La explosión - Robert Rohrer

El cohete teledirigido de casco negro emitía su tictac mientras cruzaba veloz la noche del espacio. Ascendió rápidamente desde una coordenada preestablecida a otra, en un arco cada vez más amplio. El cohete había fallado el blanco asignado, de modo que el arco aumentaba desusadamente, y en aquel momento alcanzaba un sector de 150.000 kilómetros de longitud.

Hacía ya un siglo que el proyectil había sido disparado, durante una guerra que había cambiado la forma de vida del planeta, una guerra que no terminó con la capitulación de los vencidos. Esa contienda aún se estaba disputando, pero no con las fuerzas titánicas del átomo y de las máquinas, sino con las mentes y las almas de los hombres y de otros que querían serlo.

Desde hacía un siglo el diminuto motor atómico del cohete hizo que éste saltara de un punto a otro de las coordenadas con constante regularidad, y esto mantendría en movimiento al proyectil y su potente cabeza nuclear hasta que algo se interpusiera en su camino.

Una vez más se cerró un circuito, se movió una varilla, y el átomo vomitó potencia. El cohete no pensaba; tan sólo avanzaba.

A unos pocos cientos de kilómetros del proyectil se hallaba inmóvil el pequeño crucero Estrella del Sur, envuelto en una verde nube de refrigerante líquido que se había acumulado en el exterior del casco. En este último se apreciaba un orificio producido por un minúsculo meteorito. Como el calor generado por los cohetes del navío sideral hubiese fundido su casco, de no haber funcionado aquéllos adecuadamente, se había cortado la propulsión y el Estrella del Sur permanecía inmóvil, abatida su pantalla protectora y en la trayectoria directa del proyectil.

En el cónico compartimiento de entrada del crucero, situado justamente en el exterior de la bóveda de cohetes del Estrella del Sur, se hallaban dos hombres y dos maxyds. Uno de los hombre era alto, llevaba barba de varios días y su rostro y cuello relucían a causa del sudor. En cuanto a los dos maxyds tenían el rostro y las zarpas cubiertas por un pelaje hirsuto y amarillento. Sus cabezas eran como la de un osito de felpa barato, y ambos presentaban un aspecto idéntico, al menos para los dos hombres.

Los cuatro llevaban puesto el uniforme azul claro de las Fuerzas Espaciales a la que pertenecían.

—Maldita tubería —masculló el más alto.

Le disgustaba el contratiempo porque deseaba llegar cuanto antes a la siguiente colonia, y el trabajo de reparación iba a demorar la marcha de la nave un día, o tal vez dos.

—Esta maldita tubería ha tenido que estallar —agregó al mismo tiempo que depositaba las pesadas herramientas que empuñaba, tras lo cual se incorporó y se desperezó—. Cielos, cuando llegue a la Colonia Quince me conseguiré la mejor ramera que encuentre, y...

—Cállate —dijo el hombre más bajo.

El otro dejó de estirarse e inquirió:

—¿Qué has dicho?

—He dicho que te calles de una vez. Estoy harto de ti y de tu sucia boca.

—¡Ah, vaya! Pues escucha bien, tú no eres más que un...

—Basta, sigamos adelante —dijo uno de los maxyds—. No es momento para perder el tiempo.

El alto se volvió hacia el maxyd y le dijo socarronamente:

—Bueno, bueno... Está bien, manos a la obra.

El hombre más bajo dejó a su vez las herramientas que había traído, y los maxyds, que estaban ya vestidos con los trajes espaciales, se ajustaron los cascos y se dispusieron a entrar en la abertura de emergencia del tubo de refrigeración.

 

En el interior de la sala de control del Estrella del Sur se hallaba de pie el capitán Henry Bittnel, mirando por el gran tragaluz de proa de la nave hacia los rutilantes puntos blancos y rosados que eran las estrellas diseminadas por la negra bóveda celeste. También Bittnel pensaba buscarse una prostituta, en cuanto llegase a la Colonia Quince, aunque no dijera nada de eso a sus subordinados. No lo dijo al operador de radio que se sentaba a su izquierda, ni al piloto que se arrellanaba en su sillón acolchado, delante de él, ni al maxyd que se hallaba de pie a su derecha. Y, desde luego, tampoco iba a decirlo a su mujer, en la Tierra.

El maxyd que estaba junto al capitán se llamaba Kaaru. Era el segundo en el mando, después de Bittnel, y transmitía a éste todas las quejas de los maxyd alistados en la astronave. No eran pocas las quejas, y Bittnel maldecía a menudo, en la intimidad de su camarote, la ley que exigía que las dotaciones de las naves militares estuvieran compuestas por hombres y por maxyds.

Bittnel nunca se cansaba de contemplar las estrellas. Las había de aspecto muy distinto, todas poseían características diferentes, para un buen observador. Y cuando dejaba de examinar una estrella determinada, Bittnel estudiaba el efecto general del polvillo espacial y de las luminarias, que eran como fragmentos de plata, y jamás parecía aburrirse de aquel grandioso espectáculo.

—Qué hermoso —dijo Kaaru, suavemente.

Bittnel se volvió a medias. Simpatizaba con Kaaru, y pensaba que lo que decían los hombres acerca de los maxyds no eran más que necedades. Bittnel había descubierto que eran gente orgullosa, pero gente al fin y al cabo, y no podía comprender por qué había tanta animosidad contra ellos entre los tripulantes.

—¿Adonde piensa ir, cuando hayamos llegado a la Colonia Quince? —le preguntó Kaaru, con su voz baja y nasal.

—A la cama más mullida que encuentre —repuso Bittnel sinceramente, aunque la pregunta le incomodaba.

—Yo también —aseguró Kaaru, y su corto morro se estremeció ligeramente—. La situación entre los miembros de la tripulación ha mejorado mucho desde que usted habló a los suyos.

—Eso creo; si los maxyds alistados supieran el gran respeto que siento por ellos, y que estoy seguro de que comparten la mayor parte de los hombres...

Baker, el operador de radio, alzó la cabeza y se quitó los auriculares, manifestando:

—Llama el jefe de radar, señor.

Bittnel tomó el aparato y se colocó uno de los auriculares al oído, para luego hablar por el micrófono cónico:

—Dígame, Harris...

—Capitán, algo se acerca velozmente por nuestra banda de estribor.

—¿Es un aerolito?

—No, señor. Los analizadores indican radiactividad. Me parece que se trata de un proyectil teledirigido, señor.

—¿Un proyectil teledirigido? —repitió Bittnel, y vio por el rabillo del ojo cómo los demás se ponían tensos—. ¿Está seguro?

—Sí, señor. En realidad, no podría ser otra cosa.

—¿Cuándo se producirá la colisión?

—Dentro de un minuto y medio, señor, si no levantamos la pantalla protectora.

Bittnel entregó el auricular al operador. Los generadores de la pantalla quemarían el casco de la nave, si no había refrigeración. Pero cuatro tripulantes estaban allí abajo, reparando la tubería principal del sistema refrigerador.

—Póngame con el compartimento de entrada por el intercomunicador.

—Sí, señor —repuso Baker, y pulsó un conmutador Bittnel tomó el micrófono del intercomunicador y dijo:

—Habla el capitán. Cierren la abertura de emergencia del tubo principal.

—Pero, señor, hay dos maxyds trabajando allí ahora —contestó por el aparato una voz llena de sorpresa.

Kaaru se estremeció ligeramente. Bittnel observó al maxyd, pero los ojos de éste se mantenían impasibles. El capitán sabía lo que había detrás de aquella mirada.

—¿A qué distancia se han adentrado? —preguntó.

—A unos cuarenta metros —contestó la voz.

Bittnel dijo a Kaaru:

—Disponemos de menos de un minuto. Tengo que hacerlo.

Kaaru no respondió.

Bittnel ordenó por el micrófono:

—Cierren la abertura inmediatamente.

—Sí, señor —respondió la voz, y se oyó un sonido como de algo que se deslizaba.

Volviéndose al piloto, Bittnel dio otra orden:

—Accione la bomba del refrigerante, y levante la pantalla protectora.

—Sí, señor —dijo el piloto, y sus manos se movieron rápidamente sobre el cuadro de mandos.

Bittnel dijo a Kaaru:

—No había tiempo para sacarlos. Lo siento.

Se daba cuenta de que los maxyds se hallaban en ese momento ahogándose en el refrigerante, y eran golpeados contra las vigas de unión del tubo. Decía la verdad cuando afirmaba que lo sentía.

—Yo lo comprendo —aseguró Kaaru, lentamente—; pero, ¿lo entenderá mi gente?

—Es necesario que usted se lo haga comprender. Verá, Kaaru...

Una sirena aulló en el interior del crucero. Eso significaba que el proyectil había chocado contra la pantalla protectora, pero que no había estallado.

—No ha hecho explosión. Era un proyectil sin carga —dijo Kaaru, sin dar importancia a sus palabras, aunque en ellas había más acusación que si hubiera hablado lleno de enojo.

Bittnel ordenó entonces al piloto:

—Teniente, mande afuera algunos especialistas en explosivos, y que introduzcan el objeto, si les parece seguro. No podemos dejarlo que vague perdido por ahí.

En su interior se sentía agobiado. Había causado la muerte de dos tripulantes, tal vez sin motivo alguno.

—Lo siento, Kaaru. No tenía otra elección... Créame...

—Trataré de decírselo así a mi gente —repuso Kaaru, con una mirada distante como nunca la había tenido desde que se iniciara su amistad con Bittnel—. Pero sería mejor si les hablara excusándose por los que han muerto.

Bittnel miró fijamente a Kaaru. Los maxyds eran gentes orgullosas, ciertamente, pero existían reglas.

—Sabe usted que no puedo hacer eso, Kaaru —concluyó diciendo el capitán.

Kaaru se miró la zarpa abierta, se encogió de hombros y contestó:

—Como usted quiera.

 

El hombre alto estaba hablando en su camarote con dos de sus compañeros.

—Hoy tuve que liquidar a dos de esos condenados maxyds —manifestó.

—¿Es posible? —respondió uno de sus acompañantes.

—Ya lo creo. Estaba haciendo unas reparaciones cuando el capitán me llamó diciendo: «Cierre inmediatamente la compuerta de emergencia». Así lo hice yo, y al momento el tubo se llenó de refrigerante. En seguida oí a los dos maxyds chocando contra las paredes del interior. Mañana tendré que entrar para sacarles de donde están. Tardaremos un día más en llegar a la Colonia Quince, pero ha valido la pena. Acabé con esos malditos... salvajes.

—En realidad, tú no les has hecho nada —intervino uno de los compañeros—. Sólo hiciste lo que te ordenó el capitán.

—Claro, fue el capitán quien lo ha hecho —terció el otro.

—Maldita sea, era igual que si lo hubiera pensado yo mismo —aseguró el alto—. Me gustaría hacerlo de nuevo. Desearía liquidarlos yo de verdad.

—Yo también lo haría —confirmó una de los otros dos.

 

Bittnel se hallaba leyendo el informe del equipo de explosivos cuando Kaaru entró en su camarote.

—Kaaru, ¿quiere sentarse? —dijo Bittnel, poniéndose en pie y siguiendo la fórmula de cortesía de los maxyds.

—Gracias, pero no puedo.

Kaaru omitió las habituales frases de introducción, de lo que Bittnel pudo colegir que el asunto era grave.

—He hablado con mi gente —siguió diciendo el maxyd—. Están inquietos. Hablan de... imprudencias. Exigen una explicación personal por parte de usted.

Bittnel apretó los labios. En cierto modo había esperado eso. Los maxyds ejercían una gran influencia política en el Gobierno interplanetario; debido a que su situación, hasta muy poco antes, había sido la de un grupo social poco privilegiado. Esperaban que los hombres se plegaran siempre a sus deseos, ahora que habían conseguido cierta medida de igualdad. Como resultado de esto se estaban produciendo muchas desavenencias en los planetas.

Bittnel no quería problemas en su nave. Esto era muy peligroso en un viaje de larga duración y en un minúsculo crucero donde no existían mujeres que contribuyeran a aliviar las tensiones.

—Dígame, Kaaru, ¿recuerda el caso del Lincoln? —preguntó el capitán—. ¿Se acuerda de los linchamientos?

Kaaru no dijo nada. Bittnel añadió:

—El capitán del Lincoln pidió disculpas públicamente.

—La culpa fue de la tripulación —contestó Kaaru.

—No, fue del capitán —declaró Bittnel, moviendo negativamente la cabeza—. No debió haber pedido excusas. Los maxyds de la tripulación consideraron esas disculpas como una muestra de inferioridad de los hombres, y sacaron siempre a colación el asunto hasta que los hombres se hartaron y el Lincoln se convirtió en una nave muerta después de la refriega. Yo no quiero disturbios en mi crucero, Kaaru, y si hiciera lo que usted me pide, correría el riesgo de enfrentarme con una situación parecida, por la misma razón. No puedo arriesgarme.

Kaaru no pareció escuchar las últimas palabras de Bittnel, e insistió:

—El caso del Lincoln era diferente en un determinado aspecto.

—Sí, pero los factores eran los mismos, Kaaru. ¿No comprende que por ese motivo ahora hay una regla que prohíbe al capitán hacer cualquier clase de concesión a sus tripulantes? Eso mina su autoridad sobre ellos, lo que a su vez significa falta de moral, de orden...

—Sé que hay unos reglamentos —dijo Kaaru—; pero yo no puedo convencer a mi gente de que usted no utiliza esas reglas como excusa porque no quiere pedirles disculpas.

—Su gente..., mi gente... —repuso Bittnel—. Kaaru, todos somos la misma gente; una tripulación de una nave, que actúa como una unidad. Mientras sigamos obrando unos contra otros, como ahora, tratando de pasarnos por encima mutuamente, no habrá ninguna unidad. El simple hecho es que si un capitán se humilla ante su tripulación, pierde el respeto y el dominio que tiene sobre ella. Por eso existe dicha reglamentación. Ocurre que soy el capitán de la nave, y que los que usted llama «su gente» integran la tripulación de la misma. Hice lo que debía, y voy a seguir aplicando los reglamentos.

—Esto supone una terrible afrenta para mi pueblo —manifestó Kaaru pausadamente.

Bittnel frunció el ceño e hizo una nueva tentativa.

—Mire esto —dijo tendiéndole la hoja de papel que estaba leyendo cuando había entrado Kaaru—. Se trata del informe que los hombres del equipo de explosivos me enviaron. Fíjese; si el proyectil hubiera chocado contra el casco de la nave, habría estallado. Se trata de un viejo cohete y nuestra pantalla protectora no fue lo suficientemente sólida como para activar la cabeza nuclear, pero el casco del crucero lo hubiese hecho. Ahora todo está pendiente de un hilo. La sacudida más insignificante puede provocar el estallido. El artefacto se encuentra en estos momentos junto a la santabárbara, sujeto con abrazaderas. Antes de que lleguemos a la Colonia Quince tendremos que lanzarlo en una zona segura para hacerlo detonar. Hubiera partido esta nave por la mitad, Kaaru, de no haberse levantado la pantalla. Aquellos dos no murieron inútilmente. Puede decirle eso a los otros.

El maxyd terminó la lectura del informe y miró a Bittnel, quien casi pudo leer lo que pasaba por la mente de Kaaru, a través de sus grandes y pálidos ojos. Por fin, Kaaru tomó una decisión, y dijo:

—Está bien; voy a intentarlo. Les hablaré por la mañana.

—Magnífico —respondió Bittnel, sonriendo.

 

A la hora de la comida, al día siguiente, el hombre alto hablaba con varios compañeros sentados ante la estrecha y larga mesa reservada para los hombres. Los maxyds comían siempre en otra mesa que estaba situada en el lado opuesto del comedor.

El hombre de elevada estatura no disimulaba su desdén y enfado.

—Mirad a esos malditos de allí —declaró, señalando—. Mirad a esos puercos peludos, que tal vez están pensando el modo de arrancarnos el cuero cabelludo. Me alegra haber eliminado a dos de ellos, ¿sabéis? Ellos, con su pelaje amarillento, su morro y sus ojos saltones, no merecen dormir en literas, como nosotros. ¿No lo habíais pensado? Sólo son animales con uniforme; es lo único que son. Hace poco tiempo aún dormían en cuevas. Animales salvajes, eso es lo que son.

Los compañeros del que hablaba, con los ojos muy abiertos, se inclinaban hacia él. De vez en cuando alguno decía:

—Sí, tienes razón.

 

En ese momento Kaaru se hallaba frente a Bittnel, el cual estaba sentado ante su escritorio. Kaaru colocó sobre la mesa el informe de los especialistas en explosivos, y dijo:

—Los míos piden que se disculpe.

—Lo siento, no puedo hacerlo —contestó el capitán.

—Quiere decir que no va a hacerlo —corrigió Kaaru—. Usted cree que no son dignos de las excusas de un hombre. Y ellos saben lo que usted piensa.

—Usted también cree eso, ¿verdad, Kaaru?

El aludido desvió la mirada y contestó:

—Es una cuestión de honor.

—Del honor de ustedes tan sólo, ¿no es eso? —insistió Bittnel; y apoyando la frente en sus manos, agregó con aire cansado—: Apremios, obligaciones... Sobre usted, sobre mí..., sobre todos nosotros...

—Mi pueblo ha sufrido hasta ahora muchas ofensas por parte de sus tripulantes —manifestó Kaaru.

—No volverá a ocurrir. Se lo he prometido.

—Eso no basta. Deben recibir alguna prueba de su buena voluntad.

Por vez primera Bittnel no pudo contener su enojo.

—¡No, maldición! —exclamó—. No voy a quebrantar las reglas, ya lo he dicho. Lamento lo que ha ocurrido, bien lo sabe usted, pero pedir disculpas en público es imposible.

De nuevo los ojos de Kaaru dejaron entrever que había tomado una decisión.

—Bajo la responsabilidad de mantener el honor de mi gente, debo manifestarle que estoy en posesión de ciertos informes sobre sus actividades en las dos últimas colonias en que hemos hecho escala, capitán, y creo que eso resultaría desastroso para usted, de enterarse las autoridades centrales, y muy desagradable también si lo supiera su mujer. Ha hablado usted de no quebrantar los reglamentos, capitán, y, sin embargo, lo ha hecho de modo mucho más grave. Usted sabe a qué me refiero.

Bittnel quedó anonadado.

—Usted... ¡me ha hecho seguir! —exclamó.

—Desde el momento en que la situación a bordo se hizo insostenible —dijo Kaaru, con su sonsonete—. Consideré que esos informes podían resultar de gran utilidad para mi pueblo. Si usted ignora la petición de excusas que le han hecho, me veré obligado a enviar esos datos a las autoridades centrales y a su mujer. Hasta ahora había vacilado, pero en estos momentos veo muy bien cuál es mi deber.

—¿Será usted capaz de hacer eso?

—Debo velar por mi pueblo —respondió Kaaru.

—¡Sí, ya veo que sería capaz de hacerlo! ¡Condenado, perro indigno...! ¡Salga de aquí! ¡Fuera de mi despacho!

—¿Desea que su esposa se entere de su corrupción moral, capitán? Está bien...

Bittnel corrió en torno a su escritorio, tomó a Kaaru por el cuello de su guerrera y, abriendo la puerta, le empujó hacia el pasillo. Kaaru no hizo movimiento alguno de resistencia. Dio pesadamente contra la pared opuesta, y Bittnel cerró la puerta.

¿Cómo, cómo iba a explicárselo a ella? —pensó Bittnel—. ¿Qué otra explicación podía dar, sino que era un hombre débil, abrumado por las responsabilidades de un largo viaje en el que se hallaba completamente solo, y donde nadie, sino ella, sólo ella, representaba nada para él?

Era eso lo que afligiría más a su mujer, el pensar en los demás, en lo que dirían, más que en lo que ella misma sentía. Y él no tenía modo de explicárselo, sobre todo, hallándose en el otro extremo del universo.

Se sentó de nuevo ante su escritorio. Hasta entonces había simpatizado con Kaaru. Aunque había oído hablar de la perfidia, de la maldad disimulada de los maxyds, nunca lo había creído de Kaaru, nunca.

«Bien, ¿y qué tiene de extraño todo eso? —pensó—. Kaaru sólo procura defender los intereses de su gente del modo que le han enseñado. Sabía desde hacía tiempo lo que estabas haciendo, y nunca te trató desconsideramente.» Pero, ¿por qué se volvía ahora contra su amigo, contra su capitán? La mente de Bittnel no daba con la explicación, y el hombre dio vueltas y más vueltas a sus pensamientos, hasta que la ira le hizo enrojecer el rostro.

Al menos, no debía permitir que Kaaru radiase desde la nave cualquier informe confidencial que tuviera en su poder. Bittnel habló por el intercomunicador con el operador de radio y prohibió todas las transmisiones que no estuvieran controladas por él, o como respuesta a una llamada directa del exterior.

 

—Creedme que tengo razón en lo que digo —continuó diciendo el hombre de elevada estatura—. ¿Veis aquel maxyd delgado, que luce insignias? Ya lo sabéis, es el primer oficial, y no sé, pero me gusta muy poco cómo actúa. Fijaos cómo les habla; les está preparando para algo. Lo sé porque ya le he visto antes de ahora obrar de esa forma.

—¿Es cierto? ¿Qué crees que van a hacer? —preguntó uno de los que le escuchaban.

—Siempre se reúnen con ese cabecilla, que viene a decirles lo que deben hacer, tanto para insignificancias como cuando se trata de liquidar a alguien.

—¿Cómo? ¿Qué significa eso de liquidar a alguien?

—Lo que he dicho. Se ponen a hablar de ese modo cuando se disponen a matar a alguien, lo repito. Son capaces de estrangular a uno; nadie lo diría, al verlos, pero pueden muy bien hacerlo. Ahora mismo, incluso.

—¡Cielos, y yo tengo mi pistola en la litera!

—¡Miradlos, todos van armados!

—Será mejor que vayas por esa pistola.

—¡Más bajo! ¡No deben oírnos!

—¡Silencio, estúpidos! —exclamó el hombre alto—. Wilks, es mejor que vayas a por la pistola. Fijaos en ellos...

Los maxyds replicaban a algo que les decía Kaaru, y mostraban los dientes con enojo. El llamado Wilks se deslizó fuera del comedor.

De pronto, uno de los maxyds se puso en pie y también se marchó.

—¡Ah, ahí va uno de ellos! —dijo el alto, e inclinando la cabeza habló en voz baja—: Voy a ir por el otro pasillo y le seguiré para ver lo que hace. Cuando llegue Wilks, si advertís algo sospechoso comenzáis a disparar, ¿comprendido?

—Desde luego.

—Claro.

—Les daremos lo que se merecen.

El hombre de elevada estatura salió a su vez del comedor.

 

Bittnel no se dio cuenta de que había comenzado la lucha hasta que zumbó su intercomunicador y a través del altavoz oyó hablar al jefe de pilotos.

—¿Capitán Bittnel? —dijo el oficial.

—¿Qué sucede?

—Capitán, alguien está disparando aquí abajo. Un maxyd trató de obligar a Baker a que enviara un mensaje a la Tierra; armó una gresca cuando le dijimos que no podía hacerse, y...

El piloto se interrumpió, pues jadeaba perceptiblemente.

—¿Y qué más? —inquirió Bittnel.

—Alguien que bajaba por la escalera de la cámara disparó..., disparó contra el maxyd por la espalda, con una pistola. Entonces comenzó el tiroteo, pero no aquí. Me parece... que es en los comedores... y...

—¿Qué ocurre, Russell?

—¡Capitán...!

Bittnel tuvo que apartarse del altavoz cuando se oyó una detonación amplificada.

—¡Russell! ¡Russell!

En ese momento el capitán escuchó disparos en la antesala de su despacho. Se incorporó de un salto y extrajo la pistola de su funda. Corrió hacia la puerta y la abrió de golpe. Un hombre con el pecho destrozado se hallaba tendido muy cerca, en el suelo. Inclinado sobre su cuerpo vio a un maxyd, el cual levantó su arma hacia Bittnel.

El capitán reaccionó instintivamente, y disparó su pistola. La cabeza del maxyd estalló.

Bittnel se dirigió rápidamente hacia la cámara más cercana. Se estaba luchando ya en las cubiertas bajas, y el estruendo era aterrador.

Bittnel corrió hacia las sala de mando y halló muerto al piloto, tendido en el suelo. Había sido alcanzado por un disparo.

El capitán pulsó el conmutador de los altavoces generales y gritó:

—¡Atención! ¡Atención, tripulantes! ¡Les habla el capitán Bittnel! La lucha debe cesar inmediatamente; repito, ¡inmediatamente! Dejen sus armas. Todo aquel que siga luchando o lleve armas encima, a partir de este momento, será arrestado y llevado ante...

Bittnel se interrumpió de pronto. Había advertido algo raro en la caja del intercomunicador general. Levantó la tapa y vio que los circuitos estaban destrozados y los cables arrancados.

Abandonó la sala de mando, y cuando estaba en mitad de la escalerilla que llevaba al puente inferior, recordó el cohete que estaba en la santabárbara. ¿Qué sucedería si alguien entraba allí?

Volviéndose rápidamente, trepó por la escalerilla y corrió por el pasillo de la cubierta principal. Si alguien disparaba contra aquel cohete, o si tan sólo le golpeaban, la nave explotaría en pedazos. Además, había abundancia de armas en la santabárbara. Tenía que cerrar a toda costa aquella puerta.

 

El hombre de elevada estatura corría de camarote en camarote, por el puente inferior, disparando contra los maxyds que encontraba dormidos dentro. Disfrutaba sintiendo cómo la pistola reculaba en su mano y cómo los maxyds se estremecían en sus literas al morir. En ocasiones disparaba mal intencionadamente, para ver a los maxyds chillando y retorciéndose en el suelo. Aguardaba a que el maxyd herido le viese, y cuando aterrado se alejaba gateando, entonces volvía a hacer fuego.

 

Bittnel abrió de un golpe la puerta de la santabárbara e irrumpió en el interior del recinto. Cerró la puerta, corrió el cerrojo y...

—¡Alto, capitán!

Bittnel oyó la voz y giró rápidamente. Kaaru se hallaba agazapado en medio de la estancia, con aire amenazador. El capitán se dijo que debía matar a Kaaru.

De pronto, las emociones que se acumulaban en el pecho de Bittnel desde las muertes producidas en el tubo de refrigeración, brotaron salvajemente a través de su garganta, y gritó:

—¡Ah, maldición!

Era una exclamación desesperada, el grito de un hombre perdido, una expresión de honda protesta contra aquel odio infinito que impulsaba a un ser inteligente a dar muerte a otro ser racional; la íntima rebelión contra la soledad que hacía que los hombres débiles tuvieran que ir en busca de prostitutas; la reacción contra el sistema que les mantenía aislados durante años y años en la soledad del espacio.

Kaaru no advirtió el tono de súplica que había en la maldición de Bittnel; en ese momento tan sólo respondía al instinto generado tras muchos siglos de existencia salvaje. Era un robot sanguinario que reaccionaba ante las órdenes del control remoto y hereditario de sus antepasados. Enardecido, saltó sobre Bittnel.

Este no pudo desenfundar a tiempo su pistola; sus brazos quedaron aprisionados por los de Kaaru, y, a consecuencia de la embestida, retrocedió vacilando y fue a dar con violencia contra una de las paredes de la santabárbara.

El abrazo de Kaaru fue comprimiendo cada vez más el torso de Bittnel, quien comenzó a jadear convulsivamente. Luego, el maxyd aflojó de modo imperceptible la presa, para aferraría mejor, ocasión que aprovechó el capitán para llevar la mano hasta la empuñadura de su pistola.

Bittnel cayó al suelo, y Kaaru siguió presionando sobre su cuerpo con intención de quebrarle la columna vertebral. El hombre no pudo extraer el arma de su funda, pero haciendo un esfuerzo supremo, introdujo el dedo en el gatillo y lo apretó sin apuntar.

Aquel disparo ciego destrozó dos de las cuatro barras que sostenían horizontalmente el negro proyectil. Ni Bittnel ni Kaaru vieron que el cohete se desprendía de los dos últimos soportes y caía al suelo.

 

El hombre de elevada estatura lanzó un alarido cuando la infernal onda térmica generada por la explosión nuclear, arrancó grandes fragmentos de carne de los huesos de su cabeza y de su cuerpo. La santabárbara se hallaba en el centro mismo del Estrella del Sur, por lo que la nave se partió en dos. Mientras se desintegraban, las dos partes se separaron y fueron a hundirse en la oscuridad del espacio infinito.

 

Comentarios

Entradas populares de este blog

El deseo - Roald Dahl

El ojo en el dedo - Raúl Avila

Se solicita sirvienta - Patricia Laurent Kullic