El Pescador - John Langan

 Dan frunció el ceño y entreabrió la boca, con todos esos colmillos curvos que se replegaron un momento después.
—Tú me hiciste esto —dijo, con la boca ya despejada—. Lo que
soy es fruto de tus propias manos.
De manera inesperada, una ola de compasión amenazó con
cubrirme por completo. Me la tragué.
—Lo que tú eres es el resultado de tus propias acciones —le
solté—. Ahora vete.
—No es tan sencillo —replicó Dan—. He recorrido un largo
trecho para verte, Abe, un camino increíblemente largo. No puedes pedirme que me vaya a los dos segundos de haber venido.
—No creo que las reglas de la hospitalidad sean extensibles a
los monstruos —repuse.
—Abe —dijo Dan, con la cara transfigurándose en un semblante inhumano—, estás empezando a herir mis sentimientos.
—Dan —exclamé—, vete de aquí.
Cualesquiera que fueran las palabras que intentaba articular no conseguían emerger de su boca por la presión de los colmillos. Su habla se volvió gutural, un ruido áspero y chirriante que me rasgaba los oídos. Se me nubló la vista por un instante y algo amenazó con salir a la luz, una figura enorme que, de algún modo, estaba en el mismo lugar que Dan. Él entró en la cocina, levantando una mano en cuyos dedos habían brotado garras. Empuñé el espray de aceite y apreté el botón. Un delgado cono de aceite presurizado siseó en el aire hacia él. Por el camino, rozó la punta de las velas que estaban sobre la mesa y se convirtió en una lengua de fuego. El torso y la cabeza de Dan se vieron envueltos en llamas amarillas y naranjas.
Entre alaridos, se tambaleó hacia atrás mientras yo vaciaba en él el resto de mi lanzallamas improvisado. La cocina se llenó de luz y calor. Me protegí la cara con el brazo, mientras que, con la mano libre, palpaba la encimera buscando algo más que me sirviera para poder seguir rociándole a través del fuego de las velas.
No tenía por qué haberme molestado. Con los brazos en alto,
Dan salió corriendo de la casa, atravesando la puerta mosquitera y emergiendo al patío de atrás, desde donde dio un salto al agua circundante. Aunque juraría que no podía tener más allá de cuarenta o cincuenta centímetros de profundidad, el agua se lo tragó por completo lanzando después al aire una gran columna rumorosa de humo pestilente justo por donde se había zambullido. Yo lo había seguido pisándole los talones, con una lata de pintura pulverizada en la mano que esperaba que fuera inflamable. Cuando comprobé que no resurgía, dejé la lata en el patio y, de repente, mareado hasta casi desmayarme, me desplomé contra el suelo. Durante lo que acaso fuera mucho tiempo permanecí allí, con el corazón galopando en cada latido y la cabeza dándome vueltas sin parar.
Cuando el pulso se me había estabilizado a un trote, me obligué a ponerme de pie. El quemador de la estufa portátil seguía encendido.
Por muy absurdo que fuera, me moría de hambre, pero aun así
crucé el patio y apagué el gas. Hice un alto para examinar hasta dónde llegaba el agua oscura de detrás de mi casa por si había alguna otra señal de Dan. Ninguna que yo pudiera ver.
Lo cual no significa que el agua viniera con las manos vacías.
Por el contrario, a medida que mis ojos se acostumbraban a la
noche, comprobé que el agua corría atestada de cosas, abarrotada de una serie de formas cuya fisonomía mi vista estaba a punto de descifrar. Cuando lo hizo, lo que reconocí me devolvió adentro de la casa, donde cerré con llave la puerta de atrás. Pasé el resto de la noche en la habitación de arriba, con la puerta también cerrada, la cama y el tocador apoyados contra ella. No dormí nada. A la mañana siguiente, cuando los ayudantes del sheriff se detuvieron en un bote para ofrecerme la oportunidad de ponerme a salvo, subí a bordo con lágrimas en los ojos, algo que quise atribuir a la edad. Lo que vi en el agua fue lo que me forzó a contar esta historia, a tener que vérmelas con su extraña y enredada peripecia. No sé muy bien qué más me queda por hacer con ella, salvo confesaros qué es lo que vi en el agua.
Gente: filas y filas de personas arrastradas por la corriente, la mayoría sumergidas hasta los hombros, algunas hasta la barbilla, unas pocas hasta los ojos. No pude adivinar cuántas eran, porque se extendían hasta la más honda oscuridad. Todos tenían la piel demacrada, el cabello lacio, los ojos relucientes de oro. No tardé mucho en distinguir a Marie entre la muchedumbre, más lejos de lo que habría supuesto. Su semblante era inexpresivo, como el de los niños que fluían a ambos lados de ella. Una muchacha y un muchacho, en esa etapa intermedia en que la infancia empieza a dar un paso a la adolescencia. Tenían las bocas abiertas y, en ellas, vislumbré unas hileras de dientes afilados. En sus ojos no asomaba la más mínima chispa de inteligencia. Tenían —me figuré— la nariz de mi madre.

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