El Fantasma de la ópera - Gastón Leroux
Cristina se detuvo ante aquella visión que parecía que era apartada de sus manos trémulas, mientras que los ecos de la noche así como habían repetido el nombre de Erik, repetían tres veces el clamor: "¡Horror!, ¡horror! ¡horror!". Raúl y Cristina, más estrechamente unidos aún por el terror del relato, alzaron los ojos hacia las estrellas que brillaban en un cielo apacible y puro.
Raúl dijo:
–Es extraño, Cristina, cómo esta noche tan suave y tan tranquila esté llena de sollozos. Difiérase que se lamenta junto con nosotros.
Cristina le respondió:
–Ahora que va usted a conocer el secreto, sus oídos, como los
míos, van a estar llenos de lamentos. –Luego, tomando entre las suyas las manos protectoras de Raúl y sacudida por un largo estremecimiento, prosiguió:
–¡Oh, sí!, aunque viva cien años, oirá, siempre el clamor sobrehumano que exhaló el grito de su dolor y de su rabia infernales, mientras que la cara aparecía ante mis ojos, inmensos de horror, como mi boca, que no podía cerrarse y que ya, sin embargo, no gritaba. ¡Oh, Raúl! ¡Cómo no ver más aquellas cosas, si mis oídos están para siempre llenos de sus gritos, y mis ojos están siempre llenos de su imagen!... ¡Qué imagen! ¡Cómo no verla siempre y cómo hacérsela ver!... Raúl, usted ha visto las cabezas de los muertos cuando han sido disecadas por los siglos, y quizá, si no fue usted víctima de una atroz pesadilla, usted vio su cabeza de muerto en la noche aquella del cementerio. También vio usted pasearse en el último baile de máscaras a la "Muerte roja". Pero todas esas cabezas de muerto estaban inmóviles y su horrenda mudez no vivía. Pero imagínese, si puede, la máscara de la muerte poniéndose a vivir de golpe, para expresar con los cuatro agujeros de sus ojos, de su boca y de su nariz, la cara en su más alto grado, el furor soberano de un demonio y la falta de mirada en los agujeros de los ojos, porque como lo vi más tarde, no se ven nunca sus ojos, sino en la sombra profunda... Pegada contra la pared, con la boca dilatada por el terror y el pelo erizado, yo debía parecer la imagen misma del espanto, así como él era la efigie de lo horrendo.
"Acercó a mi oído el rechinar de sus dientes sin labios y mientras yo caía de rodillas, exhaló lleno de odio, coses insensatas, frases sin sentido, maldiciones, delirios...
"Inclinado sobre mí, me gritaba:
“–¿Has querido mirar? ¡Pues mira! ¡Hártate los ojos, embriaga tu alma con mi fealdad maldita! ¡Mira la cara de Erik! ¡Ahora ya conoces la cara de "la voz"! ¿No te bastaba con oírme? Has querido saber cómo era... ¡Son tan curiosas las mujeres!...
"No cesaba de reír, repitiendo: "¡Son tan curiosas las mujeres!..."
con una risa amenazadora, ronca, formidable... Decía también cosas como éstas:
“–¿Estas satisfecha? ¿Qué bello soy, eh? Cuando una mujer me
ha visto como me has visto tú, es mía, me ama para siempre. ¡Yo soy un personaje de la estirpe de Don Juan!...
E irguiéndose por completo, con la mano puesta en la cadera, haciendo oscilar sobre los hombros aquella cosa horrible que era su cabeza, me gritaba:
“–¡Mírame! ¡Yo soy "Don Juan triunfante"!
"Y como yo volviera la cabeza pidiendo gracia, me hizo volver
violentamente la cara hacia él, encajando entre mis cabellos sus dedos de esqueleto.
–¡Basta, basta! –interrumpió Raúl. Lo mataré, lo mataré. En
nombre del Cielo, Cristina, dígame dónde queda ese "corredor del lago". ¡Es preciso que lo mate!
–Pues entonces, calle, Raúl, si quiere usted saber.
–¡Oh, sí, quiero saber cómo y por qué volvió usted allí! Ahí está
el secreto. ¡Cristina, tenga cuidado, no haya otro! Pero, sea como fuere, ¡lo mataré!
–¡Oh!, mi Raúl, escúcheme puesto que lo quiere saber, escúcheme. Me arrastraba del cabello, me colocaba frente a la cosa que había entre sus hombros. Y entonces... y entonces... ¡Oh, esto es más horrible todavía!
–Y bien, entonces, ¿qué?... –exclamó Raúl con furia –. ¡Hable
usted, por fin!
–Entonces me silbó: "Cómo, ¿me tienes miedo? ¿Es posible esto? ¿Te imaginas quizá que llevo otra careta y que esto... esto... mi cara es una máscara? Pues bien, se puso a bramar, arráncala como la otra.
¡Vamos, anda, anda! ¡Te lo exijo! Tus manos... tus manos..., dame tus manos. Si no te bastan las tuyas, te prestaré las mías, y los dos nos esforzaremos por arrancar la careta". Me eché, implorante, a sus pies; pero me tomó las manos, Raúl, y las hundió en el horror de su cera...
¡Con las uñas se desolló las carnes, sus horribles carnes muertas!
“–¡Aprende!, ¡aprende! –me clamaba del fondo de su garganta,
que resoplaba como una fragua –. ¡Aprende que estoy hecho enteramente, que estoy hecho con algo muerto... de la cabeza a los pies... y que es un cadáver quien te ama, quien te adora y que no se apartará de ti jamás!.. ¡Voy a hacer agrandar el féretro, Cristina, para más adelante, para cuando estemos al término de nuestros amores!... ¡Mira!: ¡ya no río! ¡Lloro sobre ti, Cristina, que me has quitado la máscara y a causa de eso no me podrás dejar jamás!... Mientras podías creerme bello, Cristina, era posible que volvieras... Pero ahora que conoces mi fealdad horrenda huirías para siempre... Te guardo conmigo... ¿Por qué quisiste verme?... Sí mi mismo padre no me ha visto nunca y mi madre para no verme más me regaló, llorando, mi primera máscara.
"Me había dejado libre, al fin, y se arrastraba por cl suelo, sacudido como por un hipo. Y luego, como un reptil, se arrastró fuera de la pieza, penetró en su cuarto, cuya puerta se cerró y yo quedé sola, entregada a mi horror y mis reflexiones, pero libre de la visión de la horrenda cosa. Un prodigioso silencio, el silencio de la tumba, habla sucedido a aquella tempestad y pude reflexionar en las consecuencias terribles del gesto por cl que bahía arrancado la máscara. Las últimas palabras del monstruo no podían ser más claras. Yo misma me había emparedado para siempre y mi fatal curiosidad iba a ser causa de todas mis desgracias. Me lo había repetido con insistencia... No correría peligro alguno, mientras no tocara el antifaz, y, sin embargo, se lo arranqué... Maldije mi imprudencia, pero tuve que reconocer, en medio de mi espanto, que el razonamiento del monstruo era lógico. Sí, habría vuelto si no hubiera visto su cara... Ya me había conmovido, interesado, apiadado lo bastante con sus lágrimas para que fuera insensible a sus ruegos. En fin, yo no era una ingrata, y su impostura no podía hacerme olvidar que era "la voz" y que me habla exaltado con su genio.
¡Hubiera vuelto! Y ahora, si salía de aquellas catacumbas, no volvería a ellas. ¡No hay quien vuelva a una tumba a encerrarse con un cadáver que la ama!
"En el modo furibundo de mirarme, o, más bien, de acercar a mí los dos agujeros negros de su mirada recóndita, durante la espantosa escena, pude medir todo el salvajismo de su pasión. Para que no me hubiera tomado en sus brazos cuando yo no podía oponerle ninguna resistencia, era necesario que aquel monstruo fuera a la vez un ángel, y quizás era un poco cl Ángel de la Música, y puede que lo hubiese sido por completo si Dios le hubiese vestido de belleza en vez de vestirle de podredumbre. Sea como fuere, todo aquello, resaltaba para mí la certidumbre de que Erik me amaba lo bastante furiosamente, lo bastante vengativamente como para que me conservara para siempre cautiva. Y ya, extraviado el pensamiento por la suerte que me esperaba, presa del horror de ver reabrirse la puerta del cuarto funerario y de volver a ver la cara del monstruo sin máscara, me deslicé a mi propio cuarto y me apoderé de las tijeras que podían poner fin a mi espantoso destino... cuando las voces del órgano se hicieron oír, atravesando las gruesas paredes de mi cárcel.
"Fue entonces, amigo mío, que comencé a comprender las palabras de Erik sobre lo que él llamaba, con un desprecio que me dejó estupefacta, música de ópera. Lo que oía, no tenía nada que ver con lo que había oído hasta aquel momento. Su "Don Juan triunfante" porque para mi no cabía duda de que para olvidar el horror del minuto presente, se había precipitado sobre su obra maestra su "Don Juan triunfante no me pareció en un principio más que un largo, atroz y magnífico sollozo, en el que el pobre Erik había encerrado toda su miseria maldita.
"Volvía a ver el cuaderno de notas rojas y me imaginaba fácilmente que aquella música habla sido escrita con sangre. Me paseaba por todos los detalles del martirio; me hacía penetrar en todos los rincones del abismo habitado por el "hombre atroz"; me mostraba a Erik golpeando su pobre, horrible cabeza contra las paredes fúnebres de aquel infierno, huyendo, para no espantarlas, de la mirada de las sombras. Asistía aniquilada, jadeante y vencida, al despertar de aquellos acordes gigantescos en que era divinizado el Dolor, y luego los sonidos brotaban del abismo y se agrupaban de golpe en un vuelo prodigioso y amenazador; su tropel ascendió hacia cl cielo, describiendo giros, como el águila asciende hacia el sol, y aquella sinfonía triunfal pareció abarcar el mundo, y comprendí que la obra estaba realizada, que la Fealdad, suspendida en las alas del Amor, se había atrevido a mirar frente a frente ala Belleza. Yo estaba como ebria; la puerta de Erik cedió bajo mis esfuerzos. Se puso de pie al oírme, pero no se atrevió a volverse hacia mí.
"–Erik –exclamé –, muéstreme su cara sin temor. ¡Le juro que es
usted el más doloroso y sublime de los hombres, y si Cristina Daaé se estremece otra vez al contemplarle, es que pensará en el esplendor de su genio!”
"Entonces Erik se volvió, porque me creyó, y yo también ¡ay! tenía fe en mí.. Alzó hacia el Destino sus manos descarnadas y cayó de rodillas a mis pies balbuceando frases de amor en su boca de muerto... y la música había callado... Besaba la orla de mi vestido y no vio que yo había cerrado los ojos.”
–¿Qué más le contaré, amigo mío? Usted conoce ahora el drama...
Durante quince días se renovó... quince días durante los cuales le mentí. Mi mentira fue tan horrible como el monstruo que me la inspiraba, y pude recuperar mi libertad. Quemé su antifaz. Y tanto hice que, aun cuando no cantaba, se atrevía a mendigar una de mis miradas, como un perro tímido que da vueltas alrededor de su amo. Andaba también a mi rededor como un esclavo fiel, y me rodeaba de mil cuidados. Poco a poco llegué a inspirarle confianza, y se atrevió a hacerme pasear por la orilla del lago Averno y llevarme en la barquilla por sus aguas de plomo; durante las últimas noches de mi cautiverio, me hacia franquear las rejas que cierran los subterráneos de la calle Scribe. Allí esperaba un carruaje que nos llevaba en una carrera desenfrenada a las soledades del bosque. Yo no pensaba en escaparle por medio de la fuerza. Ante todo, Raúl, yo sabia que mientras no huyera de París, de Francia, de Europa, del mundo, siempre volvería a apoderarse de mi; pero ya comprendía que le tenia en mi poder y que la hora de mi libertad estaba próxima. La noche del bosque en que nos encontramos estuvo a punto de serme fatal, porque tiene unos celos tan furiosos de usted que no pude calmarlo, sino afirmándole su próxima partida... Por último, después de quince días de aquel abominable cautiverio en que cedí, sucesivamente, de entusiasmo y de piedad, de desesperación y de horror, me creyó cuando le dije: ¡volveré!
–¿Y usted ha vuelto, Cristina? –gimió Raúl con voz sombría.
–Es verdad, Raúl, y debo decir que no fueron las espantosas amenazas con que acompañó mi devolución a la libertad las que me hicieron mantener mi palabra; sino el sollozo desgarrador que exhaló en el umbral de su tumba. Si, aquel sollozo –repitió Cristina, meneando
dolorosamente la cabeza–, me ató más a aquel desdichado de lo que yo misma pude suponer en el momento de los adioses. ¡Pobre Erik! ¡Pobre Erik!
–Cristina –dijo Raúl poniéndose de pie –, dice usted que me ama y apenas habían transcurrido unas horas después que usted recuperara su libertad y ya volvía usted junto a Erik... ¡Recuerde el baile de máscaras!
–Las cosas estaban dispuestas de ese modo... Recuerde usted
también que esas horas las pasé junto con usted, Raúl, con grave peligro para ambos...
–Durante esas horas yo dudé que usted me amara.
–¿Lo duda usted aún, Raúl? Sépase entonces que ceda una de mis visitas a Erik ha aumentado el horror que me inspira, porque cada una de esas entrevistas, en vez de calmarle, como yo esperaba, lo ha vuelto loco de amor... y tengo miedo... miedo... ¡mucho miedo!...
–¿Usted tiene miedo... y dice que me ama? Si Erik fuera bello,
¿me amaría usted, Cristina?
–¡Desgraciado! ¿Para qué tentar al Destino? ¿Para qué preguntarme cosas que oculto como un pecado en el fondo de la conciencia?
Se puso a su vez de pie, rodeó la cabeza del joven can sus bellos bracos trémulos y le dijo:
–¡Oh! mi novio de un día, si yo no te amara no te daría mis labios. Por primera y última vez, aquí los tienes.
El posó encima los suyos, pero la sombra que los rodeaba pareció desgarrarse con tal violencia como si se acercara la tempestad, y al huir sus ojos, en que vivía el espanto de Erik, les mostró antes de que desapareciera en el bosque de la techumbre, un inmenso pájaro nocturno que los miraba con sus ojos de brasa y que parecía aferrado alas cuerdas de la lira de Apolo.
Raúl dijo:
–Es extraño, Cristina, cómo esta noche tan suave y tan tranquila esté llena de sollozos. Difiérase que se lamenta junto con nosotros.
Cristina le respondió:
–Ahora que va usted a conocer el secreto, sus oídos, como los
míos, van a estar llenos de lamentos. –Luego, tomando entre las suyas las manos protectoras de Raúl y sacudida por un largo estremecimiento, prosiguió:
–¡Oh, sí!, aunque viva cien años, oirá, siempre el clamor sobrehumano que exhaló el grito de su dolor y de su rabia infernales, mientras que la cara aparecía ante mis ojos, inmensos de horror, como mi boca, que no podía cerrarse y que ya, sin embargo, no gritaba. ¡Oh, Raúl! ¡Cómo no ver más aquellas cosas, si mis oídos están para siempre llenos de sus gritos, y mis ojos están siempre llenos de su imagen!... ¡Qué imagen! ¡Cómo no verla siempre y cómo hacérsela ver!... Raúl, usted ha visto las cabezas de los muertos cuando han sido disecadas por los siglos, y quizá, si no fue usted víctima de una atroz pesadilla, usted vio su cabeza de muerto en la noche aquella del cementerio. También vio usted pasearse en el último baile de máscaras a la "Muerte roja". Pero todas esas cabezas de muerto estaban inmóviles y su horrenda mudez no vivía. Pero imagínese, si puede, la máscara de la muerte poniéndose a vivir de golpe, para expresar con los cuatro agujeros de sus ojos, de su boca y de su nariz, la cara en su más alto grado, el furor soberano de un demonio y la falta de mirada en los agujeros de los ojos, porque como lo vi más tarde, no se ven nunca sus ojos, sino en la sombra profunda... Pegada contra la pared, con la boca dilatada por el terror y el pelo erizado, yo debía parecer la imagen misma del espanto, así como él era la efigie de lo horrendo.
"Acercó a mi oído el rechinar de sus dientes sin labios y mientras yo caía de rodillas, exhaló lleno de odio, coses insensatas, frases sin sentido, maldiciones, delirios...
"Inclinado sobre mí, me gritaba:
“–¿Has querido mirar? ¡Pues mira! ¡Hártate los ojos, embriaga tu alma con mi fealdad maldita! ¡Mira la cara de Erik! ¡Ahora ya conoces la cara de "la voz"! ¿No te bastaba con oírme? Has querido saber cómo era... ¡Son tan curiosas las mujeres!...
"No cesaba de reír, repitiendo: "¡Son tan curiosas las mujeres!..."
con una risa amenazadora, ronca, formidable... Decía también cosas como éstas:
“–¿Estas satisfecha? ¿Qué bello soy, eh? Cuando una mujer me
ha visto como me has visto tú, es mía, me ama para siempre. ¡Yo soy un personaje de la estirpe de Don Juan!...
E irguiéndose por completo, con la mano puesta en la cadera, haciendo oscilar sobre los hombros aquella cosa horrible que era su cabeza, me gritaba:
“–¡Mírame! ¡Yo soy "Don Juan triunfante"!
"Y como yo volviera la cabeza pidiendo gracia, me hizo volver
violentamente la cara hacia él, encajando entre mis cabellos sus dedos de esqueleto.
–¡Basta, basta! –interrumpió Raúl. Lo mataré, lo mataré. En
nombre del Cielo, Cristina, dígame dónde queda ese "corredor del lago". ¡Es preciso que lo mate!
–Pues entonces, calle, Raúl, si quiere usted saber.
–¡Oh, sí, quiero saber cómo y por qué volvió usted allí! Ahí está
el secreto. ¡Cristina, tenga cuidado, no haya otro! Pero, sea como fuere, ¡lo mataré!
–¡Oh!, mi Raúl, escúcheme puesto que lo quiere saber, escúcheme. Me arrastraba del cabello, me colocaba frente a la cosa que había entre sus hombros. Y entonces... y entonces... ¡Oh, esto es más horrible todavía!
–Y bien, entonces, ¿qué?... –exclamó Raúl con furia –. ¡Hable
usted, por fin!
–Entonces me silbó: "Cómo, ¿me tienes miedo? ¿Es posible esto? ¿Te imaginas quizá que llevo otra careta y que esto... esto... mi cara es una máscara? Pues bien, se puso a bramar, arráncala como la otra.
¡Vamos, anda, anda! ¡Te lo exijo! Tus manos... tus manos..., dame tus manos. Si no te bastan las tuyas, te prestaré las mías, y los dos nos esforzaremos por arrancar la careta". Me eché, implorante, a sus pies; pero me tomó las manos, Raúl, y las hundió en el horror de su cera...
¡Con las uñas se desolló las carnes, sus horribles carnes muertas!
“–¡Aprende!, ¡aprende! –me clamaba del fondo de su garganta,
que resoplaba como una fragua –. ¡Aprende que estoy hecho enteramente, que estoy hecho con algo muerto... de la cabeza a los pies... y que es un cadáver quien te ama, quien te adora y que no se apartará de ti jamás!.. ¡Voy a hacer agrandar el féretro, Cristina, para más adelante, para cuando estemos al término de nuestros amores!... ¡Mira!: ¡ya no río! ¡Lloro sobre ti, Cristina, que me has quitado la máscara y a causa de eso no me podrás dejar jamás!... Mientras podías creerme bello, Cristina, era posible que volvieras... Pero ahora que conoces mi fealdad horrenda huirías para siempre... Te guardo conmigo... ¿Por qué quisiste verme?... Sí mi mismo padre no me ha visto nunca y mi madre para no verme más me regaló, llorando, mi primera máscara.
"Me había dejado libre, al fin, y se arrastraba por cl suelo, sacudido como por un hipo. Y luego, como un reptil, se arrastró fuera de la pieza, penetró en su cuarto, cuya puerta se cerró y yo quedé sola, entregada a mi horror y mis reflexiones, pero libre de la visión de la horrenda cosa. Un prodigioso silencio, el silencio de la tumba, habla sucedido a aquella tempestad y pude reflexionar en las consecuencias terribles del gesto por cl que bahía arrancado la máscara. Las últimas palabras del monstruo no podían ser más claras. Yo misma me había emparedado para siempre y mi fatal curiosidad iba a ser causa de todas mis desgracias. Me lo había repetido con insistencia... No correría peligro alguno, mientras no tocara el antifaz, y, sin embargo, se lo arranqué... Maldije mi imprudencia, pero tuve que reconocer, en medio de mi espanto, que el razonamiento del monstruo era lógico. Sí, habría vuelto si no hubiera visto su cara... Ya me había conmovido, interesado, apiadado lo bastante con sus lágrimas para que fuera insensible a sus ruegos. En fin, yo no era una ingrata, y su impostura no podía hacerme olvidar que era "la voz" y que me habla exaltado con su genio.
¡Hubiera vuelto! Y ahora, si salía de aquellas catacumbas, no volvería a ellas. ¡No hay quien vuelva a una tumba a encerrarse con un cadáver que la ama!
"En el modo furibundo de mirarme, o, más bien, de acercar a mí los dos agujeros negros de su mirada recóndita, durante la espantosa escena, pude medir todo el salvajismo de su pasión. Para que no me hubiera tomado en sus brazos cuando yo no podía oponerle ninguna resistencia, era necesario que aquel monstruo fuera a la vez un ángel, y quizás era un poco cl Ángel de la Música, y puede que lo hubiese sido por completo si Dios le hubiese vestido de belleza en vez de vestirle de podredumbre. Sea como fuere, todo aquello, resaltaba para mí la certidumbre de que Erik me amaba lo bastante furiosamente, lo bastante vengativamente como para que me conservara para siempre cautiva. Y ya, extraviado el pensamiento por la suerte que me esperaba, presa del horror de ver reabrirse la puerta del cuarto funerario y de volver a ver la cara del monstruo sin máscara, me deslicé a mi propio cuarto y me apoderé de las tijeras que podían poner fin a mi espantoso destino... cuando las voces del órgano se hicieron oír, atravesando las gruesas paredes de mi cárcel.
"Fue entonces, amigo mío, que comencé a comprender las palabras de Erik sobre lo que él llamaba, con un desprecio que me dejó estupefacta, música de ópera. Lo que oía, no tenía nada que ver con lo que había oído hasta aquel momento. Su "Don Juan triunfante" porque para mi no cabía duda de que para olvidar el horror del minuto presente, se había precipitado sobre su obra maestra su "Don Juan triunfante no me pareció en un principio más que un largo, atroz y magnífico sollozo, en el que el pobre Erik había encerrado toda su miseria maldita.
"Volvía a ver el cuaderno de notas rojas y me imaginaba fácilmente que aquella música habla sido escrita con sangre. Me paseaba por todos los detalles del martirio; me hacía penetrar en todos los rincones del abismo habitado por el "hombre atroz"; me mostraba a Erik golpeando su pobre, horrible cabeza contra las paredes fúnebres de aquel infierno, huyendo, para no espantarlas, de la mirada de las sombras. Asistía aniquilada, jadeante y vencida, al despertar de aquellos acordes gigantescos en que era divinizado el Dolor, y luego los sonidos brotaban del abismo y se agrupaban de golpe en un vuelo prodigioso y amenazador; su tropel ascendió hacia cl cielo, describiendo giros, como el águila asciende hacia el sol, y aquella sinfonía triunfal pareció abarcar el mundo, y comprendí que la obra estaba realizada, que la Fealdad, suspendida en las alas del Amor, se había atrevido a mirar frente a frente ala Belleza. Yo estaba como ebria; la puerta de Erik cedió bajo mis esfuerzos. Se puso de pie al oírme, pero no se atrevió a volverse hacia mí.
"–Erik –exclamé –, muéstreme su cara sin temor. ¡Le juro que es
usted el más doloroso y sublime de los hombres, y si Cristina Daaé se estremece otra vez al contemplarle, es que pensará en el esplendor de su genio!”
"Entonces Erik se volvió, porque me creyó, y yo también ¡ay! tenía fe en mí.. Alzó hacia el Destino sus manos descarnadas y cayó de rodillas a mis pies balbuceando frases de amor en su boca de muerto... y la música había callado... Besaba la orla de mi vestido y no vio que yo había cerrado los ojos.”
–¿Qué más le contaré, amigo mío? Usted conoce ahora el drama...
Durante quince días se renovó... quince días durante los cuales le mentí. Mi mentira fue tan horrible como el monstruo que me la inspiraba, y pude recuperar mi libertad. Quemé su antifaz. Y tanto hice que, aun cuando no cantaba, se atrevía a mendigar una de mis miradas, como un perro tímido que da vueltas alrededor de su amo. Andaba también a mi rededor como un esclavo fiel, y me rodeaba de mil cuidados. Poco a poco llegué a inspirarle confianza, y se atrevió a hacerme pasear por la orilla del lago Averno y llevarme en la barquilla por sus aguas de plomo; durante las últimas noches de mi cautiverio, me hacia franquear las rejas que cierran los subterráneos de la calle Scribe. Allí esperaba un carruaje que nos llevaba en una carrera desenfrenada a las soledades del bosque. Yo no pensaba en escaparle por medio de la fuerza. Ante todo, Raúl, yo sabia que mientras no huyera de París, de Francia, de Europa, del mundo, siempre volvería a apoderarse de mi; pero ya comprendía que le tenia en mi poder y que la hora de mi libertad estaba próxima. La noche del bosque en que nos encontramos estuvo a punto de serme fatal, porque tiene unos celos tan furiosos de usted que no pude calmarlo, sino afirmándole su próxima partida... Por último, después de quince días de aquel abominable cautiverio en que cedí, sucesivamente, de entusiasmo y de piedad, de desesperación y de horror, me creyó cuando le dije: ¡volveré!
–¿Y usted ha vuelto, Cristina? –gimió Raúl con voz sombría.
–Es verdad, Raúl, y debo decir que no fueron las espantosas amenazas con que acompañó mi devolución a la libertad las que me hicieron mantener mi palabra; sino el sollozo desgarrador que exhaló en el umbral de su tumba. Si, aquel sollozo –repitió Cristina, meneando
dolorosamente la cabeza–, me ató más a aquel desdichado de lo que yo misma pude suponer en el momento de los adioses. ¡Pobre Erik! ¡Pobre Erik!
–Cristina –dijo Raúl poniéndose de pie –, dice usted que me ama y apenas habían transcurrido unas horas después que usted recuperara su libertad y ya volvía usted junto a Erik... ¡Recuerde el baile de máscaras!
–Las cosas estaban dispuestas de ese modo... Recuerde usted
también que esas horas las pasé junto con usted, Raúl, con grave peligro para ambos...
–Durante esas horas yo dudé que usted me amara.
–¿Lo duda usted aún, Raúl? Sépase entonces que ceda una de mis visitas a Erik ha aumentado el horror que me inspira, porque cada una de esas entrevistas, en vez de calmarle, como yo esperaba, lo ha vuelto loco de amor... y tengo miedo... miedo... ¡mucho miedo!...
–¿Usted tiene miedo... y dice que me ama? Si Erik fuera bello,
¿me amaría usted, Cristina?
–¡Desgraciado! ¿Para qué tentar al Destino? ¿Para qué preguntarme cosas que oculto como un pecado en el fondo de la conciencia?
Se puso a su vez de pie, rodeó la cabeza del joven can sus bellos bracos trémulos y le dijo:
–¡Oh! mi novio de un día, si yo no te amara no te daría mis labios. Por primera y última vez, aquí los tienes.
El posó encima los suyos, pero la sombra que los rodeaba pareció desgarrarse con tal violencia como si se acercara la tempestad, y al huir sus ojos, en que vivía el espanto de Erik, les mostró antes de que desapareciera en el bosque de la techumbre, un inmenso pájaro nocturno que los miraba con sus ojos de brasa y que parecía aferrado alas cuerdas de la lira de Apolo.
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