El Castillo de Otranto - Horace Walpole
Mientras tanto, el príncipe había salido al patio y ordenado que se abrieran de par en par las puertas del castillo para recibir al desconocido caballero y a su séquito. A los pocos minutos llegó la cabalgata. La precedían dos heraldos con varas. Iba luego otro heraldo, seguido por dos pajes y dos trompetas. A continuación, un centenar de guardias a pie y otros tantos caballos. Detrás, cincuenta infantes vestidos de escarlata y negro, los colores del caballero. Después, un caballo enjaezado. Sendos heraldos flanqueaban a un caballero en su montura, llevando un gallardete con las armas de Vicenza y de Otranto cuarteladas, circunstancia que ofendió mucho a Manfredo, si bien reprimió su resentimiento. Dos pajes más. El confesor del caballero rezando el rosario. Otros cincuenta infantes, ataviados como los anteriores. Dos caballeros con armadura completa, con la visera bajada, camaradas del caballero principal. Los escuderos de estos dos caballeros, llevando sus escudos y divisas. El escudero del caballero. Un centenar de gentileshombres portando una espada enorme, y al parecer abrumados bajo su peso. Seguía el caballero en un corcel castaño, con armadura completa, lanza en posición de descanso y el rostro enteramente oculto por la visera, rematada por un gran penacho de plumas escarlata y negras. Cincuenta guardias a pie con tambores y trompetas cerraban el cortejo, que se distribuyó a derecha e izquierda para dejar sitio al caballero principal.
En cuanto llegó a la puerta, se detuvo. Se adelantó el heraldo, que leyó de nuevo el desafío. Los ojos de Manfredo estaban fijos en la espada gigante, y apenas pareció prestar oídos a la lectura. Pero su atención no tardó en verse atraída por una ráfaga de viento que se levantó a sus espaldas. Se volvió y distinguió el penacho del yelmo encantado agitado de la misma extraordinaria manera que antes. Se precisaba un valor como el de Manfredo para no hundirse bajo un cúmulo de circunstancias que parecían anunciar su destino fatal. Haciendo gala ante aquellos forasteros de su coraje de siempre, dijo con audacia:
-Señor caballero, quienquiera que seas te doy la bienvenida. Si eres de naturaleza mortal, tu valor hallará a un igual, y si eres un auténtico caballero, evitarás emplear la brujería para triunfar en tu empeño. Tanto si estos presagios provienen del cielo como del infierno, Manfredo confía en la rectitud de su causa y en la ayuda de san Nicolás, que siempre ha protegido su casa. Desmonta, señor caballero, y reposa. Mañana tendrás ocasión de combatir, ¡y que el cielo haga prevalecer la causa más justa!
El caballero no respondió, pero desmontó y Manfredo le acompañó al gran salón del castillo. Cuando atravesaban el patio, el caballero se detuvo para contemplar el milagroso yelmo y, arrodillándose, pareció rezar para sus adentros unos minutos. Incorporándose, hizo una señal al príncipe para proseguir. Cuando hubieron entrado en el salón, Manfredo propuso al forastero que se desarmara, pero éste negó con la cabeza.
-Señor caballero -dijo Manfredo-, esto no es cortés. ¡Pero a fe mía que no os traicionaré! Ni tendréis queja alguna del príncipe de Otranto. No me propongo ninguna treta y espero lo mismo de vos. Ésta es mi prenda -y le tendió su anillo-: vuestros amigos y vos gozaréis de las leyes de la hospitalidad. Descansad hasta que traigan los refrigerios. Daré órdenes para el alojamiento de vuestro séquito y regresaré.
Los tres caballeros hicieron una reverencia, como aceptando la cortesía. Manfredo ordenó que el séquito del forastero fuera conducido a la hospedería anexa, fundada por la princesa Hippolita para acoger a peregrinos. Cuando daban la vuelta al patio para regresar a la puerta, la espada gigantesca escapó de sus portadores y, cayendo al suelo junto al yelmo, permaneció inamovible. Manfredo, casi habituado a los fenómenos sobrenaturales, encajó la sorpresa de este nuevo prodigio, y regresando al salón, donde para entonces ya se había preparado el festín, invitó a sus silenciosos huéspedes a ocupar sus lugares. A pesar de su gran inquietud, Manfredo se esforzó en animarles. Les formuló varias preguntas, pero sólo se le respondió por señas. Se levantaron las viseras lo imprescindible para comer.
-Señores, sois los primeros huéspedes que he acogido tras estos muros que se niegan a mantener conversación alguna conmigo. Creo que no es habitual que los príncipes arriesguen su estado y dignidad por unos forasteros mudos. Decís haber venido en nombre de Federico de Vicenza: siempre he oído que era un caballero galante y cortés. Me atrevo a pensar que no consideraría indigno alternar en sociedad con un príncipe que es su igual y que no resulta desconocido por sus hechos de armas. Pero persistís en vuestro silencio. ¡Bueno! Proceded como gustéis, pues según las leyes de la hospitalidad y de la caballería sois amos bajo este techo y podéis hacer lo que gustéis. Pero, ea, servidme un cubilete de vino: no rechazaréis brindar conmigo a la salud de vuestras bellas damas.
El caballero principal suspiró, se persignó y se dispuso a levantarse de la mesa.
-Señor caballero -dijo Manfredo-, lo que he dicho ha sido una broma; no quisiera obligaros a nada. Haced lo que gustéis. Puesto que vuestro ánimo no es alegre, permanezcamos tristes. Tal vez otros asuntos os interesen más. Retirémonos y tal vez lo que tengo que deciros os agrade más que mis vanos esfuerzos por entreteneros.
Manfredo condujo a los tres caballeros a una cámara interior, cerró la puerta e, invitándolos a sentarse, empezó a hablar, dirigiéndose al personaje principal:
-Por lo que he entendido, señor caballero, habéis venido en nombre del marqués de Vicenza para reclamar a la señora Isabella, su hija, que fue prometida ante la Santa iglesia a mi hijo, con el consentimiento de sus custodios legales. Y para pedirme que renuncie a mis dominios en favor de vuestro señor, que se considera el más próximo pariente del príncipe Alfonso, que en paz descanse. Empezaré por la última de vuestras demandas. Debéis saber, y vuestro señor lo sabe, que heredé el principado de Otranto de mi padre, don Manuel, quien a su vez lo recibió de su padre, don Ricardo. Alfonso, el antepasado de vuestro señor, murió sin descendencia en Tierra Santa, y legó sus estados a mi abuelo don Ricardo, en consideración a sus fieles servicios... -El forastero meneó la cabeza-. Señor caballero -continuó Manfredo en tono apasionado-, Ricardo era un hombre valeroso, recto y piadoso. Así lo atestigua la generosa fundación de la iglesia y los dos conventos anexos. Profesaba especial devoción por san Nicolás. Mi abuelo era incapaz; digo, señor, que don Ricardo era incapaz... Excusadme, pero vuestra interrupción me ha hecho perder el hilo... Venero la memoria de mi abuelo... ¡Bien, señores! Él gobernó este estado con la fuerza de su buena espada y con el favor de san Nicolás. Y otro tanto hizo mi padre y lo mismo haré yo, señores, pase lo que pase. Pero Federico, vuestro señor, es más cercano por parentesco... He consentido en someter mi título a lo que decida la espada... ¿Implica eso que ese título sea ilegítimo? Podía haber preguntado dónde está Federico, vuestro señor. Se cuenta que murió en cautividad. Decís, y vuestras acciones lo confirman, que vive. No lo discuto. Puedo, señores; puedo, pero no lo hago. Otros príncipes desafiarían a Federico para que intentara tomar su herencia por la fuerza. No se jugarían su dignidad en un combate singular, ¡no la someterían a la decisión de unos desconocidos mudos! Perdonadme, gentileshombres, porque me he acalorado en exceso. Pero poneos en mi situación: puesto que sois caballeros, ¿no encendería vuestra cólera que se pusiera en tela de juicio vuestro honor y el de vuestros antepasados? Pero vayamos al otro asunto. Me reclamáis la entrega de la señora Isabella. Señores, debo preguntaros si estáis autorizados a recibirla. -El caballero asintió-. ¡Bien, lo estáis! Pero, gentil caballero, ¿puedo preguntaros si tenéis plenos
poderes? -El caballero volvió a asentir-. De acuerdo; ahora oíd lo que os ofrezco. ¡Tenéis ante vosotros, gentileshombres, al más desdichado de los hombres! -Rompió a llorar-. Compadeceos de mí porque lo merezco. Sabed que he perdido mi única esperanza, mi alegría, el sostén de mi casa: Conrado murió ayer por la mañana. -Los caballeros dieron muestras de sorpresa-. Sí, señores, la fatalidad ha dispuesto de mi hijo. Isabella es libre.
-¡Entonces la devolvéis! -exclamó el caballero principal, rompiendo su silencio.
-Tened paciencia. Me alegra comprobar, por este testimonio de vuestra buena voluntad, que el asunto puede zanjarse sin derramamiento de sangre. Lo poco que me queda por decir no me lo dicta el interés. Tenéis ante vosotros a un hombre desengañado del mundo: la pérdida de mi hijo me ha apartado de los cuidados mundanos. El poder y la grandeza carecen ya de atractivos a mis ojos. Quería transmitir con honor a mi hijo el cetro que recibí de mis antepasados, ¡pero eso se acabó! La vida misma me resulta tan indiferente que he aceptado vuestro desafío con gozo: un buen caballero no puede ir a la tumba con más satisfacción que después de caer sirviendo a su vocación. Cualquiera que sea la voluntad del cielo, a ella me someto porque, ay, señores, soy un hombre abrumado por las penas. Manfredo no merece ser envidiado, aunque sin duda estáis al tanto de mi historia. -El caballero hizo signos de ignorancia, y pareció sentir curiosidad porque Manfredo continuara-. ¿Es posible, señores, que mi historia sea un secreto para vosotros? ¿No sabéis nada sobre mí y sobre la princesa Hippolita? -Negaron con la cabeza-. ¡No! Pues es ésta, señores. Me consideráis ambicioso, y la ambición, ay, está compuesta por materiales más consistentes. Si yo fuera ambicioso, no habría sido presa, durante tantos años, del infierno de los escrúpulos de conciencia. Pero abuso de vuestra paciencia: seré breve. Sabed, pues, que mi mente se ha visto largamente turbada por mi unión con la princesa Hippolita. ¡Oh, señores, si conocierais a esa excelente mujer! Si supierais que la adoro como a una amante y la aprecio como a una amiga... ¡Pero el hombre no ha nacido para la felicidad completa! Ella comparte mis escrúpulos, y con su consentimiento he presentado este asunto a la Iglesia, pues nuestro parentesco es impedimento para nuestra unión. Espero impaciente la sentencia que debe separarnos para siempre. Estoy seguro de lo que sentís por mí; sí, lo estoy. ¡Perdonad estas lágrimas! -Los caballeros se miraron uno a otro, como preguntándose en qué acabaría aquello. Manfredo continuó-: La muerte de mi hijo ha ocurrido mientras mi alma se hallaba sumida en esta ansiedad, así que no pensé sino en renunciar a mis dominios y retirarme para siempre de la vista de los humanos. Mi única dificultad consistía en designar un sucesor que fuera bueno con mi pueblo, y disponer de la señora Isabella, tan querida para mí como si fuera de mi sangre. Mi propósito era restaurar el linaje de Alfonso, aun a través de su descendiente más lejano, y creo, y perdonadme por ello, que su voluntad se vería satisfecha si la estirpe de Ricardo se uniera a su parentela. Pero ¿dónde iba yo a buscar a esa parentela? No conozco a nadie salvo a Federico, vuestro señor: estaba cautivo de los infieles o muerto. Y si estuviera vivo y en su casa, ¿abandonaría el floreciente estado de Vicenza por el insignificante principado de Otranto? Si no lo hiciera, ¿podría yo soportar la visión de un virrey duro y despiadado gobernando a mi pueblo fiel? Pues, señores, yo amo a mi pueblo, y gracias al cielo él me corresponde. Pero os preguntaréis a dónde conduce este largo discurso. En pocas palabras a lo siguiente, señores. Parece que con vuestra llegada el cielo señala un remedio para estas dificultades y para mis infortunios. La señora Isabella es libre y yo lo seré pronto. Haría cualquier cosa por el bien de ni¡ pueblo. ¿Y no sería lo mejor, la única manera de acabar con las disputas entre nuestras familias, que yo tomara a la señora Isabella por esposa? Os sorprendéis. Pero si bien las virtudes de Hippolita siempre me serán queridas, un príncipe no debe pensar en sí mismo; ha nacido para su pueblo.
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