La pequeña doncella de Salem - Pauline Bradford Mackie

 El día que comienza nuestra historia, el devoto clérigo Cotton Mather estaba en Salem asistiendo al juicio de una anciana cuyo espectro se les había aparecido a varias personas y las había aterrorizado con amenazas horribles. Además, el pertiguero había declarado que la había visto «con forma de muerta» merodeando por el mismísimo púlpito de la parroquia. Cotton Mather escuchó con insólito placer su condena de muerte, pues consideraba aquel crimen en particular una traición deliberada al Señor.

En cuanto salió del tribunal caluroso y polvoriento al aire fresco de la calle, donde lucía un sol radiante y un regusto salado anunciaba la proximidad del mar, sintió cómo un torrente de alegría inundaba su corazón, y rezó para sus adentros una oración pidiendo que Dios le ayudase a acabar con aquella feria, aquella nueva tierra de brujas, y así contemplar la iglesia de sus padres firmemente establecida.

Dejó su caballo de momento donde estaba, atado a un poste en la puerta del centro de reuniones, y caminó lentamente por la calle del pueblo hacia la posada, donde pensaba comer antes de partir hacia Boston.

Los árboles frutales que crecían a ambos lados de la calle estaban verdes y proyectaban pequeñas manchas de sombra en el pavimento de adoquines. Pensó en la cosecha del otoño dorado —inclinado como se sentía al recuerdo del deber cumplido—, cuando los severos puritanos celebraban un banquete en acción de gracias al Señor.

Toda la ternura apasionada del poeta despertó en él al ver estos arbolitos simbólicos.

—Hay hermosos árboles frutales —murmuró—, y también árboles de vacuidad.

A veces saludaba con una inclinación a las chismosas que tejían al sol en la puerta de una casa, otras se agachaba para levantar a un niño pequeño que se había caído. En el astillero ahuyentó con severidad a un grupo de muchachos que estaban haciéndoles cosquillas en los pies a prisioneros que se retorcían en el suelo.

Y de este modo, en uno de los pocos momentos de serenidad de su atribulada vida, fue paseando sin prisas.

Pero solo su exaltado estado de ánimo, envolviéndolo como una vestidura invisible e impenetrable, le permitía sentirse sereno en aquel momento.

Todos los demás llevaban un peso de terror como si fuera un manto. El mismo aire que respiraban parecía cargado con una horrible superstición. ¡Qué poco natural aquel cielo azul! ¡Qué alivio habría supuesto para sus alterados nervios otra fuerte tormenta! Eso les habría permitido liberar con un grito el terror que se había adueñado de ellos; pero ahora los vecinos hablaban susurrando, así de imponente era el silencio de aquel mediodía radiante. Y muchos, aun sabiendo que los espíritus malignos solían salir por la noche, deseaban que llegase la oscuridad y los envolviera. Nadie se atrevía a mirar a los ojos de su vecino. De una casita llegó el llanto de un bebé todavía en pañales, abandonado por su aterrorizada madre, quien creía que lo había poseído un espíritu maligno.

Pese a todo, los vecinos continuaban con sus tareas diarias mecánicamente.

En la taberna, Cotton Mather vio al juez Samuel Sewall y al maestro —que hacía también de actuario en el tribunal— conversando por encima de sus tazas de vino blanco español. Contento de haber encontrado tan buena compañía, acercó un taburete a su mesa.

—¡Ay, mi querido amigo —dijo el buen juez—, este asunto de la brujería está pesando mucho en mi alma! No veo el final, y no sé quién será el próximo condenado. Es un espectáculo lamentable, lo sé, pero me parece que, con el tiempo, en este angustiado municipio solo quedará el verdugo. Hasta mi estómago se vuelve contra mis platos favoritos.

El rostro sereno, casi majestuoso, del joven se humanizó con un leve brillo burlón.

—En ese caso, el Señor habría utilizado este asunto de la brujería con un propósito loable, al menos, si logra que abandones los placeres de la carne, Samuel. —En su mirada se advertía una extraña dulzura, fruto de la serenidad de su alma y de la amistad que los unía.

—No, no —respondió el buen juez con aspereza—, es una mezcla de remordimiento de conciencia y estómago desdeñoso. No tengo en gran estima al hombre que le da la espalda a su comida. ¡Ay, y que ese hombre tenga que ser yo y yo tenga que ser ese hombre! —se quejó—. La cara de esa niña a la que condenamos el otro día me atormenta por las noches.

Cotton Mather frunció el ceño en gesto amenazante, y el amigo jovial se transformó en el sacerdote protestante, imperioso en sus decisiones. Descargó un fuerte golpe en la mesa con la mano.

—¿Tenemos entonces que dejarnos cautivar por las mejillas redondeadas y la ternura de la infancia, y no atrevernos a cumplir el mandato del Señor? El mal casi siempre adopta la forma de muchachas como esa, y son más temibles que todas las viejas arpías de la cristiandad juntas.

—Ay —intervino el maestro—, ¡el mal casi siempre adopta la forma de muchachas como esa! Circulan extraños rumores sobre ella. Se dice que, por la tranquilidad de la comunidad, no se la puede ahorcar demasiado pronto. Además, la mujer de Ipswich que fue ahorcada hace dos semanas rogó que la joven bruja se salvara. Como todo el mundo sabe, es asombroso que una bruja le desee el bien a otra.

Cotton Mather dirigió una mirada terrible al gran juez.

—¡Idiota! —gritó—. ¿Es que no ves la mano del Diablo en todo esto? La mujer de Ipswich quería que se salvase la joven bruja para así ocupar con su negro espíritu el cuerpo de la hermosa muchacha y, de esta forma, con poder redoblado, al trabajar las dos en un mismo cuerpo, sembrar el caos en el mundo.

—No, no —protestó el juez—, mi carne es más débil que mi espíritu voluntarioso, y me temo que se ha dejado impresionar por una cara bonita y la vanidad de la apariencia. Pero tenemos que volver al tribunal, mi querido amigo —añadió, dirigiéndose al maestro de escuela.

Así pues, los dos se levantaron, se pusieron sus sombreros de copa alta, empuñaron sus bastones y, cogidos del brazo, se fueron caminando sin prisa por en medio de la calle.

Mientras comía, Cotton Mather fue enfrascándose en pensamientos cada vez más agitados. Se fue convenciendo de que era su deber investigar a fondo y personalmente los rumores sobre la doncella bruja. Además, intentaría convencerla para que confesara por la salvación de su alma, y, de camino, tal vez aprendiese cosas sobre la conducta malvada de las brujas y pudiese, con algo de ingenio, volver sus métodos contra ellas mismas y así honrar al Señor.

Lleno de impaciente determinación, ni siquiera se acabó la comida, sino que salió de la taberna y se encaminó a la cárcel.

Allí le indicó al carcelero que abriese la puerta de la celda muy despacio, por ver si, con un poco de suerte, sorprendía a la prisionera haciendo alguna maldad.

El viejo carcelero abrió la puerta muy poco a poco.

Cotton Mather vio a una pequeña doncella sentada en un camastro de paja, tejiendo. Llevaba enganchadas algunas briznas de paja en el pelo, así como en la enagua de lino y lana. El aro de hierro se había deslizado por su blanca muñeca, donde había dejado una marca roja.

El rostro de Deliverance palideció cuando alzó la vista y advirtió la presencia de su visitante. Ante su mirada severa, se echó a temblar, agachó la cabeza y dejó de tejer. El ovillo cayó rodando de su regazo y fue a parar a los pies del joven sacerdote.

Ella esperó a que él hablase. Pasaron los segundos y él no decía nada, y tan penosa le resultó la tortura de su silencio que por fin levantó la cabeza y lo miró a los ojos, pero la pena le impedía hablar.

—¿Qué quiere de mí, señor?

—He venido a rezar contigo, y a exhortarte a confesar.

—No, señor —protestó Deliverance—, no soy una bruja.

El viejo carcelero entró con un taburete para el señor Mather y, en cuanto lo hubo dejado, se marchó.

Antes de que ninguno de los dos pudiera decir nada, llamaron la puerta.

En respuesta a la invitación a entrar del joven sacerdote, apareció la figura de sir Jonathan Jamieson.

Deliverance lo miró con indiferencia, pues sentía que él le había hecho ya todo el daño que podía hacerle, y que ya nunca más podría perjudicarla.

El joven sacerdote, que le tenía un gran respeto a sir Jonathan, se levantó y le rogó que se sentara. Pero sir Jonathan, queriendo ser igual de cortés, se negó a privar al señor Mather del taburete. Y así podrían haber estado un buen rato, discutiendo y haciéndose reverencias, de no haber aparecido el carcelero con otro taburete.

—No he podido evitar verle entrar, pues ha dado la casualidad de que en ese momento salía yo de la taberna que hay aquí al lado —dijo sir Jonathan, poniéndose cómodo en el taburete, con la espalda apoyada en la pared—; y, dado que es mi intención escribir un libro sobre las malas artes de la brujería, le he seguido, convencido de que venía usted a exhortar a la prisionera al arrepentimiento. Por eso, le ruego que me conceda el privilegio de escuchar en caso de que confiese, pues de ese modo tal vez consiga algunas notas valiosas.

Mientras hablaba, le lanzó a la muchacha una mirada fugaz y amenazadora que ella no supo interpretar. ¿Tenía miedo de que confesase, o lo que pretendía en realidad era forzarla a hacerlo?

Cotton Mather, con el rostro iluminado por un fervor sincero y apasionado, se volvió hacia él.

—Faltaría más —respondió, con calurosa simpatía—; es una vocación noble y provechosa. A menudo encuentro más compañía en los muertos a través de sus libros que en la sociedad de los vivos, y una de las cosas que más le he agradecido siempre al Señor es que me haya bendecido con una pluma siempre a mano. Pero ya hablaremos de esto en otro momento. Ahora arrodillémonos y oremos.

Los dos se arrodillaron.

Pero Deliverance siguió sentada.

—Puede que sea malvada y obstinada —dijo—, pero sir Jonathan me impide rezar. No puedo arrodillarme con él aquí.

Ya no tenía ningún miedo a decir lo que pensaba.

Al oír esto, Cotton Mather miró a sir Jonathan y vio cómo se le encendía el rostro. Esto despertó de inmediato sus sospechas; olvidó todo el respeto que sentía por la gran riqueza y la posición elevada de sir Jonathan, y habló con severidad, convertido de nuevo en sacerdote, sin consideración alguna por la menor o mayor categoría de su profesión.

—¿Ejerce usted un hechizo malicioso que impide a esta joven bruja rezar cuando se ablanda y se siente inclinada a la devoción?

—No —respondió sir Jonathan—, es la maldad de su espectro malvado e invisible, que le susurra al oído para que me eche la culpa a mí.

—Le ruego que salga, no obstante, y espere en el pasillo, y así veremos si la joven bruja, libre de su presencia, reza conmigo —le dijo Cotton Mather.

En su fuero interno, sir Jonathan se indignó con esta orden. Sin embargo, se levantó con el mejor talante que fue capaz de fingir y salió al pasillo. Pero un miedo indefinible había brotado en su corazón. Pues bastaba una mirada, una palabra, una acusación, para que lo tacharan a uno de brujo.

Deliverance, aunque le tenía miedo al joven sacerdote, sabía que no era solo un gran hombre, sino también una buena persona que quería lo mejor para su alma. Así pues, se arrodilló de buen grado delante de él.

Rezaron durante mucho rato y con gran fervor. Mientras tanto, sir Jonathan daba vueltas por el pasillo, balanceando despreocupadamente su bastón de madera de endrino y tarareando su canción del viejo mundo.

Cada vez que pasaba por delante de la puerta abierta, le lanzaba a Deliverance una mirada terrible por encima de la figura arrodillada del sacerdote, y ella se estremecía, sintiéndose atrapada entre el poder de la oscuridad por un lado, y un ángel de luz por el otro.

Cotton Mather no podía ver esas miradas terribles, pero, incluso mientras rezaba, era consciente del tarareo despreocupado de sir Jonathan y de sus pasos relajados, lo cual demostraba cierta falta de respeto, así que, cuando le dijo que volviera a entrar, lo hizo con desagrado.

—Soy incapaz de entender, sir Jonathan —observó, levantándose y volviendo a su taburete—, por qué un hombre devoto como usted ejercería un hechizo para impedirle rezar a esta joven bruja.

Sir Jonathan se encogió de hombros.

—Tiene un espectro que pretende hacerme daño. Es un plan del Diablo para cubrirme de oprobio porque me he negado a seguir sus órdenes. —Una expresión de retorcida astucia asomó a su mirada—. ¿No ha experimentado nunca algo similar, señor Mather? Tengo entendido que los torturadores de una muchacha afligida consiguieron que la imagen de usted se apareciera ante ella.

—Sí —replicó el señor Mather con cierto acaloramiento—, los demonios se adueñaron de su lengua, y cuando sufría ataques se quejaba de que yo le infligía tormentos sobrenaturales. Sin embargo, sus únicas protestas cuando recuperaba el conocimiento eran contra mis pobres oraciones. Finalmente, mis exhortaciones se impusieron, y tanto ella como mi buen nombre quedaron libres de la maldad de Satanás.

Sir Jonathan se agachó para limpiarse el polvo de sus zapatos de hebilla con su pañuelo.

—Uno nunca sabe en quién puede recaer la acusación de brujería. Ni siquiera el más piadoso está libre de sufrir alguna calumnia. —Al agacharse, a Deliverance le había parecido que esbozaba una sonrisa, pero, cuando volvió a levantar la cabeza, su expresión era de profunda gravedad, e hizo frente con serenidad a la mirada suspicaz e incómoda del joven sacerdote—. Lo que más me convence de la culpabilidad de la presa —prosiguió con tranquilidad—, más aún que el sufrimiento que me ha causado, es el testimonio del viejo terrateniente que la vio conversando en el bosque con Satanás. Si pudiéramos llegar a la raíz del asunto, tal vez lográsemos desentrañar todo el misterio. Pero sugiero humildemente que ella me lo cuente al oído, a solas, por si el relato resulta de una naturaleza demasiado terrible y escandalosa para unos oídos tan piadosos como los suyos. Después yo se lo repetiría a usted con el debido tacto.

—No —respondió Cotton Mather—, un estómago delicado no me impedirá investigar nada que pueda llevar a un mejor establecimiento del Señor en este distrito.

Deliverance empezó a pensar que le iban a arrancar alguna historia en contra de su voluntad. ¡Ay! ¿Qué medios le quedaban para defenderse? Sus dedos se cerraron convulsivamente sobre las medias sin terminar en su regazo. Se despertó en ella el instinto femenino de buscar alivio de un pensamiento doloroso en alguna ocupación sencilla como coser o tejer. Decidió continuar con su labor, contando cada punto para sus adentros, sin permitir nunca que su atención se apartase de la tarea, independientemente de las palabras que le dirigieran.

Y así, con gran sencillez, y ajena a todos los convencionalismos mundanos, buscó refugio en su labor.

Fue una acción tan inaudita, evocadora de una domesticidad relajada y una forma de ocuparse propia de mujeres honradas, que tanto el sacerdote como el seglar se quedaron desconcertados y no supieron cómo actuar.

Sir Jonathan rompió a reír de pronto con aspereza.

—La bruja participa de la obstinación de su Maestro —exclamó—. Creo que sería aconsejable, en vista de que sus oraciones y exhortaciones resultan inútiles con ella, probar con métodos menos delicados y recurrir a amenazas.

Su artera inteligencia comprendió que por muy extraña (aunque, se temía él, conocida) que fuera la historia que contase la pequeña doncella, podría tomarse erróneamente por la maldad de quien se ha entregado a Satanás.

—Quizá sea lo mejor —asintió Cotton Mather, sumamente perplejo.

Sir Jonathan agitó el dedo índice en dirección a Deliverance.

—Escucha, señorita —dijo, y le clavó una mirada amenazadora.

Deliverance, que estaba contando sus puntos, no le prestó atención.

¡Qué pálida estaba su carita! ¡A qué velocidad se movían y rozaban las agujas! Y, mientras contaba puntos, un trasfondo de pensamientos, las palabras de su sueño: una pequeña vida vivida con dulzura.

—Escucha bien lo que te digo —continuó sir Jonathan—. ¿Has oído que han sentenciado a muerte al viejo Giles Corey?

Las agujas temblaron en sus pequeñas manos. En ese momento se le fue un punto, y de seguido otro.

—Y, como no dice ni que sea culpable ni que no lo sea, se rumorea que va a ser aplastado hasta morir bajo unas piedras.

Un suspiro de terror siguió a sus palabras. El sonido involuntario provenía de Cotton Mather, cuyo organismo imaginativo y excitable respondía a la menor impresión. Tenía los ojos fijos en la pequeña doncella. Vio cómo le temblaban las manos al extremo de que no era capaz de guiar las agujas. ¡Qué manos tan pequeñas, muestra de la inocente apariencia de la infancia! ¡Oh, que el Diablo tuviera que ponerse semejante disfraz!

—Por lo tanto, si no confiesas —continuó sir Jonathan, con voz gélida y amenazadora—, ni siquiera se te concederá la merced de ser ahorcada, sino que te atarán de pies y manos y te tumbarán en el suelo. Y los vecinos del pueblo irán a tirarte piedras, y aquel a quien hayas hecho sufrir las contará conforme vayan cayendo. Yo estaré allí para ver cómo te golpea la primera…

Un grito desgarrador de la muchacha torturada lo interrumpió. Ella se lanzó a los pies de él con los brazos extendidos.

—Y ¡cuando me golpee la primera piedra —gritó—, Dios me llevará con Él! ¡Podrá contar usted las piedras que me lanzan los demás, pero nunca sabré lo rápido que caen!

Cotton Mather se conmovió.

—Pongamos el celo necesario para deshacernos de todos estos malvados hechiceros y de sus fascinaciones, sir Jonathan, pero actuemos con misericordia cuando no esté reñido con la justicia, no vaya a resultar que torturar a cualquier ser vivo sea un reflejo de nuestra hombría. —A continuación se dirigió con ternura a Deliverance, que se había derrumbado en su camastro y se cubría la cara con las manos—. Explícanos por qué la mujer de Ipswich que fue ahorcada deseaba tu salvación.

Deliverance no respondió. Y él no encontró ninguna otra forma de convencerla para que hablase. Así pues, al cabo de un rato agotador rezando y exhortándola, sir Jonathan y él se pusieron en pie y se marcharon. En el umbral, Cotton Mather le echó una mirada por encima del hombro a la pequeña doncella, que no dejaba de llorar.

—Este caso me da mala espina —observó, apoyando la mano con fuerza en el hombro de su acompañante mientras recorrían el pasillo—; el corazón me ha dado un vuelco, y sus gritos han despertado sentimientos extraños dentro de mí.

La tarde estaba ya muy avanzada. El joven sacerdote no podría llegar a Boston hasta pasada la medianoche, por lo que decidió posponer su viaje hasta el día siguiente. Además, suponía una excusa magnífica para acercarse al juzgado por la mañana, pues disfrutaba mucho de aquellos juicios de brujas.

Pero esa noche a Cotton Mather le costó conciliar el sueño, pues no dejaba de pensar en la doncella y en si sería o no culpable de los cargos que se le imputaban…

[Nota del editor: después de una serie de interrogatorios, la joven bruja es declarada inocente de todos los cargos, y el hombre al que más agradecida ha de estarle por librarla de la horca es, curiosamente, ¡el señor Mather! Es sorprendente esta resolución en un momento en que la mayoría de los lectores seguían viendo a los personajes de los juicios famosos —en especial a los abogados de la acusación— en tonos muy definidos de blanco y negro].

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