja. El sastrecillo, sin embargo, le llevó a su padre el kreuzer que había consegui­do durante sus andanzas.

          -Pero ¿por qué le dio las pobres gallinas al zorro para que se las comiera?

          -¡No seas tonto, hombre! ¡Tu padre también prefe­riría a su hijo antes que las gallinas!

 

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