La piedra del diablo - Beatrice Heron-Maxwell

 Declinaba ya una tarde templada y crepuscular de un día particularmente cálido, vaporoso y apacible en Aix-les-bains, en Saboya, cuando atravesé el jardín del hotel dispuesta a dar un lánguido paseo por las calles de la pequeña ciudad. Estaba harta de no tener nada que hacer ni nadie con quien hablar; los otros huéspedes del hotel eran en su mayoría extranjeros y, al margen de eso, carecían por completo de interés; en cuanto a mi padre, era casi como si no existiera para mí en ese momento, hasta que su «camino» hubiese terminado. Se pasaba el día, desde primera hora de la mañana hasta que la tarde lo cubría todo de rocío, sumergido en el agua, por fuera, por dentro o de las dos formas; y más allá de alguna ocasión en que lo veía fugazmente, ataviado con un traje que le daba apariencia de jeque árabe y llevado en silla de manos con gran pompa hacia los baños o de vuelta de ellos, yo era, metafóricamente hablando, huérfana hasta la table d’hôte.

Cuando cruzaba la terraza, alguien se levantó de una tumbona y, dejando a un lado el libro que estaba leyendo, dijo:

—¿Dónde va, señorita Durant? ¿Me permite acompañarla?

—Si le apetece —respondí, con tanta cortesía como indiferencia—; solo voy a buscar cucharas.

—A buscar ¿qué?

—Cucharas. Las colecciono, ya sabe; una afición como cualquier otra… Y siempre puede uno regalarlas si se cansa de ellas.

Paseamos, pues, uno al lado del otro; y al poco empecé a sentirme menos aburrida, y más reconciliada con las tribulaciones de la existencia, y, finalmente, divertida, interesada y halagada.

Aquel hombre de mediana edad de aspecto apacible —a quien mi padre me había presentado dos días antes como un amigo suyo, y al cual yo había catalogado mentalmente como «bastante agraciado, quizá inteligente, posiblemente presuntuoso y probablemente casado»— se estaba mostrando simpático como solo puede hacerlo un hombre cultivado, refinado y con mucho mundo que desea causar una impresión favorable; poco a poco, me descubrí reconociendo que su rostro oscuro e intelectual, con su corona de pelo ondulado y de color gris hierro, era algo más que agraciado, y que su inteligencia era suficiente para llevarlo más allá de la presunción, aunque, al parecer, no lo colocaba por encima del placer más que evidente que le procuraban la compañía y la conversación de una joven. 

Ya había tomado nota de casi todos mis gustos y ocupaciones, y me sonsacó, valiéndose de una empatía magnética, algunas confesiones acerca de mis aspiraciones y pensamientos más íntimos; a cambio, él me contó que viajaba con desaliento en busca de reposo, atendiendo a una orden imperiosa de su médico, y que lamentaba su solitaria soltería, cuando mi atención quedó atrapada por unas extrañas cucharas medio ocultas entre otros insulsos objetos de plata en el escaparate de una desolada tiendecita a la que nuestros pasos sin rumbo nos habían conducido por callejuelas estrechas y sombrías.

—Me gustaría saber cuánto cuestan —dije; y, pidiéndome que esperase fuera, el coronel Haughton desapareció en el oscuro interior de la tienda.

Yo me quedé mirando un momento a través del escaparate, y después, impelida por no sé qué vano impulso, seguí caminando lentamente.

El sonido de una ventana abriéndose por encima de mi cabeza y una risa de mujer me detuvieron, y alcé la vista. Era una risa extraña: baja y controlada, pero que encerraba una burla maliciosa que parecía el remate apropiado para un discurso mordaz; y justo detrás de la celosía abierta, con los brazos apoyados en el alféizar y la barbilla ligeramente reclinada sobre las manos entrelazadas, estaba la mujer más bella que he visto nunca. Apenas alcancé a ver su pelo castaño rojizo sobre una blanca frente, sus ojos como pensamientos marrones y sus labios partidos, que parecían pétalos escarlatas sobre la perfecta palidez de sus mejillas redondeadas, pero ha quedado fotografiada para siempre en mi cabeza. Pues, mientras la miraba, la mano y el brazo de un hombre, bronceado, delgado y muy ágil, con dedos nerviosos, en uno de los cuales brillaba una piedra verde, rodeó su cuello y le hundió una daga en el corazón. La sonrisa tembló en los bonitos labios antes de congelarse, pero de estos no salió ningún sonido, y los ojos se le pusieron en blanco y se cerraron; mientras se tambaleaba en la ventana abierta, el hechizo que me tenía paralizada se rompió y salí huyendo con un grito aterrado. Corrí y corrí —ciega, loca, desesperadamente—, sin sensación ni pensamiento ni emoción alguna salvo un miedo irrefrenable. Una niebla roja pareció cerrarse en torno a mí, y mientras luchaba contra ella sentí que me fallaban las fuerzas, y todo se quedó negro y en calma.

Percibí una voz que hablaba en esa oscuridad, el tacto de una mano en mi cara, un destello de luz, la dolorosa sensación de que alguien estaba sufriendo, y luego recobré la conciencia y la memoria. Mi padre estaba inclinado sobre mí con rostro preocupado, y su voz, como si hablase desde una gran distancia, dijo:

—Theo, ¿te encuentras mejor, cariño? No, no te levantes; descansa, y tómate esto.

Volví a recostarme, y comprendí vagamente que estaba en mi habitación del hotel, y que había allí un desconocido, médico sin duda. Me encareció que guardase reposo absoluto hasta que me visitase de nuevo, y pidió que se le informase de inmediato si se repetían los desmayos. Más adelante, cuando yo estuviera en condiciones de explicar la causa de aquel ataque, podría recetarme algo. La luz del crepúsculo luchaba por entrar a través de las cortinas, y supe que debía de haber estado muchas horas inconsciente. Con el esfuerzo de borrar todos los recuerdos de la terrible escena que había presenciado, vino el aletargamiento, y, poco después, un sueño profundo y tranquilo.

Varios días de reclusión y reposo me devolvieron parcialmente la salud y el ánimo, y empecé a pensar que lo ocurrido no había sido más que una especie de sueño diabólico, un horror que sería mejor olvidar. Mi padre, cuando escuchó mi historia, se mostró incrédulo al principio; después, impresionado a su pesar por la seriedad con que se lo conté, decidió creerme a regañadientes, pero me suplicó que no se lo contase a nadie. No consiguió encontrar ninguna noticia sobre un asesinato en los periódicos locales, ni pudo determinar si el trágico suceso que yo había presenciado había ocurrido en realidad, y, como no quería ver mezclado mi nombre en ninguna investigación, dejó correr el asunto. 

No volví a hablarlo con él, pero el recuerdo no desapareció del todo. Me atormentaba la visión de aquel rostro adorable, y el sonido de aquella risa con su espantoso desenlace. También di en pensar que aquella cara me resultaba en cierto modo familiar; me pasaba horas tumbada con los ojos cerrados, intentando en vano averiguar a quién se parecía. En esas reflexiones andaba enfrascada un día cuando salí de mi ensoñación y me topé con mi propio reflejo en un espejo colgado en la pared de enfrente. Me quedé mirándolo fijamente, sin aliento, mientras un terror nuevo se apoderaba de mí. Allí estaba el parecido que andaba buscando: el pelo castaño rojizo, los profundos ojos negros, la cara pálida con labios rojos partidos. No tan bonita, quizá, como la que había visto en la ventana; de hecho, cuando comprendí poco a poco que estaba mirándome a mí misma, no vi belleza en aquellos rasgos conocidos; pero sí parecido: ¡un parecido extraordinario y terrible! Y fue entonces cuando empecé a dudar por primera vez de la realidad de mi visión, y a esperar con impaciencia que al recuperar las fuerzas se borrase de mi cabeza. Decidí poner fin al descanso y las ensoñaciones, y esa tarde bajé al jardín.

—¡Por fin! —dijo el coronel Haughton, cogiéndome las dos manos—. Creí que no volveríamos a verla. He estado reprochándome haberla cansado en exceso aquel día… y haberla dejado sola; no tenía intención de alejarme de usted más que un momento, y quiero explicarle por qué me entretuve. Cuando salí y vi que no estaba, pensé que habría vuelto aquí, y me apresuré, con la fortuna de que la encontré un segundo antes de que se desmayase. Su padre me ha dicho que ha tenido un poco de malaria, y espero… Pero la estoy angustiando, señorita Durant; la estoy agotando. Permítame que le busque una silla cómoda y la deje descansar.

—No, no —grité ansiosamente—; quédese. Dígame, ¿dónde consiguió ese anillo?

En su dedo brillaba una extraña piedra verde que parecía idéntica a la que había visto en la mano que empuñaba la daga.

—Eso es precisamente lo que quiero contarle —dijo—. Después de comprarle las cucharas, vi, en un estuche tallado, este anillo. Es una piedra muy peculiar. Como puede comprobar, ahora mismo parece desprovista de brillo; sin embargo, puede llegar a relucir con el esplendor de un diamante. Y en la parte de atrás lleva tallada parte de la cabeza de una serpiente. Solo he visto otro anillo como este, y fue hace muchos años en un templo de la India. La llamaban la Piedra del Diablo y le rendían admiración. Me contaron, además, su historia. La había descubierto un santo varón hacía varios siglos, engastada en una reliquia sagrada, y le había construido un santuario, de donde la robaron. En el siguiente capítulo de su historia, un marajá la dividió en dos partes iguales y encargó que se hicieran con ellas dos anillos, uno de los cuales lo llevaba siempre puesto, y el otro se lo regaló a su maharaní, a la que amaba con locura. Un día descubrió que ella ya no lo llevaba en el dedo y, en un arrebato de celos, la mató y se suicidó. Su anillo pasó a manos de los brahmanes, pero el de ella no se encontró nunca. 

Ellos dicen que antes o después los dos anillos volverán a unirse, y que hasta entonces el anillo perdido llevará a cabo su misión, que, según se cree, es impulsar a su portador a cometer actos violentos y a destruirse a sí mismo; y, cuando el espíritu maligno que hay en su interior está satisfecho, el anillo resplandece. Dicen también que, si te deshaces de él, te desprendes también de toda la felicidad de tu vida y pierdes la oportunidad de volver a conseguirla nunca. Sin embargo, si lo llevas puesto, toma las riendas de tu destino. En cuanto lo vi, reconocí en él el anillo perdido, y le pregunté al hombre por cuánto lo vendía. Pero se negó a darme un precio; dijo que no estaba a la venta, de modo que me fui, porque no quería hacerla esperar más; pero volví al día siguiente y logré que me lo vendiera. El hombre, un anciano italiano bastante peculiar, se mostró muy reticente, pero parecía haber hecho algunas averiguaciones sobre la leyenda del anillo, y me dijo que estaba «maldito», y que no era aconsejable ni venderlo ni llevarlo. A él se lo había vendido un compatriota suyo, dijo, un hombre con una oscura historia, demasiado dispuesto siempre a echar mano de su navaja, y que había acabado mal. Le dije que lo robaría, y que podía cobrarme lo que quisiera por otros artículos que le comprase, y así fue como resolvimos el dilema.

—¿No tiene miedo de llevarlo? —pregunté—. Me estremezco solo de verlo. Encierra algún tipo de hechizo, estoy segura.

—No le tengo miedo a nada —dijo con ligereza—, excepto a su desagrado, señorita Theo. Si le molesta, me lo quitaré, pero he de confesarle que siento una gran fascinación por él. No creo en supersticiones, pero me gusta la piedra por su antigüedad y su curiosa historia. Algún día se lo enviaré a mis amigos los brahmanes; mientras tanto, no me inspira ninguna propensión maligna, y, dado que le ha interesado, estoy satisfecho con él de momento.

Así pues, resolví alejar de mis pensamientos el anillo y su historia y puse toda mi atención en el nuevo aliciente que había surgido en mi vida. Los siguientes días transcurrieron tan felizmente, y me resultaba tan natural que Lionel Haughton estuviera siempre a mi lado que no me paré a preguntarme la razón de nuestra estrecha relación…, aunque creo que, en mi fuero interno, la sabía. Y cada día, cada hora que pasaba con él, nos acercaba más y nos unía con lazos que no sería fácil romper.

—Haughton ha mejorado una barbaridad —dijo mi padre un día— desde que lo conocí hace muchos años; su hermano era un gran amigo mío, y a él no lo traté demasiado; al parecer, ha pasado buena parte de su vida en la India, e imagino que su salud se ha resentido. Supongo que no volverá allí. Tengo que convencerlo de que venga a visitarnos cuando estemos en casa, ¿no crees, Theo?

Una tarde, cuando nuestra estancia llegaba a su fin, pensamos en ir al casino y probar mi suerte en el juego.

—Siempre tengo suerte en lo que depende del azar —dije—, y me temo que no he aprovechado esa cualidad desde que llegué aquí. Vayamos a apostar esta noche, y ganaré una fortuna para todos nosotros.

Esa noche, sin embargo, el coronel Haughton no nos acompañó como de costumbre en la table d’hôte, y más tarde me llegó una nota suya en la que me informaba de que se había sentido indispuesto, pero que ya se encontraba mejor y se reuniría con nosotros en el casino. Era la primera vez en mi vida que apostaba, y pronto resultó evidente que mi profecía sobre mi suerte se estaba cumpliendo: gané, y gané, y gané otra vez, hasta que tuve ante mí un montón de oro y billetes que me convirtió en el centro de las miradas de toda la mesa. Jugaba de modo temerario, y, aun así, no había forma de que perdiera, hasta que mi atención se vio distraída de pronto por la llegada del coronel Haughton, que se inclinó por encima de mi hombro y dejó su apuesta al lado de la mía. Al hacerlo, tuve la impresión de que el anillo emitía un leve destello, y sentí como si mi despreocupada buena fortuna me hubiera abandonado. Ahora quería ganar, mientras que antes había apostado solo por la emoción, con el verdadero espíritu del jugador. Sin embargo, a partir de ese momento perdí. Él también perdió, grandes sumas, tan grandes que me pregunté si sería tan rico como para tomárselo con la filosofía con que parecía hacerlo. No obstante, tanto había ganado yo al principio que, aunque muy mermada, seguía siendo una pequeña fortuna lo que me llevé cuando abandonamos las mesas.

—Me ha traído usted mala suerte —le dije al coronel Haughton cuando volvíamos caminando al hotel—. ¿Sabe?, creo que fue su anillo.

—No volvería a ponérmelo nunca si pensara eso —respondió. Después, cuando llegamos al jardín y mi padre entró en el salón, dijo—: Theo, espere un segundo. Tengo algo que decirle. Querida, la amo; la amo más que a mi vida: ¿intentará sentir un poco de afecto por mí a cambio? Quiero que sea mi esposa. ¡La adoro!

¡Oh, Lionel! ¡Querido! ¡No hacía falta que me aseguraras tu amor para tener la certeza del mío por ti! Si alguna vez las puertas del cielo se han abierto a ojos mortales, esa noche estaban entreabiertas para nosotros; el jardín iluminado por las estrellas se convirtió en un auténtico Edén, por el que caminamos con asombrado regocijo, y no nos paramos a pensar en un ángel con espada de fuego que esperaba en silencio para sacarnos de nuestro paraíso y llevarnos a la oscuridad exterior.

Todavía no eran las doce cuando empezamos al día siguiente el ascenso al Dent du Chat, uno de los picos de montaña que dominaban Aix.

—Me siento como si tuviera alas y tuviera que elevarme a una atmósfera más alta —dije alegremente—. Dado que no podemos volar, escalemos. Quiero llegar a lo alto de la montaña contigo, y dejar el mundo a nuestra espalda. Vamos.

Íbamos a recorrer una parte del camino a caballo, para desmontar después y alcanzar el punto más alto a pie. Llevábamos tres guías que nos seguían sin prisa, hablando y gesticulando entre ellos, sin prestarnos demasiada atención, si no era para incitar a las mulas con un potente grito cuando nos aproximábamos a una curva peligrosa del sinuoso sendero, lo que tenía el efecto de crear una momentánea sensación de incertidumbre y peligro en lo que, por lo demás, era un ascenso tranquilo. No nos disgustó cuando, al cabo de dos o tres horas avanzando de esta forma, los guías nos dijeron que debíamos hacer un alto y que se quedarían a cargo de las mulas hasta que volviéramos. Era una subida bastante ardua, y el sol caía a plomo sobre nosotros, pero nos sentimos recompensados cuando, cerca ya de la cima, llegamos a una meseta en la que pudimos descansar, mientras una brisa fresca procedente de los lejanos picos nevados nos reanimaba.

—Aquí tienes un sillón listo para ti —dijo Lionel, llevándome a un mullido lecho de musgo a la sombra de un alto saliente de roca. Un par de metros más allá, la escarpada ladera de la montaña descendía, vertical e intransitable, hasta casi el pie, terminando en un barranco oscuro y estrecho entre dos cadenas de montañas. Muy abajo, a nuestra izquierda, se acurrucaba Aix, y a su lado, el lago Bourget, con su isla monasterio rodeada por aguas tan azules como las del propio lago Lemán.

—¡Qué preciosidad! —exclamé—. Hasta ahora no sabía lo bonita que puede ser la vida.

—Ni yo —respondió él—; he estado esperando a que mi esposa me lo enseñara.

Entonces me habló de su vida en la India, y de las muchas aventuras que había vivido, y por último me habló otra vez del anillo y de mi extraña y repentina enfermedad aquel día.

—Algún día te hablaré de eso —dije—, y de por qué tengo un extraño sentimiento de rechazo al anillo. Me gustaría que no lo llevases; sin embargo, ahora que lo tienes en tu poder, tengo el mal presentimiento de que, si te deshaces de él, se vengará de ti de alguna forma. Estoy segura de que lo vi brillar anoche cuando las cartas se volvieron contra nosotros. Tuviste una suerte pésima.

—Desafortunado en el juego, afortunado en el amor —citó; pero advertí una sombra en su rostro—. ¿Qué has hecho con tu fortuna, pequeña jugadora? Todavía no te ha dado tiempo a gastarla.

—Aquí está —dije, sacando mi monedero, donde había embutido los billetes—; pero le he cogido manía… Creo que debería darlo. Preferiría ser afortunada en otro sentido —y lo dejé a mi lado en la hierba.

—Mandaré el anillo a la India el día de mi boda —exclamó Lionel—; hasta entonces, ¿lo llevarás por mí? —Y, quitándoselo de su dedo, se dispuso a ponerlo en el mío.

Pero no le dejé hacerlo, y, dejándolo encima de los billetes de banco, dije:

—¡Es una contradicción! ¡Buena suerte y mala suerte lado a lado! Dejémoslas ahí —añadí, medio en broma, medio en serio— y empecemos de cero.

De repente me dio la espalda, y, temiendo haberle ofendido, puse mi mano en su brazo; pero él se la quitó de encima con un leve movimiento, y entonces me di cuenta de que estaba muy pálido, y de que su respiración era rápida y corta, y de que sus ojos tenían una expresión extrañamente preocupada y concentrada.

—Lionel, ¿estás enfermo? —grité—. ¿Qué te pasa, amor mío? ¿Qué puedo hacer por ti?

—No es nada —dijo débilmente, pero su voz había cambiado—: se me pasará. Volveré con los guías y beberé un poco de agua. Espera aquí hasta que vuelva.

—Déjame acompañarte —le rogué, pero él negó con la cabeza y dijo que se encontraba mejor y que se recuperaría del todo si hacía lo que me pedía; y así empezó el descenso. Yo lo observé durante un rato, hasta que lo perdí de vista en un recodo del sendero, antes de volver a mi asiento. Pero el sol se había puesto y todo parecía frío y oscuro, y un sentimiento grave y gris me oprimía el corazón. Estaba muy sola sin él, y el tiempo pasaba lento y triste, hasta que la quietud y la incertidumbre me resultaron insoportables.

Decidí que esperaría solo cinco minutos más antes de ir a buscarlo, y me recosté y cerré los ojos, superada por el cansancio. Sufrí una especie de desfallecimiento, pues estaba agotada, y el cambio repentino de la felicidad más absoluta a esta angustia, esta indefinible preocupación, me había dejado helada y aturdida.

Puede que hubieran pasado solo unos pocos minutos, o quizá más (no sabría decirlo), cuando fui consciente de pronto de que, aunque no había oído pasos, tenía a alguien cerca. Me quedé completamente quieta y escuché con atención, y, si bien no se advertía ningún ruido o movimiento manifiestos, percibía una sutil agitación en la quietud que me rodeaba, una respiración leve que auguraba peligro. Me sentí paralizada por la misma impotencia que se había adueñado de mí cuando se representara ante mis ojos la tragedia en la ventana. Se me ocurrió que tal vez fuera un ladrón, que, atraído por los billetes y el anillo que tenía a mi lado, se acercaba sigilosamente creyéndome dormida. Mi mano casi los tocaba, y, al bajar la vista para comprobar si podía alcanzarlos sin moverme, comprobé con un estremecimiento de inefable terror que la piedra verde brillaba con mil rayos de luz fulgurante.

En ese momento… algo se movió detrás de mí, y rodeando mi cuello apareció una mano que empuñaba un pequeño y afilado cuchillo como los que suelen llevar los indios, y lo colocó sobre mi corazón como si fuera a clavármelo. En un agónico impulso de rebelión desesperada contra mi destino inminente, cogí el anillo y lo lancé hacia el precipicio. Mientras la piedra emitía destellos por el aire, el asesino soltó el cuchillo y salió corriendo hacia el borde en un vano intento por atraparlo antes de que se perdiera. Pero tropezó, perdió el equilibrio y, soltando un grito terrible y moviendo las manos con desesperación para intentar aferrarse a algo, cayó de espaldas al abismo.

No era otro que Lionel, ¡mi amado!

Cuando los guías vinieron a buscarnos, les dije con una sonrisa que al caballero inglés se le había caído el anillo y, al intentar recuperarlo, se había resbalado y había caído por el precipicio.

Me acompañaron en la bajada, tratándome con gran amabilidad y hablando entre ellos en voz baja, si bien alcancé a oír cómo decían:

—Ten en cuenta que el coronel inglés estaba enamorado de la hermosa dama, y ha muerto delante de sus ojos… Es algo terrible, y la ha dejado trastornada.

Cuando unos días después mi padre me dijo con mucho tacto que lo habían encontrado y que iban a enterrarlo ese día en el pequeño cementerio, rompí a reír abiertamente.

Pero nunca he vuelto a sonreír desde entonces… y ahora estoy perfectamente cuerda; creo que he tenido suficiente risa para lo que me queda de vida. Y a veces me pregunto por qué tuvo que ocurrir todo aquello, y si hay alguna otra explicación que no sea la única que se me ocurre.

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