Cordero asado - Roald Dahl
La habitación estaba limpia y acogedora, las cortinas corridas, las dos lámparas de mesa encendidas, la suya y la de la silla vacía, frente a ella. Detrás, en el aparador, dos vasos altos de whisky. Cubos de hielo en un recipiente.
Mary Maloney
estaba esperando a que su marido volviera del trabajo.
De vez en
cuando echaba una mirada al reloj, pero sin preocupación, simplemente para
complacerse de que cada minuto que pasaba acercaba el momento de su llegada.
Tenía un aire sonriente y optimista. Su cabeza se inclinaba hacia la costura
con entera tranquilidad. Su piel —estaba en el sexto mes del embarazo— había
adquirido un maravilloso brillo, los labios suaves y los ojos, de mirada
serena, parecían más grandes y más oscuros que antes.
Cuando el
reloj marcaba las cinco menos diez, empezó a escuchar, y pocos minutos más
tarde, puntual como siempre, oyó rodar los neumáticos sobre la grava y cerrarse
la puerta del coche, los pasos que se acercaban, la llave dando vueltas en la
cerradura.
Dejó a un
lado la costura, se levantó y fue a su encuentro para darle un beso en cuanto
entrara.
—¡Hola,
querido! —dijo ella.
—¡Hola!
—contestó él.
Ella le colgó el abrigo en el armario. Luego volvió y preparó las bebidas, una fuerte para él y otra más floja para ella; después se sentó de nuevo con la costura y su marido enfrente con el alto vaso de whisky entre las manos, moviéndolo de tal forma que los cubitos de hielo golpeaban contra las paredes del vaso.
Para ella ésta era una hora maravillosa del día. Sabía que su esposo no quería hablar mucho antes de terminar la primera bebida, y a ella, por su parte, le gustaba sentarse silenciosamente, disfrutando de su compañía después de tantas horas de soledad. Le gustaba vivir con este hombre y sentir —como siente un bañista al calor del sol— la influencia que él irradiaba sobre ella cuando estaban juntos y solos.
Le gustaba su manera de sentarse descuidadamente en una silla, su
manera de abrir la puerta o de andar por la habitación a grandes zancadas. Le
gustaba esa intensa mirada de sus ojos al fijarse en ella y la forma graciosa
de su boca, especialmente cuando el cansancio no le dejaba hablar, hasta que el
primer vaso de whisky le reanimaba un poco.
—¿Cansado,
querido?
—Sí
—respondió él—, estoy cansado.
Mientras
hablaba, hizo una cosa extraña. Levantó el vaso y bebió su contenido de una
sola vez aunque el vaso estaba a medio llenar.
Ella no lo
vio, pero lo intuyó al oír el ruido que hacían los cubitos de hielo al volver a
dejar él su vaso sobre la mesa. Luego se levantó lentamente para servirse otro
vaso.
—Yo te lo
serviré —dijo ella, levantándose.
—Siéntate
—dijo él secamente.
Al volver
observó que el vaso estaba medio lleno de un líquido ambarino.
—Querido,
¿quieres que te traiga las zapatillas? Le observó mientras él bebía el whisky.
—Creo que es
una vergüenza para un policía que se va haciendo mayor, como tú, que le hagan
andar todo el día —dijo ella.
El no
contestó; Mary Maloney inclinó la cabeza de nuevo y continuó con su costura.
Cada vez que él se llevaba el vaso a los labios se oía golpear los cubitos
contra el cristal.
—Querido,
¿quieres que te traiga un poco de queso? No he hecho cena porque es jueves.
—No —dijo él.
—Si estás
demasiado cansado para comer fuera —continuó ella—, no es tarde para que lo
digas. Hay carne y otras cosas en la nevera y te lo puedo servir aquí para que
no tengas que moverte de la silla.
Sus ojos se
volvieron hacia ella; Mary esperó una respuesta, una sonrisa, un signo de
asentimiento al menos, pero él no hizo nada de esto.
—Bueno
—agregó ella—, te sacaré queso y unas galletas.
—No quiero
—dijo él.
Ella se movió
impaciente en la silla, mirándole con sus grandes ojos.
—Debes cenar.
Yo lo puedo preparar aquí, no me molesta hacerlo. Tengo chuletas de cerdo y
cordero, lo que quieras, todo está en la nevera.
—No me
apetece —dijo él.
—¡Pero
querido! ¡Tienes que comer! Te lo sacaré y te lo comes, si te apetece.
Se levantó y
puso la costura en la mesa, junto a la lámpara.
—Siéntate
—dijo él—, siéntate sólo un momento. Desde aquel instante, ella empezó a
sentirse atemorizada.
—Vamos —dijo
él—, siéntate.
Se sentó de
nuevo en su silla, mirándole todo el tiempo con sus grandes y asombrados ojos.
El había acabado su segundo vaso y tenía los ojos bajos.
—Tengo algo
que decirte.
—¿Qué es
ello, querido? ¿Qué pasa?
El se había
quedado completamente quieto y mantenía la cabeza agachada de tal forma que la
luz de la lámpara le daba en la parte alta de la cara, dejándole la barbilla y
la boca en la oscuridad.
—Lo que voy a
decirte te va a trastornar un poco, me temo —dijo—, pero lo he pensado bien y
he decidido que lo mejor que puedo hacer es decírtelo en seguida. Espero que no
me lo reproches demasiado.
Y se lo dijo.
No tardó mucho, cuatro o cinco minutos como máximo. Ella no se movió en todo el
tiempo, observándolo con una especie de terror mientras él se iba separando de
ella más y más, a cada palabra.
—Eso es todo
—añadió—, ya sé que es un mal momento para decírtelo, pero no hay otro modo de
hacerlo. Naturalmente, te daré dinero y procuraré que estés bien cuidada. Pero
no hay necesidad de armar un escándalo. No sería bueno para mi carrera.
Su primer
impulso fue no creer una palabra de lo que él había dicho. Se le ocurrió que
quizá él no había hablado, que era ella quien se lo había imaginado todo. Quizá
si continuara su trabajo como si no hubiera oído nada, luego, cuando hubiera
pasado algún tiempo, se encontraría con que nada había ocurrido.
—Prepararé la
cena —dijo con voz ahogada.
Esta vez él
no contestó.
Mary se
levantó y cruzó la habitación. No sentía nada, excepto un poco de náuseas y
mareo. Actuaba como un autómata. Bajó hasta la bodega, encendió la luz y metió
la mano en el congelador, sacando el primer objeto que encontró. Lo sacó y lo
miró. Estaba envuelto en papel, así que lo desenvolvió y lo miró de nuevo.
Era una
pierna de cordero.
Muy bien,
cenarían pierna de cordero. Subió con el cordero entre las manos y al entrar en
el cuarto de estar encontró a su marido de pie junto a la ventana, de espaldas
a ella.
Se detuvo.
—Por el amor
de Dios —dijo él al oírla, sin volverse—, no hagas cena para mí. Voy a salir.
En aquel
momento, Mary Maloney se acercó a él por detrás y sin pensarlo dos veces
levantó la pierna de cordero congelada y le golpeó en la parte trasera de la
cabeza tan fuerte como pudo. Fue como si le hubiera pegado con una barra de
acero. Retrocedió un paso, esperando a ver qué pasaba, y lo gracioso fue que él
quedó tambaleándose unos segundos antes de caer pesadamente en la alfombra.
La violencia
del golpe, el ruido de la mesita al caer por haber sido empujada, la ayudaron a
salir de su ensimismamiento.
Salió
retrocediendo lentamente, sintiéndose fría y confusa, y se quedó por unos
momentos mirando el cuerpo inmóvil de su marido, apretando entre sus dedos el
ridículo pedazo de carne que había empleado para matarle.
«Bien —se
dijo a sí misma—, ya lo has matado.»
Era
extraordinario. Ahora lo veía claro. Empezó a pensar con rapidez. Como esposa
de un detective, sabía cuál sería el castigo; de acuerdo. A ella le era
indiferente. En realidad sería un descanso. Pero por otra parte. ¿Y el niño?
¿Qué decía la ley acerca de las asesinas que iban a tener un hijo? ¿Los mataban
a los dos, madre e hijo? ¿Esperaban hasta el noveno mes? ¿Qué hacían?
Mary Maloney
lo ignoraba y no estaba dispuesta a arriesgarse.
Llevó la
carne a la cocina, la puso en el horno, encendió éste y la metió dentro. Luego
se lavó las manos y subió a su habitación. Se sentó delante del espejo, arregló
su cara, puso un poco de rojo en los labios y polvo en las mejillas. Intentó
sonreír, pero le salió una mueca. Lo volvió a intentar.
—Hola, Sam
—dijo en voz alta. La voz sonaba rara también.
—Quiero
patatas, Sam, y también una lata de guisantes.
Eso estaba
mejor. La sonrisa y la voz iban mejorando. Lo ensayó varias veces. Luego bajó,
cogió el abrigo y salió a la calle por la puerta trasera del jardín.
Todavía no
eran las seis y diez y había luz en las tiendas de comestibles.
—Hola, Sam
—dijo sonriendo ampliamente al hombre que estaba detrás del mostrador.
—¡Oh, buenas
noches, señora Maloney! ¿Cómo está?
—Muy bien,
gracias. Quiero patatas, Sam, y una lata de guisantes.
El hombre se
volvió de espaldas para alcanzar la lata de guisantes.
—Patrick dijo
que estaba cansado y no quería cenar fuera esta noche —le dijo—. Siempre
solemos salir los jueves y no tengo verduras en casa.
—¿Quiere
carne, señora Maloney?
—No, tengo
carne, gracias. Hay en la nevera una pierna de cordero.
—¡Oh!
—No me gusta
asarlo cuando está congelado, pero voy a probar esta vez. ¿Usted cree que
saldrá bien?
—Personalmente
—dijo el tendero—, no creo que haya ninguna diferencia. ¿Quiere estas patatas
de Idaho?
—¡Oh, sí, muy
bien! Dos de ésas.
—¿Nada más?
—El tendero inclinó la cabeza, mirándola con simpatía—. ¿Y para después? ¿Qué
le va a dar luego?
—Bueno. ¿Qué
me sugiere, Sam?
El hombre
echó una mirada a la tienda.
—¿Qué le
parece una buena porción de pastel de queso? Sé que le gusta a Patrick.
—Magnífico
—dijo ella—, le encanta.
Cuando todo
estuvo empaquetado y pagado, sonrió agradablemente y dijo:
—Gracias,
Sam. Buenas noches.
Ahora, se
decía a sí misma al regresar, iba a reunirse con su marido, que la estaría
esperando para cenar; y debía cocinar bien y hacer comida sabrosa porque su
marido estaría cansado; y si cuando entrara en la casa encontraba algo raro,
trágico o terrible, sería un golpe para ella y se volvería histérica de dolor y
de miedo. ¿Es que no lo entienden? Ella no esperaba
encontrar nada. Simplemente era la señora Maloney que volvía a casa con las
verduras un jueves por la tarde para preparar la cena a su marido.
«Eso es —se
dijo a sí misma—, hazlo todo bien y con naturalidad. Si se hacen las cosas de
esta manera, no habrá necesidad de fingir.»
Por lo tanto,
cuando entró en la cocina por la puerta trasera, iba canturreando una
cancioncilla y sonriendo.
—¡Patrick!
—llamó—, ¿dónde estás, querido? Puso el paquete sobre la mesa y entró en el
cuarto de estar. Cuando le vio en el suelo, con las piernas dobladas y uno de
los brazos debajo del cuerpo, fue un verdadero golpe para ella.
Todo su amor
y su deseo por él se despertaron en aquel momento. Corrió hacia su cuerpo, se
arrodilló a su lado y empezó a llorar amargamente. Fue fácil, no tuvo que
fingir.
Unos minutos
más tarde, se levantó y fue al teléfono. Sabía el número de la jefatura de
Policía, y cuando le contestaron al otro lado del hilo, ella gritó:
—¡Pronto!
¡Vengan en seguida! ¡Patrick ha muerto!
—¿Quién
habla?
—La señora
Maloney, la señora de Patrick Maloney.
—¿Quiere
decir que Patrick Maloney ha muerto?
—Creo que sí
—gimió ella—. Está tendido en el suelo y me parece que está muerto.
—Iremos en
seguida —dijo el hombre.
El coche vino
rápidamente. Mary abrió la puerta a los dos policías. Los reconoció a los dos
en seguida —en realidad conocía a casi todos los del distrito— y se echó en los
brazos de Jack Nooan, llorando histéricamente. El la llevó con cuidado a una
silla y luego fue a reunirse con el otro, que se llamaba O'Malley, el cual
estaba arrodillado al lado del cuerpo inmóvil.
—¿Está
muerto? —preguntó ella.
—Me temo que
sí... ¿qué ha ocurrido?
Brevemente,
le contó que había salido a la tienda de comestibles y al volver lo encontró
tirado en el suelo. Mientras ella hablaba y lloraba, Nooan descubrió una
pequeña herida de sangre cuajada en la cabeza del muerto. Se la mostró a
O'Malley y éste, levantándose, fue derecho al teléfono.
Pronto
llegaron otros policías. Primero un médico, después dos detectives, a uno de
los cuales conocía de nombre. Más tarde, un fotógrafo de la Policía que tomó
algunos planos y otro hombre encargado de las huellas dactilares. Se oían
cuchicheos por la habitación donde yacía el muerto y los detectives le hicieron
muchas preguntas. No obstante, siempre la trataron con amabilidad.
Volvió a
contar la historia otra vez, ahora desde el principio. Cuando Patrick llegó
ella estaba cosiendo, y él se sintió tan fatigado que no quiso salir a cenar.
Dijo que había puesto la carne en el horno —allí estaba, asándose— y se había
marchado a la tienda de comestibles a comprar verduras. De vuelta lo había
encontrado tendido en el suelo.
—¿A qué
tienda ha ido usted? —preguntó uno de los detectives.
Se lo dijo, y
entonces el detective se volvió y musitó algo en voz baja al otro detective,
que salió inmediatamente a la calle.
«..., parecía
normal..., muy contenta..., quería prepararle una buena cena..., guisantes...,
pastel de queso..., imposible que ella...»
Transcurrido
algún tiempo el fotógrafo y el médico se marcharon y los otros dos hombres
entraron y se llevaron el cuerpo en una camilla. Después se fue el hombre de
las huellas dactilares. Los dos detectives y los policías se quedaron. Fueron
muy amables con ella; Jack Nooan le preguntó si no se iba a marchar a otro
sitio, a casa de su hermana, quizá, o con su mujer, que cuidaría de ella y la
acostaría.
—No —dijo
ella.
No creía en
la posibilidad de que pudiera moverse ni un solo metro en aquel momento. ¿Les
importaría mucho que se quedara allí hasta que se encontrase mejor? Todavía
estaba bajo los efectos de la impresión sufrida.
—Pero ¿no sería mejor que se acostara un poco?
—preguntó Jack Nooan.
—No —dijo
ella.
Quería estar
donde estaba, en esa silla. Un poco más tarde, cuando se sintiera mejor, se
levantaría.
La dejaron
mientras deambulaban por la casa, cumpliendo su misión. De vez en cuando uno de
los detectives le hacía una pregunta. También Jack Nooan le hablaba cuando
pasaba por su lado. Su marido, le dijo, había muerto de un golpe en la cabeza
con un instrumento pesado, casi seguro una barra de hierro. Ahora buscaban el
arma. El asesino podía habérsela llevado consigo, pero también cabía la
posibilidad de que la hubiera tirado o escondido en alguna parte.
—Es la vieja
historia —dijo él—, encontraremos el arma y tendremos al criminal.
Más tarde,
uno de los detectives entró y se sentó a su lado.
—¿Hay algo en
la casa que pueda haber servido como arma homicida? —le preguntó—. ¿Le
importaría echar una mirada a ver si falta algo, un atizador, por ejemplo, o un
jarrón de metal?
—No tenemos
jarrones de metal —dijo ella.
—¿Y un
atizador?
—No tenemos
atizador, pero puede haber algo parecido en el garaje.
La búsqueda
continuó.
Ella sabía
que había otros policías rodeando la casa. Fuera, oía sus pisadas en la grava y
a veces veía la luz de una linterna infiltrarse por las cortinas de la ventana.
Empezaba a hacerse tarde, eran cerca de las nueve en el reloj de la repisa de
la chimenea. Los cuatro hombres que buscaban por las habitaciones empezaron a
sentirse fatigados.
—Jack —dijo
ella cuando el sargento Nooan pasó a su lado—, ¿me quiere servir una bebida?
—Sí, claro.
¿Quiere whisky?
—Sí, por
favor, pero poco. Me hará sentir mejor. Le tendió el vaso.
—¿Por qué no
se sirve usted otro? —dijo ella—; debe de estar muy cansado; por favor, hágalo,
se ha portado muy bien conmigo.
—Bueno
—contestó él—, no nos está permitido, pero puedo tomar un trago para seguir
trabajando.
Uno a uno,
fueron llegando los otros y bebieron whisky. Estaban un poco incómodos por la
presencia de ella y trataban de consolarla con inútiles palabras.
El sargento
Nooan, que rondaba por la cocina, salió y dijo:
—Oiga, señora
Maloney. ¿Sabe que tiene el horno encendido y la carne dentro?
—¡Dios mío!
—gritó ella—. ¡Es verdad!
—¿Quiere que
vaya a apagarlo?
—¿Sería tan
amable, Jack? Muchas gracias.
Cuando el
sargento regresó por segunda vez lo miró con sus grandes y profundos ojos.
—Jack Nooan
—dijo.
—¿Sí?
—¿Me harán un
pequeño favor, usted y los otros?
—Si está en
nuestras manos, señora Maloney...
—Bien —dijo
ella—. Aquí están ustedes, todos buenos amigos de Patrick, tratando de
encontrar al hombre que lo mató. Deben de estar hambrientos porque hace rato
que ha pasado la hora de la cena, y sé que Patrick, que en gloria esté, nunca
me perdonaría que estuviesen en su casa y no les ofreciera hospitalidad. ¿Por
qué no se comen el cordero que está en el horno? Ya estará completamente asado.
—Ni pensarlo
—dijo el sargento Nooan.
—Por favor
—pidió ella—, por favor, cómanlo. Yo no voy a tocar nada de lo que había en la
casa cuando él estaba aquí, pero ustedes sí pueden hacerlo. Me harían un favor
si se lo comieran. Luego, pueden continuar su trabajo.
Los policías
dudaron un poco, pero tenían hambre y al final decidieron ir a la cocina y
cenar. La mujer se quedó donde estaba, oyéndolos a través de la puerta
entreabierta. Hablaban entre sí a pesar de tener la boca llena de comida.
—¿Quieres
más, Charlie?
—No, será
mejor que no lo acabemos.
—Pero ella
quiere que lo acabemos, eso fue lo que dijo. Le hacemos un favor.
—Bueno, dame
un poco más.
—Debe de
haber sido un instrumento terrible el que han usado para matar al pobre Patrick
—decía uno de ellos—, el doctor dijo que tenía el cráneo hecho trizas.
—Por eso
debería ser fácil de encontrar.
—Eso es lo
que a mí me parece.
—Quienquiera
que lo hiciera no iba a llevar una cosa así, tan pesada, más tiempo del
necesario. Uno de ellos eructó:
—Mi opinión
es que tiene que estar aquí, en la casa.
—Probablemente
bajo nuestras propias narices. ¿Qué piensas tú, Jack?
En la otra habitación, Mary Maloney empezó a reírse entre dientes.
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