La satanista - Mary Crawford Fraser

 El mensaje que Léonie recibió de Yolanda no era muy explícito, pero algo en el tono le produjo un escalofrío mientras se dirigía apresuradamente a casa de su amiga. Nada más entrar, esta la llevó de inmediato a la sala de estar, cerró la puerta y la sentó de un empujón en el sofá.

—No me tomes por loca, Léonie —empezó a decir Yolanda con gran energía—, pero ha llegado el momento de que responda a toda la confianza que me has brindado con tu sincera amistad. Y voy a hacerlo ahora mismo. Ahora mismo… —repitió, dándose la vuelta y acercándose a una alta lámpara de pie—. ¿Puedes venir aquí, por favor? Quiero que me desabroches el corpiño. No te asustes, pero haz lo que te pido.

Léonie se levantó y la siguió, como sumida en un trance, con esa pasividad impuesta por la extraña ineluctabilidad de la acción y petición de su amiga.

—Yolanda, querida, ¿es absolutamente necesario? —fue lo único que preguntó—. En ese caso, lo haré.

Solo una vez, cuando la blusa de seda se abrió y mostró un poco de ropa interior blanca, titubeó Léonie, presa de una terrible desazón que le obligó a apartar la mirada.

—Yolanda, ¿estás segura? —le preguntó en tono de súplica—. Puede haber cosas que… que tal vez lamentes después.

—No… —respondió su amiga, con tan firme determinación que a Léonie no le quedó más remedio que ceder. La nuca de la muchacha, curvada con indómita docilidad, como si esperase un golpe mortal, así como sus dos manos, con las que se sujetaba la falda por ambos lados con furiosa resolución, expresaban una orden que no podía ser desobedecida—. Vamos, Léonie. No lo hagas más difícil de lo que ya es.

Léonie obedeció. Aflojó los bordes del cambray bordado y los separó, dejando al descubierto la piel blanca como la leche de debajo de los omóplatos; y entonces, sobrecogida por otra cosa que había revelado el movimiento de sus dedos, se inclinó hacia delante bajo la luz de la lámpara y soltó un grito de horror.

—Ah, ¿ya lo has visto? —dijo Yolanda con un suspiro, relajando su cuerpo—. Entonces vuelve a taparlo, por favor. Ahora ya puedo contarte lo que espero no tener que contarle nunca a nadie más; excepto a un sacerdote, algún día, cuando haya disfrutado de mi ración de felicidad en este mundo y esté cansada del amor… suponiendo que eso pueda llegar a suceder. Vamos, Léonie, dime, ¿todavía te extraña que sea tan celosa de mi feminidad que prefiera reservarle mi vida al amor y la confianza de un hombre antes que perderla, quizá, y su amor con ella, para conseguir mi salvación?

Léonie, demasiado repugnada y perpleja por lo que había visto para elaborar siquiera una frase completa, solo acertó a decir unas pocas palabras inconexas con las que quiso expresarle una tierna compasión, mientras volvía a abrochar las delicadas prendas para ocultar lo que había herido tan hondamente su imaginación.

—Oh, mi pobre niña, ¡mi pobre niña! —tartamudeó, mientras las lágrimas la cegaban de tal modo que apenas veía nada—. Mi pobre Yolanda, ¿quién te ha podido hacer una maldad así?

Cuando acabó de abrochársela de nuevo, besó la blusa, movida por un acceso de ternura, como si quisiera restañar así la herida que ocultaba.

Yolanda se dio la vuelta entonces, soltó la cola de su vestido, que se había enrollado en las muñecas, y alzó la vista con una deslumbrante sonrisa, como un alma que se hubiera librado de los grilletes de la fatiga y el dolor físico.

—No sufras, mi dulce Léonie; el dolor ha desaparecido ya —dijo—. Nunca volverá a torturarme ni a avergonzarme. Volvamos al sofá y te contaré lo que no te he contado nunca: cómo he llegado a ser lo que soy. No creo que me lleve mucho tiempo.

Con la barbilla apoyada en las manos, y los codos descansando en sus rodillas cruzadas, Yolanda miraba fijamente el fuego en busca de fragmentos esparcidos de su memoria para unirlos de nuevo antes de dar comienzo a su historia. Al cabo de un momento, sin cambiar de posición, dijo:

—Ahora que lo pienso, Léonie, esta es la primera vez que te hablo de mi vida antes de conocerte. De eso hace cinco años. ¿Por qué nunca me has preguntado nada sobre mí?

—Y ¿qué derecho tenía, Yolanda? Tú estuviste dispuesta a aceptarme sin condiciones, ¿cómo podía yo hacer otra cosa? Me sentí atraída por ti desde el principio; la noche en que fuimos las dos únicas personas en abandonar la reunión de la logia romana antes de… antes de la inconcebible parte del ceremonial. Supe al instante que estabas allí por lo mismo que yo, por miedo a ellos, y lo lamenté por ti. Ni siquiera sabía tu nombre, ¿te acuerdas?, y yo te dije el mío cuando salíamos de allí juntas. Nunca me preguntaste por qué me había unido a ellos, y a mí nunca se me ocurrió preguntártelo a ti. Las dos sufríamos porque nos despreciábamos y nos avergonzábamos de nosotras mismas, y con eso me bastaba.

Yolanda le puso una mano en la rodilla como si tocase algo sagrado, con suavidad, prolongando la caricia unos segundos.

—Gracias por todo lo que has significado para mí desde entonces —continuó—. Y gracias por no preguntarme nunca por qué estaba donde me encontraste la primera vez, Léonie. Pero ahora, como te decía, ha llegado el momento de contártelo. Si es posible, me gustaría que pensaras en mí con un poco de compasión, aun cuando parezca que solo merezco repulsa. ¡Bien sabe Dios que daría cualquier cosa por reconciliarme con Él!…

»Pues bien, todo comenzó el día que nací —prosiguió—. Se esperaba que fuera un niño, ya sabes, pero no era más que una niña. Así que lo tuve todo en contra desde el principio. Y el hecho de no tener ni hermanos ni hermanas no mejoró en absoluto las cosas.

»A veces pienso que, en ciertos casos, si los niños pudieran ser apartados por completo de sus padres y educados por otras personas que no esperasen obtener provecho alguno de ellos, hasta que fueran lo suficientemente mayores para disponer de su propia armadura moral, sería mejor para todas las partes, tanto para los padres como para los hijos.

»No llegaste a conocer a mi madre, porque yo no quise. Me daba miedo que pudiera enseñarte incluso a ti, en aquellos últimos años de su vida, a mirarme como si yo fuera algo que no conviniera tocar sin guantes.

—¡Yolanda! ¿Tu propia madre? Pero…

—Intenta no interrumpirme si puedes evitarlo, Léonie… aunque lo que vas a escuchar bastará para obligarte a guardar silencio. Quiero ser lo más justa posible al hablar de mi madre. Le causé una herida, y no estaba en su naturaleza perdonar heridas. Era una mujer desgraciada, además, en muchos sentidos. No practicaba religión alguna, y la sola mención de otra vida bastaba para que montase en cólera, porque implicaba la idea de la muerte y… y de la claudicación ante una providencia con la que nunca estuvo dispuesta a reconciliarse, en venganza por la crueldad con que, a su modo de ver, la había tratado. Nunca he conocido a nadie a quien la idea de morir le suscitase tanto odio y tan horrible amargura; era una monomanía, una obsesión.

»He hablado de una herida que le había causado. Es fácil de entender. En primer lugar, como te he dicho, que yo fuera una niña en vez de un niño le supuso una amarga decepción, porque ya se había hecho a la idea de tener un hijo que cosechase los beneficios de la carrera política de mi padre; y, en segundo lugar, a raíz de mi nacimiento perdió la salud y la belleza. Hasta entonces había sido una de las mujeres más hermosas de su época; cuando su fortaleza y su belleza la abandonaron, no le quedó nada, tal y como lo veía ella, por lo que vivir. Me atrevo a decir que, de tanto mortificarse dándole vueltas a esta pérdida, con el paso del tiempo su cabeza acabó profundamente afectada. En cualquier caso, así prefiero pensarlo ahora, en favor del recuerdo que guardo de ella. Se sentía demasiado infeliz, humillada y amargada para conservar la cordura.

»Ojalá hubiera sido capaz de juzgarla con tanta benevolencia cuando aún estaba viva.

»Jamás me hablaba con amabilidad si podía evitarlo. Tenía que guardar las apariencias en público, por supuesto, pero no me besó ni una sola vez, ni entró nunca en mi dormitorio, cuando aún era una niña pequeña, para darme las buenas noches. Pero si alguna vez tengo la oportunidad de darle las buenas noches a un hijo mío…

Hizo una pausa antes de continuar.

—Cuando yo tenía unos doce años, y ella se dio cuenta de que iba a ser una joven atractiva, las cosas se volvieron tan monstruosas que la gente empezó a percatarse, hasta que finalmente mi padre me mandó un par de años a un colegio de monjas en el sur, en Milán. Creo que tenía miedo de que ella me hiciese algo y se armase un escándalo. En cualquier caso, me tuvo alejada de casa todo el tiempo que le permitió la decencia. Ni siquiera me dejó volver a pasar las vacaciones hasta que pensó, supongo, que había tenido tiempo de superar su desagrado por mí; si bien es cierto que hacía el esfuerzo de viajar él solo a Milán dos veces al año para llevarme a pasar un mes o seis semanas a Candenabia o Mentone. Siempre fue amable conmigo. Cuando yo ya me había convertido en una muchacha atractiva, presumía de hija delante de cualquier amigo que se encontraba en los hoteles. Ellos me hacían los cumplidos más tontos para complacerle (no todos de buen gusto, por cierto), pero yo los agradecía igual.

»Antes de ir al colegio, la religión no había significado para mí, en ningún sentido, lo que significa para la mayoría de los niños: una especie de guardería o cuarto de juegos espiritual. No era más que media hora en la iglesia una vez a la semana (papá siempre insistía en que fuera, a pesar de que a él no lo veían por allí ni en pintura) y cuatro o cinco minutos arrodillada a solas todas las mañanas, rezándole a no sabía muy bien qué. No tenía a nadie que me estimulase, como a otros niños, para mirar las cosas desde una perspectiva religiosa; nadie que me escuchase rezar mis oraciones y me hablase de Dios y del ángel de la guarda.

»Las monjas de Milán hicieron cuanto estaba en su mano para interesarme por las cosas que significaban tanto para ellas. Pero era demasiado tarde para influirme con sus métodos; no encontraron cimientos sobre los que levantar nada, aunque, insisto, hicieron lo que pudieron. Me confirmaron y se encargaron de que recibiese mi primera comunión como es debido; después, no pudieron más que tratarme como a las otras niñas, protegiéndome de cualquier daño mientras estuviese a su cuidado. Lo único que me aportó mi estancia allí, aparte de una educación muy esmerada, fue la acendrada convicción de que Dios intervenía en los asuntos cotidianos. No se trataba ni mucho menos de amor a Dios, pues en mí no había sitio para el amor (en todo caso para la admiración); era solo eso: una convicción inquietante y pertinaz, más rebelde que dócil. Seguro que entiendes que yo pensara que las monjas se lo tomaban todo demasiado en serio, mientras que oía a papá hablar con sus amigos sobre lo que él llamaba “la lamentable estrechez de miras y la falta de generosidad del actual sistema de la Iglesia”. Yo veía que era un gran hombre, un personaje importante, y que ellas, en cambio, eran solo mujeres sin su conocimiento del mundo ni su energía ni su inteligencia.

»Después de volver con él a casa, lo cierto es que las cosas fueron al principio un poco mejor de como habían sido antes. Tenía la impresión, y yo por entonces era lo suficientemente perspicaz para darme cuenta de esas cosas, de que mi madre me tenía bastante miedo (aunque me equivocaba en una cosa: a quien le tenía miedo era a papá), y no me pasaba desapercibido que se esforzaba mucho, cuando estábamos los tres juntos, por hacerle creer que sus sentimientos por mí habían cambiado. Pero yo ponía buen cuidado en no quedarme a solas con ella. No me cabía la menor duda de que su desagrado era muy superior a sus fuerzas, y de que, si se presentaba la oportunidad, se adueñaría de ella. Fue entonces cuando empecé a odiarla de veras: a odiar su maldad, la fealdad subyacente en todo lo que me decía y me hacía siempre que papá tenía un ojo puesto en nosotras dos.

»Durante esas primeras semanas, observé mis deberes religiosos de forma un tanto mecánica, pero me molestaba que interfirieran de modo intolerable con mi odio a mi madre. Recuerdo que una noche, cuando llegué a lo de “perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos…”, etc., sencillamente no fui capaz de decirlo. No pude continuar. Tuve que ponerme de pie y quedarme allí plantada, enfurecida por la injusticia de aquella petición. “No tienes derecho a pedirme eso; yo no soy quien la ha ofendido. ¿Por qué tengo que mentir? No lo haré, ¡no lo haré! ¿Por qué Te pones de su parte? ¿Qué daño os he hecho nunca a Ti o a ella?”.

La nota de resentimiento que se apreciaba en su tono, incluso ahora, mientras revivía de nuevo aquel espantoso momento a través de sus nítidos recuerdos, era más de lo que Léonie podía soportar sin conmoverse.

—¡Yolanda, no! —gritó—. Fue hace mucho tiempo… Y ¡tú no eras más que una niña! No desentierres el pasado. ¡Piensa en lo que tienes que decirme y continúa!

—Tienes razón, Léonie —replicó la voz mágica—. El pasado descansará relativamente en paz en su tumba a partir de esta noche. Pero por esta vez debes permitirte mirarlo. Desde ese día hasta hace cuatro años, cuando nos dejó mi madre, no recé ni una sola vez. Como he dicho, no era capaz. Desde entonces, he rezado, por ella y por mí; no muy a menudo, me temo, ni de la forma más ortodoxa, pero he rezado pese a todo. Y sabes que nunca he sido capaz de perder mi fe.

»Después de aquella noche, fue como si mis palabras hubieran desatado los poderes oscuros en la casa. No pasaba ni un solo día, ni una sola hora, sin que tuviera la impresión de que el espíritu del odio estaba a punto de escapar al control de mi madre; incluso el aire, denso y viciado, parecía anunciarlo, y por las noches nunca me acostaba sin pasar el pestillo de mi habitación. Supe así lo que era el miedo. Pero ese miedo solo sirvió para fortalecer mi obstinación contra la sumisión y el perdón; contra pedir perdón y misericordia para conseguir la victoria sobre mí misma. Fue entonces cuando empecé (de forma inconsciente, pues ni siquiera había oído hablar de esas cosas) a deambular por la frontera del territorio que ellos tienen bajo su dominio.

»He de decirte que fue por aquellos días cuando a una doncella, Rosina Delré, se le encargó la tarea de cuidar de mí y de mi ropa.

—¡Esa criatura! —estalló Léonie.

—Bueno, ahora ya está muerta, así que intentemos no pensar en ella con demasiada severidad; además, estaba sinceramente arrepentida al final. Hasta entonces yo apenas la había visto unas pocas veces. Era muy rápida y discreta haciendo lo que tenía que hacer; pero la sorprendí una o dos veces mirándome como si quisiera decirme algo pero no estuviera segura de cómo me lo tomaría. Tenía la impresión de que sentía pena por mí, y estuve tentada de tomarla como confidente y aliada (la soledad empezaba a hacérseme insoportable), pero no me decidía, y tuve la boca cerrada hasta que, por fin, las circunstancias me empujaron a contárselo todo.

Hizo otra pausa, con el fin de cerciorarse de su propio valor antes de continuar.

—Una mañana, hacia el final de aquel verano, yo estaba en el jardín con papá cuando llegó un telegrama para él en el que se le informaba de que debía marcharse de inmediato a Monza.

»Se habían producido allí grandes inundaciones, y se requería su ayuda para coordinar las medidas de socorro. Los ríos se habían desbordado por las lluvias torrenciales, a pesar de que en casa llevábamos semanas sin ver una gota de lluvia y el calor era asfixiante.

»Cogió el primer tren después del mediodía, y yo me quedé sola con mi madre y los criados; ¡puedes hacerte una idea de cómo me sentía ante semejante perspectiva!

»Cómo mi madre y yo fuimos capaces de sobrevivir a la comida es algo que no puedo explicarte. Fue como comer con un gato grande y artero; sus ojos, aunque nunca me miraban directamente, tampoco llegaban a perderme de vista. Parecía que estaba continuamente midiendo su fuerza y la mía. Sin embargo, solo habló una vez, para decirle al mayordomo que esa tarde no estaría disponible para nadie.

»Cuando estábamos terminando de comer, la ira y la expectación que sentía eran tales que habría sido capaz de pegarle. Recuerdo perfectamente lo mucho que deseaba que ella hiciera o dijera algo que me provocase y me hiciera perder el control. Pero se limitaba a seguir comiendo y bebiendo del mismo modo deliberado y cruel; apenas comía, pero bebía sin parar… hasta que algo que apenas parecía humano me miró a través de sus ojos.

»Supe que el momento que tanto había temido aquellas tres semanas, pero que para entonces esperaba ya con impaciencia, estaba muy cerca.

»Después de comer, mi madre salió del comedor y fue al estudio, al otro lado del vestíbulo; mi intención era dejarla allí sola y subir a mi habitación, pero se dio la vuelta y me detuvo.

»“¿Dónde vas?”, me preguntó. Nos habíamos quedado solas, y la puerta del comedor estaba cerrada. “A mi cuarto”, le dije. Me percaté de que me temblaba la voz por la ira y los nervios, y vi que ella también se había dado cuenta, y que había estado esperando algo así, porque tragó saliva un par de veces y rompió a reír con una especie de regocijo ante mi aire indefenso.

»Al verla reír, todo empezó a darme vueltas en medio de una neblina rojiza. No pude hacer otra cosa que agarrarme a la barandilla de la escalera hasta que me recuperé del mareo, y me di cuenta de que me estaba ordenando que hiciera algo.

»“¿Me has oído?”, preguntó, con una voz que era apenas un susurro, y, cuando negué con la cabeza, me cogió por los hombros y me condujo hasta la puerta del estudio. Estaba tan aturdida, tan poco preparada para aquel odio terrible que se me había echado encima, que la dejé hacer lo que quiso; apenas podía tenerme en pie, cuánto menos reunir valor para plantarle cara.

»Abrió de golpe la puerta del estudio y se separó de mí de forma tan repentina que, al intentar recuperarme, tropecé y caí hacia delante contra el gran escritorio de papá, que ocupaba el centro de la estancia. Me di con la cabeza en la esquina de la mesa, y el golpe me dejó un poco atontada… O eso creo, al menos, pues solo guardo un recuerdo muy vago de lo que ocurrió a continuación.

»Debí de pasarme varios minutos tirada en el suelo, hasta que empecé a preguntarme tontamente qué hacía tumbada ni más ni menos que en la moqueta del estudio, con la blusa subida hasta las muñecas a plena luz del día. Al principio pensé que debía de tratarse de una pesadilla y decidí despertarme, así que intenté ponerme de pie, pero me vi empujada de nuevo contra el suelo y oí la voz de mi madre repitiendo una y otra vez: “¡Vas a gritar! ¡Vas a gritar!”. Fue entonces cuando me acordé de todo, y (Léonie, intenta ponerte en mi lugar) me mordí la mano para evitar satisfacerla. Empezaba a recobrar los sentidos… pero no voy a hablar de eso. Lo has visto con tus propios ojos. Sigo sin saber con certeza lo que utilizó. Sospecho que fue algo de metal; hasta entonces ella había llevado siempre una chateleine con una larga cadena, que no he vuelto a ver desde entonces. Al fin conseguí levantarme, pero ella estaba demasiado agotada para hacer otra cosa que no fuera derrumbarse en la silla más cercana, riéndose y cantando como una loca.

»La dejé allí; y yo, tal como iba, salí al vestíbulo y subí a mi dormitorio. Dio la casualidad de que no me encontré con ningún criado, pero no creo que me hubiera preocupado si así hubiera sido. En mi cabeza solo había sitio para una idea, la de que, en adelante, me atrevería a pensar sin la sensación de que iba a perder la cabeza si lo hacía. Ten en cuenta que acababa de cumplir catorce años; no era más que una niña por edad, pero mi corazón y mi determinación eran de mujer, y no precisamente de una bondadosa.

»Cuando entré en mi habitación, vi a alguien inclinado sobre la cómoda, guardando ropa de cama. Era Rosina. Sin pensarlo un segundo, me arrojé a sus brazos y me aferré a ella, hundiendo mi cara en su hombro, para que no pudiera ver que estaba a punto de ceder al dolor y estallar en llanto. No dijo nada; se limitó a dejar que la abrazase, sin intentar inmiscuirse en mis esfuerzos por respirar (pues algo parecía estar asfixiándome) hasta que, cuando empecé a decirle lo que había ocurrido, me hizo sentarme en la cama y cerró la puerta con pestillo.

»Aun sabiendo lo malvada que ha sido, Léonie, nunca olvidaré lo que hizo por mí; si hubiera sido su propia hija, no podría haberme tratado con más ternura; durante todo el tiempo que estuvo bañándome y vistiéndome, no dejó de intentar consolarme, cubriéndome de apelativos cariñosos y de lágrimas.

»No tardé en contarle toda la desgraciada historia. Cuando llegué a los sucesos de las últimas tres semanas, y a cómo me había resultado imposible rezar mis oraciones, Rosina pareció de pronto embargada por el entusiasmo, por así decirlo (no sé de qué otra forma llamarlo), y empezó a besarme como si sintiera un gran alivio.

»—Sé lo que sientes —dijo—. Pero no estás sola. ¿Crees que eres la única que ha comprendido la injusticia y la crueldad de la vida? Ya lo creo que no; hay miles como nosotros, un ejército. Te unirás a nosotros y te consolaremos. Como a todos los demás, también a ti te han atiborrado de mentiras, las viejas mentiras de los sacerdotes, que no soportan que alguien se libere de ellos y de su Dios, su Jehová. ¿Te gustaría ser feliz, ser libre, libre para amar y para odiar? ¿Ser capaz de reírte de la tiranía de eso que llaman religión, para ser lo que la naturaleza quería que fueras, fiel únicamente a sus leyes y a ti misma?

»Tuve la impresión de que decía aquello como si lo hubiera memorizado de un libro, lo que otorgaba a sus palabras un peso y una autoridad de las que habrían carecido si hubieran salido simplemente de una campesina inculta como ella. Como bien sabes, acerté de pleno.

»—Sí —dije, tan entusiasmada como ella—. Eso es lo que quiero: libertad para ser yo misma y hacer lo que me plazca. Pero ¿cómo se consigue eso? No soy más que una chiquilla, y tengo que hacer lo que me dicen; ir a la iglesia y fingir que me gusta.

»Como es lógico, me resulta imposible acordarme, palabra por palabra, de lo que pasó exactamente entre nosotras. Pero intentaré reconstruirlo lo mejor que pueda.

»—Es verdad —respondió—, tienes que fingir, pero, al fin y al cabo, es lo que hacemos la mayoría. Es inevitable. Debes aceptarlo como parte de tu venganza contra todo lo que te ha engañado y hecho daño: los sacerdotes y su Dios, quienes te han obligado, intentando obtener de ti, por medio de la fuerza y el engaño, una adoración contra la que se subleva todo tu ser. Pero, si prometes guardar el secreto, te enseñaré a derrotarlos.

»Le prometí hacer todo lo que me dijera, y continuó:

»—En primer lugar, ¿crees en Lucifer, el arcángel que prefirió renunciar al Cielo que a su orgullo?

»—Sí —dije—, supongo que sí.

»Entonces me expuso el plan muy hábilmente, siempre con artera elocuencia, como si repitiese una lección aprendida; el plan elaborado por ellos y su credo del triunfo final de Lucifer sobre Dios, así como su explicación de por qué Lucifer era todopoderoso y estaba siempre dispuesto a recompensar a sus servidores, no con las promesas de placeres indeterminados del Cielo cristiano, sino con bienes tangibles de este mundo.

»—Los propios sacerdotes —dijo— lo reconocen en su Biblia, donde cuentan cómo Lucifer cogió a su Cristo “y lo condujo a la cima de una alta montaña, y le mostró todos los reinos del mundo en un instante; y le dijo: Te daré el poder y la gloria de todos ellos; pues a mí me han sido entregados, y a quien yo quiera se los daré. Así pues, si te postras ante mí, todo será tuyo”.

—Ah, ¡cuántas veces he oído hablar de ellos! —exclamó Léonie—. ¡La vieja historia… sin el contexto!

—Sí, ahora sabemos cómo hay que leerlo en verdad; pero entonces era distinto. Me quedé atónita ante aquel mar de posibilidades que desplegó ante mí. No obstante, algo en mi interior pareció resistirse durante un tiempo a aprovecharlas y disfrutar de ellas; pero, finalmente, la resistencia fue quebrándose poco a poco. Cuando Rosina me vio titubear, se marchó un segundo y volvió con un libro, una copia de los poemas de Carducci. Lo abrió y me mostró aquel himno espantoso; supongo que lo conoces:

Salute, O Satana, O Ribellione,

O Forza vindice della Ragione,

Sacri à te salgano gl’incensi e i voti,

Hai vinto il Geova de i Sacerdoti!

—Sí, lo conozco —dijo Léonie—. ¡Pobrecilla Yolanda! ¿Cómo no ibas a caer?

—Yo había conocido a Carducci cuando estaba con papá, y le había oído hablar de la «humanidad» y del «progreso» y de la «hermandad universal del hombre». Había oído a papá mostrarse de acuerdo con él, y aquel recuerdo puso en cierto modo un sello de autoridad en los versos abominables de Carducci, dotándolos de un poder que no habrían tenido de otra forma.

»Los leí una y otra vez. Aunque no podía evitar sentirme horrorizada por su blasfemia, me daba cuenta de que mis únicas opciones eran suscribirla o recoger otra vez mi carga de donde la había dejado; mi carga de lealtad al cristianismo. Como seguía dudando, Rosina fingió enfadarse conmigo y me arrebató el libro de las manos.

»—Si tienes miedo de los sacerdotes, vuelve con ellos —dijo—. Si eres tan cobarde como para dejarte castigar como un animal, no es asunto mío. ¡Siento haberte ofrecido ayuda!

»Y así, se marchó y me dejó a solas con mis pensamientos.

»Pasaron las horas, y nadie vino a verme. No se oía nada, excepto algún que otro trueno a través de las ventanas abiertas de la habitación (la misma que sigo utilizando en casa, y que da a los jardines). Conforme pasaba el tiempo, fue oscureciendo hasta que apenas pude distinguir el tocador entre las ventanas. Te doy estos detalles para que entiendas lo que estaba pasando allí sola; la penumbra y la soledad que me rodeaban eran exactamente las mismas que llevaba dentro de mí.

»Cuanto más oscurecía a mi alrededor, más oscuros eran mis pensamientos, hasta que el último atisbo de luz pareció abandonarlos. Mientras esto ocurría, y yo me decía que nada me privaría de mi odio, y que preferiría perder mi alma que perdonar a mi madre por lo que me había hecho, la habitación se iluminó de pronto por una luz que bailaba y se movía entre la cama y la ventana, para a continuación desaparecer, dejándolo todo más oscuro que antes.

»No eran más que relámpagos, por supuesto, pero para mí fue como si mi elección se hubiera anotado y registrado sin posibilidad de vuelta atrás. Pero, aunque estaba convencida, la idea no tuvo efecto en mí, si no fue para endurecer mi determinación de no permitir que nada me privase de mi odio. Estaba demasiado orgullosa de él incluso para levantarme y cerrar la ventana contra la tormenta que empezaba a colarse rugiendo en mi interior. Además, no había día que no me despertase con la impresión de que mi cuerpo estaba ardiendo.

»No pasó mucho tiempo antes de oír cómo se abría la puerta de nuevo. Rosina había vuelto, y me traía algo de comida.

»—Aquí tienes, para que comas algo —dijo—. Debes de tener hambre. Cerraré las ventanas y encenderé las velas. ¿Quieres que hablemos mientras cenas? Tu madre no nos molestará; ya me he encargado de eso. Tiene demasiado miedo a que tu padre llegue a enterarse para hacer nada más.

»Pero lo único que yo quería era beber, pues me ardía la garganta. Rosina se percató enseguida de que tenía fiebre y se aprovechó. Me dio un poco de vino y agua y me dijo que me lo bebiera poco a poco. Entonces me preguntó si seguía teniendo miedo de ser libre.

»A partir de ese momento, no me quedó ni un ápice de voluntad, y Rosina parecía hacer lo que quería conmigo.

»No desaprovechaba ninguna oportunidad para sermonearme; cuando pienso en la extraordinaria astucia con que lo orquestó todo, no deja de asombrarme; cualquier circunstancia era buena para afianzar su argumento y convertirme en su esclava.

»Empezó por alabar mi belleza. Habló de amor (me niego a incluso a pensar en cómo hablaba de él) y dijo que los sacerdotes y la Iglesia eran sus enemigos, y que, como yo era cristiana, me lo prohibirían. Después, dedicó un buen rato a trabajar mi odio contra mi madre por su crueldad conmigo, y en atizar todo mi resentimiento contra Dios, hasta que por fin vio que estaba lista para cualquier cosa y que nada, por muy antinatural o repulsivo que fuera, me parecería excesivo. Me obligó a repetir con ella el himno de Carducci (para entonces me resultaba muy fácil) y a continuación me pidió que dijera que yo pertenecía a Lucifer. Por algún motivo, yo no quería hacerlo, pero me obligó.

»—Dilo. Dilo: “Ahora pertenezco a Lucifer, no a los sacerdotes”. Quiero oír cómo lo dices.

»Cuando lo hice, me dijo que tendría que demostrarlo prestándole un pequeño servicio a mi nuevo amo.

»—¿De qué se trata? —pregunté.

»—Nada difícil o peligroso —respondió—. Está relacionado simplemente con la hostia que los sacerdotes te dan al “tomar la comunión”, como lo llaman ellos. En vez de tragártela, como tienes costumbre de hacer, debes guardártela la próxima vez y dármela.

»Mientras decía esto, se inclinó sobre mí y acercó tanto sus ojos a los míos que no pude siquiera cerrarlos, solo mirar los suyos. Había perdido todo deseo de pensar por mí misma. Solo quería lo que ella quería, y dije: “De acuerdo”, porque no era capaz de pensar en otra cosa que decir.

Yolanda hizo una pausa para mirar el pequeño reloj en la repisa de la chimenea. Se estaba haciendo tarde, por lo que se dio prisa en terminar su relato.

—Unos diez días después, cuando me hube recuperado lo suficiente para ir a comulgar otra vez —prosiguió—, fui a la catedral con Rosina, que no se separó de mi lado, ni siquiera en el comulgatorio. Después de la misa, volvimos a casa juntas y subimos a mi habitación, donde cogí lo que ella quería de mi pañuelo y se lo di, sin mirarlo siquiera; eso seguía resultándome imposible.

»Sin embargo, pasó casi un mes hasta que logré convencerla de que me presentara a esos otros (ellos) de los que me había hablado tanto. Durante todo ese tiempo, siempre que tenía oportunidad de estar conmigo a solas, me hablaba de la felicidad de los satanistas, y de su espléndida libertad para divertirse a su gusto. Me dio también algunos libros (unos libros horribles con ilustraciones) que me obligaba a guardar bajo llave en mi habitación. Al principio no me atrevía más que a mirarlos; ¡con solo tocarlos sentía la necesidad de lavarme las manos! Durante días me dio vergüenza mirarme en los espejos.

»Pero, poco a poco, me acostumbré a la idea de querer leerlos (solo tenía catorce años, Léonie, que no se te olvide), y mi curiosidad me ganó la batalla, así que los leí. Desde entonces he tenido que pelear contra el efecto que tuvieron en mi cerebro.

»Lo que me parece asombroso es que no sea peor de lo que soy, y que aquellos libros no liquidasen mi alma del todo. Pero sí consiguieron algo que Rosina iba buscando al dármelos: labraron mi imaginación y la prepararon para recibir la realidad de ellos y de sus bárbaras atrocidades (la misa negra y todo lo demás) de un modo que ella sabía muy bien que no habría logrado por medio de las palabras. ¡Ese fue mi noviciado!

»Por fin, cuando pensó que me había curtido lo suficiente para soportarlo, me llevó con ella, un viernes por la noche, a aquella casa horrible que tú y yo conocemos tan bien… ¡por desgracia!

»Imagina mi sorpresa cuando, después de que Rosina diera la contraseña y nos dejaran entrar, me encontré delante de Botti, ¡el hombre que había conocido toda mi vida como nuestro viejo médico! Parecía sentirse a sus anchas, y nos guio hasta el piso de arriba, ya sabes, donde hablaron un buen rato de lo que me sucedería si alguna vez los traicionaba, y también a mi padre. Después tuve que hacer un juramento y firmar con mi nombre, y a continuación volvimos a bajar al vestíbulo, donde abrieron la puerta que daba a la capilla: la puerta al infierno.

»No hace falta que intente describirte lo que siguió, Léonie. La primera bocanada ponzoñosa de los braseros; el hedor a hierbajos quemados; la abominable caricatura del crucifijo; la grotesca monstruosidad de Botti con su birrete y los cuernos rojos de búfalo, y su vestimenta con el repugnante bordado en la espalda; el tremendo golpe que aquella primera misa negra asesta a la inteligencia.

»Cuando llegó la parte en la que Botti consagraba la Sagrada Hostia y se la tiraba a los miserables que andaban a la rebatiña por conseguirla, me puse enferma (literalmente), y Rosina tuvo que sacarme de allí.

»Creo que estaba preocupada, incluso entonces, porque no fuese capaz de callarme y buscase consuelo en mi padre o en un sacerdote, y me repitió las amenazas de Botti hasta que volvió a confiar en mí, y a asegurarse de que le tenía mucho más miedo a él que a ninguna otra cosa.

»Pero nunca he sido capaz de asistir a una misa negra sin tener que cerrar los ojos cuando llegaba el momento de la horrible consagración. Y, una vez acabada, jamás he permitido, gracias a Dios, que me retuvieran allí más de un segundo; si alguien lo hubiera intentado, lo habría matado antes que soportarlo. Desde que soy adulta, nunca he entrado en esa casa sin un arma; me crees, ¿verdad, Léonie?

Léonie alzó la vista rápidamente.

—Nunca he creído otra cosa, Yolanda.

Los ojos de Léonie se posaron en la cara pálida de su amiga y recorrieron después su bien proporcionada figura, que temblaba con la energía de su atractivo. Entonces los bajó de nuevo y se quedó callada.

—Además —continuó Yolanda—, hay algo que no te he contado. He encontrado una solución.

¿Una solución?

—Un término medio, para no tener que pecar como antes. Durante los últimos meses he estado…

—Ya, claro, ¿qué has estado haciendo, Yolanda? ¿Has evitado el pecado principal? Es decir, ¿acaso no has estado haciendo tratos con ellos todo este tiempo?

—No sé qué dirás cuando te lo cuente —respondió la joven—. Se trata de lo siguiente: ni una sola hostia de las que le he dado a Botti últimamente había sido consagrada. ¿No te das cuenta? He robado las que no habían sido consagradas todavía, por la noche, de donde las tienen guardadas en la sacristía de la catedral…

—¿Qué quieres que te diga, Yolanda? ¡Es todo espantoso…, odioso!

—Pero no veo qué otra cosa puedo hacer. Al menos no es tan feo como robar las hostias consagradas en la comunión o del tabernáculo.

Para sorpresa de Yolanda, sin embargo, Léonie no hizo el menor esfuerzo por discutir con ella, sino que volvió a guardar silencio durante un rato, como si estuviera en íntima comunión consigo misma y pensando en otro asunto.

—Yolanda, querida —dijo por fin—, quiero que sepas que, en todo lo que pueda ayudarte, lo haré encantada. Pero nos enfrentamos a las fuerzas del mal, y nuestra tarea no será fácil. Tiemblo al pensar en el futuro.

Dicho esto, Léonie cayó de rodillas y comenzó a rezar para que les fueran concedidas la sabiduría y la fortaleza necesarias para salir indemnes de lo que se encontrasen en el camino, y vencer a lo que las acechaba en la oscuridad de la noche…

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