La pareja del capitán - Evelyn E. Smith

 —En algunas ocasiones, capitán —dijo Deacon furiosamente—, me pregunto si es usted humano.

—¿Y quién le ha dicho que lo fuera? —repliqué, esforzándome en adoptar un tono divertido, aunque no lo estuviera en absoluto—. ¿Acaso tengo ese aspecto?

Los otros se rieron ante mi observación, y Deacon enrojeció.

—Sabe muy bien lo que quiero decir —murmuró, irritado—. ¡No tiene usted corazón!

¿Corazón? ¡Por supuesto que lo tenía! ¿Qué sabían aquellos insignificantes bípedos al respecto?

—Mis sentimientos no le conciernen —le dije bruscamente—, así como los suyos no me conciernen a mí. Se les ha pagado para realizar un trabajo, lo único que exijo es que lo hagan. Mientras tanto, quiten sus sucios tentáculos de mi equipaje.

Arrastré el cofre fuera de su alcance. Era mi bien más preciado, y hubiera preferido que me cortaran en pedazos antes que soportar ver a aquellos monstruos tocándolo.

—Son manos, ¿sabe? —exclamó—. Manos, no tentáculos. Y le quedaría muy agradecido si lo recordara.

—Lo intentaré —dije—, si ustedes intentan recordar que no quiero a nadie conmigo en la sala de control durante el viaje; es la regla shrlangi con respecto a los viajes espaciales.

—Nunca oí hablar de esa regla —observó Spanier, el primero y más viejo de mis tres oficiales—. Y hace años que me arrastro por el espacio.

Ciertamente, yo no era aún joven; las alas no me habían crecido más que dos días antes de la partida, pero no era una razón para que me lo recordaran. La edad y la experiencia no lo son todo. Sin embargo, comenzaba a darme cuenta de que eran algo que tenía un cierto valor práctico.

—Bien, pues ahora oye usted hablar de ella —dije furiosamente—. Nunca antes han viajado en una nave shrlangi, ¿verdad?

—No —respondió, con una voz muy suave—. Ninguno de nosotros. Una extraña coincidencia, ¿no es cierto?

—Sí —añadió el pequeño Muscat—. Y no hay ningún otro shrlangi a bordo, ni siquiera entre los pasajeros. Sólo hombres, excepto el capitán. Y la mayor parte de las máquinas no han sido construidas para las manos humanas —continuó, con un tono lleno de suspicacia.

Adopté un aire condescendiente.

—Seguramente sabrá usted que, de todas las especies inteligentes o semiinteligentes, sólo los humanos pueden respirar la misma atmósfera que los shrlangi, y yo no tenía la menor intención de pasar más de un mes con la cabeza metida en un casco.

—Eso no explica por qué no ha tomado usted a gente shrlangi como miembros de la tripulación —hizo notar Deacon. Realmente estaba comenzando a crisparme los nervios—. En general —continuó—, las tripulaciones son mixtas. ¿Acaso…, acaso teme usted algo de los de su propia especie? ¿Y por qué no quiere bajar a la sala de máquinas? Sabe bien que es su deber de capitán.

Le miré fijamente a los ojos. Sin embargo, estaba temblando dentro de mi caparazón quitinoso.

—¿Está intentando decirme cuál es mi deber, Deacon? ¡Esto tiene todo el aspecto de una insubordinación! Déjeme recordarle que los grilletes que hay en la bodega también han sido diseñados para tentáculos, y es probable que los miembros humanos no se sintieran muy a gusto con ellos.

Mordió la protuberancia carnosa de la parte inferior de su rostro.

—No se ofenda, señor —dijo Spanier—. Después de todo, no puede usted negar que lo que pasa aquí puede parecer un tanto…, un tanto… ambiguo. Resulta más bien extraño que un capitán no abandone nunca la sala de control, ni siquiera en casos de apuro.

Golpeé el panel de control con un fuerte tentaculazo.

—Cuando se dirija a mí, señor Spanier —le dije con voz retumbante—, le ruego que me llame señora y no señor.

—Sí, señora —dijo con voz baja—. Siempre olvido que me estoy dirigiendo a… una dama.

No podía reprochárselo, ya que, sin la menor duda, yo era para ellos un monstruo tan horrible como ellos para mí. La idea de la feminidad aplicada a mi especie era sin duda tan grotesca para ellos como para mí el hecho de que aquellas burdas criaturas pudieran ser machos. Además, había escogido con mucho cuidado a mi tripulación y mis pasajeros entre aquellos que hasta entonces habían tenido poco contacto, o ninguno, con los shrlangi. Nunca había pensado que unas formas de vida extranjeras pudieran tener la suficiente inteligencia como para notar que había algo extraño en mi comportamiento, y empezaba a sentir una punzada de miedo, ya que me estaba dando cuenta de que todo aquello había sido demasiado temerario.

Para disimular mi temor no había nada mejor que la cólera. Me puse a gritar, respirando ruidosamente a través de mis espirales.

—¡Salgan todos inmediatamente de la sala de control!

Obedecieron, pero olvidaron cerrar completamente la puerta. Oí a Deacon murmurar:

—Sucio bicho… En toda esta historia hay algo que no está claro. Juraría que esa fuga en el depósito auxiliar no ha sido un accidente; hay alguien aquí que intenta retrasarnos. Y el capitán hace todo lo posible para boicotearnos desde la salida del Space Queen. Daría con gusto una semana de salario por saber qué juego se trae entre manos.

—Cierto —asintió Muscat—. Y hay otra cosa que tampoco es normal: ¿qué le ha ocurrido a su marido? Su nombre está en la lista de pasajeros, pero nunca ha subido a bordo. En mi opinión, ella no tiene la menor intención de llegar a Methfessel III. Tiene miedo de que las autoridades le estén esperando allí.

—Pero ¿de qué puede servirle esto? —preguntó Spanier—. Tarde o temprano tendremos que aterrizar en algún planeta, y la intergaláctica estará allí esperándola. Démosle otra oportunidad, puede que la hayamos juzgado mal.

—Bien, bien —dijo Muscat—, no queda ya ninguna duda, la hemos juzgado mal: es la…, la criatura más maravillosa del universo, hace honor a su especie. Entonces, ¿por qué no se toma siquiera la molestia de ir a dar una vuelta por la sala de máquinas para ver lo que no marcha?

—Después de todo —añadió el primer oficial—, se trata de una nave shrlangi, y hay un montón de cosas en ella que no nos son familiares. Por otra parte, tampoco comprendemos la mentalidad alienígena que la ha construido. Quizá existan buenas razones para explicar todo lo que está pasando aquí.

—En mi opinión —dijo bruscamente Deacon—, no sabe más que nosotros respecto al mantenimiento de la Space Queen. Nos hemos desviado ya dos puntos.

En aquel momento me levanté y fui a cerrar bruscamente la puerta. Después extraje de mi caparazón un ejemplar de la edición shrlangi del manual del espacio, y comparé los esquemas con las sorprendentes líneas coloreadas y los cuadrantes. Parecían estar por todos lados. Deacon tenía razón, la nave se había desviado dos puntos.

Lo corregí. Al menos, eso era lo que esperaba. Sin embargo, la desviación podía muy bien haber pasado a ser de cuatro puntos en lugar de dos. Conecté el piloto automático, me levanté, y tiré de las cortinas de seda clorofila que oscurecían la lucerna de observación. Sólo una transparente burbuja de plástico me separaba de la negra inmensidad del espacio interestelar, a través de la cual yo, solo yo, guiaba el destino de cincuenta y dos criaturas dotadas de razón, yo que jamás había visto una nave espacial en el curso de mi corta y bien protegida vida.

Todo estaba increíblemente vacío y silencioso, excepto el continuo zumbido de las máquinas en el subsuelo, que alteraba mis nervios. Me pregunté una vez más —lo había hecho ya tantas veces en el transcurso de aquellas dos últimas semanas de pesadilla— si no habría sido un poco imprudente el emprender aquella aventura, y si no habría tenido una confianza excesiva en mi persona sobre que sería capaz de llevarla a buen término. Pero ¿qué otra cosa podía haber hecho para evitar el ridículo, para mí y para aquello que ocupaba todo mi corazón? La respuesta era: nada.

Cerré las cortinas y volví a sentarme ante el panel de control. Acaricié los complicados bajorrelieves del cofre metálico que se hallaba a mi lado, el cofre destinado a contener mi ajuar, ya que aquél debía haber sido mi viaje de bodas, el viaje que había esperado tanto y para el cual había estado haciendo proyectos durante todos mis años de adolescencia. Si JrisXcha hubiera podido estar a mi lado para decirme lo que tenía que hacer… Pero era imposible: ocurriera lo que ocurriese ahora, debía afrontarlo sin ayuda. Sentí un vacío en el estómago más doloroso que la pena, más inmenso que la visión del infinito; finalmente comprendí de qué se trataba: era hambre.

El pensamiento de la comida me daba náuseas, pero debía comer si quería sobrevivir, y había cincuenta y dos criaturas que dependían de mí. Y, cuando puse mis tentáculos en la Space Queen, sabía ya que debería pasar allí todo un mes, prácticamente sin salir de la sala de control; abrí, pues, mi armario de provisiones, cuidadosamente repleto para tal efecto, y tomé un pastel de cpalKn concentrado y una lata de vriClu, pero cuando intenté beber el licor sentí náuseas; y aquello me hizo recordar que si JrisXcha no hubiera tenido una fatal predilección por esa bebida nada de esto hubiera ocurrido. Así que en su lugar tomé agua, y el cambio me hizo bien.

Intenté absorberme en la música y me puse a tocar mi bnalooo; canté una muy hermosa canción sobre la inmensidad del espacio, pero mi corazón estaba lejos de allí… ¿Qué interés puede tener el cantar si no hay nadie para escuchar? Finalmente dejé el instrumento y permanecí inmóvil, sintiendo los tormentos de la duda y la soledad. ¿Sería capaz de continuar ese viaje hasta que llegara el momento? ¿O iba a faltarnos el combustible y derivaríamos en el espacio hasta la muerte del último de nosotros? ¿Tenía derecho a arriesgar las vidas de tantas criaturas, aunque fueran sólo humanos, con el fin de salvar el prestigio y la reputación?

Como para responder a mi pregunta, hubo de pronto una enorme explosión que sacudió toda la nave, me arrancó de mi silla y me hizo atravesar de golpe la cabina. La nave tembló violentamente, como si un gigantesco tentáculo hubiera surgido del espacio para sacudirla. Durante algunos minutos danzó y giró como peonza, mientras yo me agarraba desesperadamente a un montante. Hubo otra sacudida, tan violenta como la primera, y luego toda la nave empezó a retemblar, mientras el ruido de las máquinas se transformaba en un rugido, acompañado de chirridos y de terribles chasquidos. Lejos, muy lejos, oí los agudos gritos de los pasajeros. Parecía que algo no iba bien.

Mientras recogía las cartas de astronavegación, que se habían caído al suelo, la puerta se abrió violentamente y los tres oficiales entraron en tromba. La palidez de sus rostros y la fijeza de sus ojos me llevaron a la conclusión de que su estado de ánimo no era de los más serenos.

—Señora —dijo Spanier, sin preámbulos—, acabamos de caer del hiperespacio.

—Dios mío —exclamé—. ¡Espero que no hayamos caído sobre nada frágil!

—No hemos caído sobre nada, señora. Hemos caído al espacio normal.

—Por supuesto. —Tenía que haber consultado mi manual—. Y eso es fastidioso, ¿no? ¿Acaso no podemos continuar navegando en este espacio normal?

Hubo un largo suspiro que pasó a través de la abertura de su rostro.

—Podemos, por supuesto. Pero eso nos retrasaría endiabladamente.

Exhalé un prolongado suspiro a través de mis espirales. Eso era exactamente lo que yo había estado deseando. Y había ocurrido por sí solo.

—Bueno, no tenemos prisa —observé—. La nave no es perecedera.

—No, pero nosotros sí. Viajando por el hiperespacio, llegaríamos a Methfessel III en doce días a partir de ahora, día más día menos. El mismo viaje por el espacio normal nos llevará doscientos ochenta y tres años, decenio más, decenio menos.

—¡Oh! —murmuré—. Es un poco largo, efectivamente. —Estaba a punto de perder mi autoridad. Carraspeé—. Pero ¿cómo ha ocurrido que hayamos caído de este modo del hiperespacio? Si alguien ha sido lo bastante negligente como para dejarnos caer de este modo, merece que lo asen a fuego lento.

—Ha sido culpa de usted —estalló Muscat—. Llevamos todo el día intentando hacerle comprender que uno de los motores no funciona bien, pero usted no ha querido oír nada. Finalmente la máquina ha estallado, y ha sido esa explosión la que nos ha hecho caer al espacio normal.

—Pero nos quedan aún tres motores —protesté—, y seguramente eso será bastante.

—La nave fue construida para funcionar con cuatro, señora —dijo Spanier—, y hay que emplear mucha energía para acceder de nuevo al hiperespacio con sólo tres motores, sobre todo teniendo en cuenta que hemos perdido mucho carburante de reserva antes de que yo pudiera cortar la fuga.

—¡Ah, sí! —dije, esforzándome en adoptar un aire inteligente.

Quizá después de todo no había sido una idea tan genial como había creído la de deslizarme la noche anterior hasta la bodega, mientras todo el mundo estaba en el baile, para practicar un orificio en el lado de aquella máquina; pero de momento no había podido encontrar nada mejor.

Deacon emitió una especie de gruñido.

—¿Veis lo que os había dicho antes? No sabe una palabra sobre el modo de capitanear una nave. Seguramente es un criminal huido que intenta desesperadamente su última oportunidad.

—Eso ya no tiene ahora la menor importancia —dijo el más viejo—. Lo que nos interesa de momento es llegar a alguna parte. —Se volvió hacia mí—. Señora, nuestra única posibilidad es aligerar la masa de la nave echando por la borda todas las cosas que no sean indispensables, tanto de los pasajeros como de la tripulación. Si conseguimos aligerar lo suficiente la Queen, podemos devolverla al hiperespacio con los tres motores que le quedan. Es la única esperanza que tenemos de poder aterrizar en alguna parte. Nadie puede intentar reparar el cuarto motor porque el revestimiento de la pila se ha resquebrajado, y las radiaciones se escapan insidiosamente.

Hice como si me sumiera en profundas reflexiones.

—Bueno —dije finalmente—. Si hay que hacerlo, lo haremos.

—Gracias por su permiso, capitán —dijo Spanier con tono tranquilo—. Aunque debo confesar que no hubiera esperado a obtenerlo si usted nos lo hubiera rehusado. Muy bien. Adelante, muchachos. Tomad el cofre y lleváoslo.

—¡Un momento, un momento! —grité, atravesando la estancia de un solo golpe de élitros y sujetando frenéticamente el cofre con mis seis tentáculos—. ¡No se atrevan a tocar eso, especie de…, especie de hombres!

Spanier me miró con una larga y tranquila mirada.

—Lo siento, señora —dijo—, pero en caso de peligro no existen los favoritismos. Si es necesario, emplearemos la fuerza. El cofre del capitán debe ser arrojado como el equipaje de los demás.

—Éste es el momento de ver por fin un poco de justicia en esta nave —dijo Deacon con aire sombrío.

—Pero ustedes no comprenden —grité—. No es simplemente un cofre, es…, ha sido…, es…, es vital para el gobierno de la nave.

Muscat me empujó groseramente y colocó un tentáculo sobre el cofre.

—Gran Dios —dijo retrocediendo, aplastando la extremidad pedestre de Deacon—. Hay algo que se mueve ahí dentro. Hay algo vivo en su interior.

—¡Oh, no! —gimió el grueso hombre—. Siniestro, ¿no es cierto? Vamos a abrirlo y mirar antes de echarlo.

Esta vez el peligro era inminente. Me giré y piqué a los tres hombres uno tras otro. Vacilaron y lanzaron un gemido. Aprovechando la imposibilidad de moverse en que se encontraban momentáneamente, los empujé fuera de la sala de control y cerré la puerta con llave. Necesitarían unos minutos para recuperar sus sentidos y, de aquí a entonces, esperaba que mis problemas se habrían resuelto por completo, o al menos ya no pesarían sobre mis hombros. Si Muscat tuviera razón… Abrí apresuradamente el cofre. Si Muscat se había equivocado, todo estaba perdido.

Al levantar la tapa tuve la desesperante impresión de que Muscat simplemente se había equivocado. La crisálida del interior seguía del mismo color marrón e inmóvil, exactamente como el día en que la había depositado tiernamente en el cofre: si no se abría ahora, ya no tendría la posibilidad de hacerlo nunca.

—¡JrisXcha! —grité, retorciendo locamente todos mis tentáculos, al menos aquellos que no me servían para mantenerme de pie—. ¡JrisXcha! ¿Me oyes?

Hubo un débil movimiento, un débil ruido. Retuve la respiración. Una fisura apareció en el capullo. Lentamente se agrandó, se agrandó. Estuve a punto de desvanecerme de alivio. La crisálida se hendió y JrisXcha, mi esposa, surgió a la sala de control, en un estallido de iridiscente gloria. Finalmente le habían nacido sus alas.

—¿Qué ha ocurrido, FkorKo? —preguntó, recorriendo la estancia con una estupefacta mirada—. Lo último que recuerdo es haber bebido un último vaso de vriClu en nuestra boda, y después… ¡puf!

—Te encuentras en la sala de control de la Space Queen —dije, y durante algunos instantes olvidé el respeto que había prometido mostrarle en cualquier ocasión a partir de nuestra ceremonia nupcial—. Imbécil, sabías bien que no tendrías que haber tomado ni una gota de alcohol, bajo cualquier forma que fuera, en la semana que precede a la ninfosis. Tu capullo se formó con diecinueve días de retraso.

—Pero entonces no podría haber sido un insecto perfecto para el día de nuestra partida —dijo ella, demasiado sorprendida para darse cuenta de mi impertinencia—. La Space Queen hubiera sido comandada por otro capitán, ¡y al mismo tiempo yo hubiera perdido mi reputación! ¿Cómo, pues, he llegado aquí, y qué haces tú dentro de mi caparazón, FkorKo? —se echó a reír—. Debo confesar que estás sumamente ridículo ahí dentro.

—Yo tuve mis alas a tiempo —le reproché—, porque siempre fui una pequeña larva muy sana. Así pues, tomé tu lugar; pude partir fingiendo que eras tú, porque toda la tripulación es humana; ¿comprendes? No saben reconocer a un shrlangi macho de un shrlangi hembra, y así pude engañarles. —La enormidad de lo que había hecho se me hizo evidente de pronto, y mi voz se quebró—. Pero…, pero… pese a todo —sollocé—, temo…, temo que no lleguemos nunca a Methfessel III. He hecho todo…, todo lo que he podido para retardar la nave, pero temo que la he retardado para siempre.

Ahora que ya no tenía que representar el papel de la feminidad, podía abandonarme y sollozar y gemir a voluntad. JrisXcha vino hacia mí y puso tres tentáculos alrededor de mi caparazón, o mejor dicho de su caparazón quitinoso.

—Mi pequeño —dijo, con voz ronca por la emoción—. No sé lo que debo haber hecho para merecer un marido como tú. La larva que yo era ha tenido mucha suerte, es todo lo que puedo decir. —Juntó sus antenas con las mías—. No te inquietes, mi pequeño capullito querido, voy a poner esta nave en condiciones. No por nada obtuve el diploma de la Academia Espacial Hexápoda… ¿Qué es ese tumulto en la puerta?

—Son los oficiales —contesté, sollozando—. Seguramente vienen para arrojarme, para arrojarnos al espacio…

Me acarició rápidamente con sus antenas.

—No te preocupes, querido, voy a ocuparme de todo. Dame el uniforme, aprisa.

Me deslicé fuera de mi caparazón y ella se lo colocó rápidamente, mientras yo me envolvía en un sari de seda de su capullo. El marrón no era realmente mi color preferido, pero no podía permitirme el lujo de ser exigente.

JrisXcha soltó los cierres y abrió la puerta tan repentinamente que Deacon y Muscat cayeron cuan largos eran, mientras Spanier conseguía apenas mantener su equilibrio.

—¿Qué es todo ese alboroto, señores? —dijo mi mujer sin azararse—. Hubiera bastado con llamar una vez. No soy tan inaccesible.

La piel de Deacon adquirió rápidamente un tono encendido.

—¡Ahora va a saber…! —comenzó, apuntando su desintegrador hacia JrisXcha, al tiempo que se levantaba. Yo me precipité, dispuesto a arrojarme entre ellos y recibir la descarga en mi tórax.

—Un momento —dijo Spanier, empujando al gordo hombre—. Ahora hay dos.

Estupefactos, miraron primero a JrisXcha, luego a mí, luego al cofre abierto y vacío.

—Así que por eso no quería que arrojáramos el cofre —dijo lentamente Muscat—. El otro estaba dentro durante todo el viaje. Perdone, señora, no hubiera sido tan…, tan grosero con usted, si hubiera sabido que…, que…, que iba usted a ser madre.

—No es exactamente eso —dijo JrisXcha—, aunque espero serlo muy pronto.

Tenía unos buenos reflejos.

—Señores —continuó—, permítanme presentarles a mi marido FkorKo —me atrajo hacia ella con dos tentáculos, y yo bajé modestamente la mirada, como debe hacer todo buen marido que conozca las costumbres—. Lamento mucho haberme visto obligada a actuar tan misteriosamente —prosiguió—, pero todo esto era muy complicado y, compréndanlo, contra las reglas del espacio. Un oficial shrlangi no tiene derecho a llevar consigo ningún miembro de su familia mientras éste se halle, perdonen la expresión, en estado de crisálida: los esposos deben, en principio, desarrollar sus alas al mismo tiempo, pero FkorKo cayó bruscamente enfermo —evitó mi mirada— y sus alas no nacieron en el momento en que deberían haberlo hecho.

—Oh —murmuró Deacon—. Entonces, ¿se hallaba dentro de un capullo?

—Pero… ¿por qué no esperar a que le nacieran las alas para emprender el viaje? —preguntó Muscat.

—Se supone que nada debe detener a un oficial en el cumplimiento de su deber. Si hubiera esperado a que él se convirtiera en un insecto perfecto, hubiera perdido mi nave y nunca hubiera podido conseguir otra. Hubiera sido desposeída y ambos nos hubiéramos encontrado fuera de la ley. Espero que pueda confiar en ustedes y que no cuenten nada de esto.

—Me ocuparé personalmente de que los hombres no hablen de nada de eso, señora —dijo Spanier—. Si es que vivimos lo suficiente como para eso. La nave está en bastante mal estado.

―Estoy segura de que podré arreglarlo todo en menos tiempo del necesario para contarlo, ahora que puedo dedicar a ello todas mis facultades. Ya saben, estaba tan inquieta por mi marido que no podía pensar en ninguna otra cosa.

—Por supuesto —murmuró Deacon.

—Oh, sí, sí, comprendemos —dijo Muscat, como en eco—. ¡Si lo hubiéramos sabido!

Empezaban a gustarme, aunque solo fueran hombres. Tenían sentimientos.

—Y ni siquiera le guardaremos rencor por habernos picado —añadió Deacon con tono magnánimo.

—¿Eso hice? ¡Oh, estaba tan trastornada! Ni siquiera sabía lo que hacía.

JrisXcha me atrajo hacia ella y acarició suavemente mis antenas con las suyas, aunque nunca fuera tan demostrativa en público.

—Tengo un maravilloso maridito —dijo.

—Pero… ¿por qué no nos lo contó todo? —preguntó Spanier—. Fueran cuales fuesen nuestros sentimientos hacia usted, nunca hubiéramos arrojado el capullo de su marido al espacio.

JrisXcha disimuló una sonrisa con un tentáculo anterior.

—Bueno, me era tan difícil hablar de todo esto —dijo—. Ya saben, cada forma de vida tiene sus tabúes.

Los otros dos tuvieron una mirada de reproche para Spanier. Éste enrojeció violentamente.

—Lo siento, señora —dijo—. No comprendí que…

—Muy bien —dijo ella cordialmente—, lo entiendo perfectamente.

Contuve a duras penas una nerviosa risita.

—Ahora —prosiguió ella— voy a bajar inmediatamente a la sala de máquinas con sus hombres, y repararemos todo eso en un minuto. Nosotros, los shrlangi, no nos vemos afectados por las radiaciones. Y tú, capullito querido, espérame aquí, y recuerda no poner tus hermosos tentaculitos en los botones del panel de control.

—No, amor mío —murmuré—. En mi vida volveré a tocar una máquina.

Mi mujercita, con aire decidido, salió de la sala de control, seguida por tres humanos completamente alelados. Había sabido dominar perfectamente la situación.

Spanier fue el último en salir. Antes de abandonar la estancia, se giró hacia mí y me miró.

—Me siento muy orgulloso de conocerlo, señor —dijo—. Muy orgulloso —tendió uno de sus tentáculos, mejor dicho una mano, apretó uno de mis tentáculos y lo sacudió vigorosamente.

Comprendí que su intención no podía ser más amistosa.

—¿Sabe, señor? —dijo—, cuando uno no conoce una especie, a veces es muy difícil distinguir el sexo al que pertenece el individuo; es incluso difícil distinguir a un individuo de otro. Supongo que ustedes tendrán también las mismas dificultades. Pero cuando uno ha trabajado cerca de alguien, llega a conocerlo, sea humano o alienígena. Y se siente en cierto modo identificado con él. —Carraspeó, y comprendí que se sentía azarado, porque, ahora, él tampoco era ya un alienígena para mí—. Lo que intento decirle —dijo como conclusión, con una voz ronca— es esto: bicho o no bicho, es usted un muchacho excelente…, capitán.

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