Popsy - Stephen King
Sheridan
conducía con lentitud frente a la larga fachada lisa del centro comercial
cuando vio al chiquillo salir por las puertas principales, situadas bajo el
cartel iluminado. Era un niño, de tal vez algo más de tres años, aunque, sin
duda, no pasaba de los cinco. En su rostro se leía una expresión a la que
Sheridan se había tornado muy perceptivo. Estaba intentando contener las
lágrimas, pero no tardaría en echarse a llorar.
Sheridan
se detuvo un instante mientras le acometía la familiar sensación de
disgusto..., aunque cada vez que se llevaba a un niño, la sensación se hacía
menos acuciante.
Sheridan
estacionó la furgoneta en unas de las plazas más cercanas al centro comercial y
reservadas a los inválidos. En la parte trasera de la furgoneta llevaba una
matrícula especial que el estado concede a los inválidos. La matrícula valía su
peso en oro, porque impedía que los guardias de seguridad sospecharan y,
además, porque esas plazas resultaban muy prácticas y casi siempre estaban
vacías.
Se
apeó de la furgoneta y camino hacia el niño, que miraba en derredor con una
expresión de creciente pánico. Sí, señor, pensó Sheridan, unos cinco años, tal
vez seis, pero muy menudito. Bajo las estridentes luces fluorescentes que
emanaba el interior del edificio, el niño aparecía blanco como la nieve, no
solo asustado, sino realmente enfermo.
Sheridan
supuso que su aspecto se debía al miedo. Por lo general, reconocía aquella
expresión cuando la veía, porque había visto un gran terror reflejado en su
propio espejo durante el último año y medio. El niño alzó los ojos esperanzado
hacia las personas que pasaban junto a él, personas que entraban en el centro
comercial ansiosas por comprar, que salían cargadas de paquetes, con el rostro
soñador, casi como drogado, impregnado de algo que probablemente tomaban por
satisfacción.
El
niño, enfundado en vaqueros Tuffskin y una camiseta de los Penguins de
Pittsburgh, buscaba ayuda, buscaba a alguien que le mirara y comprobara que
algo andaba mal, buscaba a alguien que le formulara la pregunta adecuada. «Aquí
estoy yo -pensó Sheridan mientras se acercaba-. Aquí estoy yo. »
Cuando
estaba a punto de alcanzar al niño, divisó a uno de los guardias del centro
comercial. Avanzaba despacio por el pasillo central en dirección a las puertas
principales. Tenía la mano metida en un bolsillo, sin duda buscaba un paquete
de cigarrillos. Dentro de un momento saldría y al diablo con el golpe de
Sheridan.
Sheridan
retrocedió unos pasos y fingió rebuscar en sus bolsillos para asegurarse de que
todavía llevaba las llaves. Su mirada pasó del niño al guardia de seguridad y
otra vez al niño.
El
pequeño se echó a llorar. No a aullar, todavía no, pero gruesas lágrimas, que
parecían rosadas, empezaron a rodar por sus mejillas. Al fin Sheridan decidió
ir hacia donde el chiquillo estaba. ¿Has perdido a tu padre? pregunto Sheridan.
Mi
papito- repuso el niño mientras se secaba las lágrimas. No lo encuentro. De
pronto el niño estalló en sollozos, y una mujer se volvió con una expresión de
vaga preocupación. La mujer siguió su camino.
Sheridan
rodeó los hombros del chico en ademán de consuelo y tiró de él hacia la
derecha... en dirección a la furgoneta. A continuación, echó otro vistazo al
interior del centro comercial.
Quiero
a mi papito- Sollozó el pequeño Claro que sí- Lo consoló Sheridan. Y lo
encontraremos.
Empezó
a dirigirse a la entrada principal, olvidadas ya las lágrimas, y Sheridan tuvo
que hacer un gran esfuerzo para no agarrar al pálido chiquillo en aquel preciso
instante. Primero tenía que conseguir que subiera a la furgoneta.
Llevo
al chico a la furgoneta, que tenía cuatro años y estaba pintada de un desvaído
color azul. Abrió la portezuela y dedicó una sonrisa al niño, quien lo miró con
expresión de duda. Los ojos verdes parecían nadar en su pequeño rostro pálido,
ojos tan grandes como los de un niño extraviado de una de esas fotos que
anuncian en los semanarios sensacionalistas baratos.
Sheridan
salió del estacionamiento principal del centro comercial, se detuvo para
comprobar que no venían coches. El niño estaba sentado en el borde del asiento,
con las manos sobre las rodillas de los téjanos y los ojos completamente
atentos.
¿Por
qué vamos por detrás?- Quiso saber el niño. Hay que dar la vuelta para ir a las
otras puertas- Explicó Sheridan.
La
expresión atormentada del pequeño se transformó en otra de sublime alivio, y
por un instante, Sheridan sintió compasión por él. Al fin y al cabo, no era un
monstruo ni un maníaco, por dios. Pero las deudas iban aumentando un poco más
cada vez. Y era la única forma que tenía para pagarlo.
Sheridan
extrajo unas esposas de la guantera sin que el niño lo notara. El chico se
inclinó por un momento, Sheridan se acercó a él y cerró una de las esposas
sobre la mano extendida del niño con toda la facilidad del mundo, y entonces
empezaron los problemas.
El
crío peleaba como un lobezno, retorciéndose con una fuerza a la que Sheridan
nunca habría dado crédito de no estar experimentando sus consecuencias en aquel
mismo instante.
Sheridan
agarró al niño por el cuello redondo de la camiseta y tiró de él hacia dentro.
Intentó cerrar la segunda esposa en torno a la riostra especial que había junto
al asiento del copiloto, pero falló. El niño le mordió la mano dos veces hasta
hacerle sangrar.
Dios,
tenía los dientes como cuchillas de afeitar. Le acometió un intenso dolor que
le ascendió por el brazo. Asestó al niño un puñetazo en la boca. El niño cayó
sobre el asiento, medio atontado, con la sangre de Sheridan sobre los labios,
la barbilla y el cuello de la camiseta.
Sheridan
cerró la esposa sobre la riostra y se hundió en su propio asiento mientras se
succionaba la sangre de la mano. El dolor era terrible. Se sacó la mano de la
boca y observó las heridas a la mortecina luz del salpicadero.
Distinguió
dos hileras de orificios superficiales, de unos cinco centímetros de longitud,
que avanzaban hacia la muñeca desde los nudillos. La sangre brotaba en pequeños
hilillos. Pese a todo no sentía deseos de volver a golpear al muchacho, y eso
no tenía nada que ver con dañar la mercancía.
-Se
arrepentirá- Anunció el niño. Sheridan miró en derredor con impaciencia. -Mi
papito es muy fuerte, señor. Me encontrará. ajá- dijo Sheridan Puede olerme. Sheridan
no lo dudaba. El mismo podía oler al crío.
El
miedo despedía un olor con el que se había familiarizado en sus expediciones
anteriores, pero el olor de este niño era irreal, una mezcla de sudor, barro y
ácido sulfúrico hervido. Cada vez estaba más convencido de que al niño le
pasaba algo grave. Siete kilómetros más adelante, Sheridan tomó un camino de tierra
apisonada que rodeaba el lado norte de una laguna. Ocho kilómetros más adelante
y hacia el oeste, tomaría la carretera 41.
Echó
un vistazo a la laguna, una extensión plateada a la luz de la luna... y de
pronto la luna dejó de brillar. Desapareció. Sobre la furgoneta se oyó un ruido
parecido al que producen las sábanas al ondear al viento.
¡Abuelito!
gritó el niño. -Cierra el pico- es un pájaro.
Pero
de pronto sintió que un gran escalofrío le recorría el cuerpo. Un escalofrío
tremendo. Miró al pequeño. Había vuelto a abrir los labios, mostrando todos los
dientes. Tenía dientes blancos, muy blancos y grandes. Algo aterrizó sobre el
techo de la furgoneta con un gran golpe sordo. ¡Papito! Volvió a gritar el
pequeño, casi loco de alegría.
De
pronto Sheridan dejó de ver la carretera... una enorme ala membranosa, sembrada
de venas palpitantes, cubrió toda la extensión del parabrisas. El abuelito sabe
volar.
Sheridan
lanzó un grito y pisó el freno con la esperanza de que aquella cosa saliera
despedida del techo.
Me
ha raptado abuelito. De pronto, una mano, que parecía más una garra que una auténtica
mano, atravesó el vidrio de la ventanilla y le arrebató dos dedos.
Al
cabo de un instante, el abuelito arrancó toda la portezuela de cuajo,
convirtiendo las bisagras en brillantes virutas de metal inútil.
El
abuelito sacó a Sheridan del coche de un solo tirón, y sus garras se le
clavaron en la chaqueta, después en la camisa y a continuación, en lo más
profundo de la carne de sus hombros.
De
repente, los ojos verdes del abuelito adquirieron un color rojo oscuro como la
sangre. Hemos ido al centro comercial para comprar juguetes articulados-
susurro el abuelito.
El
aliento le olía a carne plagada de cresas. Todos los niños los quieren. Debería
haberlo dejado en paz.
Zarandeó
a Sheridan como si de un muñeco se tratara. Cuando el hombre gritó, lo zarandeo
un poco más.
Sheridan
oyó que el papito le preguntaba al niño con toda amabilidad si todavía tenía
sed; oyó al niño responder que sí, que tenía mucha sed, que el hombre malo lo
había asustado y que tenía la garganta muy seca.
Vio la uña del pulgar de su abuelito una fracción de segundo antes de que desapareciera bajo su barbilla; una uña mordida y gruesa que le rebanó el cuello antes de que se diera cuenta de lo que estaba ocurriendo, y lo último que vio antes de sumergirse en las tinieblas fue al niño, con las manos formando un cuenco para recoger en ellas el río de sangre.
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