Magia negra - Jessie Adelaide Middleton

 La dama que tan amablemente ha corroborado esta historia con su experiencia personal tenía una prima que se casó con un oficial del ejército indio y se marchó a la India en torno al año 19… Puesto que no tengo permiso para dar sus nombres, aunque me hayan permitido utilizar su historia, los llamaré el capitán y la señora Ross. Esta última tenía el pelo cobrizo, lo que despierta gran admiración entre las razas nativas.

Al llegar a Calcuta, se dirigieron al norte, donde el capitán Ross estaba destinado, y la señora Ross, que visitaba la India por primera vez, se quedó maravillada con todo lo que vio.

Cuando llegaron a su bungaló, la señora Ross reparó en un viejo nativo que estaba de cuclillas en el exterior de la casa. Se trataba de un anciano con una apariencia especialmente repulsiva: sucio, andrajoso y de aspecto malvado, el cual, aunque saludó a la memsahib con una humilde reverencia, le dirigió una mirada siniestra que la hizo estremecerse.

Le preguntó a su marido por él, contándole lo que había pasado, y el capitán Ross le respondió con despreocupación:

—Oh, lleva aquí siglos; nadie le presta atención.

—Pero no me gusta el aspecto que tiene —insistió su mujer—. ¿No puedes hacer que se vaya?

—La verdad es que no —respondió el capitán Ross, riéndose—. No conviene ofender a estas personas. Es un tipo muy importante a su manera… Es decir, a los ojos de los nativos. Dicen que es un sabio, y todos le tienen miedo.

Por supuesto, la señora Ross no dijo una palabra más, pues lo último que deseaba era hacer algo que pudiera molestar a su marido. El anciano iba todos los días y se sentaba en la cancela. Cada vez que ella pasaba por su lado, él le hacía una respetuosa reverencia, pero también la miraba de una forma horrible. No cabía duda de que se había dado cuenta desde el principio de que a ella le desagradaba y que lo quería lejos del bungaló.

Al cabo de unas semanas, su marido tuvo que marcharse por obligaciones del servicio, y antes de partir le recomendó a su mujer que no se acercase a los bazares nativos; pero la señora Ross, por extraño que parezca, tenía un deseo irrefrenable de ir a la parte nativa de la ciudad. Sufría un persistente dolor de cabeza, y no dejaba de pensar un momento en que no quería quedarse en el bungaló. Hablaba de esto con su marido una y otra vez.

—¡Lo único que quiero es salir! —se lamentaba ella; y él la tranquilizaba diciéndole que solo eran «nervios» y que disfrutaría de un cambio de aires en cuanto le fuera posible organizarlo.

Un día, la señora Ross estaba sentada en la veranda, cuando sintió que había alguien cerca. Echó un vistazo y se quedó helada al ver que detrás de ella, muy cerca, estaba el viejo nativo, mirándola fijamente con expresión malévola. El capitán Ross seguía fuera, y, a excepción de los criados nativos, no había nadie lo bastante cerca para oír una llamada suya. Los nervios se apoderaron de ella, pero, armándose de valor, se levantó y se encaró al hombre para ordenarle con severidad que se marchara de inmediato.

Él no hizo el menor amago de moverse; bien al contrario, siguió mirándola con la misma expresión malvada que ella ya había percibido. Le ordenó por segunda vez que se fuera, amenazándolo con pedir a los criados que lo echasen. Estaba ya a punto de llamarlos cuando él dijo, muy despacio y con voz imponente:

—No marchar hasta tener un pelo de su cabeza.

Sus ojos tenían un poder muy peculiar, y la señora Ross estaba demasiado asustada para moverse o pedir ayuda. La había inmovilizado como inmoviliza un gato a un ratón bajo su pezuña, y comprendió que debía evitar a toda costa dar muestras de cobardía.

—Está bien —dijo, con toda la amabilidad de la que fue capaz—. Si quiere un pelo, se lo daré. Iré a soltármelo y le traeré uno.

La dejó marchar con tanta tranquilidad que a la señora Ross le asaltó la horrible sospecha de que los criados tal vez estuvieran conchabados con él. Era nueva en la India, y había leído historias aterradoras de traiciones de nativos; así pues, en lugar de dar la voz de alarma, fue a su habitación y se sentó a reflexionar.

«¿Qué voy a hacer? —pensaba angustiada—. No voy a darle el pelo. Lo quiere con algún propósito diabólico. No puedo ponerme bajo su poder. ¿Qué haré?».

Mientras le daba vueltas a lo que podía hacer, su mirada se encontró de pronto con una esterilla que había en el suelo, al lado de su cama. Era un regalo de bodas, y estaba tejida con pelo. Al punto pensó: «¡Ya lo tengo! Le daré un pelo de la esterilla. Se parece lo suficiente al mío para dar el pego». Se agachó y extrajo con mucho cuidado un pelo largo de la esterilla; a continuación, tocó la campanilla, y, cuando el criado respondió, le dio el pelo y le dijo que se lo diera al anciano de la veranda.

El criado, visiblemente horrorizado por la idea, se resistió.

—No debe dar pelo —dijo—. Él no debe tener pelo.

—Haga lo que le digo —insistió la señora Ross. Y el nativo se retiró.

Al cabo de un momento volvió y le dijo que el anciano se había ido.

La señora Ross soltó un profundo suspiro de alivio.

Cuando el capitán Ross llegó a casa aquella tarde, su esposa le contó lo ocurrido, y él montó en cólera y reprendió con dureza a los criados por haber permitido que el viejo hindú accediera a la veranda. A ella le dijo que había hecho muy bien, y que lo mejor sería olvidarse del asunto.

Una noche, en torno a una semana después, estaban los dos sentados en el comedor después de cenar. Eran alrededor de las once. El capitán Ross estaba fumando, y la señora Ross, sentada en un sillón. Los criados habían traído café y se habían retirado a sus habitaciones. El capitán Ross estaba fumándose un cigarrillo y removiendo lentamente el café, preocupado por su esposa, que se había sentido muy enferma durante toda la cena. No tenía la menor idea de lo que le ocurría, pues no la había visto nunca así. De pronto, separó su silla de la mesa, y su marido la vio ponerse en pie muy despacio, dar un paso hacia la ventana, extender los brazos, mecerse con flojedad y gemir débilmente.

En ese preciso instante, oyó un ruido en su habitación, justo encima de ellos: una especie de ¡flap, flap, flap! apagado que parecía desplazarse por el suelo. Miró a su mujer, y la vio alzar la vista sobresaltada.

Cogió el revólver que tenía a mano, se levantó de un salto y escuchó. El ruido continuaba: ¡flap, flap, flap! Fue hasta la puerta y la abrió con suavidad. El ruido fue volviéndose cada vez más nítido. Al poco lo oyó subiendo los últimos peldaños de la escalera, y bajándolos después: ¡flap, flap, flap!

El capitán Ross salió corriendo al pasillo, y en la penumbra vio algo que subía las escaleras. Disparó al punto del que provenía el ruido, pero siguió oyéndose. Disparó una segunda vez, e incluso una tercera. A pesar de todo, el ruido continuó por la veranda, y lo oyó atravesando el jardín.

El ruido de los disparos despertó a los criados, que entraron precipitadamente con velas. La señora Ross salió a tientas y tambaleándose a la veranda, y su marido se precipitó en pos del supuesto ladrón, pero, para su sorpresa, no había nadie allí.

Mientras miraban, su mujer emitió una fuerte exclamación y lo agarró del brazo.

—¡Dios mío! —gritó—. ¡Fíjate en eso!

La esterilla china de su dormitorio, con tres agujeros quemados por donde las balas la habían atravesado, estaba en ese momento cruzando el jardín.

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