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Mostrando las entradas etiquetadas como suspenso

Almas cándidas - Horacio Quiroga

  Un matrimonio joven que vivía en el campo tuvo un perro inteli­gente, grande y bueno. Se llamaba León. Vigilaba la chacra próspera, arreaba los bueyes, era su grande amigo. Mucho le querían; y si a un pe­rro así no se quiere, ¿a quién se va a tener cariño en este mundo?  Cuan­do se enfermó, se miraron sin saber qué hacer. Dormía todo el día, se res­tregaba horas enteras contra el marco de las puertas. Una mañana Emi­lio le llamó y no pudo levantarse. Hizo un esfuerzo, alzó la cabeza a to­dos lados, desorientada, y la dejó caer gimiendo. Lo llevaron en seguida a la cocina. Aunque viéndole envejecer y acercarse a una muerte injusta para el noble amigo, estuvieron todo el día preocupados. Cuando de noche fueron a verle, estaba peor. Se acostaron callados, uno al lado del otro; no tenían ciertamente ganas de hablar. Después de largo rato de silencio ella le pre­guntó: -¿Es difícil curar a los perros, no? -Difícil. Todos los fieles recuerdos de León, a la muerte, surgiero...

La mano - Guy de Maupassant

La mayoría de los ocupantes de la estancia rodeaban al señor Bermutier, que desempeñaba el cargo de juez de instrucción, debido a que estaba ofreciendo su parecer sobre el misterioso asesinato de Saint-Cloud. Todo un mes llevaba el caso apasionando a los habitantes de París. Se formulaban infinidad de hipótesis, pero nadie parecía contar con la definitiva. El magistrado se hallaba en pie, dando la espalda a la chimenea, mientras exponía sus razonamientos. Se apoyaba en las pruebas proporcionadas y, sin embargo, no terminaba por dar una opinión definitiva. A pesar de esto, varias mujeres continuaban mirándole atentamente, a la vez que le escuchaban estremeciéndose, debido a que las frases que salían de aquellos labios no podían ser más apasionadas. En realidad sentían más miedo que curiosidad, acaso por esa tendencia tan humana de querer satisfacer sus dosis de terror, como si ésta fuera una necesidad propia de nuestra época. Hasta que una de ellas, la más decidida y pálida, se at...

Una niña perversa - Jehanne Jean Charles

Esta tarde empujé a Arturo a la fuente. Cayó en ella y se puso a hacer "gluglú" con la boca, pero también gritaba y fue oído. Papá y mamá llegaron corriendo. Mamá lloraba porque creía que Arturo se había ahogado. Pero no era así. Ha venido el doctor. Arturo está ahora muy bien. Ha pedido pastel de mermelada y mamá se lo ha dado. Sin embargo, eran las siete, casi la hora de acostarse, cuando pidió pastel, y a pesar de eso mamá se lo dio. Arturo estaba muy contento y orgulloso. Todo el mundo le hacía preguntas. Mamá le preguntó cómo había podido caerse, si se había resbalado, y Arturo ha dicho que sí, que se tropezó. Es gentil que haya dicho eso, pero yo sigo detestándolo y volveré a hacerlo en la primera ocasión. Por lo demás, si no ha dicho que lo empujé yo, quizá sea sencillamente porque sabe muy bien que a mamá la horrorizan las delaciones. El otro día, cuando le apreté el cuello con la cuerda de saltar y se fue a quejar con mamá diciendo: "Elena me ha hecho esto...

La señorita Winters y el viento - Christine Noble Govan

Mientras permanecía en la esquina, aferrando con fuerza su billete de vuelta de autobús, la señorita Winters sentía un intenso odio hacia el viento. Durante los años que llevaba en aquella espantosa y desagradable ciudad, entre la mujer y el viento se había mantenido un constante estado de guerra. El aire parecía haberla elegido a ella —una solitaria y desamparada figura— para desahogar sus deseos de venganza. Le ladeaba el viejo sombrero de fieltro, le echaba sobre el rostro el revuelto cabello y le subía indecentemente las faldas, dejando a la vista sus negras medias de algodón. Una vez, cuando regresaba a casa desde el trabajo, el viento le arrebató de las manos el billete de vuelta y lo arrojó bajo el autobús que pasaba. Cuando el vehículo hubo desaparecido, la señorita Winters miró entre el polvo y buscó por todas partes; pero el trocito de amarillo papel parecía eludirla. La gente que se arremolinaba a su alrededor casi la empujó bajo un camión y manifestó impacientemente su disg...

La última espera - Mario Lamo Jiménez

Llevo ya diecisiete horas de muerto y nada, que no me entierran. ¡Qué aburridora es la muerte! Si por lo menos pudiera fumarme un chicote, no me molestaría tanto tener que esperar. Pude haber pasado al otro toldo con más elegancia, pero hasta mi misma muerte fue un fracaso. Al atravesar la séptima, clavo mi mirada en una morena que pasa contoneándose, me distraigo y me atropella el mensajero de la droguería con su cicla. Me doy la nuca contra la acera y ahí quedo como un pollo congelado exhibido en una vitrina, los papeles del juzgado regados por toda la calle, los ojos vidriosos y la lengua babeante. Hasta un perro que pasaba me lamió la herida. Lo espantó la sirena de la ambulancia que, como es obvio, llegó demasiado tarde. Una vez en el hospital, muerto ya, no me querían admitir por no tener la tarjeta del seguro social. Entre los curiosos me habían desvalijado la billetera y el reloj. El reloj no me importa porque ni para dar la hora servía, pero la billetera sí me duele porque era...

¡No se duerman en el metro! - Mario Méndez Acosta

Hay cosas en la vida, y eso incluye a esta ciudad de México, que más vale que nunca averigüemos. La ignorancia nos permite dormir con placidez en la noche, y concentrarnos en nuestros respectivos trabajos. Por ejemplo: ¿se ha preguntado usted qué les sucede a las personas que se quedan dormidas en el Metro, cuando éste llega a la terminal de una línea, lo que causa que no escuchen las advertencias que les piden abandonar el vagón y sigan adelante en el mismo, adentrándose en un profundo túnel oscuro que aparentemente no lleva a ninguna parte? La verdad es que esa es una de las cosas que en realidad no nos conviene averiguar, si es que queremos mantener la ilusión de que vivimos en un universo nacional. Sin embargo, no está de más tomar algunas precauciones sencilla, que bien pueden evitarnos experiencias en verdad lamentables. Una de ellas es la de no dormirse nunca en el Metro, en especial, después de la puesta del sol. Para Arturo Marquina, periodista ya no tan joven, y autor ocasi...

Los yugoslavos - Robert Bloch

No acudí a París en busca de aventuras. La experiencia me ha enseñado que no existen los fantasmas de la ópera, ni existen los artistas con barba que cojean por Montmartre apoyados en piernas atrofiadas, ni boulevardiers con sombrero de paja cantando elogios a una pequeña y dulce Mimí. Ya no existe más el París de la historia y la canción, si es que existió alguna vez. Los tiempos han cambiado, e incluso el término «alegre París» evoca ahora lo que en el lenguaje teatral se denomina una «mala risa». En consecuencia, el visitante aprende a cambiar los hábitos, como bien lo demuestra el hotel que elegí para albergarme. En viajes anteriores me había alojado en el Crillon o en el Ritz; ahora, después de una larga ausencia, elegí el George V. Permítanme repetirlo de nuevo: no buscaba ninguna aventura. Aquella primera noche abandoné el hotel para dar un corto paseo, simplemente con la intención de satisfacer la curiosidad que sentía por la ciudad. Ya había descubierto que algunos aspect...