La operación- José León Cano
Con delicada saña pasó la hoja del bisturí
sobre la piel rozándola apenas. Al hacerlo, sintió la euforia de un patinador
sobre hielo que acabara de realizar una graciosa pirueta. El vientre desnudo de
la muchacha se ofrecía a sus manos de cirujano como un fruto prohibido. Luego
posó sus dedos enguantados sobre la tentación del pubis y el ombligo y no pudo evitar
un hondo estremecimiento.
Era la adolescente más hermosa que había
tocado en su vida. Advirtió cómo, pese a la anestesia, la piel de la enferma se
erizaba con aquel contacto. Tenía diecisiete años y había ingresado poco tiempo
atrás en el hospital, aquejada de una peritonitis. Era necesario operar de
inmediato.
En el mejor de los casos -pensó-- le quedará
la huella de la cuchillada para siempre. Esta idea le produjo un extraño
sentimiento, en el que participaban por igual la compasión y la complacencia.
Porque con el bisturí entre las manos se creyó un ser todopoderoso, capaz de
otorgar la vida o la muerte a su capricho, y en este último caso, impunemente.
Al fin hundió su instrumento en el sitio preciso, y de la piel cortada comenzó
a manar la sangre con una insistencia que a él casi le pareció gozosa. El
espectáculo de la sangre caliente puso en funcionamiento un tortuoso mecanismo
de su mente, cuyo resultado (si de sangre femenina se trataba) era una
creciente satisfacción de carácter sexual. Observar su roja fluidez, sentir su
tibia textura, apreciar su olor agridulce y penetrante, su curso lento y cada
vez más viscoso le estimulaba hasta la excitación, compensándole su impotencia
crónica, sublimándole el temible deseo de la cópula. Por eso -reconoció
eufórico- se había hecho cirujano.
La mañana, sin embargo, era especialmente
desagradable y triste. Como lo habían sido, en general, los cuarenta años de su
vida. La soledad y el resentimiento se acumulaban en su pasado, como esas
grisáceas brumas de otoño que intentaban traspasar los grandes ventanales del
hospital. En compensación, deseó poseer de aquella chica algo más que el
equívoco calor de la sangre: quiso experimentar el placer supremo de los
sacerdotes aztecas ante la losa de los sacrificios. Proclamar, en su fuero
interno, la realidad de un poder ilimitado.
La tentación del sacrificio fue acogida por su
conciencia, al principio, con irónico distanciamiento. Pero la belleza de la
muchacha le turbaba tanto como le exasperaba la imposibilidad de poseerla.
Adivinó las apetecibles formas de sus muslos, sin duda desnudos y anhelantes
bajo las sábanas. Deseó conocer su rostro y, suspendiendo su labor cisoria pero
sin que su mano abandonara el bisturí, ordenó a una de las enfermeras que
levantase la tela que lo cubría. El cabello rubio le caía, con abundancia casi
impertinente, sobre la redonda tersura de los hombros. Le atrajo como una
llamada imperiosa su boca entreabierta, de labios abultados y gesto sugerente.
Sus pequeños senos quedaron igualmente al descubierto, palpitantes en el
sincronismo de la respiración, en la dulce simetría de los pezones. Levantó uno
de los párpados de la anestesiada y contempló la mirada ciega de un espléndido
ojo azulado, en cuyo iris se reflejó la adusta y ansiosa cara del oficiante.
Aunque la presencia de las dos enfermeras le impedían besar esa boca, atraer hacia
el suyo aquel cuerpo delicioso, cuyo vientre acababa de conocer la violación
simbólica de su bisturí, advirtió, por la forma en que le miraban, que una y
otra estaban sorprendidas ante su inusual forma de actuar. N o tuvo más
remedio, por tanto, que volver a centrar su atención en la incisión del
vientre.
Introdujo sus dedos en la herida y profanó el
secreto de los intestinos. Descubrió la raíz del mal y operó con impecable
destreza, sajando, saturando y cosiendo donde era menester. Pero oprimió
también determinado conducto venoso, cierta zona vulnerable donde se
concentraba el fluido de la vida. Un rayo de maldad iluminó su mente, producido
por la insania de un placer prohibido. Porque oprimir ese punto era como
apretar el corazón de la muchacha. Sentía en las yemas de los dedos el ritmo de
la sangre detenida como los golpes de un tambor, y la muchacha sufrió las
primeras convulsiones.
-¡Rápido! ¡La mascarilla de oxígeno!
Sabía ahora lo que significaba ser dueño de
una vida, tenerla enteramente a su merced. Imaginó la inmensa alegría del
verdugo con el hacha levantada, segundos antes de descargar el golpe mortal.
Pero se contuvo, tratando de prolongar lo más posible aquel placer terrible y
desconocido. Mientras las enfermeras le obedecían con puntualidad, colocando
los conductos del oxígeno sobre la boca de la paciente, aflojó la presión de su
mano. Su propia audacia le asustó, y a la vez que una parte de su ser se
compadecía de la muchacha, la otra estaba exultante por el triunfo de su poder:
la anestesia era impotente para contener el horror de la respiración
entrecortada, ansiosa, y un alarido animal se escapó de la garganta de la
chica. Flotó la sombra de la muerte en el quirófano, invocada por los dedos asesinos
del cirujano.
-¡Es el corazón, doctor Rand!
-¡El corazón ... ! Sí... ¡Más oxígeno!
¡Inyectar escopolamina!
Pero los dedos de su mano seguían acariciando
el conducto peligroso, y de nuevo volvía a ejercer presión sobre él. Tanta, que
la cara de la muchacha se contrajo, echando espuma por la boca, y un tinte amoratado
cubrió sus mejillas ... Las enfermeras vieron cómo se nublaban los ojos del
doctor Rand, cómo dejaba asomar la punta de su lengua y cómo trataba de ocultar,
en vano, un obsceno gesto de placer. Mientras, el cuerpo de la muchacha se
estremecía, su respiración se agotaba cada vez más, y la inminencia de un final
inevitable parecía reflejarse en la terrible lucidez de sus ojos, triunfante a
duras penas de la anestesia. Irrumpió, de pronto, toda la fuerza de su
juventud. Se incorporó en un supremo esfuerzo, cayendo al suelo la mascarilla
de oxígeno, sin que los histéricos gestos de las enfermeras pudieran evitarlo. Pero
la muerte segó su movimiento antes de que pudiera liberarse de aquella infame mano que oprimía sus
entrañas. Cayó sobre la mesa de operaciones como un pelele, inundada de odio.
Acto seguido, el semen fluyó y manchó los calzoncillos del doctor Rand.
El cuerpo sin vida de la muchacha componía una
figura atroz mientras la sangre goteaba inexorablemente, manchando los
ladrillos del suelo. Una última lágrima, producto tal vez de la desesperación
póstuma, rodaba por su mejilla hasta sumirse en la magnificencia del cabello.
Los brazos tensos, las manos agarrotadas, caían a ambos lados de la mesa,
señalando en un imposible gesto acusatorio el charco de sangre cada vez mayor
que se iba formando en el suelo. Los destrozos ocasionados en el vientre
constituían un espectáculo nauseabundo, pues saltaba a la vista el pálido y
complicado trenzado de las vísceras, el horrendo contraste de la incisión
sanguinolenta en una piel que rezumaba delicadeza y seguía inspirando el deseo,
a pesar de todo.
El doctor Rand contemplaba su macabra labor
atónito, como si le costara trabajo despertarse a la terrible realidad que
había creado. Los ojos de la muchacha continuaban abiertos, y el horror que
había sellado sus últimos momentos los seguían empujando fuera de las órbitas.
«Si esos ojos pudieran volver a la vida y me miraran -pensó-, no podría
soportarlo».
Sintió asco de sí mismo, y al recordar su
miserable acción no pudo evitar el vómito. Luego se puso a temblar, lloró sin
proferir un solo gemido, y su camisa se empapó de un sudor viscoso y frío. En
ese estado, ayudado por las dos enfermeras, logró salir del quirófano.
Regresó a su casa más temprano que de
costumbre, agobiado por el peso de su conciencia, deseando dar cuanto le
quedase de vida a cambio de poder borrar de su pasado lo sucedido por la
mañana. Hay angustias que el ser humano no puede soportar sin perder la razón,
pero el doctor Rand no temía tanto esa pérdida como la horrorosa prueba de
verse a solas consigo mismo, en la soledad de su casa. Pese a lo cual había
traspasado la puerta de su apartado chalet una hora antes de lo acostumbrado,
harto de vagar con su culpa a cuestas por las heladas calles de la ciudad. Estaba
dispuesto a tomar un fuerte somnífero, beberse media botella de whisky y
meterse inmediatamente en la cama con la esperanza de perder el sentido y, con
un poco de suerte, no volver a recuperarlo nunca.
El sol, agonizante y perdido entre las brumas,
aún repartía un poco de luminosidad por el cielo. Envuelto en sombras,
fundiéndose con las del interior, un viento helado penetró en su casa cuando el
doctor Rand abrió la puerta. Pulsó el interruptor de la luz, pero las bombillas
no se encendieron. «Tal vez el viento -pensó- ha derribado algún poste, y por
eso se ha cortado el fluido eléctrico>> El viento, en efecto, comenzaba a
ulular por los intersticios de las ventanas mal cerradas. Aceptó que el
inconveniente de vivir casi en el campo, aislado de las muchedumbres urbanas,
era precisamente que los fenómenos de la naturaleza se percibían con mayor
intensidad, y sus consecuencias se sufrían de una forma más directa e inmediata.
Pero apenas si le molestó esta fastidiosa circunstancia, sumido como estaba en
la densa atmósfera de la desesperación. «Mejor si no hay luz –se dijo-. Así no
tendré la oportunidad de verme la cara cuando pase delante de un espejo.»
A tientas, sin molestarse siquiera en encender
un fósforo, se acercó al bar y cogió la botella de whisky, dirigiéndose con
ella hacia el dormitorio. Dejó la botella sobre la mesilla de noche, cogió el
somnífero de uno de los cajones, se lo tomó y se desvistió a oscuras. Una vez
en la cama descorchó la botella y bebió un largo trago que le quemó las
entrañas. Pero continuó bebiendo con celeridad hasta más allá de donde se había
propuesto, y esperó luego la benigna llegada de la inconsciencia.
Sin embargo, la acción del somnífero,
combinada con la del alcohol, le produjo justamente un efecto contrario al
esperado, puesto que una aguda y distorsionada lucidez se adueñó de su mente, y
recordó con espantosa claridad todas las imágenes de lo sucedido por la mañana.
Vio de nuevo el cuerpo retorcido y jadeante de la muchacha. El calor de sus
entrañas le seguía quemando la mano, y las lágrimas brotaron inútil y
abundantemente de sus ojos. Jamás se había sentido tan solo, tan deseoso de dar
por terminada de una vez su miserable existencia.
El viento bramaba en los cristales, mientras
la noche extendía por todas partes su negro poderío. El silencio comenzó a
poblarse de susurros sigilosos, apenas audibles cuando el viento cesaba
momentáneamente en su furia. Un calor nauseabundo, procedente del alcohol acumulado
con exceso en el estómago, le anegó el cerebro, sin perder por ello la
conciencia de sí, del mundo circundante y de los espantosos recuerdos de la
mañana.
Creyó percibir cómo se abría lentamente, tal
vez empujada por una mano invisible, la puerta de su dormitorio. Se incorporó
sobresaltado, logrando reprimir un grito. Dedujo, en plena oscuridad, que era eso
lo que estaba ocurriendo, habida cuenta del gruñido característico de las
bisagras, de ese ruido familiar que ahora, sin embargo, le tenía paralizado. El
gruñido se estiraba despacio, muy despacio, como si la fuerza que intentaba
abrir esa puerta encontrara dificultades en el empeño o careciera absolutamente
de prisa. Una angustia intolerable parecía querer arrancarle el corazón, y éste
se resistía bombeando desesperadamente, reproduciendo en su propio pecho la
horrible cadencia de latidos que su mano había cercenado por la mañana.
«Será una corriente de aire -trató de
engañarse-. Sin duda es eso. Las ventanas no encajan como debieran.»
Pero el lento chirriar de las bisagras era
demasiado lento, demasiado persistente y prolongado como para atribuirlo a una
causa tan inocente. De pronto, un pavor irresistible se apoderó de su
respiración, suspendiéndola: estaba viendo los dedos de una mano fosforescente,
pálida como el papel, empujar la puerta.
Y entonces ya no pudo reprimir el grito que
pugnaba por escapársele de las entrañas desde hacía largos minutos. Durante un
segundo, su cerebro chisporroteó, espoleado por el terror, con mil ideas
contradictorias. Quería levantarse rápidamente y cerrar la puerta, antes de que
se abriera por completo, dejando ver la figura que la empujaba; quería extender
el brazo izquierdo y encender la luz de la mesilla de noche; quería esconderse
debajo de la cama; quería el poder de atravesar las paredes y lograr escapar de
esta forma; quería que su tamaño se redujese hasta el punto de hacerse
inencontrable; quería ... Pero lo cierto es que su cuerpo se negaba a
obedecerle, que permanecía inmóvil sobre el lecho, que comunicaba a la cama las
vibraciones de su temblor irreprimible, que su esfínter se había aflojado, que
había desaparecido la tensión de la vejiga, y que el alma quería escapársele, aterrorizado,
por todos los poros de su cuerpo.
La puerta, empujada por aquella mano
inconcebible, continuaba lentamente su recorrido. El doctor Rand no veía otra
cosa que el halo fosforescente de unos dedos acercándose cada vez más. Pero al
fin la puerta se abrió del todo, y la figura abominable de una pesadilla se
mostró a sus ojos. Algo como una leve gasa negra semiocultaba la increíble
fosforescencia de un cuerpo femenino desnudo, apenas esbozado entre las
sombras, que portaba en la mano izquierda un bisturí. Pero lo que más
impresionó al hombre acurrucado sobre la cama eran los movimientos rígidos, casi
automáticos, de esa figura hierática cuya palidez semejaba la de un cadáver; la
expresión de un rostro enajenado cuyos ojos sonámbulos, carentes de iris,
aparecían con los glóbulos limpios como los ojos de las estatuas griegas; la
boca entreabierta, grotesca, de belfo caído y dientes puntiagudos, de cuyas
comisuras brotaba un líquido espeso y rojizo; el cabello enmarañado, pastoso,
cuyo color pajizo lo hacía semejante a una estopa.
Escuchó un sonido gutural, inarticulado,
mientras la figura, ya traspuesta del todo la puerta, señalaba a su vientre con
la mano derecha. El doctor Rand observó entonces la existencia de una cicatriz
sanguinolenta, y el miedo congeló la médula de sus huesos. Incapaz de reaccionar
fue testigo del lento avance de la figura, cuyo bisturí expandía un brillo
siniestro.
Algo cayó entonces sobre su cabeza,
ocultándole la visión e impidiéndole todo movimiento. Los últimos resortes del
instinto le hicieron gritar de nuevo, con la desesperación atenazándole la
garganta. Sus gritos se transformaron en aullidos cuando sintió la presencia de
un cuerpo aplastándose contra el suyo, de una respiración afanosa junto a su
cara cubierta por la sábana que no le dejaba moverse, de unas manos que aferraban
tenazmente sus muñecas. Pero sus aullidos no le impidieron escuchar una voz
femenina, proferida con tranquila furia:
-¡Cerdo!
Luego sintió la espantosa caricia del bisturí
adentrándose en su vientre. En vano trató de incorporarse para repeler la
agresión. No se lo permitieron la sábana que le había echado encima y las manos
que le sujetaban. De nuevo sintió el bisturí adentrándose cruelmente en las
entrañas, y otra vez escuchó la vengativa voz:
-¡Cerdo! jcerdo! jcerdo!
El insulto resonó largamente en su cerebro
agonizante hasta las puertas mismas de la muerte. Las atravesó con el cuerpo
cubierto de una infame mezcla: la que formaban su sangre y sus defecaciones.
Aceptó como parte del castigo el no llegar a conocer la identidad de sus
ejecutores. Si su mente no hubiera estado tan alterada por el somnífero, el
alcohol y el remordimiento, no le hubiera costado trabajo reconocer a las dos
enfermeras que le habían asistido durante la operación.
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